La larga espada de la venganza
Quin ut quisque est meritus, praesens pretium pro factis feras.
Por cuanto que cualquier hombre merece el premio que sus obras merecen.
Nevio
Roma, febrero de 205 a. C.
Fabio Máximo estaba cómodo en su inmensa villa a las afueras de Roma. Era cierto que el pueblo no dejaba de sorprenderle en su afán por apoyar la aventura del joven Escipión, la absurda idea de invadir África, y que el cónsul estaba consiguiendo reclutar varios miles de hombres entre ciudadanos y aliados de las ciudades latinas. Había conseguido un ejército de siete mil almas. Siete mil. Máximo sonreía mientras bebía un largo sorbo de vino. Siete mil locos. Siete mil cadáveres. De hecho, Escipión se llevaba consigo a todos sus oficiales de confianza, a Lucio Marcio, aquel tribuno de Hispania que contuvo a los cartagineses tras la muerte del tío y el padre del cónsul actual. Y también se llevaba a otros fieles a su causa y a su familia: Mario Juvencio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Silano… y, por supuesto, a Cayo Lelio. Lelio. Eso era lo mejor de todo. Pese a lo debilitada que estaba esa amistad. Fabio había visto la distancia que les separaba ahora a Escipión y a Lelio, lo había leído en la mirada fría de Lelio cuando visitó al cónsul en su domus próxima al foro: aquélla ya no era la mirada ciega de antaño; aún había notable lealtad, pero se había sembrado cierta duda en el ánimo de Lelio que había germinado en Hispania, aunque aún estaba por dar mayores frutos. Tiempo al tiempo. No, aquélla ya no era aquella indisoluble amistad, aquel lazo incorruptible. De hecho, Fabio Máximo había considerado volver a dirigirse a Cayo Lelio para intentar una vez más alejarlo por completo de Escipión, pero luego lo pensó con más calma pasados los intensos debates en el Senado y tuvo un momento de sórdida lucidez. La iluminación que a él más le gustaba: era mejor dejarlos juntos. Dos amigos que han visto deteriorarse su amistad son sujetos debilitados, susceptibles al error fácil, siempre desconfiados el uno del otro, obsesionados por ello y más aún cuando se esfuerzan en hacer como si su amistad permaneciera intacta al devenir del tiempo y los acontecimientos torcidos de la guerra; sí, ofuscados por sus propios sentimientos confusos, hasta el punto de que, con frecuencia, no ven la red de enemigos que les acecha desde dentro y desde fuera de su círculo de relaciones. No. Estaba claro que era mejor dejarlos marchar juntos. Todos a Sicilia y luego a África. Incluso el Escipión le había hecho el grandísimo favor de decidir llevarse consigo a su propia mujer con sus hijos. En una sola campaña la gens[*] Cornelia vería cómo su rama Escipión quedaba cercenada de cuajo, todo su árbol genealógico arrancado de raíz, muerto, sobre las arenas de África.
Fabio bebía y en cada sorbo saboreaba con deleite el suave dulzor de la victoria que se forja día a día, poco a poco. Ver hundirse a tu mayor enemigo político en la locura y en la más total de las autodestrucciones era un placer que le sosegaba el alma. Las dos esclavas egipcias estaban a sus pies, como siempre medio desnudas. Era un momento adecuado para disfrutar de otros placeres.
—Trae el látigo —le dijo a una de las muchachas. La joven se levantó mirando a su amo con horror—. El látigo, he dicho, ¿o es que además de azotaros deberé mataros a las dos aquí y ahora? —La joven partió a por el látigo corriendo, sus pies descalzos casi resbalan sobre la fría piedra—. Debería haber preguntado al estúpido Lelio si no querría también compraros a vosotras. Así habría salido ganando algo tras sacaros de las manos de los piratas de Iliria.
Fabio Máximo puso su mano izquierda arrugada bajo la barbilla de la otra esclava egipcia obligándola a levantar la cara.
—Abre la boca.
La muchacha, más sometida que su compañera, entreabrió los labios. Fabio vertió entonces el contenido de su copa sobre la boca de la esclava. La joven empezó a beber el vino, pero el princeps senatus volcó más la copa de modo que el vino caía con demasiada rapidez como para poder ser ingerido por la muchacha. El licor resbalaba por la barbilla, el cuello y la piel de la chica hasta impregnar la fina tela que cubría sus senos. Los pezones quedaron marcados y la muchacha, instintivamente se llevó una mano a los pechos para cubrirse.
—Quieta —dijo Fabio Máximo con una voz gélida que heló el corazón de la esclava—, me gusta ver cómo cae el vino sobre tu piel. Tu compañera parece tardar demasiado en traer el látigo. El retraso le costará, os costará varios azotes extra a cada una. Parece mentira que las esclavas nunca aprendáis. Hoy, pequeña —y dejó de verter vino sobre la muchacha—, hoy vamos a hacer muchas cosas juntos, los tres, ¿qué bien, verdad? Hoy gozaremos a la salud de los dioses… los dioses romanos, por supuesto. Los dioses egipcios, está claro, hace tiempo que se olvidaron de vosotras.
La otra esclava llegó con el látigo solicitado. Fabio Máximo estiró el brazo derecho y tomó el flagelo. Se levantó despacio. No tenía que hablar. Las dos muchachas se arrodillaron a sus pies y, en un último intento por conseguir clemencia, se abrazaron a sus rodillas. Fue así como recibieron los primeros cintarazos de aquel día.
Liguria, norte de Italia
Liguria estaba agitada. Los galos de la región y de los pueblos vecinos esperaban que un nuevo hermano de Aníbal llegara al norte de Italia. Pese al desastre del Metauro, los cartagineses no parecían ceder y entre los galos no se hablaba de otra cosa: Magón, el hermano pequeño de Aníbal, llegaría al norte de Italia en cualquier momento.
Quinto Fabio Máximo hijo cabalgaba a lomos de su precioso caballo negro. Tras él, sesenta jinetes de las dos turmae con las que exploraba la región de Liguria. Había aceptado aquella misión por consejo de su padre.
—Aníbal está en el sur; por eso tú debes ir al norte; cuando Roma se canse de enviar a insensatos a luchar contra el cartaginés, propondré tu nombre y el Senado lo aceptará, por necesidad, incluso por convencimiento. Eres un general respetado y tu nombre, hijo mío, pesa ya mucho en Roma.
—Pesa por ti —le había replicado él, pero su padre fue contundente en la respuesta.
—Pesa por nuestra familia entera, pesa porque los Fabios llevamos siglos preservando las tradiciones de Roma; pesa por mi experiencia, pero pesa también por tu valentía. Tú mismo fuiste cónsul hace ocho años y te comportaste con dignidad, sin perder ninguna legión en los enfrentamientos contra Aníbal ni caer en ninguna de sus múltiples emboscadas que a tantos otros han sorprendido, incluido al que consideran legendario Marcelo. Y cuando fuiste pretor el año precedente, lo mismo. Sí, el Senado apreciará que en mi propuesta hay una buena posibilidad de derrotar a Aníbal. Y así será, hijo mío, así será. El secreto está en esperar el momento adecuado. Aníbal aún no es fruta madura, aún le falta un poco para ser cosechada. Por eso debes marchar al norte. Marcelo se equivocó y quiso cortar el fruto del árbol demasiado pronto y el árbol acabó con él.
—De eso hace tres años, padre.
—¿Tres años…? ¿Tanto tiempo? Bien, puede ser, pero debemos esperar que pase este consulado. Los Escipiones están demasiado fuertes, son demasiado populares. El joven Escipión será cónsul, querrá seguir adelante con su locura de invadir África. Le dejaremos, hijo, le dejaremos y perecerá allí. Eso desalentará al pueblo y confundirá al Senado. Entonces llegaremos nosotros, padre e hijo: la salvación de Roma, los Fabios, como debe ser. Así lo auguro, hijo, así lo quieren los dioses.
—¿Por eso debo marchar al norte?
—Por eso —terminó su padre de forma concluyente. Él le abrazó, como hacía siempre, por respeto y por aprecio. Sabía que era una de las pocas personas que realmente estimaban ya a aquel anciano. Su padre era respetado, temido, odiado, admirado, pero apenas era querido. Su carácter distante, su forma fría de presentar los acontecimientos, su enorme poder, lo alejaban del amor de todos. Su padre estaba preso de su propia leyenda. Era un anciano todopoderoso que vivía en la más absoluta de las soledades. A veces temía volverse como él. Pero siempre había seguido sus consejos políticos, pues nadie mejor que su padre sabía desentrañar el futuro de la vida política en Roma y especialmente ahora, en medio de aquella lucha sin fin contra Cartago. Aceptó acudir al norte, a patrullar la región y velar porque los galos no reavivaran las llamas de la guerra animados por falsas esperanzas en la llegada de refuerzos africanos. Era una misión en cierto modo humillante para alguien de su nivel y alcurnia, pero era lo que su padre quería.
—No importa lo que piensen de ti, no importa que piensen que huyes o que te escondes de Aníbal; la mayoría, hijo mío, la gran mayoría de todos los que piensen y murmuren en ese sentido habrán muerto en el sur antes de que acabe el año. Entonces llegarás tú y sobre sus cadáveres conseguirás el gran triunfo que mereces, que merecemos.
Los galos ligures, nerviosos por los rumores de una próxima llegada de Magón Barca, acechaban a las poblaciones fieles a los romanos. Aquella mañana, Quinto Fabio Máximo hijo tenía la misión de explorar treinta millas ascendiendo el curso del río Trebia desde Placentia en dirección a Genoa. Llevaban toda la mañana sin detenerse. Ningún decurión se había dirigido a él solicitando descanso, pero Quinto era un hombre experimentado y sabía combinar la disciplina con el sentido común. Levantó la mano derecha y toda la columna se detuvo en pocos segundos.
—Que los jinetes desmonten y que den de beber a los caballos. Descansaremos unos minutos —dijo Quinto Fabio Máximo hijo a uno de los decuriones.
Los caballeros romanos obedecieron con agrado y, caminando junto a sus animales, se acercaron al río. El Trebia bajaba lleno de agua fresca y clara. Los caballos piafaban de satisfacción mientras bebían. Algunos hombres se arrodillaron y hundían la cabeza en el agua del río para limpiarse el sudor y saciar su sed. Fabio Máximo hijo se agachó y formó un cuenco con sus manos. Se echó agua fría por el cogote y luego bebió dos veces. Un caballo relinchó. Al principio no le dio importancia, pero algo, en el fondo de su cabeza, se quedó intranquilo. Se levantó y miró a su alrededor. Los caballos bebían y los hombres se lavaban. De pronto comprendió lo que le perturbaba. Aquel relincho había venido de la otra orilla del río. Se puso la mano sobre la frente para protegerse del sol y poder escudriñar mejor el otro lado del Trebia. Fue entonces cuando cayeron las primeras flechas.
Catón irrumpió con furia en la domus de su mentor. Los esclavos que hacían guardia se apartaban ante la rauda figura del enjuto romano que se abría paso sin mirar a nadie ni atender a las llamadas que alguno de aquellos hombres le hacía. Al llegar al gran atrium de la mansión de Fabio Máximo vio a dos esclavos apostados frente a una de las puertas que daban al atrium. Catón dirigió sus pasos hacia allí cuando uno de los esclavos se interpuso entre él y la puerta.
—El amo está descansando. No se pasa —dijo el esclavo.
—Aparta de ahí, imbécil, si no quieres que te deslome a golpes —respondió Catón con una mirada asesina en su rostro. El esclavo empezó a sudar sin moverse de la puerta; sin embargo, su compañero, a sus espaldas, comenzó a alejarse. Catón, sorprendido por la obstinada persistencia del esclavo, movió con agilidad sus manos y debajo de su larga toga extrajo una daga.
—Es tu última oportunidad de seguir con tu miserable existencia, esclavo, o te apartas de ahí o por Júpiter que regaré este suelo con tu sangre innoble…
La advertencia de Catón se vio interrumpida por el chasquido de un látigo y el gemido desgarrado de una voz femenina. Luego siguió un sollozo ahogado y la carcajada inconfundible del anciano Quinto Fabio Máximo. El esclavo que permanecía en la puerta vio la punta de la daga que sostenía el brazo de Catón aproximarse hacia su pecho. El esclavo fue separándose de la puerta hasta que dejó el camino despejado. Catón dio tres pasos rápidos y entró en la estancia donde estaba el viejo princeps senatus.
Marco Porcio Catón suspiró al contemplar la escena que encontró en el interior. Fabio Máximo sostenía una copa de vino en su mano izquierda mientras que en la derecha blandía un largo látigo cuya cinta estaba enrojecida de sangre. Frente al excónsul y exdictador de Roma dos jóvenes esclavas yacían arrodilladas y desnudas, mirando hacia la pared con la piel de su espalda cruzada por decenas de cortes finos y profundos por los que emergía un cálido líquido rojo que navegaba por los muslos de las muchachas hasta salpicar el suelo de piedra.
—¡He dicho que no se me moleste! —rugió el princeps senatus con una potencia aparentemente ajena a sus setenta y ocho años volviéndose para condenar con su mirada al inesperado intruso que le interrumpía en su diario disfrute de las esclavas de su propiedad—. Pero si es nuestro querido Marco Porcio Catón… como ves estoy ocupado. —Pero pese al vino y a que la mente de Máximo estaba centrada en menesteres muy mundanos y, como observaba en los ojos de su joven discípulo, claramente condenados por un Catón siempre tan pulcro, tan puritano, tan aburrido, el viejo senador no dejó de percatarse de que Catón, contrariamente a su costumbre, se había presentado por sorpresa, interrumpiéndole en su descanso y en sus entretenimientos y, lo que era aún mucho más sospechoso, había llegado sin afeitar, con polvo en los pies y con la toga mal ajustada—. ¿Pasa algo, mi buen Catón, algo que deba saber y que sea tan urgente como para interrumpirme y como para que salgas de tu casa sin afeitarte?
Catón, que ya había ocultado su daga bajo la toga, se llevó la mano derecha al mentón. Tal había sido su urgencia que ni siquiera había reparado en ese detalle. Por su parte, Máximo arrojó el látigo al suelo y dio instrucciones a sus atormentadas esclavas sin dejar de mirar a Catón.
—Marchaos, las dos. Esta noche proseguiremos con nuestro juego.
Las esclavas salieron agachadas casi a gatas, y no pararon hasta llegar a las cocinas, donde una a la otra fueron limpiándose las heridas con agua caliente y paños limpios, ambas con una terrible mueca de asco, dolor y odio plasmada sobre su rostro, hasta el punto que ningún otro esclavo o esclava se atrevió a acercarse a ellas, ya fuera para ayudarlas o para preguntarles qué quería aquel enfurecido Catón que había osado interrumpir al amo.
En el patio, Fabio Máximo hizo un gesto con la mano invitando a su joven discípulo a que hablara de una vez. Catón parecía dudar. Los dos hombres se encontraban frente a frente, en pie, junto al impluvium en el centro del atrium.
—¿Vas a decirme ya a qué debo esta inesperada actuación por tu parte? —insistió Máximo—. Marco, tú siempre eres un hombre retraído y mesurado en tus acciones. Tu porte y tu forma de entrar en esta casa no son propias de ti.
—Quizá… deberías… sentarte… —empezó un aún muy dubitativo Catón.
Fabio Máximo sacudió la cabeza.
—No, Marco —respondió con firmeza el viejo senador—. De pie, de pie he recibido siempre todas las grandes noticias de mi vida, las buenas y las malas: el nacimiento de mi hijo, la concesión por el Senado de mi primer consulado, el permiso para disfrutar de un gran triunfo, la caída de Sagunto, la llegada de Aníbal al norte de Italia, las derrotas de Tesino, Trasimeno, Trebia y Cannae, mi nombramiento como dictador y el posterior humillante nombramiento de Minucio Rufo como mi igual; la llegada de Aníbal a las puertas de Roma, el acceso al consulado de mi hijo, sus victorias, la conquista de Tarento, la muerte de Marcelo, todo lo he escuchado firme y sereno y ahora no ha de ser diferente. Pero tú, querido Marco, tú que me conoces tanto… leo duda en tus ojos y… —Máximo frunció el ceño y arrugó los ojos como indagando en la mente de su interlocutor—. Marco, no sabía que en tu ánimo cupiera ese sentimiento sólo propio de los débiles: miedo. Hay miedo en tu mirada. Eso, eso sí me sorprende.
Catón decidió desparramar sus noticias como quien vuelca un cántaro repleto y ve cómo el recipiente se quiebra en su caída y vierte todo su líquido por todas partes, sin freno, sin control.
—Princeps senatus, tu hijo ha muerto. Ha caído abatido por las flechas en una misión de reconocimiento contra los ligures, junto al río Trebia.
Quinto Fabio Máximo, excónsul, exdictador, el hombre más poderoso de Roma, el más experto, el más temido, el que declaró el principio de aquella guerra ante el mismísimo Senado de Cartago, el que acababa de derrotar en el Senado al popular Escipión, enmudeció. Toda su rica y elevada oratoria, toda su pericia en las palabras zozobró como una flota entera engullida por el furor del dios de las aguas. Máximo sintió los latidos de su corazón por todo su cuerpo, largos y pesados al principio y de súbito rápidos. Giró la cabeza y buscó dónde sentarse. Encontró un triclinium y fue a ayudarse de su mano izquierda pero todo ese brazo parecía haber muerto, haberle abandonado. No lo sentía. Entonces empezó el dolor agudo, punzante desde el brazo, que subía por el pecho, alcanzaba su cuello y luego se deslizaba cruel de regreso por el brazo inerme. Se ayudó del brazo derecho, que sí le respondía. Una vez sentado abrió la boca para respirar. Le faltaba el aire. Marco se había acercado a su lado y le había puesto una mano fría en la frente y hablaba, pero no le podía escuchar. Sólo quería respirar. Pasaron así varios segundos que a Fabio Máximo le parecieron una dolorosa y profunda eternidad, pero cuando pensaba que iba ya camino del reino de los muertos, cerró los ojos y concentrado en su respiración encontró que el aire volvía a entrar en su cuerpo, y que el dolor, aún fuerte y agudo, parecía remitir en su crudeza.
—¡Traed agua! ¡Rápido!
Máximo vio movimiento de esclavos a su alrededor y oía la voz de Marco dando órdenes a los mismos. Sintió agua fresca por su rostro. Su ánimo se fue sosegando. El corazón latía regularmente. Respiraba mejor. Sí. Se incorporó un poco. Estaba en el suelo, ahora apoyado con su espalda en la pared. Debía de haber caído del triclinium sin darse cuenta. Levantó un poco su mano derecha.
—¡Apartaos todos! —gritó Catón—. ¡Dejad espacio para que respire, por Cástor y Pólux y todos los dioses!
Máximo agradeció tener a alguien con sentido común a su lado en aquel momento. Luego entró en su ser la rabia y la sensación de humillación, ahí caído, en el suelo, ante sus esclavos.
—Que… que… se vayan todos… todos… —fueron las primeras palabras que acertó a pronunciar. Catón las amplificó y en un minuto quedaron solos el viejo senador y su discípulo, solos maestro y alumno.
—Ayúdame a levantarme.
Catón pasó un brazo por detrás de la espalda del viejo excónsul y estiró hacia arriba. Quinto Fabio Máximo consiguió erguirse. Luego se zafó con cierta brusquedad del brazo que le había ayudado. Catón se separó del excónsul. No se sintió ofendido. El viejo senador tenía derecho a su espacio, a su momento de debilidad, a su duelo. Su hijo había muerto. Sus esperanzas, Catón lo sabía, estaban todas puestas en él y Quinto hijo se había mostrado como un fiel y disciplinado vástago, lo que sin duda en aquel momento no hacía sino incrementar el dolor del princeps senatus. Catón le vio caminar hasta uno de los divanes, recostarse y cerrar los ojos.
—Ya has cumplido con tu misión, querido Marco, ya has entregado tus funestas noticias. No te culpo por ellas. Eres sólo el mensajero, pero ahora necesito estar solo. Sé que tú lo entenderás. Y agradezco que fueras tú quien viniera con semejante infortunio. Has evitado los rodeos absurdos. El golpe ha sido duro para un viejo como yo pero no podía ser de otra forma.
—Lo sé, mi señor —respondió Catón, y dudó antes de continuar pero al fin se decidió a añadir algo—. Daremos con los que han osado organizar ese ataque en Liguria contra tu hijo y sus turmae y te traeré su cabeza.
Fabio Máximo escuchó con pesadumbre aquellas palabras pues sabía de lo incierto de su cumplimiento. Era una promesa vana.
—No prometas, querido Marco, aquello que está más allá de tus posibilidades.
Catón insistió en su oferta.
—Se puede hacer: organizaré partidas expedicionarias hacia el norte. Daremos con ese grupo de galos. Se puede hacer. Se puede hacer, princeps senatus. Especialmente, lo he pensado ya mientras venía hacia aquí, si hacemos correr la voz de que habrá una buena recompensa a quien nos dé información de su paradero, de sus cabecillas, del líder que ordenó la matanza… no sería la primera vez que los galos se traicionan entre sí por un poco de oro.
—No, Marco, no. —Fabio, todavía reclinado sobre el triclinium, continuaba hablando sin abrir los ojos—. Quien ha ordenado este ataque tan preciso no está a tu alcance. Ni al alcance de ningún romano, por lo que se ve, de momento. Dime, Marco, ¿ha habido otros ataques similares en los últimos días, semanas quizá?
Marcó arrugó la frente mientras pensaba.
—No, lo cierto es que no, por eso esta emboscada es aún más sorprendente. Los galos están agitados. Quizá sea el principio de la revuelta a mayor escala que están preparando para unirse a Magón si al final éste desembarca en el norte.
—Ya. ¿Y ha habido más ataques desde esta emboscada?
—No. No los ha habido.
—¿Y no te parece algo peculiar todo eso? —Y Fabio abrió al fin los ojos.
—Peculiar… sí. Algo extraño, pero es difícil entender a esos bárbaros.
—No tanto, Marco, no tanto. Es un ataque premeditado para acabar con la vida de mi hijo. Hay alguien en este mundo, Marco, que ha sabido causarme más dolor del que me hubiera producido si me hubiera matado. Ese ataque no es trivial ni espontáneo. Y sólo hay alguien que puede haber acumulado tanto odio contra mi persona en estos años de guerra.
De súbito, Catón lo comprendió todo, pero como no podía asumir lo que su mente se esforzaba en hacerle entender, su respuesta se transformó en pregunta. Necesitaba la confirmación de su mentor.
—¿Aníbal?
Fabio fue capaz de esbozar una tibia sonrisa de satisfacción por tener un interlocutor medianamente inteligente con el que debatir.
—Sólo Aníbal me odia tanto, Marco, bueno, y quizás el joven Escipión, pero Aníbal en particular, especialmente desde la ejecución y decapitación de su hermano a instancias mías. El ejecutor fue Nerón, más vale que se cuide, por cierto, pero el instigador fui yo. Mi error fue jactarme de ello en el foro y en el Senado. La soberbia, la vanidad siempre nos pierde. Podría haber mantenido en secreto mi acción, mi consejo de ser implacable e innoble con el cuerpo caído de Asdrúbal, pero la vanidad me pudo. ¿Quién no querría apuntarse ese éxito ante el Senado y ante el pueblo? La cabeza de Asdrúbal rodando hasta llegar a los pies de Aníbal. El pueblo estuvo feliz, yo me pavoneé ante todos y eso, de algún modo, ha llegado a oídos de Aníbal, y ahora Aníbal me devuelve su venganza, bien fría, dos años después. Es toda una lección. Vete, Marco, necesito estar a solas con mi dolor y con mi fracaso.
Nunca antes Fabio Máximo había sentido la necesidad de suicidarse, pero en aquel momento lo consideró una opción razonable. Ya había vivido demasiado. Los padres deben morir antes que sus hijos. Ése era el orden natural. Aníbal había sabido asestar el golpe en su punto más débil, más aún, en su único punto débil. Aquel pensamiento le hizo reflexionar. Ahora ya no tenía más puntos débiles y tampoco le importaba ya vivir o morir. Sólo le había quedado ilusión por ver a su hijo reelegido cónsul una vez más, y luego censor, y disfrutar de verle desfilar tras un gran triunfo sobre Aníbal. Aníbal. Todo volvía al fin siempre al mismo nombre: Aníbal. Pero para terminar con Aníbal debía controlar Roma, preservar Roma y gestionar sus recursos con inteligencia y no permitir que un loco como Escipión dilapidara legiones y provisiones en ataques absurdos. Quinto Fabio Máximo se levantó. Su hijo había muerto. Era un mal día. Era el peor de los días, pero él era el princeps senatus y Roma, como siempre, le seguía necesitando. Y ya sólo luchar por Roma era lo único que podía dar sentido a su existencia. En consecuencia, debía aplicarse a la tarea con más esmero que nunca.
Catón caminaba hacia atrás. Aún dudaba de la salud del viejo excónsul, pero era la segunda vez que éste le rogaba que se marchara. No podía, no debía insistir en contrariarle. Estaba llegando al vestíbulo cuando la voz de Máximo le llamó.
—Marco, no te vayas —dijo el viejo senador, y Catón detuvo su marcha, dio media vuelta y regresó junto a su mentor—. Marco, ya velaré luego mi pérdida, pero Roma no puede, no debe esperar. Roma, Marco, aprende esto bien, apréndelo bien, Roma, Marco, está siempre por encima de todo. Sólo a ella debemos fidelidad eterna. Y esa fidelidad nos obliga a cuidar de la seguridad de Roma: Marco, quiero que seas el quaestor de las legiones V y VI de Sicilia. Has de controlar a ese maldito Escipión, has de controlar que no quebrante las precisas instrucciones que el Senado ha dictado con referencia a la invasión de África. Hemos de hablar de ese asunto largo y tendido. Siéntate, Marco, siéntate mientras recompongo mi mente y apaciguo mis pensamientos.
Marco Porcio Catón le miraba sin parpadear y boquiabierto. Ahora era él el que recibía las malas noticias: iba a embarcar en un viaje sin regreso posible como quaestor de las «legiones malditas».