or fin, treinta y tres años después de que saltara a aquel almacén de Hampshire, está a punto de encontrar el material más valioso que se haya conocido. Treinta y tres años de una época que no es la suya y a la que nunca se ha terminado de adaptar. El capitán de la RAF Finnley MacQuarrie, nacido en 1959, y que en 1979 dejaría la aviación inglesa para incorporarse a la Woodsboro Fields Co., ha pasado los últimos treinta y tres años esperando este momento.
La oferta era demasiado tentadora. No se trataba de dinero. No lo necesitaría, si la aceptaba. Serás un pionero, un privilegiado. El día que se entrevistó con lord Wyndham en aquella mansión de Glastonbury, pidió que no le embaucaran, ya hace tiempo que tengo pelos en los huevos. Aún lo recuerda como si hubiera sido ayer. Lord Wyndham le entregó un sobre amarillento del que sacó una carta. Querido Finnley, decía el encabezamiento. Y estaba escrita de puño y letra por el capitán Bakula. Henry Wolfe Bakula, hijo de un aviador húngaro, héroe de la segunda guerra mundial, compañero de borracheras de MacQuarrie. Había abandonado la RAF dos años atrás. Y ahora tenía entre las manos una carta en la que pedía —exigía— que fuera todo oídos a la propuesta de lord Wyndham. La aventura era real, tan real como aquella epístola fechada en 1860.
—Como broma, reconozco que es muy elaborada. —Devolvió la carta el capitán MacQuarrie—. Ahora ya se han reído bastante. Ya puede llamar al capitán Bakula y compartiremos este Glenglassaugh del sesenta y uno.
—No se trata de ninguna broma, capitán. —Lord Wyndham, gordo y canoso, conocido por unos pocos como el Churchill en la sombra, y por la mayoría como el hombre que hace que su amiga íntima Margaret Thatcher parezca una animadora de Oxford—. El whisky nos lo tendremos que pulir entre los dos.
La carta explicaba fantasías estrambóticas, como que la Woodsboro Fields Co. había conseguido construir una máquina del tiempo en 1850, la Reina Victoria 2.
—¿Como que la dos?
—Recibirá toda la información si acepta participar en el proyecto.
El capitán MacQuarrie sería enviado a ese año, y allí se reuniría con el capitán Bakula y cuatro aviadores más cuya identidad, usted comprenderá, no podía revelar. Su misión consistiría en entrenar a un grupo de hombres reclutados especialmente para buscar el Punto Cero.
—¿El Punto Cero?
—Es usted de los que hace preguntas —refunfuña lord Wyndham.
—No vuelo nunca sin paracaídas, milord.
—La Reina Victoria 2 tiene una fuente de energía limitada. El fluido que la hace funcionar se está agotando. Proviene de la primera expedición de la Woodsboro Fields Co., de cuando todavía se dedicaban al aceite de palma para engrasar las máquinas. Piense que hablamos de 1843.
Lord Wyndham, como buen político, omite un dato. Siempre hay que tener un as en la manga. O un látigo, añadiría la primera ministra. La máquina de 1850 se construyó a partir de los planos de la Reina Victoria 1, tal como la bautizaron los hombres de la Woodsboro Fields Co., unos planos tatuados sobre el cadáver de un hombre no identificado que fue encontrado por los ingleses en el Punto Cero. Sin embargo, ni lord Wyndham ni nadie de la compañía saben en qué momento ni con qué intenciones fue enviado el cuerpo.
—¿Y dónde se encuentra esa fuente, señor?