urgate baja del Duke of Earl, el buque de la John Holt, y la patrulla de soldados que vigila el puerto le cachea.
Judas Malthus, el pelo teñido de negro y un abrigo largo para protegerse de la lluvia, ve la oportunidad de embarcar en él. Recorre la pasarela hasta la cubierta. Nadie le detiene. Saluda a un marinero como si le conociera de toda la vida. Baja hasta la bodega y espera.
Al cabo de unas horas, el barco zarpa haciendo sonar la bocina. Las balleneras lo escoltan hasta mar abierto, esquivando los mástiles de los barcos hundidos, como un bosque de fantasmas.
El Duke of Earl, que huele a cacao y a café, se dirige a Portsmouth, haciendo escala en Sierra Leona y Lisboa. A Judas Malthus ya le viene bien. Volver a Valencia, ahora mismo, sería demasiado arriesgado. Deberá dejar las Vainillas Holandesas durante una temporada. Así que Inglaterra es el mejor sitio. Cuando llegue, visitará al almirante Phileas Brown, el comandante del ejército británico con quien hizo una buena amistad en la India. La última noticia que tiene de él es que trabaja para la reina Victoria en Buckingham, encargándose de lavar la ropa sucia de la familia real. Quién sabe si en palacio habrá un rincón para Judas Malthus.
—Es la primera vez en mi vida que puedo ir adonde quiera, sin dar explicaciones a nadie —dice Five.
Judas le ha conocido de madrugada, en cubierta. Five está borracho y tiene la lengua floja. Le habla de los entrenamientos y del Point Zero. Judas le presta atención, intrigado. Pronto le cuenta su aventura en la selva, el enfrentamiento con los monstruos blancos, la existencia de un lago que es capaz de hacerte retroceder en el tiempo.
Five se abre la camisa y muestra el pecho: no volváis, grabado en la piel.
Una vez en Portsmouth, Judas se ofrece a acompañar a Five hasta Hampshire. En las oficinas de la Woodsboro, les recibe un hombre que ronda los sesenta, que se presenta como Henry Wolfe Bakula. Agradece a Judas Malthus la atención prestada a Five y llama a dos enfermeros para que atiendan al agente.
—Su hombre me explicó cosas muy interesantes durante el viaje hasta aquí.
—Olvide todo lo que le haya podido decir —dice Henry Wolfe Bakula—. No está bien de la cabeza.
—Sonaba bastante convincente.
El capitán Bakula saca un fajo de billetes de un bolsillo. Le entrega cincuenta libras.
—Espero que esto también suene convincente.
Judas Malthus sonríe, con esa sonrisa suya teatralizada, de muchos años de práctica.
—Ha sido un placer —miente.
Con el dinero, Judas Malthus toma una diligencia hasta Winchester, donde sube al tren, en dirección a Londres. No para de dar vueltas en la cabeza a la historia fantástica que Five le confesó. Cada vez tiene más claro que, tarde o temprano, volverá a Fernando Poo.
Ahora, sin embargo, lo primero que debe hacer es encontrar un lugar donde establecerse.
La estación de Paddington está llena a rebosar. Los chiquillos venden periódicos a gritos, una mujer le ofrece queso mientras otra intenta robarle el fajo de billetes que lleva en el bolsillo. El aire le parece irrespirable: el humo de las chimeneas se cuela en sus pulmones y le hace toser. Sería irónico que no hubiera enfermado de ninguna fiebre en África y ahora muriera asfixiado por el hollín en el mundo civilizado.
Cruza Hyde Park y llega al río. Todo el mundo va a lo suyo, nadie hace caso de nadie. Una niña mendiga en una esquina, junto a dos hombres con monóculo que conversan mientras les lustran los zapatos. Un carruaje está a punto de atropellar a un chico que cruzaba la calle; al esquivarlo, se ha caído de bruces y se ha abierto una brecha en la cara. Nadie se acerca a socorrerle. Ni a la frutera que grita police, police cuando dos chavales huyen corriendo con los faldones de las camisas llenos de pomelos y naranjas.
El Big Ben da las cuatro y algo.
Una prostituta se le acerca, hey you, sir, ¿quieres pasar un buen rato?
Es guapa.
Y joven.
Casi podría oír los latidos de su corazón.
Ella señala una portería piojosa, la pensión adonde suele llevar a los clientes.
La pensión de la vieja Molly, en Whitechapel.
—Sí, ¿por qué no? —responde él, en inglés.
—What’s your name, pretty boy?
Judas la coge del brazo y entran en el caserón.
—Puedes llamarme Jack.
FIN