Duelo en el Senado
Roma, enero de 205 a. C.
Roma era un hervidero. Dos nuevos cónsules habían sido elegidos: Publio Licinio Craso y Publio Cornelio Escipión; pero eso no era lo que comentaba la gente en el foro. El pueblo, los patricios, hasta los libertos y esclavos no hablaban de otra cosa que no fuera sino la intención de Escipión de invadir África. El nuevo y joven cónsul quería desembarcar en las costas dominadas por Cartago con uno de los ejércitos consulares que le correspondían ese año y obligar así a que Aníbal abandonara Italia al tener que acudir en ayuda de su ciudad y los suyos. No era un plan sorprendente. Ése fue de hecho el primer plan del propio Senado al estallar la guerra, cuando enviaron al cónsul Sempronio Longo a Sicilia para preparar aquel desembarco en África mientras que el padre de Escipión intentaba detener el avance de Aníbal en la Galia. La imposibilidad de frenar al gran general cartaginés obligó entonces, en el primer año de aquella interminable guerra, a reclamar el ejército consular de Sempronio, quien tuvo que olvidar sus preparativos para conquistar África y acudir a toda prisa hacia el norte de Italia. Desde entonces, nadie había planteado de nuevo con decisión la vieja idea de atacar el corazón del enemigo, de asestar un golpe allí de donde provenían todos los males de Roma. La política romana había sido la de defenderse. Sólo los Escipiones, apoyados por los Emilio-Paulos, habían proseguido con la guerra en el exterior como un objetivo útil para conseguir derrotar a los ejércitos de Cartago. El pueblo había visto cómo el joven Publio Cornelio Escipión, ahora cónsul, siguiendo el ejemplo de su padre y de su tío, conseguía terminar lo que sus progenitores iniciaron: la conquista de Hispania, desalojando a los cartagineses de aquel país y recortando así los suministros, provisiones, oro, plata y mercenarios que tanto habían alimentado las huestes de Aníbal en Italia. El pueblo también había visto cómo el Senado le negaba un triunfo al joven Escipión apoyándose en la letra de la ley: un no magistrado no puede celebrar sus victorias, por muy impactantes que éstas fueran, con un triunfo. Se aceptó aquello porque la ley era la ley, pero el Senado no podía impedir que la figura de Escipión, recién elegido cónsul, despertara una intensa simpatía, un sentimiento que hacía ver con buenos ojos cualquier plan que aquel hombre propusiera, e invadir África era algo que a los ojos de los exhaustos ciudadanos de Roma parecía un dulce sueño que les era difícil no anhelar. Publio, a sabiendas de aquellos sentimientos de la plebe, había aprovechado su recién adquirida condición de magistrado para convocar al Senado. De forma ordinaria, sólo un cónsul o un pretor podía convocar al Senado y, extraordinariamente, un dictador, un magister equitum, los decemviri legibus condendis, es decir, para redactar leyes, un tribuno militar consulari potestate, o sea, con autoridad excepcional consular, un interrex o magistrado provisional en período de elecciones, o el praetor urbanus. Y no era nada sencillo conseguir uno de esos cargos, de modo que Publio vio en su consulado la posibilidad de conducir el destino de Roma en la dirección que tanto tiempo atrás soñaran ya su padre y su tío. Decidió empezar pisando con fuerza, usando su poder para convocar al Senado.
Publio era sensible a las sensaciones positivas que emanaban de la plebe con relación a un ataque a África cuando salió aquella mañana fresca de marzo de su gran domus en el centro mismo de la ciudad, entre el templo de Saturno y las tabernae veteres. Caminaba acompañado por su hermano Lucio y por Cayo Lelio, Lucio Marcio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio, Silano y otros oficiales de su confianza, todos veteranos de los combates en Hispania. Para el pueblo, ver a aquellos hombres andando por el foro de su ciudad era como un desfile casi triunfal: eran ésos y no otros los tribunos, oficiales y el imperator que habían derrotado a Asdrúbal Barca, Asdrúbal Giscón y Magón Barca. Publio sabía de lo importante de los gestos públicos, por eso hizo que todos ralentizaran el paso cuando cruzaron entre el senaculum y la Graecostasis para acceder a la gran plaza del Comitium frente a la Curia Hostilia, sede del Senado. Publio se detuvo un momento junto a la Graecostasis y saludó con respeto a los embajadores de Sagunto que habían acudido a la ciudad para mostrar su agradecimiento a Roma por haber recuperado su ciudad y devuelto a los supervivientes del asedio de Aníbal los dominios de aquella región. Los embajadores le contaron algo que él ya sabía, pero Publio les escuchó con atención y paciencia durante unos minutos mientras éstos le relataban cómo habían ofrecido y regalado al Senado y a Roma una hermosa corona de oro para el templo de Júpiter en atención por todo lo que Roma había hecho por ellos y cómo se encontraban abrumados al haber recibido del Senado de Roma no sólo el permiso para visitar las ciudades italianas que desearan, sino por haberles entregado la cantidad de diez mil ases a cada uno de ellos como recompensa por la lealtad de Sagunto. Publio se despidió al fin de los saguntinos y prosiguió su camino atravesando la plaza del Comitium de sureste a noroeste. Pasó junto a la estatua del legendario augur Atto Navio, dejó a otro lado el puntal que encuadraba el espacio donde se suponía que Navio había enterrado la piedra y la navaja de afeitar con las que mostró su poder al incrédulo rey Tarquino, y pasó por fin junto al Picus Ruminalis[*], una moribunda higuera partida por un rayo bajo la que se suponía que la loba amamantó a los gemelos Rómulo y Remo. Frente a aquel lugar se erigía la estatua de plata que rememoraba aquel legendario acontecimiento levantada apenas hacía diez años, para sustituir el ya muy deteriorado memorial de bronce. Publio miraba de reojo todos aquellos monumentos del pasado de una ciudad centenaria y sentía que le arropaban. ¿Sería él un nuevo augur con el mismo poder que Atto Navio? ¿Le pediría Fabio Máximo, como hiciera el rey Tarquino antaño, que mostrara su poder cortando una piedra húmeda por la mitad usando tan sólo una navaja de afeitar? No. Con toda seguridad Fabio Máximo pensaría que sus palabras, demoledoras como siempre, serían suficientes para persuadir al Senado y quitarle el apoyo necesario para emprender la conquista de África.
Finalmente, el joven cónsul pasó bajo la Columna Maenia[*] levantada para celebrar por siempre la victoria de Maenio sobre los latinos y que supuso el principio del dominio de Roma sobre la Italia central. Publio saludaba a todos los que se le acercaban, siempre rodeado por sus oficiales y bajo la atenta mirada de Cayo Lelio, pues desde el ataque que él mismo sufriera en Roma apenas hacía cuatro años, todos los amigos de Publio se afanaban en proteger la vida de su joven líder, ahora cónsul, del ataque de un sicario, pues una mañana en la que iba a enfrentarse con el todopoderoso Quinto Fabio Máximo, cualquier cosa era posible. Pero fuera porque había demasiada gente en el foro y el Comitium, o porque Publio iba bien protegido, o quizá porque los seguidores a ultranza de Fabio Máximo, como el joven Catón, confiaban aún plenamente en la capacidad del viejo princeps senatus para desarbolar al nuevo Escipión en el Senado y dejarlo sin casi seguidores, sea por lo que fuera, nadie se acercó a Publio Cornelio Escipión sino para felicitarle y agradecerle sus trabajos y esfuerzos por proteger y engrandecer Roma. Y Publio saludaba a unos y a otros y recibía con una amplia sonrisa las muestras de aprecio y las continuas imprecaciones a los dioses a los que los romanos rogaban que le preservara sano y salvo por mucho tiempo o, al menos, hasta que el terror de Aníbal desapareciese por siempre de sus vidas. Tantas debieron de ser las oraciones aquella mañana, pronunciadas por tantos miles de gargantas, que más de un dios decidió aquel día ligar el destino de aquellos dos generales, Aníbal y Escipión, en vida y en el momento de la muerte.
El Senado estaba reunido en pleno. Ya se había celebrado el sacrificio preceptivo de un buey; así lo había solicitado Escipión, que quería subrayar con el tamaño de la bestia seleccionada la importancia que concedía al asunto que se iba a tratar. Las entrañas habían sido analizadas por los augures y nada extraño se había descubierto en ellas. El Senado podía reunirse y tomar las decisiones oportunas. Publio permaneció en la escalinata de acceso a la Curia Hostilia. No quería dar sensación de tener prisa.
En la gran sala aún nadie había tomado asiento; los senadores estaban dispersos en diferentes grupos, donde se consideraba cuál podía ser la posición más adecuada a tomar. Ya se había decidido en una sesión anterior el reparto de las provincias: Sicilia para Escipión y el sur de Italia, en especial la región del Bruttium, donde se encontraba atrincherado Aníbal, para Licinio Craso. Algo en lo que Craso había estado de acuerdo, porque al deber compatibilizar su magistratura consular con el puesto de pontifex maximus de Roma, era indispensable para él no alejarse de Italia. Como, por otro lado, Escipión no deseaba sino lo contrario para preparar una invasión de África, Sicilia se ajustaba perfectamente a sus fines. Hubo acuerdo entre las partes y no se hizo el tradicional sorteo para adjudicar a cada cónsul una provincia, sino que el Senado aceptó el pacto entre ambos magistrados. Pero Escipión había llevado para muchos senadores demasiado lejos su idea de que al tener asignada Sicilia eso implicaba el permiso, más aún, el encargo del Senado y del pueblo de Roma, de atacar África. En eso gran parte del Senado no estaba de acuerdo y, en particular, si había alguien que consideraba aquella idea como descabellada, ése no era otro que Quinto Fabio Máximo. El joven cónsul Publio Cornelio había hecho correr por la ciudad su idea de que iba a invadir África. Por su parte, Fabio Máximo había trabajado con intensidad en que por cada calle, por cada tienda, por cada barrio de Roma, se supiera que Quinto Fabio Máximo y con él el Senado, aquella mañana, iban a explicar al joven Escipión por qué aquello no era posible y cuál, con precisión, era el encargo y las órdenes que el Senado y el pueblo de Roma tenían para el cónsul. El enfrentamiento estaba servido. Gran parte del pueblo estaba con Publio, como la muchedumbre que lo arropaba en su camino al Senado demostraba, pero la opinión de Fabio Máximo pesaba aún, y mucho, sobre los romanos: fue él, a fin de cuentas, el viejo princeps senatus, el que salvara a Roma en sus horas más bajas, cuando Aníbal llegó hasta las mismísimas puertas de la ciudad cuando nadie sabía ya qué hacer. Sólo él preservó la calma, la cabeza fría y supo tomar las decisiones necesarias para salvaguardarlos a todos. Por eso los romanos, si bien sus corazones se decantaban por el joven Escipión, y hacia él volcaban su afecto, tenían sus sentimientos divididos y el alma repleta de dudas. En su fuero interno, todos compartían el sentir de los senadores más veteranos: había que escuchar a Máximo y también dejar hablar a Escipión y que luego senadores y tribunos de la plebe tomaran la decisión final. Ellos eran más sabios. Ellos sabrían qué era lo conveniente.
Publio había llegado a las puertas del Senado embriagado por el calor del pueblo de Roma, pero no tanto como para no percibir las dudas que también acuciaban a aquella gente y que sus planes, la invasión de África, dependían de lo que se decidiese aquella mañana en el Senado, más allá del fervor del pueblo hacia su persona por las victorias de Hispania. Tenía que enfrentarse a Fabio Máximo, el más experimentado y hábil político de Roma, contra el que ya había perdido en otras ocasiones: cuando fue elegido procónsul para ir a Hispania, Máximo, con su majestuosa oratoria, manipuló al Senado para que se le despojara de la magistratura y así, aunque se le concediera el imperium sobre las legiones de Hispania, si vencía no podría celebrar un triunfo. Ley que Máximo había sabido esgrimir con maestría justo tras su regreso de Hispania. Dos derrotas flagrantes las que ya le había infligido el viejo excónsul y exdictador. Publio luchó en la primera ocasión y perdió la promagistratura; en la segunda ocasión, para sorpresa de sus oficiales y del propio Máximo, en el templo de Bellona, Publio no planteó batalla, sino que se reservó, pero ahora debía volver a plantar cara a Máximo. Roma esperaba, anhelaba aquel combate dialéctico. Querían saber quién tenía razón: si la experiencia de Máximo o la osadía de Escipión.
Publio se despidió de sus oficiales de confianza a la puerta del Senado, abrazándolos uno a uno. Al pueblo le conmovía el aprecio que el general sentía por sus hombres. Luego dio media vuelta, inspiró profundamente y, acompañado tan sólo por Lucio, su hermano y Lucio Emilio Paulo, su cuñado, entró en el Senado de Roma.
Así como en su paseo por las calles colindantes al foro Publio había sentido el calor del pueblo, entre los espesos muros del Senado de Roma, el joven cónsul sintió el peso del silencio, pues nada más aparecer él junto con su hermano y su cuñado todos los senadores callaron y se dirigieron a sus sitios en las gradas de la gran sala dividida en dos amplias secciones de bancos en línea ascendente, separados por un amplio pasillo que los oradores podían usar para hablar y desplazarse con libertad mientras se dirigían a sus colegas si así lo deseaban, aunque muchos preferían permanecer de pie en su lugar sin moverse. Los senadores no tenían un escaño asignado fijo, sino que se sentaban según su costumbre y podían cambiar de sitio si lo deseaban, aunque la tradición y las afinidades habían hecho que a un lado de la sala se acumularan todos los partidarios de Fabio Máximo y enfrente se sentaran los que solían estar o bien a favor de los Escipiones o, al menos, con posturas más moderadas, los que oscilaban y votaban a favor de los unos o de los otros en función de las razones que se expusieran en cada debate. Solamente algunos senadores y representantes tenían espacios fijos asignados: los cónsules ocupaban cada uno una sella curulis[*], sin respaldo pero con patas curvas de marfil que se cruzaban para poder cerrarse como una tijera y así facilitar su transporte allí donde fuera cada cónsul, y los tribunos de la plebe, que tenían la posibilidad de asistir siempre, un banco específico para ellos. Otros magistrados que asistieran debían sentarse entre los senadores libremente, fueran ediles, cuestores o censores. Junto a la sella curulis ocupada por Publio se sentaron su hermano y su cuñado y, alrededor de ellos, un nutrido grupo de partidarios de los Escipiones y los Emilio-Paulos. Fabio Máximo se sentó en el extremo opuesto, en su asiento de siempre, el que gustaba ocupar en calidad de princeps senatus, que, si bien no tenía por qué ser el mismo sitio siempre, nadie se atrevía a ocupar, de modo que incluso si el anciano Fabio Máximo, por enfermedad, no podía asistir al Senado, el asiento quedaba vacante, como una señal de que aunque aquel día Máximo no hubiera acudido, su presencia, de algún modo, seguía allí, vigilante. Claro que, bien pensado, eso no ocurría con frecuencia. La fortaleza de la salud del viejo excónsul y exdictador que ya rondaba los setenta y ocho años era un asunto de legendaria discusión entre los ciudadanos de Roma.
Pero aquel día, Quinto Fabio Máximo ya estaba sentado en su lugar, en la primera línea de asientos, con su cuerpo ligeramente grueso, arrugado por los años, y su mirada aguda, encendida y segura. Era la mirada que nadie desea ver en un enemigo. Publio sostuvo con sus ojos un breve pulso visual con el viejo senador mientras se acomodaba en su sella curulis, más o menos frente a él, pero en el otro extremo de la sala, pero al fin fue el propio Publio quien cedió y bajó la mirada. Publio parecía turbado y eso era exactamente lo que quería parecer. Sabía que Fabio se sentiría más seguro, que atacaría aún con más fuerza. No importaba. Publio tenía preparada su respuesta y sería tan fulminante que ni la más depurada y punzante de las diatribas de Fabio podría contra sus razones. Esa jornada el Senado debería ceder. Tendría que ceder. Cederían a su voluntad. No importaban las acusaciones que Máximo desparramara por su boca. Y serían muchas. De eso no tenía Publio la menor duda.
De pronto, desde el fondo de la sala, encaramado en un podio, Cayo Léntulo, el praetor urbanus, encargado de presidir aquella histórica sesión, carraspeó con profundidad dando a entender que ya era hora de iniciar el debate. Estando los cónsules en la ciudad lo lógico es que aquél de los dos al que le correspondiera por turno —turnos que cambiaban de mes en mes—, presidiera la sesión. Le correspondía a Publio presidir, pero en un acto en el que buscaba congraciarse no ya con la facción de Fabio Máximo, algo a todas luces imposible, sino al menos con aquellos senadores más moderados dispuestos a analizar cada palabra, cada gesto, cada propuesta con detenimiento, y que sólo en función de esos datos tomarían decisión última sobre el sentido de su voto, había decidido ceder la presidencia al praetor urbanus, Léntulo en ese momento, quien normalmente sólo la ejercía cuando los cónsules estaban ausentes de la ciudad. Era una cesión importante, pues el presidente concedía la palabra a cada interviniente y controlaba el orden en el Senado; también era obligación del presidente de la sesión enunciar la relatio[*], es decir, la descripción concisa pero clara del asunto sobre el que se iba a deliberar. Léntulo no era hombre de Máximo, como era lógico si lo había nombrado Publio ejerciendo su poder, pero tampoco era un claro seguidor de los postulados de los Escipiones. Una nueva concesión del cónsul en su política de conseguir el mayor número de adeptos a su propuesta de invadir África. Así, Léntulo, praetor urbanus de Roma, se levantó en su podio y aclaró una vez más su garganta. Los lictores, que en todo momento rodeaban al presidente de la sala, se pusieron firmes, tensos: una sesión del Senado de Roma iba a dar comienzo. Las puertas de la Curia Hostilia, no obstante, permanecieron abiertas de par en par. No era una sesión secreta y aquélla era una señal de que los senadores velaban por los ciudadanos y los ciudadanos podían escuchar lo que allí se hablaba. De hecho, la plaza del Comitium, frente a la Curia, estaba repleta de una muchedumbre de ciudadanos ansiosos por saber lo que se diría y, más aún, lo que se decidiría. Ante el estado de cierto nerviosismo y la división entre los que defendían la idea de la invasión y los que preferían que las legiones se concentraran en Aníbal, el praetor urbanus había ordenado que dos manípulos de las legiones urbanae formaran ante la sede del Senado para, en caso de necesidad, mantener el orden e impedir que ningún ciudadano no autorizado entrara en el edificio de la Curia Hostilia pero, eso sí, las puertas, según mandaba la tradición, debían permanecer abiertas por completo. El Senado exigía respeto a sus deliberaciones pero no ocultaba lo que allí se discutía.
Léntulo, al fin, con el prestigio y la veteranía de sus cincuenta años, empezó a hablar y su voz resonó profunda. Comenzó pronunciando la fórmula acostumbrada para abrir cualquier sesión del Senado de Roma.
—Quod bonum felixque sitpopulo Romano Quiritium referimos ad vos, patres conscripti…[*] Referimos a vosotros, padres conscriptos, cuál es el bien y la dicha para el pueblo romano de los Quirites. El asunto que nos compete en esta mañana es el siguiente: una vez asignadas las provincias, la región próxima al Bruttium por un lado, y Sicilia por otro, a cada uno de los cónsules, que el magistrado que tenga asignada Sicilia no sólo se ocupe de asentar por completo nuestro poder en dicha provincia sino que se le permita preparar desde allí un ataque a África con el supuesto fin de perturbar el abastecimiento de provisiones y refuerzos al ejército de Aníbal y, si le es posible, con el fin incluso de atacar a cuantos ejércitos púnicos o aliados de los púnicos se le opongan durante dicha acción militar. —Léntulo se tomó un respiro tras enunciar la relatio. Habría agradecido un vaso de agua, pero no era el momento. Todos estaban tan pendientes de él que debía concentrarse en su tarea. Prosiguió—. En función de mi cargo de presidente de esta sesión me corresponde además precisar quién propone esta moción ante el Senado y quién, si es el caso, se opone a la misma. Bien. Es el cónsul electo Publio Cornelio Escipión el que presenta por voz mía ahora esta moción ante el Senado de Roma para su deliberación y votación que, si procede, regularé en su momento. Y es Quinto Fabio Máximo, princeps senatus, el que ha transmitido a esta presidencia su total y absoluta oposición a esta moción por razones y motivos que expondrá a continuación. A mí me corresponde ahora callar y conceder la palabra a los que deseen expresarse a favor o en contra de esta moción y que el Senado se pronuncie de ea re quid fieri placeat[*], sobre el asunto y diga qué es lo que desea hacer. Ahora, Quinto Fabio Máximo, en honor a su rango de princeps senatus, tiene en primer lugar el uso de la palabra durante el tiempo que estime necesario para exponer su punto de vista.
En el silencio de la sesión y con la respiración de muchos de los presentes contenida aun sin saberlo ellos mismos, Quinto Fabio Máximo, cinco veces cónsul de Roma y una dictador de la ciudad, princeps senatus y augur vitalicio, se levantó y dando un par de pasos al frente, para que su figura fuera bien vista por todos y para que su bien templada voz, pese a los años, resonara clara y vigorosa en aquella sala, en aquel templo de las decisiones de Roma, en aquella que él sentía, más que ninguno, como su propia casa.
—Gracias al presidente de la sala, praetor de esta gran ciudad, por su concisa pero muy exacta relatio y gracias por concederme la palabra como, efectivamente, me corresponde por años, experiencia y rango en el Senado de Roma. Algunos quizás esperen de mí un largo preámbulo, pero ése no es mi estilo. Otros quizá penséis que haré una larga exposición antes de entrar en el asunto que nos ha reunido aquí, pero todos sabéis que ése no es mi estilo. Sé que muchos me acusan de retrasarme a la hora de atacar en el campo de batalla, aunque luego mis estrategias son las que han preservado a Roma en esta larga guerra mejor que la impetuosa arrogancia de otros inexpertos generales, pero si hay una ocasión en la que no concedo espacio a los circunloquios es cuando se trata de decidir sobre el futuro y la seguridad del Estado, y ésta es una de esas ocasiones. Y es que, estimados patres et conscripti de la patria —a Fabio Máximo le gustaba marcar la diferencia entre los patres patricios, miembros del Senado desde tiempos inmemoriales, y los recién elegidos senadores entre otros ciudadanos libres de Roma ajenos a la nobleza, denominados conscripti; los había que usaban el término patres conscripti para referirse a todos de forma genérica, como había hecho Léntulo en su relatio, pero a Máximo le gustaba dejar claras las diferencias mientras hablaba—. Roma está en peligro, en peligro mortal. Muchos pensáis, lo leo en vuestros ojos, que no os descubro nada, pues Aníbal sigue aquí en Italia, pero no lo digo por eso, que también, sino porque teniendo a nuestro peor y más vil enemigo en nuestro territorio hay quien de entre nosotros alberga la absurda idea de llevarse decenas de miles de nuestros soldados fuera de Italia, lejos de Roma para embarcarlos en un desventurado e imposible proyecto, especialmente en las actuales circunstancias: atacar e invadir África. —Aquí surgieron los primeros comentarios en voz baja, especialmente entre las filas de los que apoyaban a Escipión, pero Léntulo les dirigió una mirada fulminante y el silencio pronto volvió a reinar en la magna sala—. África. Por eso estamos aquí todos reunidos. Porque tenemos dos cónsules y uno de ellos, en lugar de querer luchar contra Aníbal, lo que plantea, y no abiertamente, sino haciendo que sus ideas se propaguen entre la plebe en forma de murmullos y rumores, es invadir África con el ejército consular que le corresponde: dos legiones más todas sus tropas auxiliares. Una locura. Una temible idea impregnada de fracaso y dolor para todos, para nosotros, para el pueblo, para Roma. Ya se decidió hace tiempo que esta guerra se combatiría aquí en Italia, pese a nuestro sufrimiento, pues es aquí donde ha venido el enemigo, donde se encuentra Aníbal. Cuando el rey Pirro del Épiro nos atacó pasando a Italia, le derrotamos aquí, aunque nos costara. A nadie de nuestros insignes antepasados, cuyas estatuas adornan nuestras calles, se le ocurrió la descabellada idea de atacar el reino de este rey, sino que nos defendimos aquí y aquí, al fin, le derrotamos, hasta que el osado rey extranjero tuvo que huir vencido y humillado. No, Roma no quiere reyes extranjeros que la gobiernen. Lo mismo debe ser, lo mismo debe ocurrir con Aníbal. ¿O es que acaso nosotros no podremos estar a la altura de nuestros antepasados? —Fabio se detuvo, por un lado para inhalar aire y recobrar fuerzas, y por otro para permitir que desde las filas de los que le apoyaban se escucharan voces de asentimiento con sus últimas palabras. Léntulo les miró, pero como eran voces surgidas desde las propias filas de Máximo y el propio Máximo parecía agradecerlas, permaneció en silencio. Cuando los comentarios, una vez más, remitían, el anciano princeps senatus, decidió continuar—. Claro, diréis algunos, incautos y cegados por seguir los impulsos de nuestro joven electo cónsul Publio Cornelio Escipión, diréis «lo que ocurre es que el viejo Máximo es cobarde», o pensaréis «lo que pasa es que Máximo no quiere que nadie le supere en méritos y por eso desea detener el proyecto de invadir África». Ingenuos. Vuestra ingenuidad me deja perplejo. ¿Cobarde alguien que ha luchado en repetidas ocasiones contra Aníbal? ¿Cobarde alguien que ha sido cinco veces cónsul y una vez dictador de Roma? ¿Cobarde quien supo tener la sangre fría para dirigir la defensa de esta ciudad cuando el propio Aníbal llegó hasta las mismísimas puertas de Roma? Son éstas, entiendo yo, preguntas que se responden por sí solas. Sin embargo queda pendiente dar respuesta al otro razonamiento, más sutil, más retorcido: «el viejo Máximo desea evitar que otro alcance más gloria que él al, por ejemplo, invadir África». Pero, por Júpiter Óptimo Máximo y por todos los dioses, ¿hay alguien en esta sala que realmente piense que este viejo anciano tiene por qué competir con un recién elegido cónsul por primera vez que es incluso aún más joven que mi propio hijo? Yo ya he salvado a Roma de Aníbal y la he salvado para que otros puedan proseguir haciendo de Roma una Roma aún más grande, fuerte y poderosa. Sin mi intervención y la ayuda de los dioses quizás hoy ya no estuviésemos ninguno aquí. ¿Creéis que busco honor más grande que haber salvado a esta ciudad? ¿Qué puede haber más grande? No, yo no deseo más. Otros sí. Son jóvenes, ambiciosos y, por edad, les corresponde crecer en la política y en el campo de batalla; a mí, a mis años, sólo me resta una pequeña pero cuán noble tarea: velar por el Estado, velar por que lo que se haga, sea quien sea el brazo ejecutor de lo que designe esta noble reunión de senadores, sea para bien de todos, no para bien de uno o de unos pocos y he aquí, patres et conscripti, que invadir ahora África mermando las fuerzas de las que disponemos en Italia para protegernos y luchar contra Aníbal no es algo que vaya a favor del bienestar y la seguridad de todos los aquí presentes y de los miles y miles que esperan anhelantes nuestra decisión sobre este asunto. —Fabio se detuvo una vez más, sólo un segundo, lo suficiente para sentirse a gusto consigo mismo por tener a todos los senadores, incluido el propio Escipión, pendientes de sus palabras; retomó su discurso—. Pero veamos: nuestro noble joven cónsul desea, dicen los rumores extendidos por la ciudad, mediante su plan de invasión de África, dar término a esta guerra. Bien. Pero yo os digo, os pregunto, si el que empezó esta interminable guerra es Aníbal y Aníbal está aquí, atrincherado en el Bruttium, ¿por qué ir a buscarlo adonde no está? Que nuestro joven, fuerte y vigoroso cónsul derrote aquí y ahora a Aníbal y luego, si quiere, que invada África para castigar a los que han financiado a nuestro enemigo mortal. Ése debe ser el orden natural de las cosas. Lo contrario es querer hacerlo todo al revés. Lo contrario carece de sentido. Pero por si éstas, que son las razones que el sentido común nos proporciona para saber discernir entre lo oportuno y lo absurdo, por si estas explicaciones aún no han sido suficientes para todos aquellos que, imbuidos de una pasión por vuestro joven líder, aún creéis que el orden debe ser otro, primero África y luego Aníbal, examinemos entonces, tan siquiera por un momento, la imposibilidad de vuestro proyecto. Veamos por qué invadir África es una completa locura. Vayamos por partes. En primer lugar, no disponemos de recursos suficientes para semejante empresa y, al mismo tiempo, mantener la lucha sin cuartel contra Aníbal en Italia. No. Para atacar África tendríamos que utilizar todas nuestras fuerzas y eso es algo que, hoy por hoy, con Aníbal agazapado, no podemos permitirnos. ¿O acaso deba recordaros que no hace ni tres años, cuando veíamos a Aníbal acorralado, éste se las ingenió para emboscar y asesinar a los dos cónsules de aquel año, a Claudio Marcelo y Quincio Crispino? Aníbal, como todas las fieras, es aún más peligroso cuando está acorralado y lucha por su supervivencia. Un zarpazo suyo, incluso en su agonía, podría conllevar tremendos males para Roma que sólo podemos impedir manteniendo el grueso de nuestras fuerzas en Italia, o en Sicilia, pero no en la hostil África. Pero hay más. En segundo lugar, invadir África es invadir territorio extranjero que luchará a muerte con una saña aún desconocida por nosotros. Y son infinidad los fracasos que la historia nos cuenta de reyes que intentaron invadir territorios extranjeros y vieron sus planes truncados, sus supuestas victorias malogradas, sus soldados muertos: los atenienses en Sicilia, el propio Pirro aquí en Italia… —se detuvo, se giró y señaló a Escipión—, tu mismísimo padre y tu tío en Hispania. —Y se giró de nuevo para evitar confrontar la mirada del aludido—. Invadir un país extranjero es tarea que suele concluir en el mayor de los desastres. No se puede acometer sin primero reunir todos los medios necesarios y un año no da margen para tal tarea y menos cuando aún estamos siendo atacados por Aníbal. Pero sé… sé —y elevó el tono de su voz para acallar los murmullos que habían surgido entre los seguidores de Escipión, aunque Publio permanecía callado, eso sí con lo que a todas luces era una mirada enfurecida pero aún contenida, por la alusión directa a su padre y su tío—, ¡sé! —Y gritó aquí a pleno pulmón Máximo haciendo callar a todos—, ¡sé que me diréis que luego lo consiguió el joven Escipión, doblegar a nuestros enemigos en Hispania, y que ahora busca hacer lo mismo al invadir África! Pero, amigos míos, patres et conscripti de la patria, parece que todos buscan olvidar algo que resplandece como una hoguera en una noche sin luna: África, senadores de Roma, África os digo, no es Hispania. —Y se volvió de nuevo hacia Escipión; Publio le miraba con intensidad, los labios apretados, un rictus serio de formidable entereza frente al ataque al que estaba siendo sometido; pocos recordaban una crítica tan dura contra un cónsul electo desde hacía años—. No, África no es Hispania —espetó Máximo mirándole a los ojos—. En Hispania navegaste por las aguas amigas de nuestra Italia y las colonias griegas del sur de la Galia; arribaste al puerto amigo de Emporiae, encontraste una base segura en Tarraco y tropas disciplinadas ya acantonadas por todo el norte de aquel territorio, con una frontera delimitada en el Ebro, luego tomaste una capital, Cartago Nova, que los tres ejércitos púnicos decidieron no defender y sí, veo que tus amigos aquí consideran que conquistaste y derrotaste a los cartagineses, pero, pregunto yo, ¿qué victoria fue esa que permitió que el más temible de aquellos generales allí establecidos, Asdrúbal Barca, hermano de Aníbal, consiguiese zafarse de tus tropas y acudir en ayuda de su hermano aquí en Italia? ¿Es así la forma en la que Escipión va a protegernos siempre, atacando allí donde le place, sin preocuparse por los enemigos que le rodean y vienen a destruirnos? ¿Y más cuando ahora sabemos que es posible que sea Magón, el hermano pequeño de Aníbal, el que quizá nos ataque de nuevo por el norte? —Máximo escuchaba de nuevo los murmullos creciendo a su alrededor y cuando Léntulo iba a intervenir para pedir silencio, Máximo soltó una sonora carcajada que partió la sala y todos callaron confusos—. Sí, me río porque a veces la locura de nuestro joven cónsul me conmueve tanto que hasta me hace gracia: con su estrategia un día este joven se hará merecedor de un triunfo, no lo dudo, sólo los dioses saben qué ciudades conquistará para merecerlo, pero lo gracioso es que para cuando nuestro victorioso general regrese a Roma sólo encontrará ruinas y cadáveres ante los que desfilar, pues todos los enemigos que le hubieran sobrepasado ya habrían llegado hasta aquí para hacernos pagar con nuestra sangre y nuestro sufrimiento su osadía y altanería. Su triunfo sería un desfile entre muertos. —Aquí se levantaron los senadores del bando de Escipión, con su hermano Lucio y su cuñado Emilio Paulo a la cabeza, profiriendo gritos mezclados con decenas de imprecaciones a los dioses.
—¡Por Júpiter Óptimo Máximo, eso es inaceptable!
—¡Esto es una afrenta miserable, por Cástor y Pólux!
—¡Infame!
—¡Mentiras!
—¡No se puede dirigir así a un cónsul de Roma!
Pero Publio no se levantó. Veía cómo Fabio Máximo disfrutaba al conseguir sacar de sus casillas a todos los que le apoyaban. Máximo sonreía a placer, paseándose con los brazos en jarras por en medio de la sala, viendo cómo le señalaban, le gritaban y le amenazaban con los puños. Era una altercatio como pocas veces había conseguido levantar en el Senado. Máximo estaba feliz. Miró por un lado a un impotente Léntulo, que gritaba desde su podio de presidente exigiendo silencio y, por otro, observó al joven Publio levantar las manos y dirigirse a los suyos pidiendo que obedecieran las indicaciones del presidente. Aquello contrarió ligeramente a Máximo, pero fingió, con una leve inclinación de su cabeza, agradecer el gesto de su oponente en aquel debate y decidió continuar con sus razonamientos. Léntulo pudo también sosegarse y sentarse de nuevo tras su podio. Con un paño empezó a secarse el sudor que le corría por la frente. Aquélla iba a ser una sesión dura de dirigir. Ya lo había imaginado, pero ahora veía hasta qué punto iba a resultar compleja su tarea.
—Veo —continuaba Máximo— que la verdad descrita en su completa desnudez solivianta a los que te apoyan, joven Escipión, pero admiro tu frialdad al recibir mis críticas —y para sus adentros, Máximo pensó a un tiempo, «veremos si te mantienes igual de sereno para cuando termine con mi exposición»; y continuó hablando—, pero he descrito Hispania. ¿Qué hay de África? Os lo diré en pocas palabras: en África no hay aguas tranquilas, sino trirremes púnicas, en África no hay ni un solo puerto o bahía en la que atracar sin ser atacados, en África no hay aliados, ni siquiera aliados dudosos como los iberos… ah, pero veo que algunos se levantan de nuevo… entiendo… mencionáis a Sífax y a Masinisa. Cierto, cierto. Nuestro joven cónsul ha pactado con ambos, pero parece que todos olvidan que ambos, Sífax y Masinisa, se odian a muerte pues ambos pugnan desde hace años por ser el único y todopoderoso rey en Numidia; decidme, pues, ¿cómo va a ser que dos enemigos mortales luchen del mismo lado? Sin duda, uno de los dos se pasará al bando cartaginés nada más desembarcar nuestras tropas y es muy posible que otro se recluya hasta que nuestros legionarios sean masacrados para luego emerger y volver a su lucha anterior, la que les interesa: Numidia, no Cartago. Además, ¿qué garantías puede ofrecer alguien que viene de una familia que vio cómo nuestras legiones eran derrotadas al ser abandonadas por las tropas con las que habían establecido una alianza, como es el caso de los Escipiones y los iberos? Así fue como murieron el padre y el tío de nuestro joven y ambicioso cónsul. —De nuevo las voces y los gritos desde los bancos de Escipión se hicieron escuchar, pero a ellos se enfrentaron voces de apoyo a Fabio y, emergiendo sobre todo aquel escándalo, la voz firme del anciano princeps senatus lanzó una nueva y aún más mortífera acusación—. ¿Y cómo, puede saberse, pregunto yo, por todos los dioses, cómo hemos de fiarnos de unas alianzas establecidas por un joven e inexperto cónsul al que incluso sus propias tropas se le amotinaron en sus campañas de Hispania, en Suero, patres et conscripti? —El escándalo se apoderó de toda la sala; Fabio Máximo caminó despacio hacia su asiento, los insultos y las amenazas surcaban el Senado como saetas cargadas de veneno. Sólo dos hombres parecían ajenos a aquellos gritos: Publio, serio, con el semblante casi hierático, como ausente, sentado en su sella curulis, y Fabio Máximo, de espaldas a él, caminando despacio hasta alcanzar su asiento, donde pasó una mano para sacudir el polvo de uno de los almohadones que traía a la Curia para evitar el frío de la piedra en sus cansados huesos. Léntulo, una vez más, se desgañitaba desde el podio de la presidencia, al fondo de la gran sala de la Curia Hostilia.
—¡Silencio, silencio, silencio! ¡Ordenaré que abandonen la sala aquellos que no guarden silencio! ¡Por Júpiter que lo haré!
La advertencia del presidente surtió efecto y los gritos fueron deshaciéndose como la lluvia se diluye tras una tormenta de verano, pero cuando todos habían pensado, incluido el propio Léntulo, que Máximo había terminado, el viejo senador se levantó de nuevo y habló otra vez, aunque en esta ocasión sin separarse ya de los suyos, como por si acaso, temiendo quizá que el efecto de las que iban a ser las últimas palabras de su bien meditado discurso pudiera hacer que de las amenazas se pasara a los golpes.
—África ahora es inconquistable. Aníbal esta aquí, entre nosotros. Si el joven cónsul quiere acabar con esta guerra, me parece bien, pero que lo haga aquí, en Italia, derrotando a Aníbal. Si quiere tanta gloria para sí, sea: ahí la tiene, al alcance de su mano. Pero no en África, abandonándonos a todos, al Senado y al pueblo, y lo digo mirando fijamente a los tribunos de la plebe aquí presentes en representación de todos los ciudadanos libres de esta gran ciudad; ir a África es abandonar Roma, y debo deciros tan sólo una cosa más. Sólo una cosa más: cuando se es cónsul de Roma se es cónsul para servir, para cumplir órdenes, para salvaguardar la patria, no para decidir por uno mismo qué ciudades atacar o qué pueblos conquistar. No, no según nuestras leyes. Cuando se es cónsul de Roma hay que servir al Estado y hoy por hoy se sirve al Estado, se sirve a Roma, se sirve al pueblo, luchando aquí en Italia contra Aníbal y, querido joven cónsul de esta ciudad, debo recordarte tan sólo algo que pareces haber olvidado: Publio Cornelio Escipión: eres cónsul de Roma… —un segundo de pausa—, no su rey. No eres rey.
Lo que siguió ya no eran gritos normales, ni insultos habituales en una clásica altercatio de las muchas que las intervenciones de Fabio Máximo habían provocado en el Senado. Aquello era algo más. El presidente tuvo que intervenir a voz en grito, ayudado por sus lictores, para devolver el orden a una sala que, primero entre las filas de los Escipiones y luego, como respuesta, entre los bancos de los partidarios de Máximo, parecía haberse vuelto histérica. La sesión se había transformado de tal forma que no era ya otra cosa sino una contienda verbal de gritos, agravios y otras afrentas donde la distancia entre las simples palabras y los actos violentos quedaba ya muy reducida. Los gritos de Léntulo, con una nueva amenaza de desalojar a los que no respetasen el silencio, los propios gestos llamando a la calma del propio Publio y la presencia de los lictores fueron consiguiendo el objetivo de devolver al Senado a un cierto estado de calma: la calma que precede a una tempestad.
Al fin el presidente del Senado tomó de nuevo la palabra desde la profundidad de la sala.
—Tiene la palabra el cónsul Publio Cornelio Escipión, igual que en el caso anterior, sin límite de tiempo.
Publio no se levantó inmediatamente. Permanecía sentado con las palmas de sus manos sobre los muslos. Estaba mirando al suelo, digiriendo aún el último y más vil de los insultos de Fabio Máximo y considerando cuál sería la mejor forma de comenzar su discurso. Lo tenía todo pensado y había preparado una entrada en la que exponía una a una todas las razones por las que convenía al Estado la invasión de África, pero los ataques directos de Máximo hacían que aquel enfoque no quedara a la altura adecuada como respuesta a una crítica tan feroz como la que los senadores acababan de escuchar. No. Necesitaba algo más directo, algo diferente. Se levantó al fin de su sella curulis y, despacio, fue aproximándose hacia la pared próxima a la entrada de la Curia, justo a la zona conocida como ad tabulam Valeriam[*], pues allí Valerio Mesala ordenó que se pintara una de las paredes del Senado para conmemorar su victoria sobre Hierón de Siracusa. Publio se quedó junto a la enorme pintura. Un gigantesco haz de luz solar entraba por las puertas abiertas. El cónsul se situó justo bajo aquella poderosa exhibición de luz. Los senadores veían al magistrado, de pie, rodeado de una gran nube de minúsculas partículas de polvo en suspensión, mirando al gran cuadro de Valerio, sin decir nada, como si estuviera solo, transportado quizás a la batalla que allí se representaba. Pasaron así unos segundos. El presidente estaba a punto de intervenir para preguntar al cónsul si deseaba exponer ya su argumentación frente al discurso de Fabio Máximo, cuando, sin moverse de donde se encontraba, Publio, aún mirando el cuadro, empezó a hablar con una voz grave y seria, pero a su vez henchida de la poderosa energía innata de la juventud, que se elevaba por las paredes del edificio hasta alcanzar a cada uno de los senadores.
—Patres conscripti de Roma, a vosotros me dirijo, con la venia del presidente de esta sesión del Senado, contemplando una hermosa pintura que viene acompañando nuestras reuniones desde hace más de cincuenta años, cincuenta y nueve años para ser exactos si mi memoria no me falla. —Se volvió entonces hacia los senadores y, caminando con lentitud ensayada, fue acercándose hasta quedar en el centro del gran pasillo que dividía los dos grandes grupos de bancos de piedra, tomando la posición que minutos antes ocupara Fabio Máximo—. Una pintura que recrea nada más y nada menos que nuestra victoria sobre un extranjero en el extranjero, el gran rey Hierón, que gobernaba Siracusa y con ella la práctica totalidad de Sicilia. Hoy, sin embargo, Sicilia es romana. Nuestro querido princeps senatus ha tenido a bien recordarnos cuán peligroso puede ser intentar una conquista en territorio extranjero y nos ha puesto diversos ejemplos de pueblos y reyes que lo intentaron y fracasaron, los atenienses, Pirro y otros. Es cierto. No lo niego. Tiene razón: sin duda, conquistar un territorio extranjero entraña aún más dificultad que proteger y defender el territorio que durante decenios ha pertenecido a Roma, como es el caso de Italia y las ciudades aliadas a Roma, pero al fin, si nuestros antepasados nunca hubieran luchado por conquistar y ampliar los territorios sobre los que hoy día gobernamos, Roma nunca sería lo que hoy es. Siracusa y Sicilia, allí representadas —y señaló al gran cuadro de la entrada pero sin mirarlo, sino manteniendo sus ojos sobre los senadores—, eran territorios extranjeros y hoy son parte de Roma, una provincia de Roma sobre la que vosotros, patres conscripti, decidís quién gobernará durante el próximo año. La cuestión no es si invadir África, territorio bárbaro para la Roma de hoy, es o no una empresa difícil; nadie mejor que yo, que he meditado durante días, semanas, años, sobre esta empresa, sabe a lo que me puedo tener que enfrentar allí; no, no, ésa no es la cuestión; el punto clave es qué Roma tenemos cada uno de nosotros en la cabeza, el asunto es en qué Roma creemos cada uno de nosotros. Se ve —y aquí se giró ciento ochenta grados para mirar a Máximo— que los hay que creen en una Roma con sus actuales dimensiones y fronteras. Sea, es una visión razonable: preservar lo que nuestros antepasados nos legaron ganado con sudor y sangre en el campo de batalla. Pero, queridos patres conscripti, queridos senadores de Roma —y fue girando sobre sí mismo para dirigirse a todos—, los hay que creemos en una Roma aún mucho más grande, una Roma donde las fronteras actuales no tienen por qué ser las mismas que nosotros heredamos de nuestros gloriosos antepasados, los hay que pensamos, como Valerio Mesala, los hay que pensamos que se puede atacar y conquistar aquello que aún no se había atacado o conquistado antes y más aún cuando se tiene causa justificada por ser África el territorio del que se nutre de fuerzas nuestro mortal enemigo Aníbal. Y si en el fondo de vuestro espíritu no pensarais de esa forma, si en el fondo de su ánimo nuestros antepasados no hubieran pensado de este modo, ¿sobre qué gobernaríamos? ¿Sobre nuestras siete colinas? ¿O sólo sobre el capitolio? Pensad y pensad bien: ¿en qué Roma creéis: en la Roma pequeña, asustada y encogida que nos presenta Quinto Fabio Máximo, o en una Roma grande y poderosa que rija los designios del mundo? —Desde las filas de los partidarios de Máximo empezaron los primeros gritos. El presidente tuvo que intervenir por primera vez desde que Publio había tomado la palabra para pedir silencio. Pronto callaron todos y el cónsul pudo proseguir con su discurso. Publio estuvo a punto de bajar un poco el tono furibundo con el que había empezado a defender su estrategia de invadir África, pero las palabras hirientes de Máximo recordando la muerte de su padre y de su tío aún retumbaban en su cabeza—. Máximo nos ha recordado a todos cómo mi padre y mi tío murieron en Hispania. Es cierto. Fabio siempre utiliza datos exactos. Datos exactos, sí, pero los envuelve con palabras ajenas a los hechos mismos. Mi padre y mi tío murieron en Hispania luchando por esa Roma grande, épica, en la que mi familia y todos los que me apoyan creen con toda su alma y su cuerpo. Pero no seré yo quien devuelva alusión personal por alusión personal. De la familia de nuestro insigne princeps senatus sólo conozco personalmente a su hijo, pues luché junto a él en Cannae. Sé de su valor y su templanza, porque sólo en el peor de los desastres conoce uno la auténtica valía de los hombres. No aludiré, por mi parte, a nadie más de la familia de mi noble oponente hoy aquí en la sagrada Curia de Roma. —Ningún seguidor de Máximo se atrevió a decir nada, por miedo a parecer desconsiderado ante lo que de modo directo eran elogios hacia el hijo de su líder, claro que, de modo indirecto, el cónsul había recordado a todos que, si bien él mismo había combatido en Cannae, la más vergonzosa de las derrotas romanas de toda la historia, el hijo del princeps senatus también. Era un velado y sutil ataque que Máximo recibió con el rostro serio y los labios apretados, pero sin mover un ápice ni un solo músculo de su anciano y curtido cuerpo. Publio proseguía. El princeps senatus tenía curiosidad por ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar el joven cónsul en su réplica—. Pero sigamos con todo lo que aquí hoy se ha expuesto: se me acusa de cobarde, de tener miedo a enfrentarme a Aníbal. Bien, ya llegaré a ello, al asunto de mi supuesta cobardía, pero vaya por delante que yo no creo que el princeps senatus sea cobarde. Queda, por otro lado, lo que comentabas —y nuevamente aquí Publio miró fijamente a los ojos de Máximo— sobre el hecho de que el pueblo considere que intentas detenerme en mi carrera política y militar al impedirme invadir África. No, no creo que te opongas a ello por envidia, aunque algunos lo puedan pensar; no, insisto en mi argumentación anterior: te opones a que ataquemos África porque crees en una Roma débil mientras que yo creo en una Roma fuerte. Tú crees que Roma sólo tiene fuerzas para hacer una cosa cada vez: primero Aníbal, luego África; y yo creo en una Roma capaz de ambas empresas al tiempo. Me dirás, me diréis: dividir las fuerzas de uno en ocasiones puede ser un error. Creedme, por todos los dioses, que cuando recuerdo la muerte de mi padre y mi tío, que dividieron sus fuerzas y murieron en el campo de batalla, comprendo muy bien el sentido de las consecuencias de ese tipo de error. No, no necesito que nadie me recuerde lo peligroso que esa estrategia puede resultar en según qué circunstancias. Pero juzgadme por mis acciones y no por lo que oigáis decir de mí. Varios años estuve en Hispania y prácticamente nunca dividí mis fuerzas, y ¿por qué? Porque las circunstancias no lo recomendaban, porque durante mucho tiempo sólo disponía de dos legiones para luchar contra tres ejércitos enemigos a un tiempo, por eso no dividí las fuerzas hasta recibir algunos refuerzos que trajo mi hermano aquí presente. Pero Roma es más grande y poderosa que las fuerzas expedicionarias que dispuse bajo mi mando en Hispania. Roma tiene en la actualidad más de veinte legiones en activo para hacer frente a los galos en el norte, a los movimientos macedonios en el Adriático, para mantener nuestro recién adquirido dominio sobre Hispania y nuestro control sobre Cerdeña y Sicilia, para asediar las ciudades italianas que se han pasado al bando cartaginés y para proteger aquellas que siguen con nosotros y, por fin, para atacar y acosar a Aníbal. Roma, como veis, es muy capaz de hacer más de una cosa al tiempo. Y si no, pensad de nuevo con detenimiento en cómo nuestros padres del pasado constituyeron la Roma en la que hoy vivimos: una república no con un cónsul, sino con dos; una Roma no con un ejército consular anual, sino con dos, porque en el origen de la sabiduría y el poder de nuestras leyes está grabado de forma clara e indiscutible la utilidad que en ocasiones tiene dividir nuestras fuerzas para acometer objetivos distintos a un mismo tiempo. Lo que planteo, invadir África a la vez que luchamos en Italia contra Aníbal, no es contrario al interés del Estado sino que encaja perfectamente con la forma en que nuestro Estado está organizado. No hay que recurrir a torcer ninguna ley o a promulgar una nueva, no hay que crear una magistratura nueva, simplemente basta con usar las magistraturas y las leyes que nos legaron nuestros antepasados en su impresionante conocimiento. Y, sin embargo… sin embargo, se propone hoy aquí tratar a Aníbal como si fuera alguien diferente a todos los enemigos contra los que hemos luchado. ¿Es que contra Aníbal no valen las estructuras legadas por nuestros mayores? ¿Es que contra Aníbal todo ha de ser diferente? ¿Es que contra Aníbal no se pueden emplear dos ejércitos consulares en acciones diferentes como tantas veces se hizo en el pasado? Se me acusa de tener miedo a Aníbal. ¿Y no será, digo yo, que contra Aníbal hay otros que sí tienen miedo, tal terror que no quieren que se le combata como en el pasado? Y yo os digo, por Júpiter Óptimo Máximo, que contra Aníbal hay que combatir sin miedo y con osadía, pues ésa y no otra es la forma en la que él combate contra nosotros. Pero hay más, hay más… —Publio se pasó la mano por el pelo de la cabeza que, al volver a Roma, había vuelto a cortar para no llamar la atención con su larga y profusa melena que durante un tiempo luciera en Hispania y que aún le hacía parecer más joven de lo que era—. Hay más. Sí. Quinto Fabio Máximo me acusa por un lado de tener miedo, pero luego me acusa de ser un loco por proponer algo que para él es completamente imposible: atacar África con éxito, y pasa a enumerar todos los obstáculos e impedimentos con los que me encontraré en mi camino. ¿Miedo? Dice que tengo miedo a Aníbal y por lo que describe luego parece que invadir África es aún peor. Estimados patres conscripti, creo que nuestro princeps senatus debe decidirse: o tengo miedo o soy un loco, pero creo que ambas cosas a la vez no se sostienen. —Aquí surgieron algunas risas entre los bancos de los que apoyaban a Escipión; por su parte, Máximo permanecía serio, contenido, intrigado aún por dónde iba a terminar toda aquella larga perorata de su contrincante: el cónsul se defendía pero, de momento, Máximo estaba convencido de que su discurso aún pesaba más en el ánimo de los senadores. Publio continuó hablando—. Por todos los dioses, senadores, llevamos catorce años de guerra y no hemos atacado África, cuando la primera vez que estuvimos en guerra con Cartago y la lucha era en Sicilia, no en Italia, no hicimos otra cosa más que acechar las costas africanas con constantes ataques e incursiones y ahora, ahora que nuestro enemigo asola nuestras tierras, ahora que deja yermos nuestros campos y masacra a nuestros aliados, ahora, sin embargo, elegimos no acercarnos a las costas africanas. Eso es absurdo. Más aún: es una vergüenza para con nuestros mayores, una indignidad, una cobardía. Esto no puede, no debe seguir así por más tiempo. Patres conscripti, ¿no es hora ya de que África sienta en su propia carne las ásperas heridas de la guerra que lleva catorce años financiando? ¿No es momento ya de que sean los campos de África los que queden baldíos? ¿No es ya hora de que sean las ciudades de África las que sufran los asedios, el hambre, la miseria de esta guerra? —De entre los bancos de Escipión emergieron gritos a su favor que el presidente intentaba acallar.
—¡Por Cástor y Pólux, la guerra debe ir a África!
—¡África, África, África!
—¡Invasión, sangre, todo en África!
Una vez más, pasado un minuto, la voz de Léntulo se hacía con el orden en la sala y el cónsul prosiguió con su intervención, más firme, más seguro de sí mismo, aunque la impenetrable mirada de Máximo no dejaba de hacerle sentir que no había conseguido derrotarle. Debía ser aún más agresivo. Más.
—No hay recursos, dice Máximo. Yo no pido más que los de un ejército consular, lo que me corresponde con relación a mi cargo. No hay puerto donde desembarcar, dice Máximo. Esto no es un viaje de placer. Si no hay amigos en la costa, tomaré la costa por la fuerza. No hay aliados o los que he conseguido son de poca confianza. También se decía que todos los pueblos de Hispania eran unos inconstantes y hoy mismo hemos recibido la mejor prueba de lealtad por parte de los embajadores saguntinos que he podido saludar antes del inicio de esta sesión. Sagunto, una ciudad que prefirió ser arrasada antes que pasarse al bando de nuestros enemigos. Está claro que Sífax o Masinisa son aliados inseguros, pero quizás alguno de ellos se pruebe tan valioso como los saguntinos u otros pueblos iberos que me ayudaron a terminar con el poder púnico en Hispania. En cualquier caso, es un riesgo que estoy dispuesto a asumir, pues ninguna gran empresa se ha conseguido sobre una base de completa seguridad. Además, si hasta Aníbal encontró apoyos entre ciudades itálicas que creíamos completamente fieles a nuestra causa, ¿por qué no voy yo a poder encontrar algunos pueblos de África o Numidia que se decidan a apoyarnos a nosotros? Muchos son los rencores que el poder de Cartago ha sembrado entre sus vecinos. Pero se insiste en que África es un territorio peligroso. Por supuesto. Hemos sido derrotados en África antes. Desde luego, pero también fuimos derrotados antaño por los pueblos del Lacio, de Etruria, de la Magna Grecia, por los epirotas, por los galos o los iberos y ahora todos están sometidos o mantenidos alejados de nuestras fronteras. ¿Por qué África ha de ser diferente? Quinto Fabio Máximo dice que un cónsul debe servir al Estado. Estoy de acuerdo, pero hoy al Estado se le sirve mejor atacando África. África es la llave del fin de esta guerra. África es el camino de nuestra victoria. África es la ruta para derrotar a Aníbal. —Estaba cansado, sudoroso. Publio se detiene. Inspira un par de veces. Empieza a dar pasos pequeños de regreso a su sella curulis, junto a los suyos, pero a mitad de camino se detiene, levanta de nuevo la mirada y dirigiéndose a todos, dando un círculo completo, termina su discurso—. Máximo se ha esforzado en minimizar y hasta menospreciar mis conquistas y mis victorias en Hispania. Habla muy despacio; quiere que cada una de sus últimas palabras permeen en las mentes de los senadores, yo podría hacer lo mismo con las campañas de Quinto Fabio Máximo, pero no lo haré. Al menos, aunque sólo sea en humildad, en algo superaré al princeps senatus. Yo he nacido para servir a Roma. Soy cónsul y como tal sé que debo aún más servir a Roma. Soy cónsul, no rey. Lo que ocurre es que quizás haya entre nosotros quien de tanto ser cónsul y hasta dictador de Roma se crea él rey y piense que los demás sólo somos sus súbditos.
Con esa frase final, Publio dio por concluida su respuesta y se sentó al tiempo que desde los bancos de los partidarios de Máximo le llovían las amenazas, los insultos y los ataques de todo tipo. Léntulo se desgañitaba desde su podio sin conseguir que la paz regresara a la gran sala de la Curia Hostilia. Fabio Máximo navegaba con su mirada entre los bancos donde se sentaban los senadores más moderados y que, como en tantas otras ocasiones, tenían la llave de la decisión final del Senado. En su mayoría permanecían sentados y con el rostro tenso. Aquello relajó a Máximo. Tuvo que controlarse para no dejar escapar una sonrisa, un gesto inapropiado para el momento. Si los moderados estaban nerviosos era porque no les había convencido el discurso del joven cónsul y, ante la duda, Máximo sabía que muchos de ellos se decantarían por la opción más conservadora, más tradicional, más segura. Además, aquello de que Publio le hubiera devuelto el insulto de rey había sido algo poco elaborado, demasiado simple, hasta incluso torpe, pues Máximo, con setenta y ocho años, ya no estaba en edad de promover una revolución para hacerse con el control absoluto de Roma; en cambio, su contrincante, el joven cónsul, sí que podría tener esas pretensiones. Aquello era lo que los senadores estaban meditando. Al final, Quinto Fabio Máximo había conseguido lo que se proponía: alejar de la mente de los senadores el asunto central del debate, la invasión de África, la guerra contra Aníbal, y hacer que todos pensaran en el miedo que despertaba la infinita ambición de aquel joven cónsul. En eso pensarían los senadores cuando votaran y en nada más. Tenía la votación ganada, pero quedaba algo por resolver, quedaba algo clave. ¿Se atendría el joven e impetuoso cónsul a lo que allí se decidiera? El tumulto proseguía y los alaridos de Léntulo intentaban dominar la situación aún sin conseguirlo. Máximo se giró y habló con un viejo senador que se sentaba a su lado: Quinto Fulvio, quien fuera cuatro veces cónsul y una censor, otro de los senadores más veteranos y respetados de la cámara. Fulvio le escuchaba atento. Asintió un par de veces.
—Cuando se calme el ambiente —respondió al fin Fulvio— intervendré yo.
—De acuerdo —dijo Máximo—. Tenemos que terminar con esto aquí y ahora. El árbol está ya maduro para ser talado. —Y le lanzó una mirada llena de satisfacción. Fulvio le sonrió asintiendo de nuevo.
Léntulo volvía a intervenir para encauzar el debate.
—Bien, patres conscripti, llegados a este punto y rogando a los dioses por que nos concedan sabiduría a la hora de decidir, una vez expuestas las opiniones del cónsul Publio Cornelio Escipión por un lado y del princeps senatus por otro, nos corresponde votar sobre lo aquí debatido. La votación será nominal…
—Un momento, presidente, con su permiso, con la aquiescencia de los dioses y con la venia de mis colegas, desearía añadir algo —dijo rápido el anciano Fulvio, alzándose de su banco.
Léntulo parecía molesto. Aquella sesión parecía no tener fin. Debería haber declinado presidirla, pero, por otra parte, no todo el mundo era elegido para presidir una sesión; era un honor difícil de rechazar. La vanidad, ahora lo veía claro, le había puesto en aquel trance.
—Si el ilustre Quinto Fulvio —empezó Léntulo— desea intervenir antes de la votación, no seré yo quien me oponga a ello.
Fulvio permaneció en pie sin moverse de su banco, junto a Fabio Máximo.
—Gracias, presidente del Senado en la sesión de hoy. Tengo… me siento en el deber de solicitar que el cónsul Publio Cornelio Escipión aclare ante todos y ante los dioses cuál es su auténtica intención al presentar la moción de no sólo obtener el mando de la provincia de Sicilia, algo que ya tiene, sino también de la de África para así tener la posibilidad de atacar aquel país. Me explicaré: todos hemos oído en el foro, vamos, en Roma no se habla de otra cosa, que nuestro joven cónsul piensa atacar África con o sin el consentimiento del Senado y que si el Senado no le concede el permiso, presentará entonces su moción directamente al pueblo ante los tribunos de la plebe aquí presentes. Por eso, por eso, por Cástor y Pólux, por eso me niego a votar si antes el cónsul no se compromete a obedecer lo que aquí se decida. Si sólo nos está sondeando para luego dirigirse a los tribunos de la plebe y al pueblo, que sea a ellos desde un principio a los que les plantee la moción. Si el Senado no gobierna ya Roma, si es eso lo que piensa nuestro cónsul, que lo diga con claridad. De forma que solicito formalmente que los tribunos de la plebe me amparen a mí y a cuantos senadores nos neguemos a votar hasta que el cónsul aclare si va a obedecer o no al Senado. Los tribunos de la plebe están para defender al pueblo de decisiones injustas que pudieran emanar de aquí contra el pueblo romano, pero no para gobernar en lugar del Senado. Así ha sido siempre y así debe seguir siéndolo.
Una vez más quejas y amenazas surgían de entre los bancos de unos y otros. La algarabía era tal que Léntulo decidió operar esta vez de forma diferente. Mientras dejaba que sus lictores se esforzaran en rebajar la tensión y hacer que los senadores se callaran, el presidente bajó de su podio y caminó hasta donde se encontraban sentados los tribunos de la plebe. Alrededor suyo se formó un corro de senadores, la mayoría favorables a la visión de Máximo y Fulvio. Publio permanecía sentado en su sella curulis. Su hermano Lucio le habló al oído.
—Con esto no contábamos.
—No —respondió Publio entre nervioso pero contenido.
—Léntulo y los de Máximo están con los tribunos, les están presionado —añadió Lucio.
—Ya veo. Nada bueno saldrá de ahí para nuestros intereses —confirmó Publio entre cansado y confuso. Máximo le estaba ganando la batalla. El joven cónsul veía que había caído en el más viejo de todos los errores posibles: había infravalorado la capacidad de oposición de su enemigo. Publio había considerado la posibilidad de perder el debate ante el Senado, pero tenía pensada la alternativa de presentar la moción de invadir África ante los tribunos de la plebe si los viejos senadores no tenían agallas para respaldar aquel plan. Sin duda, Fabio Máximo era el más formidable de los enemigos, puede que no en el campo de batalla, pero sí en el Senado. Máximo había intuido su estrategia y se le había adelantado. Así de simple y así de sencillo: se le había adelantado. Le había superado en oratoria, o aunque hubieran estado igualados, Publio debía haber sido mucho más persuasivo para que los acoquinados senadores se atrevieran a votar en contra de los postulados de Fabio Máximo. Y encima, su segundo plan, recurrir al pueblo, estaba en jaque.
Léntulo retornó a su podio. El resto de los senadores y los tribunos de la plebe hicieron lo propio regresando a sus respectivos asientos. El presidente tomó la palabra una vez que la algarabía quedó reducida a murmullos.
—Quinto Fulvio ha planteado una duda importante antes de proceder a la votación y en este punto parece lógico escuchar lo que tienen que decirnos los tribunos de la plebe, a los que les concederé la palabra en esta sesión de forma excepcional y luego, si lo desea, podrá hablar también el cónsul Publio Cornelio Escipión —concluyó Léntulo mirando al aludido. Publio asintió. Léntulo suspiró algo aliviado y concedió la palabra a los tribunos.
Cneo Bebio Tánfilo, el tribuno de mayor edad, se levantó y sin alejarse de su asiento empezó a hablar. Publio le miraba como si sus ojos pudieran atravesarle. Cneo Bebio midió sus palabras. Navegaba entre dos aguas: entre la tumultuosa tempestad de los Escipiones y la profundidad insondable de Fabio Máximo.
—Como se ha dicho y se ha dicho bien, los tribunos asistimos aquí para velar por que no se vulneren los derechos del pueblo. La proposición sobre si se le permite al cónsul Publio Cornelio Escipión la posibilidad de atacar o no África es una cuestión que entendemos que no atañe de modo directo a los derechos del pueblo. Por ello pensamos que debe ser el Senado el que decida y si el Senado decide en sentido negativo a lo propuesto por el cónsul… —aquí el tribuno se detuvo un instante— y el cónsul acude a presentar de nuevo dicha propuesta ante nosotros, los tribunos de la plebe declinaremos aceptar toda moción que sobre el respecto ya haya sido debatida y votada en el Senado. De este modo amparamos al senador Quinto Fulvio según ha demandado públicamente ante los patres conscripti… ahora bien —y se hizo un silencio de un par de segundos en los que todos clavaron sus miradas en Cneo Bebio, en particular, tanto Fabio Máximo como el joven cónsul Escipión—, ahora bien… si el cónsul retira la moción del Senado y si esta moción, la de la invasión de África, llega ante nosotros sin haber sido votada por los senadores, entonces los tribunos de la plebe… sí que darán su opinión sobre la misma.
El tribuno se sentó. Léntulo miró al cónsul. Publio sentía cómo los murmullos habían emergido en ambos lados de la Curia, pero no había gritos. El cónsul, con las palmas de sus manos sobre los muslos, miraba al suelo. En un extremo de la gran sala, Máximo, que se mordía la lengua con sus afilados dientes de viejo lobo, a través de Fulvio, había creído cercenar de cuajo su estrategia de acudir al pueblo en caso de fracasar en el Senado, pero las últimas palabras del tribuno abrían la posibilidad de una crisis institucional, un enfrentamiento entre el tribunado y el Senado, entre el pueblo y los representantes de la Curia. En el otro extremo, Publio percibía cómo el fracaso de la propuesta de la moción en el Senado se palpaba ya en el ambiente. Era muy improbable que su discurso hubiera convencido a la mayoría necesaria de senadores para conseguir sus objetivos. La voz de Léntulo le llegó como si viniera desde otro mundo.
—… el cónsul de Roma debe dirigirse ahora a todos y responder a la cuestión planteada: ¿reconoces o no, Publio Cornelio Escipión, la autoridad del Senado para decidir sobre la asignación de las provincias a cada cónsul, así como la capacidad del Senado para delimitar las acciones a llevar a cabo por cada cónsul en cada una de esas provincias? ¿Reconoces esa autoridad o no? ¿O decide el cónsul retirar la moción y presentarla, y aquí he de ser claro, contra mi parecer y estoy seguro que el de la gran mayoría de los senadores, decide, digo, presentar la moción sólo ante el tribunado de la plebe? Y he de insistir: nunca antes el tribunado de la plebe ha decidido sobre las acciones militares de un cónsul. El magistrado Publio Cornelio Escipión tiene la palabra, pero, como presidente de esta sesión, debo advertirle que sus palabras deben ser mesuradas pues, de lo contrario, pueden conducir a Roma a una crisis de instituciones como no se ha conocido jamás.
Todos miraban a Publio y él lo sabía. Su hermano iba a decirle algo pero Publio levantó su mano izquierda separándola levemente de su pierna y Lucio guardó silencio, mientras veía cómo su hermano mayor, cónsul de Roma, se levantaba para dirigirse una vez más al Senado.
—Creo que la sesión de hoy ha sido ya muy larga y llena de demasiadas tensiones innecesarias para debatir sobre el bien del Estado. Pido un día de reflexión para responder a esas preguntas.
Desde las bancadas de Máximo emergieron una vez más los gritos, pero Fabio levantó sus manos y sus seguidores callaron inmediatamente. El princeps senatus bajó las manos y se limitó a mirar hacia donde se encontraba Léntulo y asentir una vez. El presidente asintió también y decidió levantar aquella pesada y compleja sesión, al menos por aquel día.
—El cónsul ha pedido un día de reflexión y es potestad mía como presidente concederlo. Entendiendo que la reflexión siempre es buena y más aún si ésta puede impedir un enfrentamiento entre el tribunado de la plebe y el Senado, entre el pueblo y los patres conscripti. De modo que levanto la sesión hasta mañana a la misma hora, nihil vos teneo[*], no tengo nada más que tratar con vosotros.
Y todos los senadores de Roma fueron saliendo en pequeños grupos del edificio de la Curia Hostilia. La sombra de la Curia se desparramaba alargada y en diagonal por la gran plaza del Comitium. La muchedumbre rodeaba a los senadores que salían de la maratoniana sesión y preguntaban a los patres conscripti. Así se extendió, boca a boca, el resultado aún incierto de aquel debate. Del Comitium los comentarios viajaban entre los Rostra y la Graecostasis y el senaculum y alcanzaban a una multitud aún mayor congregada en la enorme explanada del foro. En menos de una hora, en toda Roma no se hablaba de otra cosa: el joven cónsul Publio Cornelio Escipión había defendido una y otra vez la necesidad de invadir África y Fabio Máximo se había opuesto por completo. No había tenido lugar aún votación alguna y se murmuraba que el cónsul podría retirar la moción y presentarla directamente ante el pueblo dirigiéndose a los tribunos de la plebe. Bebio había dicho que si el cónsul la retiraba del Senado considerarían la moción. Era un enfrentamiento entre el Senado y el pueblo. Entre Máximo y Escipión. Los unos defendían a Fabio Máximo, a su sabiduría que los salvó del ataque de Aníbal, y defendían la autoridad del Senado. Otros, hartos de la guerra interminable, estaban con Escipión: que los cartagineses tomaran algo de su propia medicina, que la guerra llegara a África. Fue en medio de aquel tumultuoso anochecer cuando Publio, rodeado de miles de personas, unas que le aclamaban y otras que le increpaban, escoltado por su hermano, su cuñado, Lelio y sus oficiales, llegó a su domus en el extremo sur del foro. Varios esclavos, apostados a la puerta de su casa, abrieron las puertas de la residencia de par en par para facilitar el acceso a toda la comitiva que acompañaba al señor de la casa en su regreso del Senado. Una vez que Publio y su séquito de familiares y amigos hubo entrado, los esclavos cerraron las grandes puertas, y anclaron los cierres de la misma con un enorme travesaño de madera de roble reforzada con remaches de bronce. En su interior, su familia y amigos. La casa de Publio Cornelio Escipión estaba cerrada ya para todos los demás, fueran clientes, curiosos, viajeros o senadores, daba igual su condición o su necesidad. Publio no recibiría a nadie en toda aquella larga y lenta noche. Ésas eran sus instrucciones. Los esclavos quedaron apostados a la puerta. No se debía molestar al amo con ningún requerimiento de nadie.