NAUTRON RESPOC LORNI VIRCH

I

l San Francisco recibe a Moisés Corvo con el miedo aún reinando entre sus pasajeros. El doctor Costales ha podido tratar tres casos más de fiebres que no se han complicado. La infección ha sido controlada y el vapor ya puede zarpar. Sin embargo, al subir a bordo, acompañado por el capitán Jauréguizar, el silencio es aterrador.

Un tipo fuerte y barbudo hasta las pestañas, la piel de los brazos tostada como el café, se les acerca.

—Capitán —dice—. ¿Es el soldado?

El capitán Jauréguizar asiente y se dirige hacia la cabina. Levan anclas. La boca del barbudo sale de su escondite con lo que parece una sonrisa. Y vuelve a escupir palabras llenas de halitosis:

—Tú eres el hijo de puta del que me ha hablado mi primo.

Moisés Corvo le examina. Es mucho más bajo que él, pero tiene unos brazos que parecen sogas de amarre.

—Tu primo conoce a muchos hijos de puta.

El hombre le agarra por el codo y le conduce hacia la escalera que baja a las plantas inferiores. A medida que descienden, también baja el tono de voz, amenazante.

—Si fuera por mí, esta noche dormirías con los tiburones.

Moisés Corvo intuye en el aliento a pescado podrido que habla en serio, así que piensa que es mejor no responder. Al menos de momento. Por la boca muere el pez, como suele decirse. Y en este caso, por la boca se lo zamparían.

Bajan las escaleras y oyen el sonido de la sirena, largo como una letanía. Pasan por una zona de cabinas donde no se cruzan con nadie y siguen descendiendo. Cuando ya están cerca de las calderas —y lo nota por el aumento de la temperatura, que convierte el aire en irrespirable y desconcha la pintura de las paredes—, entran en un dédalo de pasillos estrechos y oscuros. El hombre se detiene. Moisés Corvo nota su respiración precipitada, nerviosa. No le cuesta entender que debe coger fuerzas para encajar el golpe. La pregunta es en qué parte del cuerpo tendrá que hacerlo.

En el estómago.

Era previsible, piensa Moisés, doblándose de dolor.

—Esta la paga Aurelio. —Firma el puñetazo, y remata—: Y a esta invito yo.

La patada en los testículos hace que el dolor anterior parezca un desayuno en palacio. Por suerte, el espacio es demasiado pequeño para moverse, y el barbudo no ha cogido carrerilla.

Después arrastra a Moisés Corvo —el cuerpo doblado, los ojos a punto de salírsele de las órbitas, sin ánimo para caminar— y su zurrón hasta la puerta de una cabina. La abre de una patada y le lanza a su interior.

—Vuestro nuevo mejor amigo —dice, y cierra la puerta.

Los soldados le miran desde las literas.

—No está mucho mejor que Basilio cuando se fue —sentencia un soldado.

—Bienvenido a bordo, muchacho —dice un cabo, que salta del catre y le abre la bolsa.

Mientras hurga en su interior, Moisés se incorpora, asaltado por el hedor a sudor y tabaco, difíciles de distinguir.

—¿Cómo te llamas? —pregunta un rubio que debe de tener su misma edad.

Moisés Corvo no responde. Ve una camilla vacía, con gotitas de sangre reseca sobre la colchoneta. Mira al cabo, que sigue hurgando en su zurrón.

—Sólo lleva ropa. Ni reloj, ni cadenitas, ni anillos, ni retratos ni nada de nada.

Parece decepcionado.

—Te puedes quedar con el uniforme —dice Moisés, recuperando el habla—. No lo necesitaré más.

Y se esconde en el nicho vacío. Se quita las botas y cierra los ojos. El cabo se echa a reír a carcajadas.

—Caray con el hijo de puta. —Y sentencia—: ¡Tenemos un rebelde en la compañía!

—Yo me quedo con las botas.

Otra voz surge de la oscuridad de la cabina, atrincherada en una camilla.

—Las botas ni tocarlas —advierte Moisés, cerrando los ojos.

—¿Y qué piensas hacer en Fernando Poo, en pelota picada? —inquiere el rubio, risueño.

—No pienso llegar. Me marcharé antes.

—Pues espero que sepas nadar muy bien.

Un alférez se pone en cuclillas, a la altura de la cabeza de Moisés.

—¿Cuál es el próximo puerto?

—Freetown.

—¿Qué son? ¿Ingleses?

—¿Cuál es tu nombre, soldado?

—Corvo. Moisés Corvo.

—Muy bien, soldado Corvo. Dejemos las cosas claras: soy el alférez Conrado Silva y estoy al mando de este pelotón que relevará parte de la tropa destacada en Santa Isabel. Puesto que aún sigues vistiendo este uniforme de la Infantería de Marina, por sucio y arrugado que esté, estás bajo mis órdenes, y harás lo que te ordene. Cuando el San Francisco llegue a Sierra Leona, tú te quedarás a bordo. Y también cuando haga escala en Monrovia, antes de llegar a Fernando Poo. Veo que ya has conocido a Sietemares y que te ha explicado detalladamente las reglas de convivencia del barco. Si te quiere así, dudo mucho que te quite los ojos de encima. Así que, muchacho…, Corvo…, o acatas las órdenes o será un viaje muy desagradable.

Moisés se revuelve en el catre y mira fijamente a los ojos al alférez Silva:

—Hace un año y medio que mastico la arena del desierto en Villa Cisneros. Ya estoy harto de África. No es nada personal, chicos. No es traición a este país al que tanto queréis y que os mete en esta apestosa cabina con destino a un lugar remoto que no le interesa a nadie.

—Eh, Silva —dice la voz procedente de la oscuridad—. Si sigue hablando así, tendré que pedirle permiso para romperle la boca a este mocoso.

Otro soldado se ha levantado, la camisa abierta y el pecho empapado. Posa una mano en el hombro del alférez:

—Yo no pediré permiso.

—Soldado Corvo. —El tono del alférez Silva es conciliador—. No me gusta que desanimes a mis hombres.

—No soy yo quien les desanima; de eso ya se encarga el tiempo. Tarde o temprano os cansaréis, y también querréis bajar de aquí.

El soldado que tiene la mano en el hombro del alférez aprieta los dientes:

—Voy a romperle la cara a este sabelotodo.

El ruido metálico y estridente de las anclas al ser levadas llena la cabina. El alférez extiende el brazo y agarra a Moisés por la nuca.

—Tú te vienes a Fernando Poo y punto. Ningún soldado a mis órdenes abandona el servicio, nunca, si no es con permiso de la Parca. Y si sigues por este camino, no me costará nada hacer la vista gorda con los chicos o Sietemares, que veo que te tiene ganas.

Moisés Corvo retira la mano del alférez y se da media vuelta.

—Avisadme cuando sea hora de cenar. Puede que os apetezca amenazarme de nuevo con el estómago lleno.

Y finge que se queda dormido, aunque está hecho un manojo de nervios, mientras el barco tiembla, los gritos amortiguados de los caldereros se cuelan por debajo de la puerta y un runrún mecánico empuja el San Francisco lejos de Río de Oro.