stá muerto.
No respira.
El corazón no late.
Un escarabajo curioso escala por la mano y se detiene a la altura del codo.
Primero es un pequeño temblor en los labios.
Los ojos vuelan bajo los párpados.
Se atraganta.
Vomita orichalcum antes de recuperar el conocimiento.
Y despierta.
Y desea volver a estar muerto.
Cada palmo de su cuerpo irradia dolor hacia el cerebro, que se licuará de un momento a otro.
No sabe cómo se llama ni dónde está, no tiene otra conciencia de sí mismo que este chirriar de huesos, músculos y piel, todos los nervios como cerillas encendidas.
Desfallece y vuelve a perder el conocimiento.
El sol se pone.
Llega la noche.
Y, con ella, siente frío por primera vez. El fuego se ha convertido en nieve y le sacude con convulsiones y, al mismo tiempo, reaviva algunos recuerdos.
Del frío pasa al miedo. ¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí?
Imágenes vagas de ancianos cantando mientras se hunde.
Una mujer.
¿Quién es?
Una mujer embarazada.
No llueve.
Musila.
Amanece y una abeja se posa sobre su pelo corto y rizado.
Vuelve el calor, ahora más suave.
Mi hermana.
Tengo que salvar a mi hermana.
Tiene hambre. Debe comer si no quiere volver a desmayarse. Nota la garganta áspera, como lodo reseco. Abre los ojos de par en par en busca de pitanza. Justo delante de su cabeza, una lagartija le mira fijamente, con curiosidad.
Surgate intenta atraparla, pero es demasiado rápida y él tiene la agilidad de un tronco de madera.
Más tarde, consigue sentarse. Vomita bilis. La cabeza le da vueltas.
¿Qué día es?
Debe averiguarlo. Debe saber si lo ha conseguido.
Está solo, a orillas del lago. Ni rastro de los monstruos blancos. Tampoco está la antena de los hombres de la Woodsboro.
Por la noche, consigue levantarse. Desciende por el acantilado y enfila el sendero, mareado. Evita pasar cerca del poblado colgante de Baltasar Coronado. La selva es un laberinto sin caminos, pero empieza a recordar algunos de los lugares por los que pasa. Él era un cazador fang, antes de que Adolfo Leopoldo le convirtiera en misionero. Sabe orientarse bien, y a medida que camina va recuperando el aliento. No tarda en llegar a la empalizada de Oloitia. Espía la entrada entre la vegetación. Ya es noche cerrada, y no parece que vaya a toparse con nadie.
De madrugada, duerme dos horas al raso. Un búho insiste en hacerle compañía hasta que se levanta, completamente cubierto de hormigas. Prende un fuego y busca el hormiguero con unas ramas encendidas. Con el humo, obliga a las hormigas a salir. Son lo bastantes grandes como para chamuscarlas, por lo que decide quemar una veintena. Se las zampa, crac, crac, y se queda unos minutos con la mirada perdida en el fuego. Lo apaga, no sea que alguien pueda verlo, y decide reemprender el camino.
A primera hora de la mañana llega a un claro donde están las cajas Property of Woodsboro Fields Co. Buenas noticias: están cerradas. Julio Veracruz aún no las ha abierto con su cuchillo. Podría abrirlas y llevarse las armas que había dentro, pero quizá cambiaría hechos que no debe cambiar, quizá modificaría algún detalle y se iría todo al garete. Ha saltado en el momento correcto. Ahora tendrá que llegar a tiempo a Baney. Como sabe que en las cajas no hay comida, las deja atrás y sigue bajando la montaña. Ahora que conoce el camino es mucho más fácil. Se da cuenta de todas las vueltas que llegaron a dar con la expedición, cómo la selva se retuerce sobre sí misma y consigue que puedas pasar por el mismo lugar cuatro, cinco, seis veces sin darte cuenta. La sensación de avanzar le excita y le hace andar más deprisa. Ya casi no le duele nada, como si hubiera recuperado la forma física. Sólo la oscura nube de la muerte de Musila enturbia su ánimo.
Un día más tarde llega al tótem donde Baltasar le salvó.
Y donde murió.
Baltasar Coronado le aseguró que le había matado allí, sobre las raíces de este cedro por el que ahora camina descalzo.
Él no lo recuerda. No recuerda haber muerto. Fue en otra vida. Su salvación la pagó otro hombre. El padre de los niños a los que curó en la misión.
Ahora ha llegado el momento de enderezar otra muerte, la de su hermana. De rescatarla de las garras de Marimó y entregarle su vida a cambio. Está preparado. Como las dos montañas gemelas, Basilé y Monte Camerún, que se aman en la distancia, que se alzarían si algo le ocurriera a la otra. Es su sangre, la misma que recorre los árboles y los ríos de esta isla.
Surgate morirá al día siguiente.
El otro Surgate.
El que no recuerda.
Avanza confiado, saltando de roca en otra, por un sendero entre los árboles, cuando se topa de bruces con un bracero. Ambos se asustan y reprimen un grito. Se quedan inmóviles, observando los movimientos del otro. Surgate le reconoce. Es el hombre a quien Sincuello y Huevazos azotaron por indisciplina. Parece que sucedió hace mil años, y sucederá mañana.
Surgate salta a un lado del camino antes de que le vea el resto de la expedición. Corre unos metros y se esconde entre el follaje. Mira cómo el bracero le busca con la mirada, pero no le cuenta nada a Julio Veracruz, que es el primer blanco en aparecer. Al mismo tiempo, ve movimiento en las copas de los árboles, sobre la expedición. Primero piensa que son driles, pero las sombras son demasiado grandes y demasiado silenciosas. Entorna los ojos para fijarse mejor y descubre a Baltasar Coronado y a otro blanco encaramados a las ramas más altas. Debe de ser Huevazos, que se sacrificará para que él pueda vivir. Hay tres negros más, mucho más jóvenes y ágiles, repartidos por las copas. No le han visto, pero aguanta la respiración y se queda muy quieto entre la maleza.
La expedición sigue su curso, y el corazón le da un vuelco cuando se ve pasar a sí mismo junto a Melitón, el niño que les guiaba hasta Oloitia. Los monstruos blancos corretean de árbol en árbol en silencio, sin reparar en su presencia.
Antes de continuar, espera unos minutos por prudencia, ya con Bolobe entre ceja y ceja.
Llega a la misión claretiana de noche, lo cual facilita que pueda dejarla atrás sin riesgo de encontrarse con alguno de los parroquianos. Vigila para no pasar por los lugares por donde el hermano Lacunza suele ir a cazar luciérnagas, y baja en dirección a la finca de William Allen Vivour, donde el sol le sorprenderá de nuevo.
Se cruza con Templeton Peabody, que se hurga la nariz mientras vigila cómo faenan los krumans de la plantación. Ya está cerca de la Woerman, donde espera encontrar a Manfred Kruger.
Los terrenos de la Woerman son bastante grandes y no le resulta difícil encontrarlos después de preguntar a un par de bubis. Pero una vez allí, resulta que Manfred ha bajado a Concepción. No entiende mucho el castellano cervecero de Adolf Brandt, pero le parece comprender que regresará a Santa Isabel con el Pandora hoy mismo. Surgate le deja con la palabra en la boca, pegada bajo el mostacho, y corre hasta el puerto.
El barco de los alemanes no ha zarpado. Es más, Manfred Kruger toma el sol en la terraza de la taberna, con un vaso de schnapps en la mesa. Surgate le hace sombra en la cara y Manfred abre los ojos, was zum Teufel…
—Necesito que me ayudes.
El martes, 5 de abril de 1887, una semana antes de que Adolfo Leopoldo Crespo asesine a Musila, Surgate viaja hacia Santa Isabel a bordo del Pandora.
El sol castiga con fuerza, como si nunca fuera a llover. Surgate sabe que la tormenta se acerca.
Una gaviota planea dando vueltas sobre el barco. Surgate la sigue con la mirada y el corazón lleno de dudas. ¿No estará dando vueltas él mismo? Teme que su misión no tenga éxito, que esté destinada al fracaso. ¿Y si no se puede cambiar el pasado? ¿Y si él no puede salvar a Musila? Quizá ya lo ha intentado antes y no lo ha conseguido. Él no ha visto el cadáver de su hermana. Ha sido Boluba quien le ha asegurado que tanto ella como el bebé están muertos. Si, tal como le ha aconsejado Baltasar, debe dar instrucciones a Boluba para que repita estas palabras a su otro yo, al que llegará a Santa Isabel después de que ella muera, podría ser que ya hubiera pasado. Podría ser que Boluba ya le hubiera dicho lo que él le ordenará que diga. Podría quedarse atrapado en este círculo, como la gaviota que gira sobre el barco una y otra vez. Quizá no ha podido cambiar el pasado. Quizá se ha quedado atrapado en su propia telaraña. O quizá no lo podrá cambiar, no podrá impedir que Adolfo Leopoldo mate a Rosario, y entonces entrará en este bucle infinito.
Manfred Kruger trae dos vasos de té tibio. Le tiende uno, que Surgate agarra.
—Me hubiera gustado que fuera cerveza, pero nos tendremos que conformar con té, Menschenfresser.
—Gracias.
—¿Qué te preocupa? No hace ni cuatro días que te dejé en Concepción con todo un pelotón de militares y ahora corres de vuelta a Santa Isabel.
Surgate se plantea contárselo todo. Vaciar el buche y confesar de dónde viene, qué ha hecho y qué va a hacer. Pero recuerda que Baltasar Coronado se lo advirtió: no alteres nada.
—Mi hermana está en peligro.
Manfred Kruger se sienta hombro con hombro, las olas rompiendo contra el casco, a su espalda.
—¿Ya es seguro? ¿Has recibido algún cable de Santa Isabel? Cuando vinimos, sufrías por ella y por el niño. ¿Qué le ha pasado?
—Tú tienes ocho hermanos, Manfred. ¿No has sentido nunca que estabas conectado con ellos? ¿Que sabías que alguno de ellos estaba sufriendo aunque nadie te lo hubiera dicho?
Manfred ni se lo piensa.
—Una vez, mientras estaba en la escuela, tuve un mal presentimiento. Creía que Karl, uno de los pequeños, estaba en peligro. Incluso me eché a llorar. En realidad, fui el hazmerreír de la escuela. Luego resultó que Karl se había caído por un precipicio y se había roto las piernas.
—¿Estaba muerto?
—No, no. Por suerte, no. No se cayó desde mucha altura. Pero fue a parar sobre el cauce seco de un arroyo, entre el cañaveral. Tardamos dos días en encontrarlo. Todos le dieron por muerto. Pero yo tenía el presentimiento de que estaba vivo.
—Y tenías razón.
—Le encontré por casualidad. No sé, como si alguna intuición extraña me hubiera conducido hasta él. Se había pasado los dos días gritando para pedir auxilio, pero nadie le había oído. ¿Estáis todos sordos o qué?, fue lo primero que me dijo. ¿Estáis todos sordos o qué?
Manfred dibuja una sonrisa.
—Rosario está pidiendo socorro. Sé que está en un apuro y que yo debo ayudarla. Sé cuándo y qué pasará. Y voy a evitarlo.
Manfred Kruger le mira, serio. Luego, asiente con la cabeza.
—Si me necesitas, Menschenfresser, para lo que sea, sabes que puedes contar conmigo.
Ahora es sólo una propuesta hecha sobre un barco frente a la costa escarpada de Fernando Poo, bajo un sol de justicia, pero en el momento decisivo, Manfred Kruger desempeñará un papel clave en el desenlace de esta historia.
Santa Isabel vive con el corazón en un puño.
El clima se ha enrarecido a raíz de la matanza de la noche de la Anunciación. Los soldados patrullan en binomios y vigilan de reojo los movimientos de los bubis.
Sin embargo, nadie se fija en Surgate. Va vestido a la europea, con una camisa y unos pantalones de lino blanco que Manfred ha sacado de un baúl. Y le acompaña el alemán, que le invita a comer.
En cuanto entran en el hotel Thompson, Surgate se arrepiente. Si bien hay poca gente en la capital que pueda reconocerles, aquí podría toparse con algunos de los soldados que le vieron zarpar hacia Concepción o con Moisés Corvo. Y entonces tendría problemas, porque no sabría cómo justificar el hecho de no estar en el otro lado de la isla. Manfred pide vino —caliente como una sopa aguada— y un plato de viandas —espero que no te importe que no sea carne humana, Menschenfresser, aquí no la tienen en el menú—. Surgate come rápido y lanzando ojeadas a la puerta de entrada. Mejillas y Sobacos entran y toman un par de vasos de aguardiente cada uno antes de marcharse sin pagar. Muertecita refunfuña y Eugeni Narváez le da la razón con la cabeza: con estos pasmarotes sí que estamos bien protegidos, sentencia.
Manfred Kruger ha estado hablando de sus planes de futuro, de cómo explicará a sus hijos —el día que los tenga— que su padre trabajó de joven en una remota isla africana para ganarse el sueldo.
—Ya no se hace ningún sacrificio, ¿sabes? —dice Manfred Kruger—. Vivimos en una época en la que todo el mundo piensa que ya lo puede tener todo hecho, que no necesitará sudar para labrarse una vida.
Manfred se da cuenta de que Surgate no le está escuchando, y remacha:
—Cuando hablo así me parezco a mi abuelo, que en gloria esté.
Ya hace un buen rato que Surgate se ha dado cuenta de que Eugeni Narváez no le quita el ojo de encima.
—Tendrás que disculparme. Tengo que encontrar a mi hermana.
Manfred Kruger se seca las manos con el mantel que lleva colgado a modo de babero.
—Claro. Tú a lo tuyo. Yo estaré en las oficinas de la Woerman, por si hay algún problema.
Surgate abandona el hotel precipitadamente. Sospecha que Eugeni Narváez debe de haberle visto antes. En realidad, el millonario no ha dejado de mirarle, seducido por ese fang joven, fuerte y bien vestido, de maneras educadas.
—¿Quién era ese que acaba de irse? —le pregunta a Muertecita.
Sin dejar de limpiar la barra con un trapo que más bien lo ensucia todo, Mortimer Thompson responde:
—Para ti, un fantasma. No existe y no volverás a verle nunca más.
Muertecita lanza un chorro de saliva en la escupidera. Como si no hubiera visto antes esa mirada, piensa. Como si no supiera de dónde viene. Espera que este, al menos, tenga suerte. Aunque sea por una vez.
Surgate se cruza con Moisés Corvo cuando este sale medio borracho de la taberna de Bartolomé Brugués. Por suerte, está tan borracho que Moisés no le ha prestado atención, y el fang ha podido esconderse en un portal antes de toparse con él cara a cara.
Surgate vuelve a dudar: podría avisarle. Judas Malthus tiene secuestrada a Rosario en la finca de Vainillas Holandesas. Y Adolfo Leopoldo la matará cuando vea que ella no quiere quedarse. Podría asaltarle ahora mismo, pero si Baltasar Coronado tiene razón —y no hay ningún motivo para dudarlo—, Dios, el Destino, el Tiempo o quien sea volvería a tejer sus historias para que ella terminara muriendo. No hay forma de evitarlo si no es en el último instante. De nada le serviría tampoco dejarle en el bolsillo una nota con las indicaciones de lo que va a ocurrir. La leería y desconfiaría: ¿quién ha escrito esto? ¿Quién coño ha escrito esto? Se lo imagina refunfuñando por Villa Penitencia y estrujando el papel para lanzarlo al fuego.
Moisés Corvo se pierde en la ciudad.
Los veinte kilómetros hasta Baney le llevan toda la tarde. Por la noche llega a la villa, pequeña, de no más de seis casuchas. En el aire reina un hedor a azufre, cuyo origen, deduce, son las fuentes termales que hay por toda la zona. Si Surgate supiera que Judas Malthus es el responsable de las masacres, no tardaría en relacionar el olor con el de las calderas del infierno. Pero Surgate no sabe ni dónde cae la plantación, y debe preguntárselo a un pastor que recoge las cabras en un cercado.
Las indicaciones del pastor le llevan a la casa grande y ruinosa de Vainillas Holandesas. No hay luz, ni ninguna señal de vida. Es una sombra oscura rodeada de campos oscuros bajo un cielo oscuro moteado de estrellas. Se acerca con cautela y atisba el interior por una ventana.
Si hay alguien dentro, debe de ser un fantasma. Parece que la casa esté deshabitada desde hace años.
La rodea y encuentra una ventana abierta en la parte trasera. Trepa hasta el alféizar y entra de cabeza. Rueda por el suelo, los tablones de la madera chirrían, ñec, ñec, ñec. Definitivamente no hay nadie. El pastor se habrá confundido de sitio. La habitación donde ha ido a parar está vacía, y sale para recorrer la casa. Más habitaciones, algunas de ellas con las camas enterradas bajo mantas que indican que alguien vive aquí. Pasa por el comedor, que no tiene cuadros en las paredes, ni cortinas en las ventanas ni decoración junto a la chimenea, y llega a la cocina. El hedor es intenso. Media docena de moscas dormitan sobre los muslos de pollo que hay en una cazuela.
Surgate coge un cuchillo. Uno muy grande. Uno de sierra.
Sigue caminando sigilosamente por la casa. Se detiene junto a las ventanas para acechar que no lleguen los propietarios. Sube al piso de arriba y encuentra otro dormitorio. El olor a colonia se mezcla con el de azufre y el de carne podrida. Aquí hay una cama hecha y un armario. Lo abre y ve un montón de ropa colgada. Sobre una mesita, un libro. Curioso, lee el lomo: La caza, bajo el punto de vista histórico, filosófico e higiénico, de un tal José Argullol. En el interior, Surgate encuentra tres fotografías. Jamás había visto ninguna. Parecen postales, y en todas aparece el mismo hombre —un hombre gordo, bajito, con bigote frondoso, la espalda rígida y el rictus congelado: no reconoce a Leonardo Osorio del Campoamor—, posando en la sabana ante elefantes y leones, o conduciendo un automóvil por las calles de una ciudad alemana. Las fotografías le embelesan hasta el punto de no oír a Judas Malthus y a sus hombres llegando a la finca en un carruaje.
Sólo el relinchar de los caballos le advierte que debe correr a esconderse antes de que le encuentren dentro de la mansión.
La ventana del dormitorio da a la fachada principal, y ve a Judas conversando con Leonardo Osorio mientras llegan al porche. Detrás, Jara y Romero se pelean entre bromas, y Tomás lleva del brazo a Rosario.
Surgate corre escaleras abajo, justo cuando oye crujir la puerta al abrirse. Debería pasar por delante para llegar a la ventana por donde ha entrado, la única que ha encontrado abierta. A su izquierda, unas escaleras descienden hasta el sótano. Surgate no se lo piensa dos veces y baja las escaleras, abre la puerta y se esconde en la oscuridad. Al cabo de unos segundos, unos pasos también recorren el mismo camino. ¿Es posible que le hayan visto? En este caso, ha caído en una ratonera de la que no saldrá vivo.
Cuando la puerta se abre de par en par, no entra ni un rayo de luz.
—Pasa —dice Tomás—. Luego te traeremos la cena, si te estás callada.
—Asadito te comería, hijo de perra —responde Rosario, encarándose con él.
Tomás la abofetea con fuerza. Un hilillo de sangre sale de la comisura de los labios de Rosario, que le mira fijamente, retándole a repetirlo.
—Furcia —masculla Tomás antes de marcharse y encerrarla en el sótano.
Rosario se limpia la sangre de la boca y se sienta en el suelo. Se lleva la mano a la barriga. El bebé le está dando coces, como si quisiera salir para vengarla.
—Tranquilo, vida mía, tranquilo —murmura ella.
Surgate le tapa la boca desde atrás. Chist, no grites. Rosario abre unos ojos como platos y se agarra a los brazos de su hermano con las manos. Le araña y se defiende.
—Soy yo, soy yo.
Tarda unos segundos en reconocer su voz, y entonces el pánico se esfuma. Surgate la libera y ella se da media vuelta. A oscuras, apenas puede verle.
—¡Gate!
—Hola, princesa.
Rosario le abraza con fuerza y se le saltan las lágrimas. Se ve salvada.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo…?
Él coloca los dedos sobre los labios de la muchacha.
—He venido a por ti.
—Son unos asesinos, Gate…
Surgate la abraza sin escucharla. Ella está viva. Viva. Está a tiempo de salvarla. Si se la lleva ahora, ella se salvará. Pero inmediatamente recuerda que no es así, que ella morirá un día y a una hora determinados, sea donde sea, y que sólo interviniendo en el último segundo tiene una oportunidad.
—Pensaba que no volvería a verte.
Ella le estrecha con fuerza.
—Sabía que vendrías. —Rosario se levanta—. Gate, son unos asesinos: me secuestraron y me hicieron conducirlos hasta un poblado. Me amenazaron con matar a mi hijo si no les guiaba. —Los ojos a punto de salírsele de las órbitas—. Y les mataron a todos, Gate. ¡A todos! Son unos monstruos. Y quieren volver a hacerlo. Salgamos de aquí y avisemos a las autoridades. Tienen que detenerles.
El corazón de Surgate se rompe.
Los hombres a los que buscaba son los mismos que secuestraron a Rosario. Y no puede hacer nada para impedir que vuelvan a exterminar a otra tribu.
—No lo podemos evitar, Musila. No podemos hacer nada.
—¿Qué? ¡Aún estamos a tiempo!
—No, Sila. El tiempo ya ha pasado para ellos. Pero a ti aún te puedo salvar.
Rosario se aparta, confundida, y acerca el oído a la puerta.
—Aún siguen hablando. Cuando estén durmiendo, nos iremos. Los soldados de Villa Penitencia les arrestarán. Está ese chico que Adolfo Leopoldo contrató. Hablaremos con él.
Surgate se cubre la cara con las manos, lleno de frustración.
—Cree que removería cielo y tierra si pudiéramos detenerles, pero es imposible. Deberás confiar en mí.
—¿Confiar en qué, Gate?
—Ni siquiera puedo irme de aquí contigo, Sila. Deberás acompañarles a otro poblado, y ellos les matarán. No se puede luchar contra eso.
Ella frunce el ceño y aparta las manos de Surgate para verle la cara.
—No te entiendo, Gate.
—Creerás que estoy loco.
—Ya lo creo ahora.
El fang da media vuelta y busca un rincón donde esconderse durante los días que permanezca en el sótano. Ha decidido quedarse para poder estar cerca de su hermana. Sólo saldrá cuando se la lleven, para seguirlos allá donde vayan.
—Todo esto ya ha pasado —confiesa—. No se puede cambiar nada.
—No eres tú quien habla.
Surgate la busca con la mirada, ella una sombra en la oscuridad. Su olor, su presencia. Todavía está viva.
—Te mataron —se atreve a decir, finalmente—. Te matarán. Dentro de una semana. Lo sé porque lo he vivido. No, no digas nada, déjame terminar. Y confía en mis palabras. Tu marido te matará de una puñalada, por celos. Boluba me lo contó. Él te vio morir. Y después mataron a Adolfo. Sé que pasará porque ya ha pasado.
Ella deja transcurrir unos segundos de silencio antes de hablar con un hilo de voz:
—¿Cómo sabes todo esto?
—Fui a Oloitia, con los españoles. Allí encontramos un lago, un lugar mágico. El lago es capaz de llevarte atrás en el tiempo. Cuando llegué a Basilé, tú ya estabas muerta. Y volví al lago para reencontrarte.
Rosario no se lo cree. No puede creérselo. Pero Surgate nunca le ha mentido.
—¿Y el niño?
—Muerto.
Ella se echa a llorar. Surgate la abraza de nuevo. Mi niño, gime ella, mi niño.
—Sólo puedo salvarte a ti, Sila. Es una de las condiciones: sólo puedo salvar a una persona.
Surgate omite que, a cambio, él debe morir.
—Sálvale a él. Salva a mi niño.
Ahora es Surgate quien no puede contener el llanto.
Alguien canta en lo alto de las escaleras. Es una tonada militar, de voz grave, acompañada de palmas.
Los dos hermanos no vuelven a hablar en toda la noche.
—¡Tenemos trabajo! —la despierta Judas Malthus temprano, portazo—. ¿Qué quieres desayunar?
Rosario está sola. Busca a su hermano mirando a su alrededor, pero no le ve. Desde las escaleras, Judas no hace más que repetir vamos, vamos, que se enfría el café.
Surgate se ha escondido bajo una montaña de paja en cuanto se ha levantado, por si acaso. Ahora ve cómo ella sube al comedor. Cuando cierran la puerta, busca la ventanilla que da al exterior, una rendija minúscula por donde entra la escasa luz del sótano. Con el pie, asusta a una rata. Espera.
Judas Malthus aparece caminando junto a Rosario y a Leonardo Osorio del Campoamor. Unos metros más atrás, Tomás, Jara y Romero, aún medio dormidos. Se dirigen hacia la carretera principal.
Surgate espera a que anden un rato antes de salir. Han dejado el sótano abierto, porque, al fin y al cabo, allí no tiene que haber nadie. Se cuela por la ventana de la parte posterior y corre hasta el bosque. Escondido entre los árboles, le pisa los talones al grupo a una veintena de metros.
No pasa mucho tiempo antes de que Rosario indique que deben desviarse hacia el interior de la selva. Les lleva hacia una tribu pequeña. Ha dudado bastante antes de decidirse: cuantos menos habitantes, menos muertes habrá, pero también menos capacidad de defenderse. Piensa en lo que le dijo Surgate anoche. Si ya están muertos, no les está condenando. Pero hoy no ha visto a su hermano. Quizá era un mmò, un espíritu que le advertía del futuro, que se ha presentado ante ella bajo la forma de Surgate. Y a los espíritus se les debe hacer caso.
—He soñado que os mataba y que vendía vuestros dientes por cuatro chavos —oye decir a Jara.
—Si lo que quieres es que te la chupemos, estás apañado —responde Romero, dándole un capón en la cabeza con los nudillos.
—La que me gustaría que me la chupara es Madame Carbón.
Judas le hace un gesto a Tomás para que ate corto a los dos chavales. Tomás lo remata con un:
—Si no os calláis de una vez, vais a comerme los huevos.
—¡Pero si los perdiste en una apuesta, memo! —responde Romero.
—Y ahora ese párroco los lleva cosidos al rosario, ¡y cada vez que reza un avemaría se acuerda de ti!
Tomás les da un par de mamporros a cada uno, a callarse la boca, completamente ruborizado.
Judas se dirige a Rosario:
—Debes disculparles: no tienen ningún tipo de educación. Les encontré en un correccional de Valencia y no saben tratar con señoras. Se ponen nerviosos.
Cuando las copas de los árboles ya no dejan pasar la luz del sol, Leonardo Osorio del Campoamor cierra la sombrilla con estampados japoneses. Está sudado y cansado.
—¿Queda mucho?
Rosario prefiere ignorarle.
—Si quiere, podemos parar un rato a tomar un aperitivo —dice Judas.
—¿Qué hora es?
Judas abre el Dueber Hampden que lleva en el bolsillo interior.
—Las doce pasadas.
—¿Y queda mucho?
—¿Rosario? —la invita a hablar el holandés.
—Dejen de preguntar cuánto queda cada cinco minutos —responde.
Judas se ríe, pero a Leonardo Osorio no le hace ninguna gracia.
—Mujeres con carácter —dice Judas—. Deberían prohibirlas.
Llegan a una zona pantanosa. Los mosquitos la sobrevuelan a cientos.
—¿Seguro que es por aquí? —vuelve a refunfuñar Leonardo Osorio.
Ojalá te piquen y te mueras aquí mismo de una fiebre, piensa Rosario. Pero acaba diciendo:
—No hay otro camino.
Avanzan por el pantano con el agua hasta las rodillas. Tomás cree sentir el roce de una culebra en los tobillos, pero se lo calla. Romero empuja a Jara y le hunde de pies a cabeza. Se retuerce de risa hasta que recibe un puñetazo de Jara en el estómago.
—¿Queréis parar? —les regaña Tomás—. Sois como niños.
—Pues nosotros tenemos pelos en los huevos.
Jara se lleva una mano a la entrepierna.
—De hecho, ¡tenemos huevos! —añade Romero, entre carcajadas.
—¡Ya basta! —grita Judas—. A la próxima no volvéis a España. Y hablo en serio. Me estoy empezando a cansar de tanta chiquillada. Estamos trabajando, así que basta de hacer el tonto, ¿me habéis entendido?
Asienten con la cabeza, pero no tardan ni dos minutos en volver a molestarse mutuamente, pero sin hacer mucho ruido.
—Creo que tengo una sanguijuela en la espalda —concluye Jara.
Se detienen para descansar y aprovechan para quemar el bicho que Jara lleva pegado a la riñonada.
Rosario busca a Surgate entre los árboles y le encuentra. Esto la tranquiliza.
—¿Qué haces con el cubano? —pregunta Judas.
—No es asunto tuyo.
—Si tanto querías a Matías, ¿por qué no te fuiste con él? ¿Por qué quedarte con Adolfo Leopoldo?
Leonardo Osorio espera la respuesta, por curiosidad. No siente ningún tipo de atracción por Rosario, y no entiende que alguien pueda excitarse con una negra.
—Me has secuestrado para que te sirva de guía, no para darte conversación.
—Nunca me han gustado las putitas soberbias, ¿sabes, Rosario? —dice Judas Malthus, sardónico—. Tienes suerte de que Matías te quiera entera. Y ahora, si el señor Jara ya se ha hartado de sanguijuelas por hoy, nos vamos.
Rosario les guía fuera del pantano. Desde que estaba con los suyos no ha tenido contacto con la tribu a la que les conduce, pero recuerda que eran sedentarios. Cuando le llega el olor de carne asándose al fuego, sabe que aún están. Y se maldice por haberles traído hasta aquí.
Judas se fuma una pipa mientras espía los movimientos de los lugareños. Han llegado cuando las mujeres terminan de cocinar el antílope que los hombres han cazado por la mañana. Hay un montón de niños corriendo arriba y abajo, pasando entre las piernas de los hombres, que ahora charlan tumbados en el suelo, fuera de las cabañas. Judas hace un recuento, uno, cuatro, seis, diez, trece, dieciséis, dieciocho y tres, veintiuno. Hay pocos chicos jóvenes: la mayoría son hombres en la treintena. Algunas mujeres llevan bebés colgando del pecho, mientras conversan alrededor del fuego.
El holandés no puede dejar de mirar los torsos desnudos de las mujeres. Le fascinan y al mismo tiempo le violentan. Las quiere ver muertas. Las quiere ver sufrir. Necesita extirparles todo rastro de vida: destriparlas hasta dejarlas vacías por dentro, como cáscaras de nuez rotas en un bosque. Judas las odia, a todas, sin que pueda recordar cuándo empezó a germinar en él este sentimiento. La primera vez que mató a una mujer se sintió pleno. Fue en Utrecht y ¿cuántos años tendría?, ¿quince? Judas era el chico de los recados en la carpintería familiar, y ese día había discutido con su madre. Ella debía de intuir que había algo raro en su hijo; debía de imaginárselo. A una madre no se le puede esconder nada. Judas le gritó y salió a la calle. Su padre fue tras él, pero ya no le encontró. Hacía una noche brumosa, y Judas no sabía cómo quemar toda la rabia que tenía dentro. Ni siquiera recuerda por qué se pelearon. Sí recuerda que una prostituta le salió al paso, ¿quieres pasar un buen rato, chaval?
Después de correrse, Judas la estranguló. La gorda Betje se resistió, pero Judas ya no era ningún niño; el trabajo en la carpintería le había fortalecido. La contempló durante un rato. Ella estaba muerta y él se sentía vivo, satisfecho, aliviado. El nudo en la garganta que le asfixiaba había desaparecido. Judas se quedó dormido en el regazo del cadáver de Betje, en la habitación de la meretriz. Al día siguiente le despertaron los golpes en la puerta de sus compañeras de piso. Se vistió tan deprisa como pudo y saltó por la ventana. La bronca de su padre al llegar a casa fue monumental. Su madre sólo lloraba, como si se imaginara lo que acababa de hacer su hijo.
Poco después, alistaron a Judas en el ejército. El chico se había vuelto muy problemático, y siempre estaba peleándose con todos. Quizá allí te enderecen, dijo su padre. Pero se equivocó por completo. En el ejército, Judas aprendió que podía enterrar su instinto bajo una capa de orden y disciplina. Y esto le hizo escalar en la jerarquía. Judas Malthus fue el coronel más joven de la historia de la Infantería holandesa. Se ganó el cargo en tierras asiáticas. Durante su estancia como enlace del Ejército Británico en la India conoció a la princesa con la que se casó. Fue una época en la que Judas quería controlar sus pulsiones. Se obligaba a hacerlo. El matrimonio duró seis meses, hasta que ella huyó sin dar explicaciones. Pero no le hacía falta ninguna; sabía muy bien lo que había ahuyentado a su mujer. Y se prometió no volver a privarse de nada nunca más. En una expedición a Madagascar, un capitán de la Legión Extranjera francesa le puso en contacto epistolar con Jules Verne. El verbo florido de Malthus, que siempre había sido listo en los estudios, así como su propensión a detallar anécdotas con gran vivacidad, hicieron que el escritor francés quisiera conocerle personalmente si alguna vez se dejaba caer por Francia. Durante un permiso, Judas visitó París. Desde entonces, Jules Verne es la única persona por la que Judas Malthus siente algo parecido a la simpatía, y quien recibe las visitas del holandés cada vez que se toma un permiso lo suficientemente largo como para viajar a Francia.
Pero Judas Malthus también fue el coronel más joven en ser expulsado. Si se pregunta a un militar holandés por el incidente de Batavia, sólo recibirá un silencio incómodo como respuesta. Algunos soldados se habían dedicado a secuestrar chicas, que mantenían encerradas en el cuartel para violarlas a placer. La aparición de dos de esas chicas descuartizadas destapó el caso. Judas Malthus era el coronel jefe del destacamento en las Indias Orientales, y el gobierno holandés decidió destituirle como castigo ejemplar. Aunque sospechaban que estaba al corriente de las actividades de los hombres bajo sus órdenes, nunca pudieron establecer ninguna conexión. Nadie dijo nada, porque el coronel Malthus era un oficial muy querido por la tropa. Tampoco hubo nadie que llegara siquiera a tratar de relacionarle con la muerte de aquellas dos chicas, ni con las de las prostitutas que habían aparecido destripadas en las calles de Batavia en los últimos meses.
El humo de la pipa se pierde entre las hojas de los árboles. Por ahora ya han tenido bastante. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
El próximo domingo volverán para matarlos a todos.
—Me engañó. Me dijo que quería instalarse en Bioko, que venía para invertir en Vainillas Holandesas —dice Rosario, en la oscuridad del sótano.
—¿Por qué no me hablaste de él?
—Te conozco, Gate. Le habrías perseguido hasta hacerle la vida imposible.
—¡Y habría tenido razón! Ahora no llevarías a su hijo. El hijo de un asesino.
Ella no quiere mirarle a los ojos, avergonzada. A su lado, dos escarabajos coronan el plato con huesos de pollo que han compartido, como toda la comida que le han servido estos últimos días.
—Yo deseo a este hijo. No sólo amé a ese hombre: me entregué a él. Este niño es el fruto de aquel amor. Este niño es la esperanza en el futuro. No sabía que me engañaba, Gate, y habría preferido no saberlo. Pero esto no puede borrar lo que sentí por él.
—Debe morir, Sila. El niño no puede vivir: son las reglas para que yo pueda salvarte.
—Yo ya estoy condenada. Nunca he amado a Adolfo Leopoldo, y nunca le amaré. Incluso si todo eso que dices es cierto, y créeme que me estremezco sólo de pensarlo, quizá no me matará dentro de una semana, pero lo hará poco a poco. Me arrinconará y dejará que me marchite como una flor a la sombra.
—Pero yo estoy aquí contigo…
—Tú tienes que vivir tu vida. No puedes vigilarme eternamente. Tienes que conocer a una mujer, formar una familia.
Moriré por ti, Musila, piensa Surgate. Pero no lo dice. No quiere cargarla con ese peso para toda la vida. Es su decisión, y sólo él debe cargar con ella.
—Puedes volver con los nuestros.
—Adolfo Leopoldo me buscará y me encontrará. Es capaz. Él es capaz de todo, en esta isla. Y yo no me iré de aquí, no saldré, no abandonaré la tierra de nuestros padres. Allí, en Europa, me volvería como Adolfo Leopoldo, siempre refunfuñando, siempre malhumorada, siempre con mi isla entre ceja y ceja, mientras el corazón se iría convirtiendo en carbón. Mi hijo tiene todo el futuro por delante. Puede tener una vida plena, ser feliz. Háblale de su madre y de lo mucho que le amó, incluso sin conocerle.
—Aun siendo hijo de un asesino.
Musila abofetea a Surgate. Ambos se quedan en silencio. Ella teme haber hecho demasiado ruido, pero nadie viene a ver qué pasa.
—No digas eso.
—Es la verdad.
—La verdad es que es mi última oportunidad de ser madre. Adolfo Leopoldo nunca me hará un hijo, ni quiero ninguno que sea suyo. Y no volveré a amar como amé a Matías. Ahora que sé lo que sé, no deseo verle nunca más. Pero eso no impide que yo le amara durante los pocos meses que estuvimos juntos.
—No quiero perderte, Sila.
Ella le abraza de nuevo. Le da un beso en la mejilla.
—Todo irá bien. —Le acaricia la nuca, como hacía su madre hace tantos años—. Salva a mi niño y dale una vida feliz. Haz que sea mejor que la mía, Gate.
Tarde del domingo de Resurrección. Ruido de sillas en el comedor. Surgate oye el movimiento desde el sótano, y se esconde en el rincón, a la espera de que Judas Malthus venga a buscar a Rosario.
Pero nadie baja.
Tomás regaña a Jara y a Romero por enésima vez en el exterior de la casa.
Surgate sube a la ventanilla y les ve marchar hacia la carretera.
¡Mierda!
Debe seguirles, pero no contaba con que dejarían a Rosario atrás. En su estado, es una molestia, y no les conviene arriesgarse. Pero él no puede esperar en el sótano hasta la próxima vez que la saquen. Puede que no vuelvan a hacerla subir hasta la llegada de Moisés y Adolfo Leopoldo, y entonces ya no tendrá margen para evitar su asesinato.
Busca algún utensilio con el que forzar la puerta, pero no encuentra ninguno. Finalmente, decide reventarla a patadas. Se arriesgará a que la encuentren rota a la vuelta, pero es preferible a quedarse encerrado. La fortuna le sonríe cuando la puerta cede sin más daños que un par de rasguños sobre la cerradura. Surgate sube a toda prisa las escaleras y corre hacia el poblado.
Judas observa a las mujeres faenando. Es temprano, algo más de las siete. Pero apenas puede controlar su impulso. Guarda la pipa en un estuche, que mete en el maletín. Saca un escalpelo y pela un aguacate. Lo muerde. Espera. Leonardo Osorio también está nervioso, impaciente. La primera vez todo vino rodado, pero con estos salvajes nunca se sabe. Tomás, Jara y Romero han dejado de gastarse bromas y ahora blanden cuchillos de sierra y machetes. Todos calzan botas y visten de negro. Judas mira el reloj y da la señal. Tomás, Jara y Romero rodean el poblado. Los tres asaltan simultáneamente a una mujer cada uno y las obligan a caminar hasta la hoguera. Judas espera con Leonardo.
Comienzan los gritos.
Surgate ve a las mujeres sin manos contemplando aterradas la entrada de los extranjeros. Cuando Tomás agarra a uno de los niños por el pelo y le coloca el cuchillo en el cuello, una de las desterradas sale corriendo en busca de ayuda. A medida que el caos se apodera de la tribu, las otras dos la siguen.
Tomás reúne a todas las mujeres alrededor de la hoguera. Jara y Romero las arrastran hasta allí. Los bubis no se atreven a atacarles. Están desarmados y les han pillado por sorpresa. Los niños lloran y corren hacia sus madres. Tomás apunta a los hombres con un revólver y les ordena que se tumben boca abajo.
Entonces, Judas Malthus y Leonardo Osorio entran en escena.
Judas deposita un hueso de aguacate dentro del estómago abierto de uno de los cadáveres. Un bubi moribundo logra arrebatarle el reloj Dueber Hampden justo cuando se agachaba, y él no se ha dado cuenta.
Surgate ya no lo ve. Ha buscado un lugar donde llorar sin que le oigan. Lágrimas y vómitos, convulsiones de impotencia. No puedo evitarlo, se ha estado diciendo todo el tiempo, no puedo hacer nada. Pero eso no le hace sentirse mejor. Puede viajar al pasado para salvar a Rosario, pero no para salvar a toda esa gente inocente. Desea saltar sobre Judas y matarle allí mismo. Pasar por el hierro a Leonardo Osorio y a los demás. Si lo hace ahora, Rosario no morirá. Pero no funciona así. Si les mata, ella acabará muriendo, pero Surgate será incapaz de predecir cómo y no podrá evitarlo.
Leonardo Osorio se limpia la sangre de la cara y le vienen arcadas. Después de matar a la tribu del bojiammò Siacca, no pudo pegar ojo. Cree que se ahoga y que sufrirá un ataque al corazón. La primera vez creyó que sería una reacción pasajera, que la segunda vez ya lo disfrutaría plenamente. Pero ahora le tiemblan las piernas y no puede respirar. No se ve capaz de aguantar de pie.
—¡Jefe, alguien se acerca! —avisa Tomás, que ha oído ruido en la selva.
Aún no han podido salir corriendo del poblado cuando aparecen las tres mujeres sin manos. Una de ellas, al contemplar la escena, cae de rodillas al suelo. Las otras dos corren a buscar a sus hijos. Moisés Corvo las sigue, completamente empapado en sudor, jadeando.
Judas se ha escondido detrás de unas rocas, desde donde puede espiar los movimientos de Moisés Corvo. Surgate puede verle sin ser visto. El fang contiene la respiración. Tomás coloca una mano sobre la boca de Leonardo Osorio, chist, silencio. Jara y Romero preparan los cuchillos, por si tienen que defenderse del soldado. Judas les dice que no, que esperen, que no supone una amenaza. Osvaldo Estrada resopla, superado por la visión macabra de los cuerpos descuartizados.
—¿Estás bien? —pregunta Moisés Corvo.
Judas observa cómo el soldado busca algún indicio que pueda ayudar a encontrar a los autores. Sonríe: es bueno, el chaval. Quiere tenerle a su lado, por supuesto que sí.
Surgate se da cuenta de que está empleando la técnica que le propuso en el poblado de Siacca, la de rastrear en círculos. Si sigue así, dentro de poco encontrará el reloj. Y cuando lo encuentre, sólo tendrá que atar cabos. Ya los tienes, Moisés, ya los tienes.
Media docena de murciélagos revolotean alocadamente sobre los cadáveres.
—¿Quién ha sido? —pregunta Moisés a las mujeres, que lloran abrazadas a sus hijos.
Romero se acerca a Judas:
—Jefe, vienen más soldados del lugar de donde han salido estos.
—¿Cuántos?
Romero cuenta con los dedos de la mano.
—¿Cuatro?
Judas Malthus cree que lo más conveniente es largarse. Ahora mismo, lo último que quiere es estar rodeado de soldados. Además, Leonardo Osorio parece que vaya a desmayarse de un momento a otro, y el cliente siempre tiene la razón o, al menos, el dinero.
Así que Judas no ve cómo Osvaldo encuentra su reloj ni cómo el pelotón de Conrado Silva hace acto de presencia con toda la artillería. Cuando las mujeres y Osvaldo caen heridos de muerte al suelo, Judas y los suyos ya están en el pantano.
Surgate debe decidir si les sigue o se queda con Moisés Corvo. Si vuelve a Baney o se va a Santa Isabel siguiendo a los soldados. La vida de Rosario no estará en peligro hasta dentro de dos noches, por lo que todavía tiene margen de maniobra para pedir ayuda. Hace el camino de vuelta hasta la carretera principal, vigilando que no le vean. Moisés carga el cadáver de Osvaldo. La mujer sin manos llora y tiembla cuando la dejan libre. Es un estorbo, dice Conrado Silva. Cargan el cuerpo del soldado sobre la grupa de uno de los caballos y atan de manos a Moisés, como a un esclavo. El trayecto hasta Villa Penitencia se hará largo. Surgate va a buscar a la mujer y la intenta tranquilizar entre los matorrales que hay al borde del camino. No para de sollozar y temblar. Si Surgate no se hubiera acercado, ella habría acabado yendo tras los soldados. Ahora no lo hará sola. Surgate y la mujer no les perderán de vista en toda la noche.
—Lo mejor será que no salgas ahora —le aconseja Manfred Kruger.
Surgate mira por la ventana las nubes negras que parece que vayan a desplomarse sobre Santa Isabel. Está a salvo, en las oficinas de la Woerman, adonde ha llegado después de dejar a la mujer sin manos en el barrio del Congo. Ha podido dormir un par de horas en un sillón del despacho de Adolf Brandt, exhausto, y ahora engulle un puñado de plátanos de dos en dos.
—La lluvia no me importa.
—No lo digo por la storm, que también. Lo digo por los disparos que se oyen en alguna parte de la ciudad. Los ánimos están encendidos, Menschenfresser, y con tu color de piel es muy arriesgado dejarse ver.
—Tengo que ir a Basilé lo antes posible.
—Tú lo has dicho: posible. Y ahora no lo es. Descansa, recupera fuerzas. Si es necesario, cuando el temporal amaine, te llevaremos a Basilé.
—No puedo esperar. Debo partir hoy mismo. Mañana tengo que estar en Baney.
De más allá de la calle de Belén, donde están las oficinas de la Woerman, llegan los gritos y el ruido del enfrentamiento entre los bubis del Congo y los soldados de Villa Penitencia.
—Si sales ahora, corres peligro. Lo mejor es quedarse encerrado en…
—La revuelta no tendrá éxito. Los bubis montarán barricadas y se harán fuertes durante todo el día, pero esta noche los soldados habrán impuesto su fuerza.
—Me temo que no, Menschenfresser. Tal como han ido las cosas últimamente, esto tiene pinta de ir a más.
—Necesito que mañana a medianoche estés en Baney, en la finca de una compañía llamada Vainillas Holandesas. Y necesito que lleves al ejército.
—No creo que sea el momento…
—¿Confías en mí?
—Sí, claro, pero…
—Si te digo que sé qué pasará en las próximas cuarenta y ocho horas, ¿me creerás?
—Estás cansado y necesitas azúcar. Duerme un poco más, come, bebe un poco de ron, y volvemos a hablar de ello, ¿de acuerdo?
Manfred Kruger rompe un cacahuete con los dientes y se lo traga. Deja la cáscara sobre la mesa en la que está apoyado.
—No, escúchame bien. Si te digo qué va a pasar hoy, ¿me harás caso?
—Soy todo oídos.
—Los sublevados irán a la mansión de Percival Cartwright y le arrastrarán hasta plaza del palacio del gobernador. Una vez allí, le colgarán y le matarán.
—¿Y cómo se supone que sabes eso?
El alemán, escéptico, se cruza de brazos.
—No importa cómo lo sé. Si matan a Percival Cartwright ante el palacio, ¿harás lo que te diga?
—Y te compraré una alfombra voladora y una lámpara donde poder dormir.
—Mañana, cuando todo se haya calmado, ve a buscar al capitán del destacamento y dile que un informador ha identificado a los autores de las matanzas.
Manfred Kruger entorna los ojos.
—¿Was…? ¿Qué estás diciendo?
—Escúchame: dile que un hombre llamado Judas Malthus es el culpable de los asesinatos. Dile que retiene a Moisés Corvo, ¿de acuerdo?
—¿De dónde sacas todo eso?
—¿De acuerdo o no?
—Sí, sí, ningún problema.
—¿Qué tienes que hacer? —le interroga Surgate, serio.
—Mañana voy a Villa Penitencia y aviso al capitán de que un hombre de Baney…
—Judas Malthus —repite.
—Que Judas Malthus es el culpable de los asesinatos.
—Y tenéis que ir a medianoche. No antes. Es imprescindible que sea a medianoche, o no le encontrará.
—¿Ich? ¿Es necesario que vaya yo?
—Sí, Manfred. Allí encontrarás a un bebé, un niño sin padre ni madre. Recuerdo que dijiste que querías formar una familia, ¿verdad?
—Sí, pero…
Surgate le corta, asertivo:
—Si mañana estoy muerto, mi última voluntad es que le críes tú.
Un montón de bubis resguardados detrás de la barricada de la calle Sacramento, observando entre las rendijas el avance de la Infantería.
Surgate observa con horror cómo un grupito pasa junto a él con la cabeza de un soldado estacada en una pica. Los bubis aplauden a los valientes que suben a la trinchera para mostrar el botín. Los alaridos de los españoles al otro lado se confunden con dos truenos que se solapan. Si se queda aquí, le matarán.
Trata de huir hacia otra calle, pero un disparo en el suelo le obliga a rectificar la carrera. Los españoles han trepado hasta lo alto de la trinchera y disparan, cegados por la rabia. Surgate se esconde dentro de un portal, desde donde ve pasar a los bubis corriendo, calle abajo. Los soldados les persiguen sin ningún tipo de orden. Está atrapado. Sube las escaleras hasta la azotea, donde la lluvia y el viento castigan la ropa tendida. Desde aquí ve venir a la caballería. Si al menos pudiera llegar hasta la calle María Cristina… Un salto de dos metros separa los dos edificios. Surgate toma impulso y corre sobre el charco en que se ha convertido la azotea. Salta, extendiendo el cuerpo todo lo que puede, y cae rodando en la otra azotea. A partir de aquí le resulta más fácil seguir avanzando de casa en casa, por encima de las carreras que llenan las calles de Santa Isabel. Llega al edificio del colmado de Guillem Iniesta. El toldo de hojas de palmera se abomba a causa de toda el agua que le cae encima. Salta sobre el toldo, que cede, y Surgate acaba con sus huesos en el barro. La salida de la ciudad está cerca, y por ahí no hay ni soldados ni sublevados.
Deja Santa Isabel atrás minutos antes de que Moisés Corvo escape de Villa Penitencia y, como él, se dirige a Casa Habano, en Basilé.
Baltasar Coronado se lo advirtió: haz que Boluba te mande de nuevo al lago. Pase lo que pase, tienes que volver al lago para saltar.
Hasta que se ha plantado ante la mansión, medio escondida por una cortina de agua, Surgate había intentado dejar arrinconada esa parte del plan. Si el Surgate que llegue de Concepción no encuentra a Boluba y este no le dice que Rosario y el niño están muertos, no querrá volver atrás en el tiempo y salvarles, y por tanto nada de lo que está pasando ahora sucederá. Y entonces, su hermana seguirá muerta. Y si su hermana muere, Boluba se lo dirá, y él querrá regresar…
Un nudo se retuerce en el pecho de Surgate. No, no puede ser. Si él lo evita esta noche, y Boluba le dice al otro Surgate que está muerta, ese Surgate entrará en el lago y, al aparecer en el pasado, se encontrará consigo mismo intentando enderezar la situación. Aparecerá en un pasado donde ya está él. No tiene ni pies ni cabeza.
Son las normas, insistió Baltasar Coronado. Tienes que hacer que tu otro yo vuelva al pasado en las mismas condiciones que tú. La única posibilidad que contempla es que esto le conduzca al pasado original. Si es tan difícil cambiar el curso de los acontecimientos, lo lógico es que el pasado se resista a mutar. Quizá sólo puede cambiarlo cada vez que este se convierte en su presente. Quizá con cada salto tiene una posibilidad de hacerlo, pero en el pasado ella siempre muere. Quizá está condenado a saltar una y otra vez para salvarla a ella o al bebé, como Sísifo. El Tiempo no sólo exige el intercambio de un cuerpo por otro, de su vida por la de la criatura, sino que también pide el sacrificio de su alma, que quedará para siempre atrapada en este círculo de ida y vuelta. Surgate está sentenciado a tener que retroceder cada vez para salvarla, para mantener vivos los cambios que él producirá. Si alguna vez falla, ella morirá.
Boluba sale al porche, solo. Recoge el cenicero de la mesa y de reojo ve movimiento en el bosque. Surgate se acerca con cuatro zancadas y el mayordomo retrocede, asustado.
—No, no, no —implora Surgate—. Soy el hermano de Rosario, y necesito hablar contigo…
Como si quisiera resistirse al porvenir, toda la isla tiembla bajo la tormenta. Parece que el océano deba tragarla y llevársela a las simas más profundas, donde duermen los atlantes que desafiaron el Tiempo. El pico Basilé ha quedado oculto tras una capa de nubes preñadas de relámpagos. Los truenos dan la impresión de que el cielo vaya a romperse en cualquier momento.
En Baney, Surgate ve llegar el carruaje conducido por Boluba. El fang no ha podido ver a Rosario desde que llegó a la finca de Vainillas Holandesas, la noche anterior. Ha dormido en una de las cuevas de aguas sulfurosas que hay en las cercanías, y desde la mañana ya ronda la casa, nervioso. Sabe que el asesinato se producirá poco antes de la medianoche. Y ahora, cuando llegan Adolfo Leopoldo y Moisés Corvo, el corazón se le acelera. Se acerca el momento.
Un relámpago ilumina el prado. Tomás, Jara y Romero dejan de jugar sobre el lodazal y entran a buscar a Judas Malthus. Este les sale a recibir, me alegro de verte por aquí, y les invita a entrar. Surgate se pone de puntillas para vislumbrar el interior desde la rendija de una ventana. Dentro están Judas, Tomás y Leonardo Osorio. Jara y Romero siguen fuera. Debe vigilar que no le pillen espiando, o todo se irá al traste. Rosario sigue en el sótano. Por las caras, no parece que discutan, pero tampoco es una conversación amigable. Judas habla con Adolfo Leopoldo como un maestro severo, y este responde con una actitud desafiante. En un momento, Tomás se va y teme que vuelva con Rosario. Cuando regresa, lo hace solo, con una botella y tres vasos. Judas llena el suyo y hace un brindis al aire, que no tiene respuesta. Leonardo Osorio se disculpa y abandona el comedor.
—¿Dónde está ella? —pregunta Moisés, impaciente.
—Estoy hablando con el señor Crespo, Moisés.
Judas Malthus sigue rebatiendo todas las palabras de los dos invitados. Surgate no puede seguir bien la conversación, porque el ruido de la lluvia es cada vez más ensordecedor. El holandés enciende la pipa y nubla la estancia.
Siguen negociando durante un buen rato, y Surgate piensa si no será el momento de intervenir. Calma, espera. Hasta que ella aparezca, no hagas nada. Si es que sabes lo que debes hacer.
Porque Surgate está en blanco.
Morirá dentro de unos minutos.
Reza un padrenuestro, que lo tranquiliza.
—¿Podemos verla? —pregunta Moisés—. ¿Podemos ver a Rosario?
—Está descansando. No conviene marearla mucho.
Ahora es el momento.
No volverá a tener otra oportunidad.
—Quiero preguntarle si realmente quiere irse. Quiero que sea ella quien me lo diga a la cara —exige Adolfo Leopoldo.
Judas consulta a Tomás con la mirada.
—Tomás, despiértala y tráela aquí.
Tomás baja al sótano. Judas aprovecha para charlar con Moisés. Surgate ve al soldado a la defensiva, como si se oliera que algo no funciona. ¿Habrá atado cabos? ¿Sospechará que Judas es el hombre que está detrás de las matanzas? La mirada suspicaz de Moisés le dice que, si no lo ha hecho, está a punto de hacerlo.
Tomás entra de nuevo en el comedor. Lleva a Rosario cogida de un brazo. Va completamente despeinada, tiene bolsas bajo los ojos y mal aspecto. Se lleva una mano a la barriga y pasea la mirada por toda la sala. Surgate se da cuenta de que le está buscando, que esperaba verle allí. Para despedirse de él.
—¡Rosario! —exclama Adolfo Leopoldo.
—No quiero volverte a ver nunca más —dice ella mecánicamente.
Adolfo Leopoldo se levanta y se acerca a ella. Judas le hace un gesto a Tomás, está bien, deja que hablen. Tomás, sin embargo, no se separa mucho de ella. Jara y Romero están bajo el umbral de la puerta de entrada, los brazos cruzados, observándoles.
—Quédate conmigo —suplica Adolfo Leopoldo.
Surgate coge una piedra del suelo y golpea la madera de la ventana.
Judas vuelve la cabeza. ¿Qué ha sido eso?
Adolfo se acerca a Rosario e intenta acariciarla.
Surgate se aleja un poco y lanza la piedra contra los tablones de madera. Inmediatamente, corre hacia la parte posterior de la mansión, donde está la ventana rota por la que ha entrado y salido los últimos días.
—¿Habéis venido solos? —pregunta Judas.
—Sí —responde Moisés, con la mosca detrás de la oreja.
Adolfo Leopoldo Crespo hunde la cabeza en los hombros de Rosario. Ella pone la mano libre sobre su nuca. Tomás no le suelta la otra.
—Lo siento —dice él.
—Id a echar un vistazo —ordena Judas a Jara y Romero, que salen corriendo a localizar la procedencia de aquel ruido.
Adolfo Leopoldo saca un puñal del interior de una manga, pero Tomás tira de Rosario y deshace el abrazo. El cubano esconde nuevamente el puñal y llora, desconsolado.
—¿Qué ha sido eso?
Tomás apunta a Adolfo Leopoldo con el revólver.
—Moisés, sólo voy a repetirlo una vez: ¿habéis venido solos? —Judas Malthus, vigilando la puerta de donde llega el ruido de lluvia.
—Ahí fuera no hay ni rastro de nadie, jefe —dice Jara, bajo el umbral de la entrada.
Surgate hace crujir las maderas del suelo. No les puede atacar frontalmente, porque no tendría ninguna oportunidad, así que les espera escondido en la oscuridad, como una serpiente espera a que la presa pase por delante de su madriguera para atacarla.
—¡Han entrado! —dice Jara, que corre hacia dentro y aparta a Adolfo Leopoldo de su camino.
Le sigue Romero, pero se detiene al ver un movimiento extraño en las manos del cubano.
—Eh, ¿qué escondes?
En cuanto Jara entra en la habitación, Surgate le aturde golpeándole con una piedra. Cae redondo sobre los charcos de agua, a plomo, chop, y Surgate le registra los bolsillos. En el pantalón encuentra una navaja. Que pase el siguiente.
Cuando Romero se distrae con el estruendo de la caída de Jara, Adolfo Leopoldo saca el puñal y trata de clavárselo en el pecho. Rosario grita, asustada, y Romero reacciona a tiempo y lo esquiva, Adolfo Leopoldo se vuelve y lo clava en el estómago de Tomás, que dispara el revólver.
Rosario enmudece.
La tormenta se detiene unos segundos que parecen siglos.
Rosario se lleva la mano al cuello, de donde empieza a brotarle sangre. Abre la boca para pedir ayuda, pero no puede hablar. Su rostro moreno palidece por momentos.
Judas la abraza y la tumba en el suelo.
El disparo alerta a Surgate y le hace cambiar de planes. Corre hacia ella. Ha llegado la hora.
—¡No!
Debe evitarlo.
Tomás se palpa la herida, una brecha superficial, y apunta a la cabeza de Adolfo Leopoldo. Le pega un tiro sin pensárselo dos veces y le mata. Moisés desenfunda el Ruso y dispara a Tomás, justo en el instante en que Romero saltaba sobre Surgate y se interponía entre ambos. La bala entra por la axila izquierda de Romero y le sale por la boca. Surgate ve a Boluba corriendo hacia el carruaje antes de agacharse para ayudar a Rosario.
—¡El niño! ¡Tenemos que salvar al niño! —grita Surgate.
Tomás y Moisés se están apuntando mutuamente con los revólveres, retándose a ser el primero en disparar.
—¡Trae mi maletín! —ordena Judas Malthus. Tomás le ignora, y Judas levanta la voz—. ¡Tráeme el maldito maletín!
—Pero…
—¡O me traes el maletín o no sales de esta isla!
Tomás baja el arma despacio. Moisés sigue encañonándole. Sube a la habitación del piso superior. Moisés le oye discutir con Leonardo Osorio.
—Bwetta. —Surgate acaricia las mejillas sin vida de Rosario—. Mi hermanita…
Cuando vuelve con el maletín, Judas coge un escalpelo y busca el bebé con la yema de los dedos.
—Está bien colocado —se dice a sí mismo.
Está sudando y respira aceleradamente. Se pone una mano delante de los ojos, le tiembla la voz. La mantiene quieta hasta que el pulso es casi imperceptible. Inspira profundamente y hace un corte profundo en la barriga de Rosario.
Surgate prepara la navaja. Hasta pronto, Sila, te quiero mucho. En cuanto el bebé esté a salvo, piensa clavársela en la yugular al holandés.
—¿Qué haces aquí, Chocolate?
Tomás, la mano en la herida del estómago y la otra en el revólver, vuelve a apuntar al soldado.
—Es su reloj, Moisés —dice Surgate.
—¿Qué?
—El reloj que llevas en el bolsillo.
El disparo interrumpe la frase y hace caer a Surgate junto a Rosario. En la espalda, un puntito oscuro se empieza a llenar de sangre. Judas saca al hijo de Rosario y se cumple la ley de la isla: una vida por otra. Moisés dispara a Tomás y la bala impacta en el brazo que sostiene el revólver, que sale volando y cae a los pies de Judas.
El holandés limpia al bebé y espera que dé señales de vida.
Dos relámpagos acompañan el llanto caravaggiano del niño. Un niño sorprendentemente blanco y carnoso, pero con las facciones fang de la madre.
Como si la isla se empeñara en demostrar que es capaz de todo una vez más.
Judas recoge el revólver.
—Eres Minias Brota —dice Moisés.
Judas acaricia al bebé sin soltar la pistola.
—¿Tengo que dispararte para que me hagas caso?
Moisés amartilla el revólver.
—Baja el arma, muchacho.
—Tú mataste a toda aquella gente. Has estado asesinando inocentes por el puro placer de hacerlo.
—Baja el arma.
Judas Malthus deja el bebé entre los cuerpos de Rosario y Chocolate y se levanta despacio. Tomás retrocede, malherido.
—En nombre de la Corona de España, y como soldado del Primer Regimiento Destacado de Infantería de Marina en Fernando Poo, te arresto por asesinato, Judas Malthus.
—Te estás equivocando, Moisés.
—Tira el revólver o dispararé.
—No lo harás.
—Judas Malthus, suelta el revólver ahora mismo o te lleno de plomo.
—¿Cuántas veces has matado a alguien? Se te ve en la cara, en la mirada. Tienes potencial, por supuesto que lo tienes, pero aún eres un niño.
Judas da un paso hacia él y amartilla el revólver. El tambor chirría al girar, cric, cric, cric. Moisés hace un disparo de advertencia, que astilla una de las paredes. Judas se queda quieto.
—No me conoces.
Tomás aprovecha que Moisés está centrado en Judas para saltarle encima. Le hace tropezar y ambos caen sobre una silla y la rompen. Moisés le mete un dedo en la herida del estómago y ruedan hasta los cadáveres de los dos hermanos. Tomás está encima de Moisés y apresa su muñeca para que no pueda disparar. Judas coloca el cañón de su revólver en la nuca de Tomás. Si ahora aprieta el gatillo, la bala atravesará al chico y también matará a Moisés. Es un sacrificio aceptable. Una lástima, pero ya encontrará a otros.
Bang.
La sangre salpica la pared.
Judas se lleva una mano al hombro.
¿Quién…?
En la puerta, la pistola de un frágil Ulises Balboa echa humo.
—La próxima vez no fallaré —amenaza.
Pero Judas se adelanta y también dispara. La rodilla del capitán Balboa estalla y le hace tambalearse.
Ahora ya no hay tiempo para llevarse al bebé. Judas debe salvar el pellejo. Sale al porche y se encuentra con un pelotón de cinco soldados calados hasta los huesos. No se lo esperaban. No esperaban encontrar a nadie aquí. Las palabras del alemán que les acompaña eran más propias de un loco —un hombre que viene del futuro y sabe qué pasará y dónde pasará, dónde se ha visto algo así— que de alguien con la cabeza en su sitio. Si han venido, ha sido porque el capitán se ha empeñado. Así que cuando Mejillas recibe el primer disparo de Judas Malthus, les pilla con la guardia baja. El holandés tiene tiempo de poner tierra de por medio antes de que los militares abran fuego.
Moisés Corvo sale en pos de Judas cuando este ya ha entrado en el bosque.
La tormenta es cada vez más intensa, y los relámpagos iluminan la tromba de agua que cae con rabia.
Corre entre los árboles, tropieza con las raíces y esquiva las ramas más bajas. Le llama por su nombre y le maldice hasta quedarse sin voz.
Se detiene para tomar aire.
Las gotas de agua le golpean la cara y se mezclan con las lágrimas.
La selva aúlla con violencia.
Debería haberse dado cuenta.
Debería haber sabido que ese era el escorpión venenoso.