edia docena de murciélagos revolotean alocadamente sobre los cadáveres.
La escena no es muy diferente a la que Moisés se encontró en el poblado del bojiammò Siacca: un montón de mujeres apiladas en el centro del poblado y cuerpos masculinos alineados en los alrededores. También, como entonces, hay niños en la entrada de las cabañas. Esta vez, sin embargo, no hay máscaras clavadas en estacas. De hecho, es como si Moisés se encontrara ante una obra incompleta, de un capricho de Goya a medio pintar, como si el autor hubiera abandonado los pinceles precipitadamente.
Como si le hubieran interrumpido.
Moisés se aferra al fusil y mira a Osvaldo.
El chico está pálido, tanto que parece que su piel refulja en la oscuridad. Abre unos ojos como platos, se niega a entender lo que está viendo.
—¿Te encuentras bien? —pregunta Moisés.
Osvaldo no responde.
Las mujeres siguen llorando, abrazadas a sus difuntos hijos. Moisés pasa por encima de tres o cuatro cuerpos —enteros, sin descuartizar, prolongando la sensación de que es un trabajo a medias— y se agacha junto a una de ellas.
—¿Cuántos eran?
El dolor desfigura la cara de la mujer, que no le escucha. ¿Cuántos eran?, repite Moisés. Finalmente, ella interrumpe su llanto, aún con una mueca de desconsuelo en su rostro. ¿Cuántos eran?
—Cuatro.
—¿Y cómo eran? ¿Eran soldados? ¿Eran blancos?
—Sí —gime ella.
—¿Sí qué? ¿Sí eran soldados?
La mujer abraza de nuevo a su hijo. Por el momento, es imposible sacar ninguna información de provecho. Moisés deberá extraerla de otra manera, antes de que las mujeres se serenen. Contempla el escenario y recuerda la obsesión de Chocolate por encontrar pistas en los cuerpos. Que entonces no sirviera de nada no significa que no pueda volver a intentarlo.
Pide ayuda a Osvaldo, que sigue helado, con dificultades para respirar, unos metros más allá. Los murciélagos le rodean una y otra vez. Moisés deshace el camino y se acerca al compañero.
—Morritos, o espabilas o te doy tal par de hostias que más de un muerto se levantará para detenerme.
Con esta última frase, el mundo entero se derrumba bajo los pies de Moisés Corvo. De repente, la selva desaparece y la matanza no es ni siquiera un recuerdo lejano. Ha sido al hablar cuando Moisés ha oído la voz endemoniada de su padre, que se ha reconocido en él. Tadeo Corvo, el hombre al que más ha odiado en toda su vida, ha hablado por su boca. El hombre de quien huía le ha encontrado. Moisés Corvo se está convirtiendo en aquel de quien renegó hace miles de años a miles de kilómetros. Ruido de nueces cascadas dentro del puño, el cuero del cinturón azotando el aire. Se da cuenta de que ahora lo ha verbalizado, pero la sombra de su padre le acompaña desde hace días, por no decir meses. Repite sus gestos, adopta palabras y expresiones suyas, asimila incluso una forma de pensar.
Ahora, Tadeo Corvo debe de estar riéndose a gusto. Borracho y desdentado, abrazado a una botella en cualquier taberna de Barcelona, no podrá reprimir aquella carcajada asmática, como de clavo oxidado. Después de que Moisés se enfrentara a él y le diera una paliza, hasta dejarlo medio muerto. Sólo le salvó Antoni Corvo, no le mates, no mates a papá. Un golpe, y otro, y otro, toda la furia contenida durante años brotando a chorros, los nudillos hinchados y enrojecidos. Después, sus dedos habían rodeado aquel cuello fino, de reptil, y lo habían estrangulado hasta que Tadeo Corvo había borrado esa sonrisa estúpida de la cara y la había canjeado por una contracción cianótica. Le había faltado un tris para matarlo. Sólo debía seguir presionando unos segundos más y se habría librado para siempre de aquel desalmado. O eso creía. Porque ahora estaba allí, navegando por sus venas, como un destino inexorable que por fin se cumplía.
—¿Qué quieres que haga?
Osvaldo le devuelve a la isla.
Tadeo Corvo se habría largado. Habría considerado que aquello no era problema suyo y que podía mirar hacia otro lado sin que nadie le recriminara nada de nada. De hecho, Moisés ha tenido este impulso desde que llegó a Fernando Poo, una voz que insiste en que él no tiene ninguna necesidad de involucrarse en este follón, que lo deje correr y piense sólo en él. Una voz que ha contado con el coro de los soldados de Villa Penitencia. Su forma de rebelarse contra Tadeo Corvo ha sido no escuchar esa voz, ignorarla, nadar en su contra. Y, sin embargo, él acabará pareciéndose a su padre, lo quiera o no. Y no quiere. Y se resiste. Y por eso debe encontrar a los responsables de estas masacres.
—Busca alguna pista entre las manos de los cadáveres. —Y se ve obligado a añadir—: Un mechón de pelo, un trozo de tela, lo que sea. Algo que nos lleve a averiguar quién ha hecho todo esto.
—No sé si seré capaz, Moisés…
Le agarra por los hombros y le sacude bruscamente, pero las palabras tienen un tono más suave:
—Lo serás.
—No sé ni por dónde empezar.
—Busca de fuera hacia dentro. Del extremo más alejado al centro del poblado. Yo haré el camino inverso.
Y dicho esto, recuerda que Chocolate había propuesto inspeccionar en círculos, y piensa volver a hacerlo, a partir de la pila que hay en el centro.
Los cuchillos vuelven a ser de sierra, como la primera vez. Pero ahora no hay huellas, porque el suelo está seco y hay bastante hierba.
Algunas mujeres están destripadas, abiertas en canal desde el pubis hasta los pechos. Primero pasa por encima los cortes, rosados y amarillos sobre la piel negra, más por pudor que por asco. Pero al cabo de un rato ve que en la piel de las mujeres hay unos restos verdosos, como de pulpa. Se atreve a acercarse, una mezcla de repulsión y curiosidad, y pasa los dedos por el tinte, muy aromático, que resultan ser restos de aguacate. Es como si alguien hubiera embadurnado el cuchillo con la fruta y luego lo hubiera empleado para destriparlas, ya que los ovarios, los úteros y los estómagos cuelgan fuera del vientre. En tres de ellas, Moisés encuentra el hueso del aguacate metido en la boca. Quien sea que haya hecho esto, se ha recreado a conciencia. Por mucho que Moisés haga un esfuerzo de imaginación, es incapaz de entender los motivos de este ritual en medio de la salvajada que les rodea.
—¿Quién ha sido?
Una pregunta sin respuesta a las mujeres que aún lloran a sus muertos.
Parece que, como en el otro poblado, tampoco encontrarán ningún rastro de nada, y eso le enfurece. A la luz de las estrellas, va interrogando a los muertos, ayudadme, malditos negros, dadme una puta pista. Está forzando la vista, y podría ser que pasara por alto algún detalle importante, porque todo son sombras y manchas de sangre. La matanza es reciente, los asesinos han tenido que irse a toda prisa porque él les ha interrumpido. Pero alguien que es capaz de hacer todo esto no se dejaría amedrentar por una patrulla solitaria que nadie sabe dónde está. Podrían habérselos cargado al llegar. ¿Por qué han huido? Si son otros soldados, quizá no quieren mancharse las manos con la sangre de un compañero. Y si no lo son, deben de temer lo suficiente a los soldados como para no hacerles frente.
—¡Moisés! ¡Moisés! —le llama Osvaldo—. ¡Ven!
Osvaldo está arrodillado junto al cadáver de un hombre mayor que tiene varias cuchilladas en la espalda y yace boca abajo, con un brazo extendido. En la mano, tiesa pero aún sin rígor mortis, tiene una esfera metálica de la que cuelga una cadenita. Moisés Corvo la coge con cuidado y se la lleva a la camisa, con la que limpia las manchas de sangre. Aprieta un botoncito y se abre la tapa, dejando a la vista un reloj de bolsillo, con el cristal resquebrajado: marca las ocho y veintiocho minutos. Moisés saca el reloj que le robó al capitán Jauréguizar en el San Francisco, cuando entró en su cabina para buscar la sentencia, y compara la hora. Las ocho y cuarenta y ocho minutos. Veinte minutos les separan del momento de la huida. Moisés vuelve a tener la sensación de que todavía rondan por ahí, que aún pueden volver.
Osvaldo inclina la cabeza.
—Detrás hay una inscripción.
Moisés da la vuelta al reloj y se encuentra con unas letras grabadas en cursiva bajo el dibujo de un escorpión. Casi no se ven y cuesta leerlas.
—Minias Brota —murmura.
—¿Quién es Minias Brota?
Moisés piensa en todo el mundo que conoce en la isla. No recuerda a nadie con ese nombre. Y quizá sea porque no le conoce. En Santa Isabel viven un millar de personas, y existe la posibilidad de que ni siquiera sea alguien de la capital.
—No lo sé. Por el nombre podría ser griego, pero no me consta que haya griegos en Fernando Poo.
—¿Portugués? —aventura Osvaldo.
Moisés da media vuelta y llama a las mujeres.
—¿Eran portugueses?
Una de ellas alza la vista, la cara llena de lágrimas, y mira el reloj en las manos del soldado. Lo señala y dice:
—¡Mmò!
—¿Qué?
—¡¡¡Demonio!!!
—¿Esto es del demonio?
La mujer se acerca corriendo, saltando por encima de los cadáveres. Las otras dos la miran.
—¿Mmò? —Coge el reloj y escupe en él.
—Necesito tu ayuda —ruega Moisés—. ¿De dónde es el demonio? ¿De dónde?
—¿De dónde?
—¿Mmò bapotó? —pronuncia, en bubi.
—¡Sí, sí! ¡Bapotó!
—¿De dónde?
Unas figuras surgen de las sombras y apuntan con fusiles a Moisés y Osvaldo. Moisés coge el Remington y también lo levanta contra la oscuridad. Una de las figuras brama:
—Baja el arma, Bocas.
Pasan unos segundos hasta que Moisés reconoce la voz del alférez Silva. Sin embargo, sigue sin poder vislumbrar sus rostros, ocultos en la penumbra.
—¿Qué haces aquí, Silva?
—No te lo volveré a decir, Bocas. Baja el arma de una puta vez.
—No si no me cuentas qué haces aquí.
—Es una orden, Bocas.
Sin embargo, Moisés no le hace caso. Que hayan aparecido de repente unos cuatro, no, cinco, sí, cinco soldados de Villa Penitencia en el escenario de la matanza es motivo suficiente como para no fiarse.
—Y yo sólo te hago una pregunta.
Las mujeres han enmudecido, atemorizadas por la presencia de los soldados.
—Vengo a arrestarte, Bocas.
—No es el mejor momento, alférez. Mira a tu alrededor.
La selva secunda el instante de silencio que sigue a las palabras de Moisés.
—No, Bocas. Mírate. Vas manchado de sangre de pies a cabeza. Eres tú quien debe darme explicaciones.
—¿Cómo sabíais que estábamos aquí? —pregunta Osvaldo.
—Cállate, Morritos —ordena el alférez.
Los hombres de Silva están nerviosos. Cuchichean entre ellos, están cansados de sostener el fusil a la altura del rostro, apuntando.
—No, Morritos tiene razón. ¿Cómo lo sabíais? —repite la pregunta Moisés.
—Os estábamos siguiendo.
Moisés acaricia el gatillo. Le tiembla el pulso. De reojo, mira a la mujer que ha escupido sobre el reloj.
—¿Son ellos?
La mujer ladea la cabeza. No le ha entendido. Moisés insiste: ¿son ellos?
Ella se incorpora y camina hacia los soldados. Desde donde se encuentra no puede verles. Avanza con cautela, despacio.
—Bocas, dile que pare —grita el alférez.
La mujer da otro paso, y otro, y trata de de vislumbrarle.
—¿Son ellos? —pregunta Moisés.
La detonación se produce cuando la mujer se encuentra a un metro del alférez Silva. Uno de los soldados le ha disparado en el cuello, y la mujer se desploma sobre los cuerpos de la tribu. Un chorro de sangre de la arteria salpica la cara de Silva. Las otras mujeres chillan y corren a socorrerla, pero otro disparo —esta vez en una pierna— hace caer a una de ellas. La tercera permanece quieta, de pie, desafiando las sombras con la mirada. Más disparos, una cadencia irregular, que son respondidos por los alaridos de los monos en la selva.
—¡¡¡Alto el fuego, alto el fuego, mecagoenlaputa!!! —les abronca el alférez.
El olor a pólvora se esparce por todo el poblado. A Moisés le zumban los oídos por el estruendo de las detonaciones. De las sombras de los soldados brota una humareda que se eleva volátil hacia las copas de los árboles. Tan sólo distingue el punto intermitente de luz anaranjada de un cigarrillo al darle una calada. La selva tiembla. Los murciélagos han huido despavoridos. Moisés tira el arma al suelo, no tiene nada que hacer.
Ni siquiera oye el borboteo agónico de Osvaldo, desangrándose a sus pies, el reloj en las manos.