En el silencio del Outback, el motor del Victory se oía, según la dirección del viento, hasta en ocho kilómetros a la redonda. Cada vez que Marcus oía el inconfundible zumbido, corría a la pista de aterrizaje situada detrás del hospital y buscaba la avioneta en el cielo azul. En cuanto aparecía una manchita diminuta en el horizonte, sonreía de oreja a oreja y esperaba a que su padre aterrizara sano y salvo.
Las semanas se convirtieron en meses y los meses en un año, durante el cual padre e hijo estrecharon su relación. Aparte de Deirdre y Neil Thompson, con los que Lyle había trabado una profunda amistad, casi nadie de la ciudad sabía que Marcus y Lyle estaban emparentados. Como en cualquier localidad pequeña, se hacían especulaciones, pero Elena se negaba a tomar partido a favor de ninguno de los rumores, de modo que la mayor parte de la población dedujo que, tras el infortunio que había golpeado al padre del chico, Lyle sencillamente se ocupaba más de Marcus. Y Lyle pudo aceptar al fin su destino. Marcus llenaba el hueco que le había dejado Jamie en el corazón; satisfecho, comprobó las similitudes que había entre los dos chicos.
Marcus se iba convirtiendo en un joven independiente. A todos les llamaba la atención la seguridad que había adquirido en sí mismo; en especial lo notaba su familia. No solo había madurado, sino que para entonces ya era casi tan alto como Lyle.
A principios de 1934, Marcus hizo los exámenes finales del colegio. Había decidido ser médico y seguir las huellas de su padre y de su abuelo. Lyle estaba entusiasmado y muy orgulloso. Pasaba todo el tiempo que podía con su hijo y le ayudaba a estudiar para que obtuviera las mejores notas y fuera admitido en una buena facultad de medicina.
A Elena le alegraba muchísimo que Marcus hubiera decidido estudiar medicina, pero le partía el alma que tuviera que marcharse de casa. La ausencia de Marcus dejaría un vacío enorme en su vida y en su corazón, si bien estaba firmemente decidida a que no se le notara la congoja. Sonreía cuando él le contaba sus planes y le animaba a hacer realidad sus sueños.
Lyle veía a Elena casi tan a menudo como a Marcus, y ella se alegraba igual que su hijo de las visitas de Lyle. De su vida en casa apenas contaba nada, pero él sospechaba que las cosas no iban mejor. Marcus seguía viviendo con los abuelos, y Lyle agradecía que Elena tuviera en casa a Dominic y Maria. Únicamente su trabajo en la clínica le permitía huir temporalmente de la crueldad psíquica a la que la sometía Aldo.
Aldo se iba amargando cada vez más, si es que eso era posible. Torturaba a Elena cuanto podía. Le incomodaba que ella disfrutara de su trabajo, y estaba convencido de que su única alegría era el tiempo que pasaba en el hospital con Lyle. También le enojaba el tiempo que pasaba con Marcus en casa de sus padres. Pero aunque se quedara con él en casa, se mostraba malhumorado o no le hacía ni caso. Si le invitaban a una reunión familiar, se negaba a ir. Al final, Elena acabó por no preguntárselo, pero también hacía eso mal. Hiciera lo que hiciese, estaba mal hecho.
La amargura de Aldo se manifestaba también en su aspecto exterior. Iba tan desaseado que Elena casi se alegraba de que no quisiera salir de casa. No mostraba el menor interés ni por el huerto ni por las gallinas; Elena tenía que ocuparse de todo. Había momentos en los que se sentía tan desdichada que se arrepentía de no haber dejado a Aldo en la granja.
Naturalmente, Dominic y Maria se enteraban de lo mal que lo pasaba Elena, pero ellos no padecían tanto como ella la amargura de su padre. Seguían peleándose como siempre, pero al menos su alboroto llenaba el silencio desalentador de la casa, de modo que Elena se lo consentía. Maria había cumplido trece años y se interesaba por la profesión de enfermera. Deirdre, que entretanto era maestra de enfermería, quería tomar a Maria como aprendiza cuando cumpliera los quince. Animaba a la chica a que, hasta entonces, hiciera guardias voluntarias los fines de semana en el hospital, cosa que Maria hacía encantada.
Luigi había abrigado la esperanza de que Dominic se interesara por la carnicería y se encargara algún día de la tienda, ya que en el colegio no iba ni aproximadamente tan bien como Marcus. Sin embargo, Dominic había concebido otros planes. Tenía un amigo cuyo padre era trasquilador. Un día, en el colegio de Winton, había hecho una demostración y les había contado a los niños que viajaba por toda Australia y que ganaba mucho dinero. Eso despertó el interés de Dominic. Elena le animó a que aprendiera el oficio de trasquilador, pues deseaba encarecidamente que ampliara de un modo u otro sus horizontes. Le habría alegrado que se hiciera cargo del negocio de su padre, pero más importante le parecía que se alejara de Winton y de Aldo. Y la formación de Maria como enfermera la contemplaba como una posibilidad de que algún día su hija encontrara un empleo en un hospital de una gran ciudad. Elena quería que sus hijos llegaran a ser algo en la vida y que les fuera mejor que a ella.
Un día, nada más empezar Elena su turno, llegó Lyle al hospital con un paciente. A Elena se le aceleró el corazón como siempre que le veía. Ahora que se encontraban con mayor frecuencia, se emocionaba cada vez más. Sabía que no podía permitírselo, pero mientras Lyle no estuviera otra vez casado, de vez en cuando se tomaba la licencia de abandonarse a sus sueños. En realidad, le encantaría preguntarle por qué Alison y él no habían contraído todavía matrimonio. Por algún comentario ocasional de Lyle sacó la conclusión de que la relación entre ambos era bastante complicada, ya que tenían intereses muy diferentes y ella siempre andaba inquieta y con ganas de aventura.
Cuando Lyle saludó ahora a Elena, esta se armó de valor y le preguntó a bocajarro:
—¿Qué tal os va a Alison y a ti? ¿Tenéis previsto llevar pronto a la práctica vuestros planes de boda?
—Me acaban de conceder el divorcio hace unas semanas —le explicó Lyle.
—Creía que ya te lo habían dado después de que se marchara Millie —dijo Elena sorprendida.
—El abogado de Millie tenía una visión distinta de las cosas. Yo le había ofrecido que ella se quedara con la casa de Dumfries, pero eso al abogado no le bastó. Además de eso, quería para ella una parte de los ingresos de la consulta que yo había abierto, pero a eso me opuse porque tenían más derecho a percibirla mis colegas, que habían hecho todo el trabajo.
Había oído que Millie, después de aquella conversación tan desagradable, se había ido en el primer tren que pudo coger hacia la costa, desde donde suponía que habría tomado el primer barco que la llevara de vuelta a Gran Bretaña.
—Te han concedido el divorcio hace unas semanas, ¿y todavía no os habéis casado? —preguntó Elena, pensando que Alison estaría harta de tanto esperar.
—Es que no hemos tenido tiempo de organizar la boda. Alison está siempre muy ocupada y yo paso casi todo el tiempo libre en Winton con Marcus. —Uno de los pilotos que trabajaba para los Médicos Volantes tenía una novia en Winton, de modo que los dos libraban con la mayor frecuencia posible para ir a Winton—. Supongo que cuando Marcus se marche a estudiar medicina, pasaré más tiempo en Cloncurry y entonces cumpliremos con las formalidades de rigor.
Elena notó una punzada de celos. Echaría muchísimo de menos sus visitas. Y mientras se hacía a la idea de que pronto dejaría de verle, adquirió al fin conciencia de algo que llevaba tiempo sin reconocer: que Lyle, solamente Lyle, era la razón por la que aguantaba la convivencia diaria con Aldo.
En mayo de 1934, Marcus recibió por correo los resultados de los exámenes. Había sacado unas notas excelentes y había sido admitido en la facultad de medicina de Brisbane. En cuanto recibió la carta con la notificación, llamó por radio, muy emocionado, a Lyle. Luego se lo contó a su madre. Elena no se enfadó por no haber sido la primera en enterarse, pues al fin y al cabo era Lyle el que había pasado horas y horas estudiando con él.
Luigi y Luisa decidieron festejar el excelente rendimiento de su nieto con una barbacoa por la tarde del domingo siguiente. A Marcus le dijeron que podía invitar a algunos amigos, pero al primero que invitó fue a su padre.
Cuando llegó el domingo, Elena comprobó con una leve sorpresa que Lyle venía en compañía de Alison. En cierto modo, a Elena le pareció que estaba distinta, pero como era la primera vez que la veía desde hacía casi un año, no le extrañó demasiado.
—¿Hoy no tenías ningún torneo de tenis o de natación, Alison? —le preguntó.
—He anulado mi partido de tenis porque hoy quería estar aquí —respondió Alison—. He pensado que debía traer a Lyle en la avioneta. Pero además he venido por otro motivo: queremos anunciar que por fin hemos fijado una fecha para la boda. Nos casaremos en junio. Nos habría gustado casarnos antes, pero yo quiero hacer un viaje de novios, y el reverendo Flynn no encuentra a nadie que nos pueda sustituir antes de esa fecha.
Se hizo un silencio embarazoso. Luisa miró a Elena, y Elena lanzó una mirada furtiva primero a Alison y luego a Lyle. A lo mejor solo se lo figuraba, pero le pareció que Lyle se sentía ligeramente incómodo.
—No nos olvidemos de la razón por la que estamos aquí, querida —dijo Lyle sonrojado, posando el brazo en el hombro de su prometida—. Hoy es el gran día de Marcus.
—Ya lo sé, pero de paso también podemos anunciar nuestras buenas noticias, ¿o no? —dijo, en un tono algo disgustado.
—Claro que podéis —dijo Elena—. Es una noticia estupenda —añadió, esforzándose por darle a su voz un tono alegre y jovial—. Mi más cordial enhorabuena.
Aunque sabía que llegaría ese día, las palabras de Alison le sentaron como una patada en el estómago. Lyle se convertiría en el marido de Alison. Elena notó que no soportaba estar más tiempo en compañía de los dos. Tenía que quedarse a solas sin falta. Rápidamente se disculpó y salió afuera. Cruzó la calle y se sentó en el banco que había delante del hospital. Cuántas veces había utilizado últimamente ese banco como refugio. Como era domingo, la ciudad estaba más silenciosa de lo habitual. Apenas se veía un alma por las calles; el único ruido que oía era el graznido de las cornejas en un árbol del caucho que crecía en el pequeño jardín del hospital.
—¿No te encuentras bien, Elena? —oyó de pronto la voz de Lyle, que la miraba preocupado mientras se sentaba a su lado.
—Sí, sí. Es que han sido demasiadas emociones para mí —respondió Elena, evitando mirarle directamente a los ojos para que no adivinara sus verdaderos sentimientos—. Me alegro tanto por Marcus…
—Echarás mucho de menos a nuestro hijo, ¿verdad?
—Sé que es bueno para él que se marche, sí, pero mi vida sin él ya no será la misma. Siempre nos hemos llevado tan bien y este último año ha sido tan maravilloso… Eso debo agradecértelo a ti, Lyle. Gracias a ti toda nuestra vida ha cambiado a mejor. Ahora, en cambio, tampoco te veré mucho a ti, ¿no?
—De vez en cuando vendré al hospital con algún paciente, Elena.
Elena creyó percibir también en Lyle una leve tristeza.
—Tú echarás de menos a Marcus igual que yo.
—Sí, pero de cuando en cuando podemos volar a Brisbane para hacerle una visita. —Apenas hubo pronunciado estas palabras, se dio cuenta de que Elena quizá no pudiera ir por Aldo—. Estoy seguro de que Marcus vendrá a verte a casa tan a menudo como pueda —añadió rápidamente—. Y sin duda te escribirá con frecuencia.
—Me he acomodado a esta vida, Lyle. Y ahora todo será distinto.
Lyle sabía exactamente cuánta alegría le había aportado Marcus a Elena. También sabía que Marcus en parte le compensaba de los disgustos que le daba Aldo a su mujer. Lyle se acercó a Elena y le pasó un brazo por el hombro. Nada hubiera deseado ella más que apoyarse en él y llorar, pero no lo hizo.
—Todavía tienes a Dominic y Maria, que te ayudarán a mantenerte al trote —dijo Lyle.
—Sí, hasta que crezcan y también se marchen —contestó Elena, que no podía ni imaginar cómo sería su vida cuando desaparecieran también ellos dos.
Lyle no soportaba ver a Elena tan triste. Se sorprendió a sí mismo deseando que todo fuera distinto, que siempre hubieran estado juntos. Pero esos pensamientos no conducían a nada y tuvo que desecharlos rápidamente. La vida no les había salido como esperaban, y eso ya no tenía remedio.
—¡Lyle! —le llamó Alison desde el jardincillo de la casa de los Fabrizia.
—Más vale que te vayas —dijo Elena.
—Ya voy —contestó Lyle, y se levantó—. ¿De verdad que ya te encuentras bien? —le preguntó cariñosamente a Elena.
—Sí, perfectamente —mintió Elena—. Enseguida voy yo también.
Vio alejarse a Lyle y regresar junto a su prometida, que le cogió del brazo tomando posesión de él, mientras entraban de nuevo en la casa. Elena sabía que llegaría un momento en que apenas vería ya a Lyle. Le echaría dolorosamente de menos, pero eso no debía decírselo a él. Una vez más, Elena sintió tanto la soledad que hasta le hacía daño. ¿Por qué no lograba nunca hallar la paz?
El día en que Marcus partió hacia Brisbane fue uno de los más horribles que había vivido Elena. Lyle llegó a Winton con Alison para recogerle. Tenían previsto llevar a Marcus en el Victory hasta Townsville. Desde allí podría coger un tren que le llevara a Brisbane. Lyle le preguntó a Elena si quería acompañarlos a Townsville, pero ella rehusó la invitación. Despedirse ya era bastante duro para ella, y si encima tenía que acompañarle un trecho más, no lo habría soportado. Además, le había prometido a Marcus que no lloraría.
Elena besó y abrazó a su hijo en la pista de aterrizaje de detrás del hospital. Luego, Alison puso el motor en marcha. En cuanto despegó el avión, Elena se puso a sollozar y a soltar hipidos. Luisa, que la había acompañado en la despedida, llevó enseguida a su hija para casa y le preparó un té con un chorrito generoso de whisky. Elena dio rienda suelta a su congoja. Una vez más, daba comienzo una nueva etapa de su vida.
Durante los meses siguientes, Elena iba a diario a la oficina de correos para ver si había recibido una carta de Marcus. Si tenía carta suya, rasgaba a toda velocidad el sobre para enterarse de sus novedades. Normalmente, leía una y otra vez las cartas de Marcus, hasta que este volvía a escribir. Se había aclimatado bien a la facultad de medicina y, al parecer, contaba con numerosas amistades. Decía que le encantaba Brisbane y que era muy distinta de Winton. Elena dedujo que estaba impresionado por la ciudad y por su nueva vida y que probablemente nunca volvería a encontrarse a gusto en una población como Winton. El chico mencionaba con frecuencia a Lyle, diciendo que le echaba mucho de menos. Nunca olvidaba pedirle a Elena que le saludara de su parte o que le contara algo interesante que le hubiera pasado, pese a que también mantenía correspondencia con él.
Lyle solo llevaba a un paciente a Winton cada dos semanas. Sus visitas solían ser muy cortas. Elena y él hablaban unos minutos y, luego, Alison y él tenían que volver a marcharse porque habían recibido otra llamada urgente o porque tenían que regresar rápidamente a Cloncurry por alguna otra razón.
Una noche, cuando Elena volvía del trabajo a casa, se encontró a Dominic esperándola todo nervioso junto a la puerta.
—Mamá, tienes que ver a papá —dijo muy alterado—. Jadea de una manera muy rara. Y lleva así dos horas. —El chico miró angustiado a su madre—. ¿Qué le pasa, mamá? —preguntó—. No irá a morirse, ¿verdad?
—No, claro que no —le aseguró Elena, aunque estaba preocupada—. A lo mejor solo le duele la tripa.
Mandó a Dominic a la cama prometiéndole que se ocuparía de su padre.
Elena se asustó al ver a Aldo en la cama. Tenía aspecto de estar muy enfermo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó—. ¿Te duele algo?
Como era de esperar, Aldo despachó enfurruñado a su mujer.
—Ocúpate de tus propios asuntos —vociferó—. Déjame en paz.
A la mañana siguiente, después de que Aldo hubiera pasado la noche en blanco sin parar de gemir y soltar quejidos, Elena fue a todo correr al hospital para pedirle a Neil que fuera a verle. Este la acompañó inmediatamente.
—El aspecto de Aldo le va a impresionar —le advirtió Elena, mientras iban a su casa.
—Supongo que habrá perdido masa muscular, Elena —dijo Neil—. Es completamente normal.
—Eso no es todo —respondió Elena—. Aldo está cambiado también en otro sentido.
Le preocupaba que Neil pensara que tenía desatendido a su marido, y por eso quiso prepararle para que no se asustara al verle.
—¿A qué se refiere, Elena?
—Desde que se mudó de la granja a la ciudad, no ha permitido que nadie le corte el pelo ni le afeite —añadió ella.
Neil se quedó asombrado.
—Hace aproximadamente dos años que se mudaron, ¿no?
—Eso es. No consiente que le lave y tampoco quiere ir a la barbería de Tony. Este se ofreció para venir a casa nada más contarle que Aldo necesitaba urgentemente un corte de pelo y un afeitado. Acepté encantada, pero en cuanto Tony entró por la puerta, Aldo le lanzó una bota. Así que se marchó jurando no volver a aparecer por nuestra casa.
Pese a la advertencia, Neil se escandalizó al ver a Aldo. El pelo, sucio, encanecido y lleno de greñas, le llegaba hasta por encima de los hombros. La barba le colgaba hasta el pecho. Tenía el tórax hundido y la cara apesadumbrada. Neil se ocupó de la salud física de Aldo, pero más le inquietaba su salud psíquica.
—¿Qué hace aquí? —gruñó Aldo, cuando Neil fue a saludarle—. ¡Desaparezca! ¡No necesito a ningún médico!
Neil ignoró las airadas protestas de Aldo y, sin más tardanza, le llevó en la silla de ruedas al hospital. Durante todo el camino, Aldo iba despotricando a voz en grito. Los que no le habían visto desde hacía años se quedaron boquiabiertos en la calle. Aunque Elena se avergonzaba, mantuvo la cabeza alta y siguió a Neil y a su marido en silencio.
—Necesita un chequeo médico —le dijo Neil a Aldo—. Y se lo vamos a hacer ahora mismo, lo quiera o no.
Cuando Aldo intentó pegar a Neil mientras este le tumbaba en una camilla con la ayuda de una enfermera, el médico le amenazó con administrarle un sedante. Entonces Aldo se quedó quieto.
Tardaron unas horas en terminar de hacerle el reconocimiento clínico. Neil entró en la habitación con el resultado e invitó a entrar también a Elena.
—Ahora ya tenemos un diagnóstico, señor Corradeo —dijo Neil—. Tiene cálculos renales. Lo mejor sería operarle enseguida. Eso no admite bromas.
Aldo volvió a sulfurarse.
—¡No necesito ninguna operación! —vociferó.
—Yo se la recomiendo urgentemente —dijo Neil—. Puede hacerse en el hospital de Winton. Aunque lo mejor sería que fuera a un gran hospital de Townsville.
—¡No pienso ir a ninguna parte! —le increpó Aldo a Neil.
De no ser porque Neil le había retirado la silla de ruedas, Aldo habría abandonado en ese mismo momento el hospital.
—No puedo obligarle a que se opere, Aldo, pero padecerá dolores continuos si no deja que le intervengan. Otra consecuencia podría ser asimismo una pielitis, es decir, una inflamación de la mucosa de la pelvis.
—Ya se me pasarán los dolores. Van y vienen; llevo ya mucho tiempo así —dijo Aldo.
Neil pidió a Elena que saliera al pasillo.
—Si no se deja operar, los dolores se le agravarán tanto que hasta Aldo podría cambiar de idea —le explicó—. Sobre todo cuando ya no pueda orinar. En cualquier caso, le mantendremos un par de días aquí. Váyase a casa y tráigale ropa limpia. Yo me encargaré de que alguien se quede con él.
Nada más marcharse Elena, un avión de los Médicos Volantes trajo a un paciente. Lyle llevaba a Mick Crawley, un antiguo vecino de Aldo y Elena. A Mick se le había quedado el pie atrapado en el estribo al ir a bajarse del caballo. Al dar un traspié, el caballo se espantó y a Mick se le rompió el tobillo. Como Ted Rogers libraba ese día, solo Neil podía ocuparse del tobillo de Mick, de modo que envió a Deirdre con Aldo.
—Más vale que no se separe de él —dijo Neil—. Quizá no sea del todo responsable de sus acciones si le da otro ataque de dolor. Lo mejor es que por ahora le dejemos en la sala de observación; así no molestará a nadie.
Deirdre le propuso a Aldo bañarle, pero él no quiso saber nada de eso. Se negó a permitirle que le tocara, y no digamos a que le desnudara; luego le exigió que le devolviera la silla de ruedas.
—Me voy a casa —amenazó.
—No puede marcharse a casa hasta que dé su autorización el doctor Thompson —le informó Deirdre.
—No necesito su permiso, estúpida —gritó Aldo—. Y ahora tráigame inmediatamente la silla de ruedas.
Lyle oyó el griterío y fue corriendo por el pasillo hacia la habitación de Aldo.
—¿Va todo bien por aquí? —le preguntó a Deirdre, mirando a Aldo pero sin reconocerle.
—Sí, doctor MacAllister —dijo Deirdre, y se le acercó—. Voy a traerle una taza de té al señor Corradeo; quizás eso le calme un poco.
Al pasar al lado de Lyle en dirección al pasillo, Deirdre puso los ojos en blanco.
¡El señor Corradeo! Lyle miró a Aldo con cara de incredulidad. Este le devolvió furioso la mirada. Lyle apenas podía creer lo mucho que había empeorado su estado de salud.
Aldo se dio cuenta de la expresión de la cara de Lyle. El médico le miraba con la misma cara de espanto que Neil. Aldo se sintió como un monstruo y eso le sulfuró aún más.
—¿Sabe aquí todo el mundo lo que hay entre mi mujer y usted? —preguntó Aldo malévolamente.
Lyle intentó ocultar su horror por el aspecto físico de Aldo y su estremecimiento ante la calumnia que este había formulado.
—Elena y yo tenemos un hijo en común. Eso es todo —dijo.
—¿Y no tiene otra cosa mejor que hacer que soltármelo a la cara? —le espetó Aldo.
—No es eso. Tan solo le menciono un hecho, la única razón que nos une —explicó Lyle.
—Que nos une, que nos une… ¿Así es como lo llama? —dijo Aldo sarcásticamente—. Por culpa de los dos no puedo dejarme ver por las calles de esta ciudad, y encima viene usted alardeando de su relación con mi mujer. Me han convertido en el hazmerreír de toda la ciudad. Todos hablan de mí a mis espaldas. Todos sienten compasión por mí. ¿Tiene usted una idea de cómo me siento?
Lyle apenas podía creerse que Aldo viera así la situación.
—Estoy seguro de que eso no es cierto —dijo.
Sin embargo, Aldo ofrecía un aspecto realmente lamentable. ¿Cómo no iban a compadecerse de él?
—Claro que es cierto. ¿Qué clase de marido soy? No puedo mantener a mi familia. Ni siquiera puedo valerme por mí mismo. No puedo ser el padre de Dominic y Maria. Y tampoco puedo ser lo único que he querido ser siempre. ¡Granjero! —A Lyle le faltaron las palabras—. Y mi mujer está enamorada de usted.
—Eso no es verdad —replicó Lyle.
—En cualquier caso, a mí no me ama. Me odia. Estoy seguro de que desea que me muera.
—De ninguna manera desea eso —contestó Lyle.
—Mi mujer es incapaz de alejarse de este hospital, y tampoco de usted. ¿Por qué no se escapa con ella y así termina al fin todo esto, en lugar de hacer de mí un completo idiota?
Aldo estaba tan alterado que de repente se le quebró la voz. Era desgarrador contemplar la angustia de Aldo. Lyle siempre había sentido compasión por Elena, por tener que convivir con ese hombre tan amargado, pero ahora veía lo que había sido del que en otro tiempo fuera un orgulloso granjero. Y se sintió terriblemente culpable. Con lo feliz que estaba por tener a Marcus en su vida, ahora caía en la cuenta de que apenas había pensado en Aldo y en lo que este había perdido.
—No lo tenía claro —murmuró Lyle—. No volveré a pisar Winton. Le doy mi palabra de honor.
Dio media vuelta y abandonó el hospital decidido a cumplir su palabra.
Por la ventana, Aldo vio cómo despegaba el avión. Por primera vez desde hacía mucho, mucho tiempo sonrió. Por fin se vengaba de Elena, por haberle mentido tan indecentemente…