El templo de Bellona
Roma, invierno de 206 a. C.
Publio ascendió por la pequeña escalinata que daba acceso al templo de Bellona, diosa de la guerra. Pasó entre las columnas y se quedó en pie frente al altar de la vieja deidad romana. Allí, en medio del campo de Marte, fuera del recinto de la muralla servia[*], hacía casi un siglo que Apio Claudio «el Ciego» levantó aquel templo. En el silencio del interior Publio se recogió con sus pensamientos. Buscaba sosiego y calma para debatir con Máximo, que pronto llegaría presidiendo la comisión del Senado que debía recibirles. Afuera esperaban sus más fieles oficiales, Cayo Lelio, Lucio Marcio Septimio, Sexto Digicio, Mario Juvencio, Silano y el siempre intempestivo Terebelio, entre otros. Todos anhelaban que se les concediera el honor de celebrar un triunfo por las calles de Roma. Habían luchado duro, con enorme tenacidad y contra adversidades ante las que la gran mayoría habría sucumbido y, sin embargo, aquellos hombres, con sus legiones, todos bajo su mando, habían invertido el curso de los acontecimientos y de la guerra en Hispania. Llegaron a una región bajo control cartaginés y regresaban de un territorio que ahora quedaba regulado por las leyes de Roma. Merecían un triunfo. Lo merecían, pero Fabio Máximo se opondría. ¿Hasta qué punto, con qué saña? Eso es lo que no sabía Publio. ¿Sería posible negociar con el resto de los senadores o todos seguirían al viejo princeps senatus como corderos asustados? Según le había informado su hermano Lucio se haría lo que Máximo aconsejara. Tal era su control y su poder en Roma. Publio esbozó una sonrisa lacónica. Lástima que contra el viejo Fabio no se pudieran emplear las armas. Funestos pensamientos. Sin duda insuflados por la diosa de la guerra en cuyo templo se encontraba. Quizás aquél no fuera el mejor lugar para encontrar el autocontrol que precisaba para un nuevo debate con Fabio Máximo. Estaba cansado de aquel hombre. Todo empezaba en él y todo terminaba en él. Cuando Publio era niño aquel hombre ya era cónsul. Había conquistado toda Hispania y aquel hombre seguía controlando Roma. Era el mismo hombre que negó los refuerzos que su padre y su tío reclamaban, y su padre y su tío perecieron al tener que buscar los hombres que les faltaban en volátiles alianzas con los siempre volubles iberos. Fue Máximo el que se opuso a que se le concediera luego el mando sobre las legiones de Hispania y cuando Publio, pese a todo, lo consiguió recurriendo al pueblo, pasando por encima del Senado, fue de nuevo Máximo quien maniobró para evitar que fuera a Hispania con el rango de magistrado proconsular; a instancias de Máximo, Publio quedó con el imperium sobre las legiones, para evitar enfrentarse con el pueblo que le respaldaba, pero despojado de la nobleza de la promagistratura. Ése sería el punto donde Quinto Fabio Máximo se centraría y Publio, con desazón, no por él sino por ver truncada la justa aspiración de recompensa de sus oficiales y legionarios, no veía defensa posible. No la había. Habría que saltarse la ley y eso implicaba saltarse a Máximo y eso, sencillamente, en el corazón de la mismísima Roma, era imposible.
Publio salió algo más sereno que cuando entró en el templo. Desde el pórtico del santuario observó a sus oficiales arremolinados entre las columnas del espacio enlosado que se extendía a unas decenas de pasos del templo de Bellona. Aquella pequeña plaza, cubierta en uno de sus extremos y descubierta en otro, rodeada de viejas pero firmes columnas, era uno de los tres senaculum erigidos en Roma. Eran espacios que se usaban a modo de salas de espera para importantes invitados. Había uno junto al edificio de la Curia, que los propios senadores usaban como antesala y donde a menudo se reunían en pequeños grupos antes y después de las sesiones, y había otro junto a la puerta Capena, al sureste de la ciudad. El tercero era donde se encontraban Lelio, Marcio y Terebelio con el resto de los oficiales, esperándole y esperando a su vez a la comitiva de senadores que debía recibirles después de aquella tan exitosa serie de campañas militares en Hispania. Publio vio cómo Lelio señalaba algo a Marcio en dirección sur, el general fijó su mirada en el horizonte y vislumbró la comitiva de senadores que se recortaba contra las paredes del templo de Apolo[*]. Estaban a doscientos pasos de distancia. Los senadores caminaban despacio. Todos seguían al anciano pero todopoderoso Quinto Fabio Máximo.
Los senadores se habían dado cita frente al edifico de la Curia Hostilia. Quinto Fabio Máximo dio las órdenes con concisión.
—Bien, por todos los dioses, vamos a recibir a esos oficiales de Roma.
Al usar el plural con «esos oficiales» diluía el protagonismo de Escipión. En la ciudad, no obstante, no se hablaba de otra cosa que no fuera la llegada de Publio Cornelio Escipión, victorioso tras derrotar en repetidas ocasiones a los cartagineses en Hispania. Fabio lo sabía y a conciencia evitaba nombrarle.
Era una comitiva de quince senadores, en su mayoría proclives a las ideas más conservadoras. Fabio ya se había preocupado de hacer la selección adecuada. Sabía que el joven Escipión insistiría en obtener un triunfo y si había algo que Fabio Máximo tenía claro era que aquel joven general sólo obtendría un triunfo en Roma pasando por encima de su cadáver.
Todos los senadores seguían al anciano pero firme princeps senatus, escoltados por una veintena de legionarios armados asignados de las legiones urbanae y por un puñado de esclavos con agua, vino, bacinillas para aseo personal y algo de comida. Cruzaron la explanada del Comitium hacia el suroeste y ascendieron la cuesta que daba al Vucanal[*]. Fabio se detuvo ante los dos grandes árboles que, como vigías del tiempo, presidían aquel amplio espacio dedicado al dios Vulcano. Se trataba de un gigantesco, alargado y altísimo ciprés que se cimbreaba en su copa mecido por el viento. A su lado estaba el antiquísimo lotus[*] plantado por el mismísimo Rómulo si la tradición no mentía. Fabio, sin embargo, admiraba más la estilizada e imponente figura del enorme ciprés. Allí estaba aquel árbol presenciando el devenir de los años, los siglos, las guerras, los hombres, a Roma entera mientras ésta crecía en gloria y poder y también en aquellos días, cuando la ciudad pugnaba por sobrevivir a Aníbal. Fabio se detuvo y señaló al enorme ciprés.
—Roma crecerá junto con este árbol y un día, cuando se sienta dueña del mundo y crea que nada le puede ocurrir, el árbol sufrirá y con él toda la ciudad. Lo presiento. Lo veo en su forma de mecerse, lo siento en la profundidad de sus raíces y lo leo en el vuelo de los pájaros. —Y señaló a una bandada de gansos que surcaba el cielo. Luego, por unos segundos, el viejo senador cerró los ojos. Parecía como transportado a otro mundo, a otro tiempo. Al fin, reemprendió la marcha. Era un vaticinio. Todos le miraron con respeto. Máximo era augur permanente y sus opiniones en todo lo que tenía que ver con el futuro, incluso si se trataba de un futuro lejano, eran respetadas con gran profundidad. Ninguno sabía que aquel ciprés aún había de vivir dos siglos y medio más. Lo miraron uno a uno, cada senador al pasar a su lado, calculando al observarlo la altura de aquel ser vivo clavado en el centro mismo de Roma. Un árbol que vería el desenlace de la guerra contra Aníbal, la conquista de Grecia, Egipto, Asia Menor, el Egeo, África, la mismísima Galia, los Balcanes; un ciprés que asistiría impasible a las guerras sociales, al enfrentamiento entre Mario y Sila, y a la lucha contra Espartaco y su ejército de esclavos sublevados; un ciprés que se mecería bajo el viento cuando Julio César pasease por el foro, un árbol bajo el que Cicerón repasaría sus discursos contra Catilina; un vigía que sería testigo de las cruentas guerras civiles y del final de la República, que disfrutaría de la paz de Augusto, cuando el emperador cerró las puertas del templo de Jano, y que presenciaría el advenimiento de Tiberio, su impetuoso reinado al que le sucederían los desmanes y las locuras de un perverso Calígula; un ciprés que vería partir al emperador Claudio para conquistar Britania y que, finalmente, un día caería consumido en las terribles llamas de un incendio que arrasaría el corazón de Roma bajo el reinado del emperador Nerón. Del lotus, el viejo senador no dijo nada, aunque aquel árbol sobreviviría al nefando incendio y perduraría más allá incluso de los tiempos de Trajano. Pero de todo esto nada sabían aquellos senadores, preocupados más por el inmediato presente que por los vaticinios de aquel intuitivo augur que los guiaba sobre un futuro ignoto. Tenían otros asuntos más urgentes de los que ocuparse.
Tomaron el Vicus Jugarius[*] dejando a su derecha el templo de Júpiter Capitolino en lo alto de la colina que nunca había sido conquistada por los enemigos de la ciudad ni en sus tiempos más antiguos. Alcanzaron la puerta Carmenta y cruzaron la muralla servia. Allí se les unió un manípulo completo de soldados que los escoltó en su ruta hacia el templo de Apolo, y luego cuando cruzaron el campo de Marte en dirección al senaculum levantado al pie del templo de Bellona.
Fabio ascendió despacio la pendiente sobre la que se había construido el senaculum hasta quedar frente a aquel joven general Escipión que esperaba rodeado de sus fieles oficiales.
—¡Salve, Publio Cornelio Escipión! —dijo con voz rotunda Fabio Máximo—. Roma te saluda, a ti y a tus oficiales y os está agradecida por vuestros leales servicios al Estado.
El princeps senatus navegó entonces con su mirada escrutando los corazones de los oficiales más próximos al general: Terebelio, un hombre recio, un buen centurión en las manos adecuadas, sin lugar a dudas; Marcio, un astuto tribuno, buen soldado, leal por oficio; Sexto Digicio, curtido en el mar, disciplinado; Silano, un tribuno callado, introvertido; Mario Juvencio, otro centurión, atento, con la mirada del viajero, y Cayo Lelio, valeroso al límite, y fiel por convicción más allá de la razón, un loco al que se le ofrecía una magistratura y respondía pujando por una torpe esclava. Fabio no olvidaba aquella entrevista del pasado. En él detuvo el viejo Fabio su mirada un segundo más hasta que su interlocutor visual cedió y bajó sus ojos. Vino entonces el momento de mirar al joven Escipión. Fabio vio sus peores augurios confirmados. Ambición y arrogancia sin límites y algo… algo peculiar: una fe en sí mismo descomunal, más allá de toda lógica, ¿alguien que se cree ungido por los dioses? No estaba claro. Fabio comprendió entonces qué era lo que le ponía nervioso de aquel muchacho: había heredado la misma destreza que su padre, la habilidad de hacer difícil que otro supiera lo que pensaba. En Fabio, acostumbrado a mentes más débiles, aquello despertaba una profunda ira.
—Debéis de estar agotados —continuó Fabio con la más conciliadora de sus persuasivas voces—. Traemos algo de vino y comida, algo frugal, fruta y carne de ave, y agua para lavaros. Siempre encuentro el polvo de los caminos enojoso…
—Gracias por pensar en nuestra comodidad, Quinto Fabio Máximo, princeps senatus de Roma —le interrumpió Publio—, pero ya habrá tiempo para lavarnos y para comer más tarde. Se trata ahora de saber si se nos concede lo que con nuestro esfuerzo nos hemos ganado en el campo de batalla.
—Ya —respondió seco Fabio; no le gustaba que le interrumpieran; eso lo sabían todos, hasta el propio Escipión—. ¿Y qué es eso que tanto os habéis ganado, si puede saberse?
—Un triunfo.
—¿Un triunfo? —espetó Fabio levantando los brazos y volviéndose hacia la comitiva de senadores—. Ya os dije que vendría con esas pretensiones —y de nuevo mirando a Escipión—. ¿Un triunfo? Por Cástor y Pólux y todos los dioses. Un triunfo no es posible, mi querido oficial.
Publio no se arredró y alegó sus méritos, los méritos de todos los que le rodeaban.
—Fuimos a Hispania con sólo dos legiones y con ellas y las que luego trajo mi hermano Lucio conquistamos primero Cartago Nova y luego cuantas ciudades se opusieron a la ley de Roma. Y derrotamos a tres ejércitos cartagineses, uno tras otro, pues no podíamos luchar contra los tres a un tiempo al no tener más refuerzos y suministros —aquí miró fijamente a Máximo para luego proseguir dirigiéndose al resto de patres conscripti, pasando sus ojos por encima de los hombros del anciano senador—, y a todos los derrotamos. Hemos expulsado a los cartagineses de Hispania y apaciguado a los iberos para que…
—¡Pero no detuvisteis a Asdrúbal Barca en su avance hacia Roma! —interrumpió uno de los senadores de la comitiva. Publio vio cómo Máximo miraba al suelo para ocultar una sonrisa.
—¡No teníamos fuerzas suficientes, por Júpiter! —exclamó Publio visiblemente nervioso. En aquel momento sólo tenía dos legiones.
—¡Pero ésa era vuestra orden! —exclamó otro senador.
«Una orden suicida», pensó Publio, pero se contuvo. Inspiró profundamente y exhaló aire antes de continuar.
—En cualquier caso —prosiguió con el sosiego retomado—, la cantidad de ciudades conquistadas, las derrotas infligidas a cartagineses e iberos, el número de enemigos abatidos, todo ello nos hace merecedores a mis hombres y a mí, nos hace merecedores de un triunfo y lo sabéis. Lo sabéis. ¡Lo sabéis!
—Es una pobre retórica la que recurre a la repetición y a elevar el tono —dijo Fabio Máximo reincorporándose al debate—. Sé que eres capaz de mucho más a la hora de argumentar, mi querido general. La cuestión no reside en lo que habéis hecho o no, en lo que habéis conquistado o no. El quid es que no has conseguido estas victorias o conquistas como cónsul o procónsul en ninguna de estas campañas en Hispania y la ley es taxativa: sólo aquel general que, ejerciendo una magistratura o una promagistratura consular y que haya sido excepcionalmente victorioso contra el enemigo, puede disfrutar de un triunfo por las calles de Roma, como, por ejemplo, fue lo que ocurrió en uno de mis varios consulados tras mi exitosa campaña contra los ligures. Ya torcimos la ley al daros el imperium sobre las tropas de Hispania y fue positivo porque fue en beneficio del Estado, pero torcer ahora la ley de nuevo sólo redunda en tu propio beneficio. Las leyes sólo pueden flexibilizarse por algo más importante que para satisfacer la ambición personal de un ciudadano.
Era la ley. La ley sibilinamente[*] interpretada por Máximo. Publio calló unos segundos. Para sus adentros, sonreía lacónicamente: Fabio obtuvo un triunfo al machacar a los ligures, pero con qué habilidad el anciano senador omitía el detalle de que eran sólo tribus sublevadas y desorganizadas; mientras que él, Publio Cornelio Escipión, había conquistado ciudades defendidas por guarniciones púnicas y derrotado a tres ejércitos regulares de Cartago y, no obstante, por un subterfugio legal, se le negaba el triunfo.
—¿Qué merecen entonces, a vuestro juicio, estos hombres? —preguntó Publio con sequedad.
Fabio enarcó una ceja. ¿No iba a insistir más el Escipión sobre el asunto del triunfo? Aquello era peculiar.
—Puede desfilar por la ciudad una selección de tus tropas —respondió Fabio con cautela, frunciendo sus dudas en el entrecejo de su rostro ajado por las grietas del tiempo—. Y puedes exhibir el botín con el que desees contribuir al tesoro del Estado.
—¿Eso es todo? —preguntó Publio, serio, distante.
—Eso es lo justo —dijo Fabio con serenidad.
—Quiero tierras para mis veteranos. Las han ganado con sangre —insistió Publio.
—¿Tierras? —preguntó Máximo con desconfianza. En una Italia arrasada por años de guerra las tierras de labor útiles escaseaban.
—En Hispania, en el sur, en Itálica —añadió Publio con rapidez.
Fabio Máximo ponderó la petición con cautela. Era mucho ceder, pero también era mucho lo que le había quitado: no habría triunfo, eso era lo esencial, y lo de las tierras en Hispania era inteligente y estúpido por parte de Escipión. Era inteligente, porque Publio Cornelio sabía que había escasez de tierras apropiadas en la Italia actual, con las tropas de Aníbal aún acechando cada ciudad, cada granja, cada villa… y era estúpido porque si el Senado aceptaba ceder terrenos a los veteranos de Escipión en Hispania, éstos se irían allí en poco tiempo, alejando de Roma a gran número de ciudadanos que podrían votar a favor de los Escipiones en las numerosas elecciones que se celebraban en la ciudad. Máximo asintió despacio mientras respondía.
—Sea. Terrenos en Hispania, en esa ciudad para tus veteranos.
Publio asintió también y se alejó unos pasos mientras le seguían sus oficiales. Fabio se volvió hacia los senadores.
—Un general que consulta a sus subordinados —dijo iluminando su faz con una amplia sonrisa, mezcla de desprecio y aparente sorpresa.
En un extremo del senaculum quedó la comitiva de senadores, y en el otro ángulo Escipión con sus oficiales.
—Es una vergüenza que no se nos conceda el triunfo —dijo Lelio en lo que él entendía que era voz baja.
—Es una lástima —continuó Marcio—. Los hombres se sentirán desilusionados, pero lo de las tierras es bueno.
—Nunca les prometí un triunfo —dijo Publio mientras exhalaba aire.
—No, pero los hombres lo esperaban. Lo merecen —se reafirmó Lelio.
—Lo merecemos todos, pero no podemos… no debemos insistir y, como dice Marcio, los lotes de tierra los agradecerán más a medio plazo. Hay debates más importantes en los que oponerse a Fabio y los suyos —añadió Publio de forma enigmática. Se percató de que había captado la atención de Lelio, Marcio, Mario, Silano, Digicio y hasta el propio Terebelio. Todos le miraron con respeto.
—Lo que decidas estará bien —dijo Lelio con seguridad, y añadió más—. Tú siempre ves más lejos que los demás y creo que ahí hablo por todos.
El resto asintió.
—Bien —aceptó Publio con satisfacción interna por su parte. En gran medida, la confianza ciega de sus oficiales era de por sí el mayor de los triunfos. Escipión se volvió raudo hacia los senadores que esperaban y, sin tan siquiera acercarse a ellos, respondió desde donde se encontraba.
—¡Sea! ¡Mañana entraré en la ciudad con unos manípulos de mis mejores hombres y ofreceremos al tesoro más de catorce mil libras de plata, para todos, para Roma! —Giró ciento ochenta grados de nuevo y, envuelto en su capa de general, desapareció en dirección al templo de Bellona rodeado de todos sus oficiales. Tras él quedaban unos estupefactos senadores admirados por la gigantesca cantidad de libras de plata que Escipión había anunciado donar al tesoro de Roma. Lelio se detuvo un instante, dejando pasar al resto de los oficiales de Publio por delante y aprovechó para mirar a Fabio Máximo.
El viejo princeps senatus estaba en pie, firme, erguido como un centinela de guardia, con la expresión fría, meditando. Cayo Lelio se incorporó con rapidez a los suyos y, dando pasos rápidos, llegó hasta la altura de Publio. El general guiaba a los suyos hacia el norte, bordeando la muralla servia, en busca de la Via Flaminia que los conduciría hasta el campamento donde estaban esperando las tropas.
—Fabio se huele algo, por Júpiter —dijo Lelio.
—Lo imagino —respondió Publio sin dejar de caminar velozmente.
Todos callaron manteniendo el paso rápido del general hasta que Marcio se atrevió a preguntar lo que todos querían saber.
—¿Cuál es el debate que te interesa, en el que todos debemos enfrentarnos a Fabio?
Publio Cornelio Escipión se detuvo en seco. Casi tropezaron unos con otros ante lo inesperado de la reacción del general. Publio miró a Marcio y pronunció una única palabra.
—África.
Todos callaron.
—¿Invadir África? —Quiso aclarar Lelio.
Publio afirmó con la cabeza. Los miraba valorando su reacción. ¿Le seguirían?
—Pero antes debo ser cónsul —añadió Publio como quien añade que quizá llueva aquella tarde.
—Por todos los dioses, por eso has mencionado la enorme cantidad de dinero que aportamos al tesoro, ¿verdad? —preguntó Marcio.
Publio sonrió.
—Pero Fabio —intervino Lelio— se ocupará de que no se difunda el dato.
—Y nuestros amigos de lo contrario, Lelio —explicó Publio—. Mañana al amanecer, toda Roma no hablará de otra cosa y no sólo eso, sino que, además, sabrán que se nos ha negado el derecho al triunfo. El Senado puede que no lo controlemos, pero el pueblo, querido Lelio, el pueblo estará con nosotros. Seré cónsul y no pediré combatir ni en Cerdeña, ni en Italia, ni en la Galia. Pediré África. África.
Uno a uno, cada uno de sus oficiales asintió despacio. Lelio, el último, pero quizá Publio sintió mayor firmeza en el gesto. Estaban con él. Mientras aquellos hombres le siguieran, todo era posible. Ahora quedaba hablar con Emilia. Necesitaba su apoyo, su comprensión… y su intuición.
Quinto Fabio Máximo regresaba hacia Roma. No habló mucho durante el camino de vuelta hacia el Comitium. El joven general no había insistido en el asunto del triunfo. Era extraño. De pronto Fabio lo comprendió todo. Las piezas del rompecabezas encajaban poco a poco, pero necesitaba más información. En el Comitium se separó del resto de los senadores, de los que se despidió con un breve gesto de su cabeza y, rodeado por varios esclavos de su confianza que lo escoltaban, se dirigió al foro pasando entre los Rostra[*] y la Graecostasis[*]. Una vez en el foro, junto al Lapis Niger[*], la tumba de Rómulo, Marco Porcio Catón le aguardaba. Máximo se sintió más seguro. Necesitaba de algo de juventud a su lado. Las fuerzas, aunque se negaba a admitirlo públicamente, empezaban a escasearle y con su hijo Quinto en el frente, Catón era su apoyo inmediato en las intrigas de Roma. En cualquier caso, si el joven Escipión creía que ya tenía el camino expedito hacia sus últimos objetivos se equivocaba de medio a medio. La guerra se lucharía en Italia, nunca en África, y sabía que para ello contaría con el apoyo del Senado y con algo más valioso: con el persistente miedo de Roma.