OBLEGAREB

I

eis escorpiones pequeños, como juguetes de nácar, hacen eses en la arena.

Driss agarra al soldado por el pelo y le empuja contra el suelo, el rostro a dos palmos de los bichos, que se detienen, sorprendidos.

Una voz ronca y pausada habla en hasaní desde algún lugar de la jaima. A continuación, Driss lo traduce a un castellano crotálido:

—Usted engañar familia mía.

—No sé de qué me hablas, Driss —responde el soldado, que intenta incorporarse.

Driss le clava el pie en la rodilla. Si el soldado no grita, no es porque no sienta dolor: el tacto frío del metal a la altura de la carótida ha ahogado su voz. Este mensaje no necesita traducción de ninguna clase: no te muevas.

El anciano que está en la penumbra vuelve a decir algo, breve, y Driss libera al soldado de la presión. El soldado aprovecha para coger aire. Mira los escorpiones. Tampoco se mueven. Bien. Quietecitos. Tengamos la fiesta en paz.

—Tener suerte que mi padre estar de buen humor —cascabelea Driss—. Siéntate.

El soldado se toma su tiempo para obedecer. Inspira con fuerza y el aroma a menta le abre los pulmones. El hedor del cuero, del ganado hambriento y del fuerte sudor de los bereberes aprovechan la ocasión para penetrar en su cerebro. Tose. Tiene hambre y los labios cortados. Agua, intenta pedir, pero no consigue articular palabra. Si hoy está de buen humor, no quisiera verlo enfadado, piensa. Nunca ha hablado con el padre de Driss. Siempre había hecho negocios con alguno de sus siete hijos, y si ahora es el padre quien debe intervenir, es que lo tiene crudo. Sabía que se la jugaba, mierda, sabía que se la estaba jugando. Putos moros.

Arena en los ojos. No puede fijar bien la mirada; los lagrimones dejan un rastro de sal en sus mejillas. Hace de tripas corazón. No quiere que piensen que es débil.

—Llorar como una niña —dice Driss, sin ningún rastro de humor en su tono.

—A ver si va a ser la única forma de que sepas cómo es una mujer… —dice el soldado, y escupe la arena que rechina entre sus dientes.

El moro le da una bofetada. Y duele. Es alto, flaco y oscuro como un tronco de roble quemado, con fuerza suficiente como para matar a un león a base de soplidos. Si encontrara alguno vivo, claro, porque esta parte de África es tan árida que ni siquiera se ven leones.

El soldado escupe sangre. Driss hace crujir los dedos. Lleva unos anillos que parecen la aldaba de un caserón.

Khaled Alhazred riñe a su hijo, y este le responde de malas maneras. Khaled, sin alzar la voz —parece imposible que este hombre haya podido gritar alguna vez en su vida—, le hace callar.

—En nombre de mi padre —Driss baja la mirada—, le pido disculpas.

Es mentira, pero le da igual. Puede que sí tenga una oportunidad de salir con vida de aquí. Una entre mil.

Khaled vuelve a hablar. Está sentado sobre una alfombra de cenefas que el soldado es incapaz de distinguir en la oscuridad. Una alfombra que ha cruzado el Sahara en innumerables ocasiones, que se ha topado con infinidad de peligros y que ha sobrevivido a las luchas con las tribus enemigas. A pesar de la fama de su tribu, Khaled parece más un viejo comerciante que un guerrero. Está sentado con las piernas cruzadas, sus labios siempre pegados al narguile, la gandora azul como un pedazo de cielo caído sobre su cuerpo. Son los hijos quienes lucen el oro en la boca, las joyas en los brazos y la mala leche en las manos.

—Mi padre estar muy decepcionado con usted. Pensar que alguien que lleva su nombre sería alguien en quien poder confiar. Dice que no merece llevar el nombre de usted.

—Yo no he engañado a nadie, Driss. Dile a tu padre que se equivoca. Que os equivocáis.

El soldado sabe que no es cierto. Que ha jugado con fuego y ahora se está quemando. Desde hace tres meses ha estado suministrando armamento a la familia de Khaled. En los primeros encuentros les llevaba pólvora negra mezclada con carbón. Cuando confiaron en él, les llevó dos fusiles. Los Alhazred alegaban necesitarlos para defenderse de las tribus del interior en sus caravanas por el desierto, pero el soldado no las tenía todas consigo, de modo que les entregó dos Remington defectuosos: uno tenía el cañón deformado y convertía cualquier disparo en un espectáculo de pirotecnia, y el otro se encasquillaba después de cada detonación. Pero de eso los Alhazred no se enteraron hasta que el soldado empezó a llevarles munición.

Khaled sigue hablando por boca de Driss:

—Pensar que teníamos un acuerdo. Que estar usted un hombre de palabra. Nosotros hemos cumplido nuestra parte del trato: le hemos pagado muy generosamente, con ópalos y diamantes.

—Diamantes en bruto. No es lo mismo —matiza el soldado.

De reojo, vigila que los seis escorpiones no se arrimen demasiado.

Driss chasquea los dedos y un esclavo se acerca para entregarle el fusil. Driss lo coge y apunta a la cabeza del soldado, la culata de madera, alargada y fina, casi rozando su nariz.

—No es lo mismo —continúa Driss—. ¿Creía que nosotros no disparar? ¿Creía que nosotros no ver que la fusila es mala?

—Es el armamento del que disponemos. Pregunte al gobernador.

Driss vuelve la mirada hacia su padre, como pidiendo permiso para vapulearle de nuevo. Este soldado le saca de quicio. Khaled vuelve a hablar.

—Usted venir aquí, con su traje de soldadito, sus maneras de comerciante, su propuesta de negocio, y traicionar nuestra confianza. Usted, como todos sus compatriotas españoles, creer superiores. Piensan que somos ignorantes del desierto y que pueden venir aquí a tratarnos como chiquillos. —Y añade, de cosecha propia—: Yo conocer. Yo pasar mucho tiempo prisionero de ustedes en el norte. Yo ya decir a mi padre que no teníamos que hacer tratos con usted, que estar con los otros.

Driss baja el arma y la apoya sobre una de las bab, las maderas que sostienen la tienda. Khaled da una calada al narguile. El sol se va apagando en la entrada de la jaima, y eso acentúa la oscuridad de su interior. Las aberturas de las tiendas están orientadas al este, hacia La Meca, recuerda el soldado, y deduce que si los últimos rayos de sol están desapareciendo y los tres vasos de té que hay sobre una bandeja ya están vacíos, deben de ser alrededor de las cinco de la tarde.

Tenía que reunirse con Mhamed, uno de los hijos pequeños, en las afueras de Villa Cisneros. Pero al llegar ha encontrado a Driss y a otros dos moros que le han golpeado, atado de pies y manos y cargado en un camello. Se lo han llevado hacia el interior del desierto, hasta el campamento de Khaled, donde le han mantenido aislado hasta ahora. Con un poco de suerte, puede que sus compañeros de destacamento le estén buscando.

En el fondo sabe que no es verdad: en África no te busca nadie.

El soldado clava la mirada en el Remington y valora si le daría tiempo a cogerlo y hacer frente a Driss. Este adivina sus intenciones y lo agarra.

—Quizá piensa que funcionar bien.

El soldado tiene miedo. Un miedo inmediato, de un riesgo casi palpable. Una emoción más real que aquel miedo vago a embarcarse con destino a las colonias o al runrún nocturno de un ataque enemigo. Un miedo que se mezcla con la sangre en la boca, que se arrellana en el rayadillo del uniforme de Infantería de Marina, ahora sucio y arañado, inútil y ridículo como una bandera a la nada. Es consciente de que está lejos de cualquier esperanza de rescate, a merced de lo que quieran hacerle unos salvajes a los que ha querido embaucar de la forma más estúpida. No debería haberles subestimado.

—Mi padre decir que él no poder juzgarlo.

—Pues dígale que la puesta en escena puede dar lugar a malentendidos.

Driss resopla. No tiene la paciencia de su progenitor. Si de él dependiera, el soldado ya sería otra duna en el desierto. Cuando Khaled retoma el discurso, se apresura a traducirlo:

—Ustedes, los españoles, se niegan a escucharnos. Creen que pueden venir aquí, repartirse la tierra y reírse de nosotros. Su cháchara militar les convierte en sordos. Y los sordos son los primeros en caer, porque no oír los disparos. Si aguzaran más el oído ante los bereberes, no tendrían que vivir recluidos en un fortín, con miedo a no ver el sol de la mañana.

»Esta tierra ser muy grande, pero no ser suya. Los reguibat no ser suyos. Ser una tribu antigua, guerrera, no esclavos de nadie. Ni a mí corresponder juzgaros.

»Usted nos ha traicionado, pero ser un error nuestro haber confiado. Es un soldado: lleva casco, uniforme, botas y va armado. Es un soldado invasor. Y además no ser leal a su gente. Deberíamos haberle matado en cuanto se puso en contacto con Mhamed. Pero él ser joven y usted aprovechar.

—Ni siquiera me gustan las armas, Driss. Cogía las que no usaban, porque así no las echarían en falta —miente.

—Calle. Mi padre aún no terminar.

»Mi padre aprendió de su padre, hace muchos años, cómo juzgar a gente como usted.

»La aorf, nuestra ley, no les sirve. Mi padre dudar de la palabra de usted. Él dudar de si usted querer engañarnos o decir verdad. Padre de padre saber cómo resolver duda.

»Cuando mi padre ser un chaval, recuerda que alguien robar agua de pozo. El padre del padre encuentra dos hombres que poder ser ladrones. Uno era un joven pastor que hacía poco tiempo que se había unido a la tribu, y el otro un amigo muy querido por todos. Los sentimientos del padre del padre no deja dormir. No querer llevar a yemaa, la asamblea que rige nuestra tribu.

»Los dos hombres se pelearon y se cayeron por un agujero, donde desaparecer. El padre del padre piensa que un jinn llevárselos.

—¿Un jinn?

—Un demonio —aclara Driss, que prosigue—: Cuando padre del padre encontrarlos, estar rodeados de oblegareb. —Busca la palabra en castellano—: De escorpiones. Los ahuyentó y recogió los cuerpos, llenos de picaduras. Uno de los dos muere esa noche.

—Quieres matarme de aburrimiento —murmura el soldado.

Driss no le entiende, de modo que continúa traduciendo al castellano, su castellano, aprendido de los colonizadores, donde cada conjugación verbal se acerca peligrosamente al imperativo:

—Oblegareb mata a amigo del padre del padre. A persona amada en quien todos confían. Y deja vivo al joven pastor. Día siguiente, padre del padre descubre que amigo roba agua para llevar a tribu cercana, que amigo traiciona confianza para cortejar joven hija de jefe de tribu. Y padre del padre entiende que jinn ha juzgado.

»Cuando padre tiene duda, pide ayuda a Demonio de los Escorpiones.

El soldado mira primero a Khaled Alhazred, luego a su hijo Driss y finalmente a los seis alacranes que vuelven a repicar la alfombra, pausadamente, junto a él. Entiende la situación. Y no le gusta nada.

Driss acerca el fusil a los escorpiones. Los atiza con el cañón, como si fueran brasas a punto de apagarse. Los bichos se retuercen como llamas y se enfrentan al arma.

—Cinco de ellos ser mortales. El sexto no tener veneno —dice Driss—. Coja uno y póngaselo en la mano.

—Ha sido… ha sido un cuento muy bonito —responde el soldado, con la espalda empapada en una lluvia de sudor y la voz quebrada—, pero seguro que podemos comportarnos como adultos razonables.

—Cumpla su destino. —Se pone en cuclillas y muestra una sonrisa amarillenta entre la barba reseca—. ¿Confía usted en su buena estrella, Moisés Corvo?