—¿o cree que sería absurdo que si yo supiera dónde está mi mujer le hubiera pedido que la encuentre?
—Creo que me he explicado mal, señor Crespo. Estoy intentando entender qué puede haber pasado, y nadie mejor que su marido para empezar.
Con el sol poniéndose entre la arboleda y tiñéndoles los rostros de ámbar, Moisés Corvo y Adolfo Leopoldo Crespo hablan sentados en las sillas de mimbre del porche de la finca del cubano. Este se sirve un vaso de brandy y ofrece la botella al catalán, que no la rechaza. Boluba desenrolla las mosquiteras a su alrededor, que con la llegada de la noche a estos malditos insectos les entra un hambre voraz y no perdonan a ninguna víctima.
—¿Qué necesita saber exactamente?
—Ante todo, me gustaría averiguar si la desaparición es voluntaria o no.
—Insinúa que me ha abandonado.
—No. Se lo pregunto. ¿Cree que ella tenía algún motivo para huir? Soy consciente de que es una pregunta delicada, pero me ayudaría a saber dónde buscar.
—Ella no puede tener ninguna queja de mí. Dispone de todo lo que quiere y más. Tiene un techo donde dormir y todos los caprichos pagados.
—No quisiera que se enfadara, pero ¿es feliz? Con usted, quiero decir.
Adolfo Leopoldo Crespo resopla, como si empezara a arrepentirse de haber dicho algo a este entrometido.
—No sé cómo no se puede ser feliz teniéndolo todo.
—Quizá no lo tiene todo.
—A Rosario no le falta de nada.
—Usted añora su tierra. Me lo dijo el día que nos conocimos. Es rico, poderoso y tiene los mejores puros que haya fumado nunca, pero echa de menos su patria. Quizá ella también echa de menos a los suyos.
—¿Ha ido a visitarles?
—¿A quiénes?
—A la tribu de Rosario.
—No. No está con ellos.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque ellos me la vendieron. No la volverían a aceptar.
Moisés Corvo toma un trago de brandy, que le escuece la garganta al beberlo.
—De acuerdo, pues. Descartemos que ella se haya ido. —No lo descarta, pero ve que Adolfo Leopoldo se está cerrando en banda y necesita tener tanta información como sea posible—. Pongámonos en el caso de que haya sido raptada. ¿Sospecha de alguien?
El cubano da una calada al puro y expulsa el humo por la nariz.
—No.
Más claro, el agua.
—¿No hay nadie en esta isla que le quiera mal?
—En esta isla, hijo mío, todos desean mal a todos.
—El señor Vivour, por ejemplo. Panzas me dijo que usted y él no se llevaban demasiado bien.
—Y tenía razón. Es un cabrón, pero no le veo enviando a nadie para secuestrar a Rosario. No es su estilo.
—¿Y cuál es su estilo?
—Ha pagado a más de un trabajador mío para que echara a perder las cosechas.
—Y las plantaciones del señor Vivour han sufrido algún que otro incendio.
—Correcto.
—¿Qué hace con los trabajadores que el señor Vivour soborna?
—¿Qué quiere decir?
—Cuando les pilla. ¿Qué hace?
—Me los quito de encima.
—Y podría ser que uno de esos…
—No. No podría ser que uno de esos… —Coge un puñado de cacahuetes que Boluba acaba de servir en un platito de latón y se dedica a romper la cáscara con sus enormes y blancos incisivos—. El señor Cartwright me los compra a un precio razonable.
—¿Percival Cartwright?
—¿Conoce a algún otro?
Percival Cartwright, el sierraleonés negro como el carbón que viste de tweed y que consiguió que Moisés Corvo pasara unos días en la cárcel después de que el soldado le hubiera pedido explicaciones sobre el destino de los krumans que habían intentado matarle. Ahora resultaba que se dedicaba a comprar mano de obra problemática.
—¿Y qué hace con los empleados?
Adolfo Leopoldo Crespo se ríe, mostrando una papilla de cacahuetes machacados entre los dientes.
—¿No lo sabe?
—¿Debería saberlo?
—Vaya a su finca cualquier fin de semana por la noche.
—Me temo que allí no soy bien recibido.
El cubano hurga en el bolsillo del pantalón y saca dos monedas de dos pesetas.
—Cuando llegue, diga que va a visitar a Hércules. Tenga: con esto le bastará para que le abran las puertas.
—¿De qué se trata?
—Prefiero que sea una sorpresa. Ya lo verá.
Moisés se guarda las monedas en el bolsillo del uniforme. Entorna los ojos, molesto por los últimos rayos de sol.
—El hermano de Rosario me dijo que ella temía por su hijo.
—¿Cuándo habló con él?
Adolfo Leopoldo ha perdido la sonrisa de golpe.
—La noche antes de que Rosario desapareciera la pasé aquí.
—Lo recuerdo.
—Él vino a verla.
—Y no me dijo nada.
Adolfo Leopoldo se enfada y aprieta con las manos los reposabrazos de la silla.
—Ella me lo prohibió. Además, usted me había dicho que temía un ataque de los monos. No me dijo que no dejara que nadie hablara con su mujer.
—Ese tipo es un salvaje. Pensaba que le había perdido de vista cuando ingresó en la misión de los claretianos. Pero ahora veo que la ha estado rondando. A saber qué es capaz de hacer.
—No ha sido él.
—¿Cómo?
—Que él no la ha secuestrado.
—¿Y cómo lo sabe?
—Porque la noche que ella desapareció yo estaba con él en el poblado que masacraron.
—Pero luego podría…
—Le detuvimos. Se pasó toda la noche en el calabozo. Y ahora ha vuelto a la misión. Además, él la estaba protegiendo. Sabía que había alguna amenaza, pero no sabía de dónde venía. Pensaba que tal vez usted podría aclarármelo.
—Ya le he dicho que no…
—Le seré sincero, señor Crespo. Rosario está embarazada y le dice a su hermano que teme por la criatura. Usted me obliga a pasar una noche protegiendo la finca, cuando es evidente que tiene suficiente gente en la casa que podría haberlo hecho. Pero no debe de confiar en ella, y prefiere tener contento a un pobre soldado raso con cuatro botellas de ron que sabe que no hará demasiadas preguntas. Yo eso de los simios que destrozan la plantación no me lo trago. Usted ha recibido algún tipo de amenaza y, al poco, su mujer ha desaparecido. Por qué no me lo quiere decir, no lo sé. Pero entienda que si no dispongo de toda la información, no puedo ayudarle.
Adolfo Leopoldo cruza los dedos bajo la barbilla mientras termina de masticar un cacahuete. Moisés toma otro trago de brandy —ahora ya no arde, ahora ya fluye como agua, el sabor de la madera inundándole el paladar— y espera una respuesta.
—Hace unos días vinieron unos hombres a la plantación. Yo no estaba, les atendió Boluba.
Calada al puro.
—¿Qué querían?
—Un guía. Iban a internarse en la selva y querían a alguien que conociera la zona.
—Rosario.
—No, por favor, no. El caso es que yo no estaba, y Boluba les dijo que no podía ayudarles. Los hombres le dieron una paliza. El pobre aún tiene cardenales por todo el cuerpo.
—Recuerdo que la última vez que vine no estaba.
—Se pasó dos días en la cama. Él quería trabajar, pero no podía permitirlo. No en el estado en que le dejaron.
—Y esos hombres, ¿han vuelto?
—Boluba dice que amenazaron con regresar y destrozar la plantación. Por eso le pedí que se quedara. Si veían un soldado en la puerta puede que se lo pensaran dos veces.
—¿Y no es posible que fueran esos hombres quienes secuestraran a Rosario?
—¿Y qué ganarían con eso?
—Podría servirles de guía.
—¿Embarazada? Dudo de que Rosario fuera capaz de caminar por sí sola más allá de Basilé.
—¿Cómo eran esos hombres?
—No lo sé. No les vi. Boluba me dijo que eran blancos.
—Podría hablar con él.
—Sí, claro.
Adolfo Leopoldo hace sonar una campanilla.
Al instante, Boluba hace acto de presencia. Moisés comprueba que todavía tiene un ojo hinchado y un corte en los labios.
—¿Böiè?
—Boluba, ¿cómo eran los hombres que te atacaron?
Boluba, con la cabeza gacha, pasea la mirada del amo al soldado y del soldado al amo.
—Dos hombres. Blancos.
—¿Podrías ser más concreto? —le insta Adolfo Leopoldo.
—Yo no saber… Un hombre vestir bien, el otro no tanto. No saber decir más, señor.
—¿Hablaban castellano? —le interroga Moisés.
—Sí, señor.
—¿Te dijeron adónde iban?
Boluba, todo hombros, mandíbula de bronce, se comporta como un niño asustado. Moisés detecta que no dice todo lo que sabe, pero no tanto por miedo a los que le asaltaron como, posiblemente, a su amo.
—Selva, señor.
—Gracias, Boluba, puedes retirarte —le dispensa Adolfo Leopoldo—. Bueno, señor Corvo, se hace tarde. Y creo que por hoy ya hemos hablado bastante. Mañana mismo puede pasarse por la tienda de comestibles del señor Iniesta.
—Lo haré, por supuesto.
Moisés observa a Boluba entrando de nuevo en la mansión. Hay algo en él…
—Y no olvide dejarse caer por la finca del señor Cartwright. Conociéndole como le empiezo a conocer, creo que disfrutará de lo lindo.