El embrujo de Sofonisba
Útica, mayo de 203 a. C.
Útica era fruta madura. Sus ciudadanos así lo presentían. Tras el fracaso de la flota cartaginesa en su vano intento por levantar el eterno bloqueo al que estaba sometida la ciudad por tierra y mar, los habitantes miraban con desesperación desde lo alto de sus agrietadas y torturadas murallas. Ante ellos, las legiones V y VI de Roma permanecían acampadas en una enorme extensión de terreno. Ni los ejércitos de Giscón y Sífax ni la flota de Cartago habían conseguido liberarles del permanente acoso romano. Y las legiones levantaban nuevas torres de asedio y preparaban decenas de miles de nuevas armas arrojadizas que en pocas horas lloverían, una vez más, sobre su ciudad. Toda la región parecía haberse rendido al general romano que comandaba aquellas malditas tropas y así sus enemigos nadaban en la abundancia con todo tipo de provisiones y materiales para su abastecimiento y para la construcción de nuevas fortificaciones o nuevas máquinas de guerra, mientras que ellos, en el interior de sus desvencijadas murallas, sentían cómo la escasez de alimentos y agua empezaba, después de meses y meses de asedio sin fin, a causar estragos entre civiles y soldados por igual. Y decían que venían aún más tropas romanas que acababan de apresar al que debía haberlos salvado en primer lugar: el mismísimo rey Sífax había caído prisionero de esa pesadilla de general romano. Y Giscón refugiado en Cartago y Aníbal sin regresar.
Estaban perdidos.
Campamento romano junto a Útica
Sífax entró en el campamento romano levantado frente a Útica por la porta principalis sinistra. Caminaba a duras penas, pues llevaba grilletes en los tobillos enlazados entre sí por una gruesa cadena de hierro oxidado. Otros grilletes le atenazaban las muñecas y uno más pendía de su cuello. Todos ellos unidos también por una larga ristra de eslabones férreos. Los grilletes de los pies habían descarnado la piel de los tobillos y el rey sangraba por sendas llagas cubiertas de arena y polvo. Sudaba con profusión, pues por orden de Lelio, recibía abundante agua, ya que el tribuno había querido asegurarse de que el rey númida apresado llegara con vida hasta el campamento del procónsul. Sífax avanzó con paso cansado, pero aún erguido, con orgullo regio, entre las tiendas de las tropas auxiliares primero, y luego de los hastati y principes, que no dudaron en aprovechar la ocasión para abuchearle y escupirle. A la altura de las tiendas de los triari y la caballería, los escupitajos y los gritos desaparecían. En su lugar, el rey caído en desgracia se veía rodeado de una fastuosa panoplia de miradas de hondo desprecio. Para aquellos hombres era un traidor que no había cumplido la palabra dada a su procónsul de no intervenir en la guerra. Estaba claro que para aquellos legionarios veteranos, las cadenas eran poco castigo. Sífax fue obligado a detenerse en el centro del campamento frente al praetorium. El rey sabía quién iba a salir a hablar con él, pero el general romano tardó en presentarse. El sol caía de plano y ya no le daban agua. Estaba agotado. Sífax comprendió que aquello formaba parte de la penitencia que le tocaba pagar. Esperó con paciencia. Escipión no salió en dos horas.
Al emerger del praetorium, Publio apareció con el aspecto saludable de quien ha comido hace poco y descansado. Se plantó delante de Sífax y pidió que trajeran agua. Un esclavo vino raudo con un jarro de agua fresca y se lo ofreció al general, pero el cónsul señaló al encadenado rey y el esclavo se giró hacia él con el jarro en la mano. Sífax no comprendía bien aquello.
—¿Primero me haces esperar dos horas y luego me ofreces agua?
Publio le miró y le replicó sin responder a su pregunta.
—Creo que no has hablado con corrección. Tienes una segunda y última oportunidad, rey Sífax.
El númida se irguió con aire de quien no entiende, pero era hombre rápido en entender indirectas y reformuló su pregunta.
—¿Primero me haces esperar dos horas y luego me ofreces agua, procónsul de Roma?
Publio asintió.
—Ahora sí. Te he hecho esperar porque ya no eres un asunto primordial en esta campaña. Tengo otras muchas cosas de las que ocuparme antes de tener una conversación contigo, una conversación ya innecesaria tal y como se han desarrollado los acontecimientos. Y te ofrezco agua porque no te odio.
Sífax sonrió. Tomó el agua y la bebió con ansia. Con la barba aún empapada, volvió a hablar.
—El agua te la acepto, como has visto, pero te equivocas en pensar que una conversación conmigo es del todo innecesaria. Tus problemas en África no han hecho más que empezar. Tú crees que lo sabes todo de esta tierra y es posible que sepas mucho, pero a la vez no sabes nada. Crees que de un tiempo a esta parte estás combatiendo contra Giscón o contra mí, pero eso no es cierto. Tu enemigo es otro y es aún más poderoso, más inclemente e inmisericorde de lo que tú o yo podamos ser nunca y para nada está derrotado. —Y se lanzó a reír con grandes carcajadas que le hicieron saltar las lágrimas.
Publio se quedó mirándole con creciente curiosidad. No había esperado para nada una respuesta de ese tipo. Pensó que Sífax imploraría por su persona, pero se mostraba orgulloso. Bien, cada uno era dueño de cómo afrontar sus desgracias, pero aquella premonición extraña sobre enemigos invisibles todopoderosos…
—Te refieres a Aníbal, supongo —dijo el cónsul con cautela.
Sífax negó con la cabeza.
—Entonces… ¿a quién te refieres?
—¿Ves cómo esta conversación no era tan innecesaria? —Sífax parecía feliz de tener algo con lo que confundir al hombre que le había derrotado, apresado y encadenado.
Publio pidió su sella curulis y dos esclavos la trajeron enseguida. El procónsul se sentó. Tras él, en pie, se agrupaban Lelio, Silano, Mario y Marcio. A izquierda y derecha se veía a gran parte de los principales centuriones de las legiones, entre ellos a Cayo Valerio, Quinto Terebelio y Sexto Digicio. Todos los hombres de confianza del procónsul estaban allí. Sólo faltaba Masinisa, que aún no había llegado al campamento. Se estaba tomando el regreso tras derrotar a Sífax con gran sosiego. Publio intuyó que Sífax se refería al nuevo rey de Numidia.
—Te refieres, entonces, a Masinisa.
Sífax sacudió la cabeza divertido porque aun en medio de su más humillante derrota podía ver cómo de equivocado estaba el general romano que le había apresado, lo que le hacía, en consecuencia, un ser vulnerable a las artimañas del auténtico enemigo. Sífax vio tan perdido a Escipión o, lo que es lo mismo, tan cercano a su próximo fin, que se aventuró a ponerle en aviso, pues incluso a sabiendas del auténtico peligro, éste ya era demasiado fuerte como para que el romano pudiera pararlo.
—Me refiero a Sofonisba, la mujer que hasta hace unos pocos días era mi esposa. ¿Quién crees que me ha seducido noche tras noche para que deshiciera mi pacto de no atacarte, romano? Tú crees que llevas meses, años, combatiendo contra los cartagineses, contra Giscón y Magón y los iberos en Hispania, y luego contra mí en Numidia, pero no es así: desde que Asdrúbal Barca saliera de la península ibérica, tu enemigo no ha sido otro que Sofonisba. Ella planea, ella seduce, ella decide. Lo hizo con su padre en Hispania y lo hizo conmigo aquí, en África. La pasión por su cuerpo, no, más aún, por poseer lo que yo creía que era la voluntad de su precioso joven cuerpo de hembra henchida de lascivia me ha reducido a esta condición. —Y aquí Sífax levantó las manos exhibiendo los grilletes y las cadenas con el orgullo de quien muestra una herida heroica—. Y no lo lamento y eso es lo gracioso de todo: cada beso de esa mujer, cada noche con ella, cada orgía, ha merecido la pena, incluso si eso me ha conducido a llevar cada una de estas cadenas y morir como sea que tengáis dispuesto. ¿Me miráis extrañado tú y tus hombres? ¿Estoy loco? Puede ser, pero lo que debería preocupar al procónsul de Roma es que si yo, aun derrotado y encadenado sigo hechizado por el embrujo de esa mujer, ¿cómo de embrujado estará ya quien se llama a sí mismo nuevo rey de Numidia, Masinisa de los maessyli, yaciendo en la cama con esa hechicera del placer y la guerra? Y sin Masinisa a vuestro lado, ¿cuánto tiempo resistirán tus legiones en África? Me has destruido, cónsul de Roma, pero yo sólo era una herramienta de tu auténtico enemigo, ¿o debería decir enemiga? Sofonisba ya tiene un nuevo general a sus órdenes y, por la manera en la que se miraron ante mí, había algo más que interés mutuo entre ellos. Masinisa desea, ama, venera a esa mujer desde los tiempos en que estuvieron juntos en Hispania, y esa mujer, procónsul de Roma, sólo planea tu lenta y definitiva destrucción. Haz conmigo lo que quieras, pero reconozco que me haría ilusión vivir unas semanas más para ver cómo lo que tú crees que es tu gran victoria se transforma en la tumba de tus legiones. Estas legiones siguen malditas, romano, malditas…
—¡Por Cástor y Pólux! ¡Lleváoslo de aquí! —gritó Publio levantándose de su asiento—. ¡Lleváoslo! —Y no es que a Publio le impresionasen aquellas palabras, pero temía el efecto que podían tener sobre sus tropas.
Varios legionarios tomaron al rey Sífax por los brazos y lo arrastraron alejándolo del praetorium por la principia mientras el númida continuaba gritando y riendo como poseído por los lemures.
—¡Malditas, malditas hasta el fin de sus días! ¡Malditas…!
Una vez que se perdieron en la distancia las carcajadas y los bramidos del encadenado Sífax, Lelio se adelantó al resto de los oficiales.
—Ha enloquecido. Eso es todo. Hace unos días era rey de un poderoso país y ahora está encadenado y a nuestra merced. Ha perdido la razón.
Publio asintió, pero su silencio indicaba que no desdeñaba las palabras de Sífax.
—Es posible. Es posible, pero por todos los dioses, Lelio, ahora es mediodía y quiero que Masinisa se presente ante mí antes de que caiga el sol. —Y dio media vuelta y se retiró al praetorium y no salió en todo lo que quedaba de día.
Lelio partió a la porta decumana y solicitó un caballo. Escoltado por una turma de los mejores jinetes de la caballería romana, partió al galope en busca de Masinisa.
Masinisa llegó al campamento romano ya entrada la noche, cuando el segundo turno de guardia estaba sustituyendo a los primeros centinelas. El nuevo rey de Numidia, cabalgando junto a Lelio, una turma de jinetes romanos y un grupo de guerreros maessyli, se cruzaron de camino al centro del campamento con las patrullas que hacían la ronda para recoger las tesserae que cada legionario de los puestos de guardia debía entregar para mostrar así que estaban en su lugar asignado para la noche durante su turno de vigilancia nocturno. Los soldados estaban atentos a dichas patrullas, pues la ausencia en el puesto de guardia al paso de una de las patrullas de recogida de tesserae estaba penada con la muerte. Masinisa contemplaba con respeto aquel cambio de guardias nocturnas. Había aprendido las fórmulas en las que se sustentaba la férrea disciplina de aquellas tropas y admiraba la forma en la que funcionaba la tremenda y compleja maquinaria de las legiones romanas. Sin darse casi cuenta, llegaron frente al praetorium y Lelio invitó al rey númida a desmontar. Masinisa saltó de su caballo con agilidad y acompañado sólo por Lelio entró en la tienda del praetorium. En el interior Masinisa encontró a Publio Cornelio Escipión sentado en una silla de patas de marfil leyendo unos rollos en griego que su padre le regalara hacía mucho tiempo, en el norte de Italia, justo antes de entrar en combate por primera vez. Al sentir la presencia de Masinisa y Lelio, sin levantar la vista del rollo que sostenían sus manos, empezó a leer en voz alta.
—«El rey tiene respecto a sus súbditos el privilegio de hacer beneficios. Como buen dueño está preocupado por su bien lo mismo que el pastor por sus ovejas. En este sentido es semejante a los padres y sólo la magnitud de los beneficios lo levanta sobre ellos. Lo mismo que un padre, es la causa de la existencia de los suyos, cuida de su alimento y educación». —Masinisa fue a interrumpir pero el procónsul, imperturbable, levantó la mano derecha en alto y el númida se mantuvo en silencio, mientras el general romano continuaba leyendo—. «La tiranía no acepta comunidad alguna entre señor y súbditos: no hay en ella ni derecho ni justicia. El súbdito es para el tirano lo que la herramienta para el artesano… Hablando con propiedad, el tirano no ve a su alrededor seres humanos, sólo bueyes, caballos y, en todo caso, esclavos»[1]. —Publio terminó de leer y miró directamente a los ojos a Masinisa—. Son palabras de Aristóteles, Masinisa, ¿sabes quién era Aristóteles?
—Un filósofo griego —respondió el númida algo incómodo. No entendía bien a qué venía todo eso y le ofendía que le tomaran por un completo inculto.
—Un filósofo griego, sí —admitió Publio—. Y también el preceptor de Alejandro Magno, el mayor general de todos los tiempos, el más grande rey. La cuestión es, ¿qué es lo que tú quieres ser, rey o tirano, Masinisa? ¿Rey de toda Numidia o tirano para todos tus súbditos, para los maessyli y los masaessyli? Porque si tomas decisiones que afectan a todos tus súbditos, como la de rebelarte contra mí, sin pensar en el posible perjuicio que les acarrearás a todos, eso es que quieres ser un tirano. ¿Tirano o rey? ¿Qué desea ser, Masinisa? Antes de responder piensa que a mí me vale un rey, no un tirano.
Masinisa permaneció en silencio.
Publio dejó a un lado, sobre la mesa, el rollo con el texto de Aristóteles.
—Dejemos de hablar de filosofía y de política, ya que el tema no parece interesarte, aun cuando alguien que aspira a ser rey, o quizá tirano, debería mostrar más aprecio por estos asuntos, pero dejémoslo correr. Te has vuelto a retrasar. ¿Me has conseguido más hombres?
—Me he casado —respondió Masinisa.
—¿Con quién?
—Con Sofonisba, la que era esposa de Sífax; eso me dará más poder sobre el resto de Numidia.
—No sabía que ahora necesitaras de mujeres para hacerte valer ante tus súbditos, pero ése no es el caso. Lo importante es que Sofonisba es la hija del general cartaginés Giscón, un enemigo mortal de Roma. Un hombre contra el que vengo luchando desde hace seis años. Ése es un matrimonio inaceptable para mí.
—El procónsul de Roma no decide sobre los matrimonios del rey de Numidia —replicó con vehemencia Masinisa.
Publio Cornelio Escipión se levantó de su sella curulis y se acercó a Masinisa.
—El procónsul de Roma ha esposado con grilletes y cadenas al anterior rey de Numidia porque decidió enfrentarse a mí, así que cállate y no te atrevas a interrumpirme. Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que el anterior rey de Numidia, Sífax, también, como tú ahora, se sintió más poderoso que yo y pensó que podía permitirse el lujo de ser mi enemigo y eso, querido Masinisa, fue su error. Igual que fue un error que se casara con esa mujer y que le hiciera más caso a sus besos que a mis advertencias. Masinisa… —Y aquí Publio se alejó un poco dándole la espalda mientras continuaba hablando—. Masinisa, Masinisa, Masinisa. Tú aún estás a tiempo, aún lo estás. —Y de nuevo Publio se gira para encarar los ojos de su interlocutor. Observa que Lelio, el único presente en la tienda, tiene la mano en la empuñadura de su espada, preparado por si es necesario; Publio le lanza una mirada rápida y Lelio se contiene, de momento; el procónsul continúa hablando mirando de modo penetrante a los ojos de Masinisa, que permanece inmóvil, apretando los labios, engulléndose la rabia—. Masinisa, hemos luchado juntos y hemos ganado. En el pasado, sin embargo, en Hispania, luchaste con los cartagineses y fuiste derrotado por mí. Pero ya en ese tiempo, incluso entonces, cuando eras aliado de mis enemigos, te di una oportunidad y fui clemente con Masiva, tu sobrino, pero no malinterpretes, como han hecho otros en el pasado, mi clemencia, mi generosidad, con debilidad. Ese error ha sido la tumba de muchos de mis enemigos: de los iberos que se rebelaron contra mí, de las tropas que se amotinaron en Suero, de los ejércitos de Asdrúbal Barca o de Giscón o del propio Sífax. ¿Dónde quieres estar, Masinisa? ¿Con los que no hacen sino ganar una batalla tras otra, con mis legiones, a mi lado, o con los que terminan muertos cubiertos de su propia sangre en los campos de batalla? No, no me respondas aún y escúchame bien, porque sólo voy a hablar de esto contigo una sola vez. Nunca más te lo volveré a pedir, al menos no con palabras. La próxima vez que te pida lo que te voy a pedir será en un campo de batalla y tu caballería, poderosa como es, no podrá por sí sola contra mis dos legiones. Puedes pensar que no tengo suficientes tropas para enfrentarme a ti y luego a los cartagineses, y es posible, es posible, pero aun así lo haré, porque he aprendido que hay que hacer las cosas una a una. Primero me aseguraré de que tu cabeza penda clavada de una lanza frente a mi praetorium y luego, si no tengo ya suficientes tropas después de destruirte y de arrasar tu reino, y, por supuesto, después de matar a la que ahora llamas tu esposa, si entonces ya no tengo bastantes fuerzas, pediré refuerzos a Roma y Roma me los enviará y con las nuevas tropas acabaré con Cartago. Lo único que tu defección puede ofrecer a los cartagineses es tiempo para alargar su agonía, tiempo para buscar nuevas alianzas, nuevos mercenarios como tú, como los iberos, como Sífax. Deja ya de luchar por quienes no te apoyaron para recuperar tu reino frente a Sífax y, por todos los dioses, Masinisa, recupera la razón. Es sólo una mujer lo que te pido. Debes entregarme a esa mujer y nuestra alianza volverá a ser fuerte. ¿Qué te ofrece ella: besos, sexo, promesas? Yo te ofrezco todo el reino de Numidia y la seguridad de una alianza perenne con Roma. Serás el más legendario y poderoso rey que Numidia haya tenido nunca. Todo eso a cambio de una mujer. Tráeme a esa mujer y tráemela ya. Al amanecer quiero verla ante mí para cubrirla de cadenas y llevarla con su antiguo esposo a las calles de Roma para ser exhibida al frente de mis tropas.
Masinisa fue a hablar, pero Publio levantó ambas manos con las palmas hacia el rey númida.
—No quiero palabras, Masinisa. Las palabras no me valen esta noche. Quiero a Sofonisba ante el praetorium antes de amanecer o entenderé que tú y yo estamos en guerra. Y será una guerra especial, Masinisa: será algo personal.
Masinisa pensó en gritar, en insultar, en rogar, en implorar, en hablar con serenidad, en permanecer quieto sin hacer nada, en luchar, en atacar al procónsul allí mismo, en correr… pero se lo engulló todo y con la barbilla temblorosa por la emoción contenida dio media vuelta y abandonó el praetorium.
Tras la salida del maessyli, Lelio y Publio quedaron solos.
—¿No es eso lo que busca Sofonisba, que tú y Masinisa, que ellos y nosotros nos enfrentemos a muerte?
—Sin duda —respondió Publio sentándose de nuevo. Estaba agotado—. Pero falta por ver qué desea más Masinisa: ¿Numidia o esa mujer? Y yo creo que es Numidia lo que le interesa más, lo que más desea, pero eso debe descubrirlo él mismo, esta noche.
—¿Y si al final, pese a todo, se decanta a favor de Sofonisba? —preguntó Lelio.
—Entonces… entonces se detendrá a medio camino entre nuestro campamento y el suyo; es probable que llame a sus tropas y que nos ataque antes del alba. Haz que redoblen la guardia y que salgan patrullas de exploradores alrededor del campamento.
Norte de África
Masinisa cabalgaba casi al galope. Sus guerreros debían esforzarse para mantener el paso con su rey. Ya habían avanzado varias millas desde que salieran del campamento romano. El rey estaba de un humor terrible y nadie se atrevía a hablar con él. Y no lo entendían, porque acababa de derrotar a Sífax y además se había desposado con una hermosa joven, la anterior reina, y el rey se había mostrado muy feliz tras yacer con ella la noche anterior. Ahora todo eso parecía olvidado por su monarca.
Masinisa mantenía la boca cerrada y hacía chocar unos dientes contra otros mientras que con sus rodillas mantenía el ritmo del vaivén del galope de su caballo. Estaba recordando cómo llegó al cuartel de Sífax, cómo éste, tras la batalla de las grandes llanuras, corría huyendo hasta que sus hombres los atraparon y lo llevaron a rastras a su presencia y cómo él lo despachó entre risas de sus guerreros para que lo llevaran encadenado a la presencia del tribuno Lelio, un buen regalo para los romanos. Recordó cómo, casi temblando por la emoción de volver a reencontrarse con la hermosa Sofonisba, se acercó muy despacio a la tienda de Sífax, en busca de la muchacha. Era la única tienda que permanecía intacta, por expresa orden suya, pues quería a Sofonisba viva, intacta y la quería para él. No había llegado a la puerta cuando la propia Sofonisba salió para recibirle. Estaba, como siempre, deslumbrante, hermosa, y, para su sorpresa, tranquila. Ella sabía que había caído Sífax, pero que quien le había arrebatado a su actual esposo no anhelaba otra cosa más en el mundo que poseerla. Sofonisba se adelantó al deseo carnal y pasional de Masinisa saliendo de la tienda y ante la atónita mirada de todos se postró de rodillas ante Masinisa, que no cabía en sí, henchido como estaba de vanidad y orgullo y lujuria.
—Me dijiste una vez —empezó la joven reina—, cuando me obligaste a arrodillarme ante ti en mi tienda en Hispania, que llegaría el día en el que yo me postraría ante ti por mi propia voluntad. Bien, mi nuevo rey, ese día ha llegado. —Sofonisba habló con serenidad y dulzura, con un toque de vulnerabilidad, de fragilidad en su voz que Masinisa sabía que era mentira, pero que no dejaba por ello de ser embriagador, sugestivo, como el vino que sabemos que nos emborracha pero cuyas sensaciones buscamos de nuevo en nuestro paladar. Ella, la mujer hermosa que tanto le había despreciado en el pasado, por fin, estaba de rodillas ante él y le suplicaba. Le suplicaba. Era la victoria perfecta.
—Te ruego que como nuevo rey de Numidia —continuaba Sofonisba—, te imploro que veles por mí. Como muestra de que nunca te he podido olvidar, llevo en mi brazo el brazalete que me regalaste y lo he llevado siempre conmigo.
Y Sofonisba se quitó la joya dejando visibles a los ojos de todos las marcas blanquecinas que sobre su piel dorada había dejado el oro que durante varios años había impedido que el sol bañara esa parte del cuerpo de aquella preciosa mujer.
Masinisa alargó su brazo y la ayudó a levantarse.
Masinisa ralentizó sus recuerdos al tiempo que refrenaba su caballo. Del acelerado galope pasó a un trote más llevadero para todos, para el resto de los guerreros maessyli que le escoltaban y para los caballos.
La ayudó a levantarse y fueron juntos a la tienda de Sífax, y sobre el mismo lecho donde hacía unas horas Sífax había poseído a Sofonisba, fue él quien se solazó con ella, durante unas largas y preciosas horas que parecieron volar como águilas en el cielo. Sofonisba se entregó a él con tal pasión que erizó todos los pelos de la piel del monarca de los maessyli haciendo que el nuevo rey llegara al máximo placer en varias ocasiones. Después, en las horas inciertas del amanecer, cuando no se sabe si el mundo camina hacia el día o hacia una nueva noche, Sofonisba le habló entre susurros y su voz acaramelada debía de ser lo más semejante a la voz de las sirenas que trastornaron al mismísimo Ulises.
—Sólo te pido que me protejas de los romanos… que tú mismo te protejas de ellos… Sífax no estaba a la altura… pero contigo todo será diferente… tú eres joven y fuerte y valiente, no como el cobarde Sífax… puedo hablar con mi padre y Cartago te reconocerá como nuevo rey de Numidia… sólo tienes que ayudarnos a expulsar a ese romano de África y toda Numidia y yo misma seremos tuyas… eternamente tuyas… mi señor, mi rey, mi amo.
Masinisa dejó de pensar y detuvo a su caballo. Animal y rey quedaron inmóviles en mitad de la noche. El cielo limpio de nubes estaba plagado de estrellas. Los guerreros maessyli callaban para no interrumpir el silencio de su señor. Masinisa desmontó y dejó que uno de sus soldados tomara las riendas de su montura mientras él se alejaba unos pasos en busca de un recogimiento que todos respetaron. Debía tomar una decisión y debía tomarla ahí mismo, en ese momento. No había mucho más tiempo. Estaban a medio camino entre el campamento del general romano y su propio campamento. O bien seguía fiel a Publio Cornelio Escipión y entregaba a Sofonisba para luego enfrentarse a los cartagineses y tras derrotarlos ser rey de toda Numidia, o bien permanecía del lado de Sofonisba, se aliaba con los cartagineses y les ayudaba a derrotar a Publio Cornelio Escipión para luego ser reconocido rey por los propios cartagineses. En esta última ocasión tendría a Numidia y a Sofonisba, todo a la vez. Sólo había un problema: Publio Cornelio Escipión no había sido derrotado nunca. Ni en Hispania ni en África. El general romano sólo había participado en derrotas romanas en Italia, pero entonces no tuvo el mando. Desde que era general cum imperium, imperator de varias legiones, había vencido a los cartagineses en Cartago Nova, en Baecula, en Ilipa, apoderándose de todas las minas de plata de la región, y había arrasado a los iberos rebeldes de Cástulo e Iliturgis, había reprimido con severidad el motín de Suero, y había vuelto a derrotar a los rebeldes iberos Indíbil y Mandonio que, grave error, le creyeron muerto; había conquistado Locri en Italia y luego Saleca en África y había derrotado a Hanón primero y luego a Sífax y, una vez más, a Giscón. Masinisa se debatía con furor en su interior. Deseaba a Sofonisba, pero Escipión era un enemigo temible, un contrincante de una magnitud difícil de medir. ¿Tenía fuerzas suficientes para enfrentarse a él? Quizá con una alianza con Cartago. Quizá si el general que comandara a los cartagineses fuese el propio Aníbal…
Campamento general romano junto a Útica
La señal de alarma sorprendió a Publio mientras intentaba dormir dentro del praetorium. De inmediato se puso en pie y, con la ayuda de un esclavo, se vistió, se ajustó la coraza y se calzó las sandalias mientras Lelio le informaba de lo sucedido.
—Masinisa está frente al campamento.
—¿Solo? —preguntó el procónsul, aunque sabía la respuesta, pues si hubiera venido solo o con un pequeño grupo de jinetes de escolta no habrían hecho sonar la alarma para poner en pie de guerra a todo el campamento.
—No —respondió Lelio con contundencia—. Viene acompañado de todo su ejército de caballería. Son varios miles. La batalla será cruenta.
El procónsul estaba inquieto y apartó al esclavo con cierto aire de desprecio ante la tardanza del siervo a la hora de atarle bien las grebas de las espinillas. El propio Publio terminó de hacer el nudo de uno de los cordeles que ajustaban las grebas a su piel para protegerla de las espadas enemigas.
—Vamos allá —dijo Publio, que se dirigió a grandes pasos hacia la puerta de la tienda seguido de cerca por Cayo Lelio.
En el campamento todo eran preparativos para la defensa y, por si el procónsul lo estimaba necesario, para hacer una salida con tantas tropas como el general considerara pertinente. Casi corriendo, Publio Cornelio Escipión, junto con Lelio, Marcio y Silano, alcanzó la muralla fortificada junto a la porta praetoria. Quería ver con sus propios ojos a ese nuevo Masinisa que ahora se rebelaba contra él. Una nueva traición. Estaba, hasta cierto punto, sorprendido. Se había equivocado al pensar que Masinisa consideraría más valioso respetar su alianza con él, y conservar así toda Numidia, que su pasión por aquella mujer cartaginesa. Quizá Sífax tuviera razón y Sofonisba era capaz de embrujarlos a todos, o, peor aún, quizá Masinisa hubiera reevaluado las fuerzas de los unos y los otros y hubiera concluido que si Aníbal regresaba era mejor que dicho regreso le pillara del lado de los cartagineses.
Desde lo alto de la empalizada la visión era espectacular. Toda la caballería númida de Masinisa se extendía a lo largo de una extensa milla, en una interminable hilera iluminada por centenares de antorchas en medio de aquella noche de cielo raso. Era una imagen fantasmal. Eran menos de lo que parecía, pero eran guerreros valientes y leales a su rey. El combate, como había vaticinado Lelio, sería tremendo y el desgaste de soldados y recursos, importante. Aquella batalla podía suponer el final de aquella irregular campaña en África sin conseguir el objetivo para el que habían desembarcado allí: la retirada de Aníbal de Italia. Y todo por una mujer.
—¿Ordenamos una salida? —preguntó Lelio.
Publio asintió despacio, pero luego se lo pensó mejor y se contradijo.
—No. Es peligroso. Las tropas tardarán en salir y sólo pueden hacerlo poco a poco por la porta praetoria, que es demasiado estrecha. Es lo que esperan. Se lanzarán contra las tropas mientras hacen la maniobra de salida, como hicieron contra los jinetes de Hanón en Saleca.
—Podemos defender a los velites y hastati mientras forman frente al campamento, disparando desde la empalizada y con las catapultas —sugirió Marcio.
—Aun así tendríamos muchas bajas —contrapuso Silano.
Se estableció un denso silencio.
—¿Y las otras puertas? —preguntó Publio.
—Lo hemos pensado —respondió Silano—, pero Masinisa ha mandado patrullas que rodean todo el campamento. Si organizamos una salida por alguna de las otras puertas, lo sabrán enseguida y con la caballería pueden plantarse en cualquier esquina con rapidez.
—Es hábil, Masinisa —dijo Publio incluso con un cierto aire de orgullo; a fin de cuentas el númida les había ayudado a derrotar a los cartagineses varias veces ya en África—. Es hábil.
—¡Mirad! —dijo Marcio señalando hacia el centro de la formación númida.
Un pequeño grupo de jinetes se adelantaba y todo parecía indicar que el nuevo rey de Numidia pudiera marchar al frente de ese reducido contingente. A medida que se acercaban, la imponente y ágil figura de Masinisa se hizo visible en medio de la trémula luz de las antorchas númidas.
—Quiere parlamentar —dijo Lelio.
—Abrid las puertas —apostilló Publio—. Bajaré. Iré acompañado por Lelio y una turma de caballería.
Marcio y Silano asintieron aunque con desgana. Les preocupaba que el general pusiera en peligro su vida. Si algo le pasara, nadie sabría qué hacer, allí perdidos, en medio de África, rodeados por mortales enemigos por todas partes. Con el procónsul al mando, todo parecía diferente, organizado, pensado.
Masinisa cabalgaba cargado de odio y rabia y miseria. Estaba furioso hasta niveles desconocidos para él y para sus leales que durante tantos años le habían acompañado en su largo exilio. Nunca nadie había visto a su rey tan rabioso, tan ofuscado, tan iracundo. Nadie sabía bien qué podía pasar aquella noche. Sólo sabían una cosa: era su rey y le seguirían hasta la muerte.
Publio, aconsejado por Lelio, avanzó sólo un centenar de pasos, una vez que cruzaron la porta praetoria. No debían alejarse de la protección que suponían los arqueros romanos establecidos en la empalizada del campamento en caso de que aquel encuentro pasase de un parlamento a un combate cuerpo a cuerpo. Aquélla era una noche demasiado extraña y los acontecimientos se sucedían de forma tumultuosa. Por primera vez en mucho tiempo, Publio sentía que no llevaba la iniciativa y estaba algo confuso, preocupado.
Masinisa no detuvo su avance al paso hasta que se situó frente a la turma del procónsul. Númidas y romanos que durante varios meses habían estado luchando unidos, se encontraron frente a frente. El campamento romano también había encendido gran cantidad de hogueras y antorchas. Era una noche de llamas que a todos recordaba la noche en la que atacaron, juntos, los campamentos de Sífax y Giscón y, sin embargo, ahora, eran enemigos… Publio se adelantó con su caballo unos pasos. Masinisa le imitó. Rey y procónsul, procónsul y rey a tan sólo dos pasos el uno del otro, montados, erguidos, orgullosos, sobre sus caballos. Dos magníficos guerreros, dos grandes generales, dos imponentes enemigos.
—Me pediste que te entregara a Sofonisba —empezó sin rodeos ni preámbulos falsos Masinisa.
—Y te lo sigo pidiendo —sostuvo Publio Cornelio Escipión con tensa firmeza.
—Me pides a mi mujer, a mi esposa…
—Debiste consultarme antes de celebrar ese matrimonio.
—¡Por mis dioses y por los de Roma! ¡Soy rey! ¿Desde cuándo un rey pide consejo sobre estas cosas?
Publio no se arredró, aunque sentía que Lelio y los caballeros romanos estaban agitados, a sus espaldas.
—Desde que eres rey por mi ayuda, desde que eres rey porque mis legiones están aquí.
—Yo también he combatido y con valentía, y te he ayudado a ti y a tus legiones y ahora, ¿ahora quieres mandar sobre mí?
—No quiero mandar sobre ti, pero no puedo permitir un enlace que suponga un riesgo a nuestra alianza.
—¿Y estás dispuesto a combatir contra mí por esa mujer?
—Estoy dispuesto. Sí.
Masinisa apretaba los labios y los movía hacia dentro y hacia fuera de su boca, como queriendo seguir con aquel debate, pero le faltaban las palabras en aquel latín que no era su lengua materna. Y él tampoco era orador y no estaba acostumbrado a los tensos debates del Senado romano. Él era un hombre de acción.
—Lo que me has pedido —dijo al fin el númida—, ha supuesto el final de nuestra amistad. —Y se volvió hacia sus guerreros y les hizo una señal. Lelio, raudo, desenvainó su espada y lo mismo hizo el resto de los caballeros de la turma. En la empalizada Marcio ordenó que los arqueros tensaran los arcos y que varios manípulos apostados junto a la porta praetoria estuvieran preparados para salir, acompañados de otras turmae. De entre los guerreros maessyli, emergió un jinete que llevaba un fardo atado con cuerdas colgando por delante de su silla sobre su poderosa montura. Una vez que el jinete númida llegó junto a su rey, Masinisa desmontó de su caballo y, ante la sorpresa de los romanos, tomó en sus brazos el pesado fardo que llevaba el caballo de su guerrero y, cargado con él, se aproximó a los pies del caballo del cónsul.
—Aquí tienes a Sofonisba. Muerta. Muerta para siempre. Haz con ella lo que quieras, romano y nunca más, nunca más —Masinisa hablaba mientras depositaba el cuerpo de la joven envuelta en varias mantas de lana blanca inmaculada sobre la arena de África—, nunca más me llames amigo. Tú y yo, Publio Cornelio Escipión y el rey Masinisa ya no son amigos. Y nunca más volveré a combatir por ti. Jamás. A partir de ahora todo lo que haga será sólo para mí, para el único, legítimo e independiente rey de Numidia.
Y Masinisa montó de un salto sobre su caballo, dio media vuelta y al galope se alejó escoltado por sus soldados y por el viento de la noche y en medio de las sombras de las hogueras y las antorchas, todo su ejército desapareció del horizonte oscuro de la madrugada. Los romanos quedaron con sus armas desenvainadas, sus arcos apuntando al vacío, sus caballos piafando nerviosos porque nerviosos estaban sus jinetes, todos contemplando un espacio vacuo en un horizonte que empezaba a palidecer por los primeros resplandores aún tímidos del alba.
Todo parecía un sueño, una pesadilla extraña, excepto porque a los pies del procónsul de Roma había un bulto del tamaño de una persona pequeña, envuelta en mantas de lana blanca que parecían brillar a la luz del fuego. El procónsul miró a Lelio y el tribuno asintió. Cayo Lelio desmontó de su caballo y se acercó al fardo inerte. Se arrodilló junto a él y empezó a desatar con cuidado las ligaduras que sostenían las mantas. Sólo él, de entre todos los romanos, había visto a Sofonisba, tras la batalla de las «grandes llanuras», junto a Masinisa. Sólo él podía confirmar si aquel cadáver era el de la hija del general cartaginés Asdrúbal Giscón. Las cuerdas cedieron ante los poderosos dedos del veterano tribuno. Lelio estiró de dos cuerdas y las separó de las mantas. Luego tiró de uno de los edredones y, con cuidado, separó la tela hasta dejar visible el rostro de la más bella de las mujeres que con los ojos cerrados, con el cuerpo aún caliente, parecía más dormida que muerta. Lelio se volvió hacia Publio y asintió.
El procónsul de Roma comprendió que Masinisa había decidido cumplir la orden de entregar a Sofonisba, pero a su manera: muerta antes que viva, muerta antes que permitir a los romanos que la humillaran arrastrándola encadenada por las calles de Roma junto a Sífax. Lelio cubrió de nuevo el rostro de la hermosa mujer. De pie, mirando el horizonte, habló al viento.
—No ha habido batalla, pero hemos perdido la caballería de igual modo.
Publio, montado sobre su caballo, contemplaba el amanecer.
—No, Lelio. Hemos perdido la amistad del rey, pero Masinisa necesita, ahora más que nunca, que derrotemos a los cartagineses. Cuando le llamemos acudirá. Lo hará, eso sí, por su propio interés, no por ayudarnos. Por el momento, será mejor dejar que el tiempo restañe las heridas y, si es posible, que se sosiegue el ánimo del nuevo rey de los númidas.
—Pero su amistad nos habría venido bien —insistió Lelio, que veía la alianza con Masinisa demasiado débil.
—La amistad es poderosa cuando no es por interés, o, al menos, eso dice Aristóteles, y entre Masinisa y nosotros sólo ha habido interés. En estas circunstancias, es mejor que nuestra alianza esté forjada sobre su ambición.
Lelio no dijo nada. Un jinete le acercó su caballo. El tribuno montó en él. Otros dos jinetes descabalgaron para poner, con cuidado, sobre otro caballo el cuerpo de la que por un tiempo breve había alcanzado el sueño de ser reina, reina en un mar de hombres, en medio de una guerra larga y compleja que parecía llevarse, poco a poco, a hombres, mujeres y niños, a amigos y enemigos, a generales y cónsules y reyes y reinas; una guerra eterna que se alargaba sobre el mundo como una noche eterna. Una guerra que amenazaba con llevarse por delante a todos sus protagonistas, hasta que en el vacío final, sólo quedara el silencio y el olvido.
A lo largo del día siguiente, los legionarios de la V y la VI pudieron admirar el hermoso cuerpo de la joven reina Sofonisba expuesto en el centro de la via principia frente a la tienda del praetorium. En el ánimo de cada soldado que se detenía por un instante ante aquel bello cadáver crecía la admiración por el poder de su general: un rey había entregado muerta a su reina, a la más hermosa de las mujeres que habían visto nunca, porque el general se lo había ordenado. Publio Cornelio Escipión era más que un procónsul o que un imperator para aquellos hombres que otrora sucumbieran a la desesperanza del destierro perpetuo. Para ellos, Escipión era el hombre más poderoso y más temible del mundo, era su líder y su única ruta de regreso a Roma. Ante él caían reyes iberos y númidas y todos los generales que Cartago enviaba para combatirle.
Frente a las miradas de asombro de los legionarios, Sofonisba, muerta, permanecía con sus oscuros ojos yertos, cerrados, mientras su espíritu aún caliente pugnaba por no alejarse de la tierra de los vivos, unos vivos que tanto la habían defraudado. Primero tuvo que ver cómo su padre era derrotado una y otra vez por el general romano al que todos llamaban Escipión; luego, tras huir de Iberia a toda prisa, tuvo que ser testigo de cómo su plan de casarse con el terrible rey Sífax de Numidia no conseguía los frutos deseados, pues, una vez más el mismo general Escipión, en un sorprendente y osado ataque nocturno, desarboló a los ejércitos de su esposo y su padre juntos. Los requiebros de sus besos consiguieron que su marido se revolviera una vez contra los enemigos de su patria, pero los romanos, aliados con el astuto y atrevido Masinisa, derrotaron definitivamente a Sífax. Aun así, Sofonisba, como una gata, sacó una vida más de entre sus entrañas y supo atrapar en la red de su hermosura y sus encantos a Masinisa, llamado a ser el nuevo rey de Numidia, a quien si conseguía alejar del general romano, volvería a convertir en ariete de la causa cartaginesa.
Sofonisba vio con preocupación la partida nocturna de su nuevo rey, de su nuevo esposo camino del campamento romano.
—No vayas —rogó ella entre suspiros y caricias y a punto estuvo de detenerlo, pero Masinisa se zafó del enjambre empalagoso de sus brazos tiernos de piel suave y tersa.
—Debo ir —dijo Masinisa—. Quizá pueda conseguir un pacto con Escipión. Quizá podamos conseguir un arreglo entre Cartago y Roma.
Sofonisba negaba repetidamente con la cabeza.
—Eso es lo mismo que dijo Sífax y Sífax está ahora preso de los romanos. Ese Escipión sólo te quiere por tu caballería.
—Es posible —respondió él ya desde la puerta de la tienda, vestido y armado—, pero me ha ayudado a terminar con mis enemigos y me ha entregado Numidia entera.
—Pero te pedirá mi cabeza.
—Hablaré con él. —Y Sofonisba lo vio partir.
Y habló con el romano y el romano pidió su cabeza y Masinisa no pudo ni supo ni tuvo el valor de negársela. Ni siquiera tuvo la valentía de regresar a comunicar en persona el resultado de la entrevista con Escipión. En su lugar, el nuevo rey de los númidas se detuvo a medio camino de regreso y envió a uno de sus guerreros para que transmitiera el funesto mensaje. Cuando Sofonisba vio que no era Masinisa quien entraba en su tienda, sino un subalterno, un oficial desconocido para ella, un guerrero maessyli con más cara de miedo que de respeto, Sofonisba comprendió que el fin de sus días había llegado.
—Mi rey dice… —empezó el maessyli dubitativo—, dice que debe entregarte al general romano. Que no hay otra respuesta posible a las exigencias de Escipión. Que lucharía por ti, pero que no tiene ni suficientes hombres ni ejército para salvarte y que o te entrega ahora o tendrá que hacerlo cuando todo su ejército y su poder haya sido destruido por las «legiones malditas». —Sofonisba escuchaba en pie, junto a una silla a la que se asía para encontrar fuerzas suplementarias en el momento sublime de su derrota final—. El rey Masinisa dice que debe entregarte viva, pero que él tampoco desea ser cómplice del espectáculo de ver a una reina de Numidia cubierta de cadenas exhibida como un animal por las calles de Roma… por eso mi rey… mi rey te envía esta copa… es todo cuanto puede hacer…
Y el guerrero maessyli ofreció una copa llena de vino y veneno mortal a la que ahora era su reina. Sofonisba sonrió con soltura, casi con desenfado.
—Deja la copa en el suelo y márchate, guerrero, vuelve con tu rey. —Y el maessyli, aliviado por poder escapar de aquella tienda de derrota y muerte, obedeció, pero antes de que pudiera salir, la voz de la reina volvió a hablar deteniendo sus pasos—. Pero dile al rey Masinisa, dile que Sofonisba ya sabe que aquel osado maessyli que la cortejaba en los campamentos de su padre en Iberia y que incluso se atrevía a entrar en mi tienda asesinando a los centinelas para poder tocar mi piel, dile que con mi muerte ese rey también ha muerto. Dile, guerrero maessyli, que Masinisa, con mi muerte, deja de ser rey para ser tan sólo un vasallo de ese general de Roma y dile que cuando Aníbal regrese a mi patria y sus elefantes aplasten a las legiones de ese general, dile que entonces ya no habrá reyes númidas en Numidia, sino sólo el poder de Cartago y que todo su pueblo al que maldigo como le maldigo a él arrastrarán durante siglos la maldición de Sofonisba.
El soldado que escuchaba casi de espaldas, junto a la puerta de la tienda, las terribles palabras de la que aún era su reina, asintió y partió de aquella estancia más nervioso de lo que había estado al entrar.
Sofonisba se quedó a solas. La luz de las velas creaba fantasmagóricas sombras temblorosas, asustadas. En el exterior se escuchó a un caballo piafando y varios hombres hablando entre susurros. Todos esperaban ansiosos su decisión, el desenlace final y definitivo. Sofonisba, hija de general cartaginés, esposa y reina de dos reyes de Numidia, caminó despacio hacia la copa que, indiferente a las pasiones de los hombres y las mujeres de su tiempo, permanecía inmóvil en el centro de la tienda.
Sofonisba se agacha, toma la copa entre sus finos dedos y acerca el borde de la misma a sus labios carnosos. El líquido mortífero, oculto en el sabroso sabor del vino, se desliza por la garganta de la joven reina y así, Sofonisba, reina de Numidia, vendida por su padre, abandonada por un primer esposo derrotado en el campo de batalla y traicionada por un segundo esposo henchido de ambición, bebe su muerte.
—Cuántos hombres y qué cobardes todos ellos. Dos legiones enteras han hecho falta para obligarme a beber esta copa. Y se creerán valientes… —dijo entre murmullos de despecho, pero entonces sintió que le costaba inhalar aire y se acurrucó en el lecho, y se abrazó a sí misma, que era lo único que le quedaba, y pensó que se dormía y dejó de sentir los brazos y las piernas y luego se olvidó de respirar.