El nimbus[*]
Roma, otoño de 209 a. C.
Netikerty estaba vestida con una túnica azul de lana suave. Se había bañado y aún tenía el pelo mojado. Las nuevas ropas le cubrían el cuerpo con decencia, de forma que ya no parecía una prostituta sino una esclava de alguna familia acomodada de Roma. Las suaves líneas del rostro, su pequeña nariz y sus marcados labios oscuros seguían allí. El volumen de sus pechos aún se adivinaba bajo la túnica, pero esta vez de forma mucho más difusa. Lelio seguía, no obstante, sintiendo esa tremenda atracción por la muchacha que lo había conducido a regatear con el cónsul por su posesión apenas hacía unas semanas.
—¿Aún te duele la herida?
La joven miraba al suelo y no respondía.
—Te he preguntado si te duele la herida. Puedes responderme… y puedes mirarme. Nadie te va a pegar por responder a una simple pregunta ni por mirarme.
Netikerty dudaba, no estaba segura de haber entendido bien. Aún se le escapaban muchas palabras del latín. Su lengua materna era el egipcio. También entendía la lengua griega, hablada por los gobernantes de su país, pero el latín sólo lo había aprendido a base de golpes de su amo y gritos de otros esclavos. Lelio se acercó a la muchacha y puso su mano en la barbilla. Suavemente empujó el rostro de la chica hasta que ésta lo subió lo suficiente como para que sus ojos quedasen a la altura de los de su nuevo amo.
—¿Te duele la herida? —Lelio preguntó a unos ojos almendrados, dulces en medio de un mar de tristeza por el sufrimiento acumulado, de mirada intensa, como el viento del mar.
Netikerty miró los ojos de aquel hombre y no percibió odio ni rencor ni temor. Todo lo contrario a lo que estaba acostumbrada a ver en los de su anterior amo.
—No —dijo al fin—. Está mucho mejor. Gracias, mi señor.
Lelio se quedó mirándola sosteniendo la cabeza de la muchacha con la mano, sin permitirle que la bajara. Estaba sorprendido de su intensa belleza y de su fuerte espíritu pese a la adversidad en la que se había visto envuelta. No había podido ver a la muchacha en un par de semanas porque se había dedicado a preparar su regreso a Hispania manteniendo incontables negociaciones en el foro para conseguir suministros para su barco, víveres para el viaje, nuevas armas.
Netikerty, por su parte, no resistió la mirada así que, como no podía bajar su rostro, cerró los ojos. Lelio la liberó retirando su mano y acariciando con su dorso la barbilla de la joven. Sintió la suavidad infinita de una piel tersa y se sobrecogió. Era una tarde aún cálida de otoño. Calino y el resto de los esclavos habían salido a comprar comida y bebida para un pequeño banquete que Lelio quería dar con algunos amigos antes de su regreso hacia Hispania. Estaban solos en medio del atrium de una casa desierta. Él era dueño y señor de aquella joven y hermosa esclava. Estaba sobrio y hacía días que no gozaba de ninguna mujer, desde que la semana anterior se desahogara con una prostituta en casa de la gran lena[*] de Roma. No había querido gozar de Netikerty por una confusa conjunción de sensaciones o sentimientos que le habían inducido a dejarla tranquila unos días, pero aquello no podría seguir así siempre. Aquella esclava había costado una pequeña fortuna y ya era hora de sacar rendimiento a su inversión.
Lelio, desde su sella[*], un pequeño asiento sin respaldo, se estiró hacia un lado y tomó un cestillo que estaba junto a él. Cogió la canastilla en sus manos y la situó frente a Netikerty.
—Ábrela —dijo Lelio.
La joven miró y dudó, pero era una esclava.
—Sí, mi señor —respondió, y se arrodilló ante su amo para tomar la canastilla en sus manos. Fue a levantarse pero sintió la mano poderosa de Lelio sobre su hombro. Su señor no deseaba que se alzara. De rodillas, abrió con sus manos morenas la canastilla. Miró en su interior. Algo resplandecía a la luz del sol que inundaba el pequeño atrium de la domus.
—Cógelo —dijo Lelio.
La joven introdujo sus manos y sacó una preciosa alhaja de oro. La extendió en las palmas de sus manos, dejando que la hermosa joya brillase en todo su esplendor cubriendo sus manos y dedos. Era una hermosa lámina de oro de la que colgaban innumerables perlas, todo unido a una fina cinta de lino con la que sin duda se ceñía a la cabeza.
—¿Sabes lo que es? —preguntó Lelio con curiosidad.
Netikerty asintió antes de responder y mientras lo hacía no despegaba su mirada de aquella suntuosa joya.
—Es un nimbus, mi señor, para ceñir en la cabeza, dejando que cuelgue por la frente. Su nombre, nimbus, procede de la luz que rodea la cabeza de vuestros dioses. —Lelio se quedó sorprendido.
—Para ser una esclava proveniente de un país tan lejano sabes mucho de nuestras costumbres. Y sabes mucho de nombres.
—Los nombres son importantes, mi señor, y de forma especial en mi país, Egipto, donde…
—Bien, bien —la interrumpió Lelio aburrido de aquella conversación—. No te he comprado para hablar. Ponte la joya.
Netikerty calló, asintió y tomó el nimbus por la cinta de lino y pasó la fina cuerda por detrás de su cabeza ligando con un suave nudo ambos extremos. Había visto a muchas romanas ricas, invitadas en la casa de su anterior amo Quinto Fabio, acudir a banquetes con joyas similares, aunque ninguna tan lujosa como la que se estaba probando ahora ante su nuevo amo. Estaba desconcertada, pero se ajustó bien el nimbus, de modo que la lámina de oro con las perlas colgando cubrieran la mayor parte de su frente. En Roma se consideraba que las frentes pequeñas eran un rasgo claro de hermosura en una mujer. Por eso las romanas patricias dejaban caer rizos de su cabello por la frente o, las que se lo podían permitir, lucían hermosos nimbi con piedras preciosas.
—Esa joya me ha costado una fortuna y tú otra. —Lelio la miraba admirado—. Supongo que lo idóneo es que estéis juntas. Los dioses saben que no miento y saben también que si sigo así voy a dilapidar todo lo que he ganado en la conquista de Cartago Nova en menos de dos o tres meses, pero he de reconocer que el gasto ha merecido la pena. Una hermosa joya para una preciosa esclava. Poseerte me hace sentir bien.
Hubo un breve silencio que terminó bruscamente con una palabra lanzada por Lelio, como una orden más a sus hombres en el campo de batalla.
—Desnúdate.
Las palabras de su nuevo dueño no parecieron sorprender a Netikerty. Se separó un paso para poder retirarse la túnica. Ésta cayó con pesada lentitud sobre el frío suelo de piedra del atrium. Netikerty no llevaba nada más, de forma que su escultural cuerpo quedó descubierto por completo ante los ávidos ojos de su amo. Ella, no obstante la aparente tranquilidad de su gesto, encogió los hombros en un vano intento de protegerse ante lo inevitable.
—Haré lo que mi señor quiera, pero por todos los dioses de Roma, no me pegue —acertó a musitar la joven mirando al suelo.
Lelio paseaba su mirada por los hombros bien formados, redondeados, la piel fina, bronceada, los pechos prietos como manzanas, el vientre plano, la cintura estrecha, una generosa cadera y unas largas piernas apoyadas en sus pequeños pies calzados con sandalias romanas. Al escuchar la interpelación de la joven, hizo ascender de nuevo sus ojos por el cuerpo de la esclava y, más allá de su ansia física por poseerla, reparó en los cardenales de las piernas, las pequeñas cicatrices en la cintura y la cadera y en, lo peor de todo, las quemaduras próximas a los pezones hechas con toda probabilidad con algún afilado hierro candente al rojo vivo. Eran recuerdos de su reciente pasado con su anterior viejo y cruel amo Fabio Máximo. Eran heridas que su joven y fuerte cuerpo había sabido digerir y envolver con la belleza del conjunto al igual que la yedra cubre una casa ocultando las grietas de sus muros cansados por el tiempo. Este segundo examen añadió unas gotas espesas de amargura en el corazón de Lelio, que salpicaron su apetito por la muchacha agriándolo, impregnando sus ansias sexuales de misericordia.
—Vístete y déjame solo.
Netikerty, con rauda destreza, se tapó con la túnica azul con tal rapidez que Lelio se quedó dudando de si realmente había llegado a estar desnuda ante él aquellos breves segundos. La joven desapareció del atrium y Lelio se quedó acompañado por el silencio y unos poderosos latidos de su corazón. Aquella muchacha, desnuda e indefensa ante él, le había recordado a un humilde gorrión herido, un pequeño gorrión sin rumbo, sin origen ni destino.