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El final del camino

Roma, enero de 202 a. C.

Quinto Fabio Máximo observaba el cielo con aire taciturno. Estaba sentado en una roca en lo alto de la colina en el centro de su hacienda desde la que se divisaba Roma. Era el lugar donde practicaba las ceremonias de augur para predecir el futuro. En otros tiempos siempre veía algo, por poco que fuera. Casi siempre de modo acertado, en raras ocasiones de forma confusa y, que él recordara, sólo se había equivocado una vez. No supo ver que sus planes para terminar con la alianza entre Cayo Lelio y el joven Escipión terminarían en fracaso. Aunque quedaba por ver el desarrollo final de la campaña de África, pero las cosas parecían marchar bien para el eterno procónsul de los Escipiones. Dos victorias consecutivas contra los ejércitos púnicos y númidas habían situado a Publio Cornelio Escipión en una buena situación para asediar la mismísima Cartago.

Quinto Fabio Máximo carraspeó y escupió a un lado, para evitar que su saliva cayera entre las líneas entrecruzadas que había trazado en el suelo para realizar su lectura del futuro. Estaba cansado. No había visto nada. Nada. Era extraño. Era la primera vez que algo así le ocurría. No es que hubiese observado signos confusos, pájaros extraños, bandadas de vuelos ambiguos, ni altos, ni bajos, no, no era eso, o que no acertara por su vista cansada a distinguir con nitidez el origen del vuelo de las aves, algo que le ocurría con frecuencia últimamente. No, era una sensación extraña y diferente. En media hora no había surcado el cielo ni una sola ave y, más aún, en la media hora más que llevaba sentado en aquella roca ni tan siquiera se había escuchado el canto de los pájaros. ¿A qué tanto silencio cuando Quinto Fabio Máximo preguntaba a los dioses sobre el futuro?

El viejo senador se ayuda del lituus sobre el que apoyó ambas manos para alzarse de su improvisado asiento y reemprender el camino de regreso a su domus. Miraba ahora hacia el suelo. Se tropezaba con demasiada frecuencia. Por fin, había admitido para sí mismo, en secreto, que su vista era endeble sobre todo en el ángulo derecho inferior. Por algún motivo una sombra se extendía en ese lado de su visión. No lo había comentado a los médicos porque no quería difundir sus debilidades.

Fabio Máximo caminaba despacio en su descenso de regreso a su domus. Paseaba entre los cipreses que vigilaban el sendero y sentía que cada vez la distancia de un ciprés al siguiente parecía alargarse. Le costaba respirar. Pensó en detenerse y sentarse al borde del camino, pero no había ningún lugar propicio para ello, ninguna piedra o tronco grande sobre el que hacerlo. Ordenaría que instalaran bancos en todo el camino. Así podría descansar dónde y cuándo se le antojase.

El final del camino no llegaba nunca. Se detuvo junto a uno de los altísimos árboles y se apoyó en su grueso tronco con una mano mientras con la otra descansaba sobre el lituus. Inspiró con fuerza varias veces. Le pareció sentirse mejor. Algo más aliviado, reemprendió la marcha por el tortuoso sendero. Nunca pensó que aquélla fuera una senda larga y, sin embargo, así lo parecía aquella lánguida tarde.

Quinto Fabio Máximo alcanzó al fin la puerta de su casa. Estaba abierta, pues toda la villa estaba rodeada por muros que a su vez estaban vigilados por un ejército de esclavos y libertos a sueldo del gran excónsul. Por eso podía permitirse dejar las puertas de su casa abiertas. El anciano senador entró en el vestíbulo y de ahí, en unos pasos, entró al gran atrium de su mansión. Pensó que entre los sólidos muros de su vivienda encontraría mayor sosiego y descanso, pero no fue así.

Quinto Fabio Máximo, apodado «el Verrucoso» por la cada vez mayor verruga de su labio inferior, el hombre que detuvo a Aníbal en las peores semanas de aquella guerra, conquistador de Tarento, cinco veces cónsul de Roma, una vez dictador, augur permanente y princeps senatus vitalicio, se desplomó a los ochenta y un años de edad sobre las teselas de uno de los gigantescos mosaicos de su casa que recreaba con todo lujo de detalles su primer gran triunfo, el que celebrara en el año 521 ab urbe condita, tal y como rezaba al pie del mosaico. De eso hacía ya más de cuarenta años. La sangre de Máximo se esparcía por entre las ínfimas comisuras que quedaban entre tesela y tesela. Con él caía parte de la historia de Roma, con él se derrumbaba una forma de interpretar el destino de la República, con él se desmoronaba un mundo entero. Quizá por eso, porque el propio Máximo así lo sentía, sacó fuerzas de flaqueza e intentó alzarse, pero, aturdido por el golpe y falto de fuerzas, no pudo más que arrastrarse hasta una de las paredes y quedarse allí medio sentado, descansando su espalda en la pared. Un chorro de sangre caliente le brotaba de la frente. No se llevó la mano a la herida; no por miedo de confirmar la seriedad del corte sino por puro agotamiento. Sus últimas fuerzas se habían desvanecido en los dos metros en los que se había arrastrado sobre las teselas del mosaico de su casa. Un joven esclavo encargado de la cocina apareció en el atrium, alertado, sin duda, por el ruido del golpe de la caída, y se quedó estupefacto al contemplar lo impensable: el todopoderoso Quinto Fabio Máximo yacía semirreclinado, herido, vulnerable. Se acercó despacio a su amo.

Fabio Máximo, con un hilillo de débil voz, hizo audibles sus instrucciones.

—Llama a los médicos… y a Marco. Diles… que vengan… rápido…

El esclavo desapareció a toda velocidad, entre asustado y abrumado por las órdenes. Surgieron entonces dos siluetas de suaves curvas, vestidas de lanas blancas muy finas, con túnicas escandalosamente cortas que dejaban al descubierto unas hermosas pantorrillas y unos bien formados muslos. Las dos esclavas egipcias se aproximaron a su amo herido.

—Traedme agua —empezó Fabio Máximo—, agua… para beber y… para limpiarme las heridas.

Una de las jóvenes se volvió para buscar lo que se le había solicitado pero la otra no. Esta última se acercó despacio al viejo senador y se agachó primero y luego se arrodilló junto a él. Le miraba con detenimiento. Fabio pensó que estaba valorando la gravedad de las heridas y la forma de curarlas mejor, pero la muchacha se dirigió a su compañera con un tono frío que sorprendió al viejo e implacable princeps senatus

—No vayas a por agua, hermana. No se recuperará de estas heridas. Está demasiado débil.

La otra joven se detuvo y se volvió hacia donde yacía el malherido cuerpo de Quinto Fabio Máximo. El rostro de la joven mostraba una clara mezcla de confusión y nervios. ¿Qué decía su hermana? Se estaba rebelando contra el amo. Las matarían por ello. Peor, las torturarían hasta morir.

Fabio Máximo miraba con odio mortal a la joven esclava rebelde que le negaba el auxilio. Aún podía ver sobre la piel de la joven las marcas de los latigazos que emergían de la espalda y se vislumbraban por los hombros desnudos. No hacía ni unas horas que aquellas dos esclavas habían estado bajo sus pies, saboreando la piel afilada de su látigo cuando ahora osaban rebelarse. Las mataría, las mataría despacio, lentamente. Tendrían la más horrible de las muertes posible. La joven, además, osaba mirarle directamente a los ojos, ella, una mísera esclava, a él, senador de Roma, excónsul, exdictador, augur, a él. Se puso rojo de ira debajo del rojo sangre que le cubría la piel de su rostro. Fue a hablar, pero le faltaba el aire y no pudo decir nada.

—Deberíamos matarlo ahora que tenemos oportunidad, por Isis —continuó la esclava rebelde. Su hermana negaba con la cabeza, pero la otra insistía y la veía buscando con los ojos algo—. Una almohada bastaría para ahogarle. —Y se levantó para ir en su busca, mientras un incrédulo Máximo registraba cada palabra incrementando el tamaño de la venganza cruel que estaba diseñando para terminar con aquellas esclavas en cuanto se recuperara. Pero en ese mismo momento llegaron los médicos que residían en la villa. Dos griegos contratados por Fabio para velar por su salud y, tras ellos, llegó Marco Porcio Catón. Aquello le sosegó un poco. Por fin un amigo, alguien que entendía, alguien que sabía. Debía decirle tantas cosas… pero no tenía voz… Máximo vio cómo las esclavas, nerviosas por no haber tenido tiempo de llevar a término sus terribles ideas, se retiraban y cómo la misma que le había negado el auxilio y había instigado a la otra abiertamente para matarle, hablaba con fría calma.

—Ha pedido agua, íbamos ahora a por ella.

Los médicos asintieron. La otra esclava, más asustada, al fin, a una señal de su hermana que acababa de hablar, fue a por el agua. Los médicos se agacharon junto al senador caído, pero éste los apartó con la mano derecha, la que aún parecía responder a sus deseos. La izquierda parecía como inerte. El anciano excónsul intuía que ya era tarde para médicos. Los dos griegos se hicieron a un lado. Máximo señaló a Catón y éste se acercó y se arrodilló para escucharle. Fabio Máximo miró a la esclava. Tenía que acordarse de acusarla de traición para que ambas murieran con torturas horribles, pero tenía tan pocas fuerzas… sabía que apenas podría pronunciar unas pocas palabras… había que elegir con suma precisión cada vocablo, cada frase… Empezaría por lo fundamental, por Roma y aquella interminable guerra. Roma debía ser siempre lo primero. Sabía que se moría sin hijos, sin heredero vivo. Todos sus planes se habían desvanecido en lo que se refería a dejar organizada su sucesión. Él había iniciado aquella guerra para situar a Roma en el lugar donde le correspondía en el mundo y para, al mismo tiempo, eliminar a todos sus enemigos internos. En esto Aníbal se había mostrado un muy eficaz aliado, pero el propio Aníbal había roto sus planes, de muchas formas y de la peor de todas: instigando la muerte de su hijo. Sin su hijo, Fabio Máximo estaba solo. Quedaba, no obstante, Marco. Marco Porcio Catón. Su fiel y leal discípulo, siempre desconfiado, pero siempre a su lado. Sólo él podía ser ya el nuevo camino hacia la salvación de Roma. Sólo él. Tenía que saberlo. Tenía que estar seguro de que el propio Marco así lo entendía.

—Marco… debes salvar a Roma… debes… salvar a Roma… de su mayor enemigo… de…

Catón asintió con la cabeza de modo ostensible, para que el anciano viera que le había entendido y habló para concluir aquella frase que tan larga se le hacía al noble senador herido y agotado de puro anciano y medio inconsciente por el golpe de su reciente caída.

—Libraré a Roma de Aníbal —concluyó Catón, y con esas palabras esperó apaciguar los últimos instantes de vida del gran senador, pero Quinto Fabio Máximo se revolvió con furia, sacudiendo la cabeza empapada en sangre de un lado a otro como si le sobreviniera un ataque de epilepsia y, furibundo, con rabia, gritó con todas sus fuerzas.

—¡De Escipión… debes salvar a Roma de… Escipión!

Catón abrió los ojos de par en par y asintió una vez más, en esta ocasión más despacio, aún digiriendo el deseo del moribundo, que le miraba como quien se pregunta: «¿Aun después de tanto tiempo, después de tantos años, no entiendes nada, no entiendes nada?».

—Me ocuparé de Escipión —añadió con tono firme y semblante serio Catón—. Lo prometo, lo juro por Júpiter, Juno y Minerva.

Entonces sí, algo más sosegado, aunque con el ceño fruncido e inquietantes dudas en su alma sobre la capacidad de Catón para cumplir con fidelidad aquella promesa sagrada, Quinto Fabio Máximo relajó los músculos ensangrentados del rostro y dejó que por las heridas abiertas en su frente fluyeran sus últimos segundos de vida. En el instante final, su mirada se cruzó con la de la joven esclava rebelde, pero era ya demasiado tarde para poder añadir más, ni tan siquiera para que su rostro reflejara un acusador desprecio hacia ella. Por el contrario, Fabio Máximo se llevó al Hades la mirada de mayor desprecio, odio y rencor que nadie jamás le hubiera dedicado antes; y mientras se moría, Quinto Fabio Máximo comprendió en un último segundo de lucidez por qué las divinidades ya no le habían dejado interpretar el vuelo de más aves y así desvelar el futuro: porque para él ya no había futuro sobre la tierra de los vivos. Ahora iba rumbo al reino de los muertos. Quinto Fabio Máximo había llegado al final del camino.

Non enim rumores ponebat ante salutem,

ergo postque magisque viri nunc gloria claret.

No anteponía los rumores al bien del Estado

y así su gloria brilla más de día en día.

Ennio, Anales, libro XII, sobre Quinto Fabio Máximo