—¡Lyle! —le llamó la señora Montgomery—. ¿Puede venir un momento al cuarto de la radio? Hay una llamada para usted.
Lyle alzó la vista sorprendido y luego fue deprisa a la radio.
—Hola, Lyle. Soy Elena —dijo Elena—. Te llamo desde la tienda del señor Kestle.
—¡Elena! ¿No se encuentra bien Marcus? ¿Ha vuelto a tener un ataque espasmódico? —preguntó Lyle preocupado.
—Se encuentra bien, incluso muy bien, Lyle. Te llamo porque quiero invitarte a una fiesta el sábado por la noche en Winton.
—¿A una fiesta?
—Iba a ser una fiesta en honor a nuestra habitante más anciana, Laura Pettigrove, pero murió hace unos días —le contó Elena—. Me hizo prometerle que de todas maneras celebraríamos la fiesta. La gente de la localidad está conforme con que la festejemos por todo lo alto.
—Ajá —respondió Lyle, extrañado de que también le invitaran a él, puesto que no había conocido a Laura Pettigrove.
—Nuestro hijo ha expresado el deseo de conocer a su padre —le explicó Elena.
—¿En serio?
Elena percibió la alegría en la voz de Lyle.
—Sí, y he pensado que si vienes a la fiesta, sería una buena oportunidad para que paséis un rato juntos. Naturalmente, Alison también está invitada. Por cierto, a Marcus no le he contado todavía que estás prometido con Alison. Eso te lo dejo a ti.
Elena contuvo la respiración, pues contaba con que él dijera que para entonces ya se habían casado, pero no lo dijo.
A Lyle le alegraba muchísimo que Elena y su hijo hubieran limado asperezas; lo había deseado tanto…
—Gracias por la invitación. El sábado por la noche estoy de guardia, pero dile, por favor, a Marcus que haré todo lo posible por ir. Ahora me tengo que marchar deprisa, Elena, porque hace poco he recibido una llamada urgente. Espero veros ese día —dijo.
—Bueno, yo también lo espero. Significaría mucho para Marcus —contestó Elena—. Cambio y corto.
En realidad, tenía intención de darle las gracias a Lyle por haber puesto a Marcus de su parte, pero no había prisa: ya se lo diría personalmente cuando estuvieran juntos.
Ya era de noche cuando Lyle llegó a Winton el sábado a última hora de la tarde. La fiesta ya estaba animadísima. Aunque se celebraba dentro del salón municipal de la calle principal, muchos invitados habían salido a la calle porque hacía una noche deliciosa. La sala estaba repleta de mesas con una gran variedad de platos exquisitos en los que habían colaborado todas las mujeres del lugar. Uno de los propietarios de los hoteles había montado una barra en la que se servían bebidas. Un cuarteto vocal armónico cantaba sobre un escenario improvisado; a ello se añadían otros muchos artistas, como malabaristas, bailarines, un cantante de música country y un ventrílocuo. Los miembros del cuarteto eran el señor Kestle, el doctor Rogers, el alcalde señor Fogarty y el señor Carr, el vendedor de forraje de la ciudad.
Del techo colgaban guirnaldas, y en una gran pancarta podía leerse: FELICIDADES POR TU 100.º CUMPLEAÑOS, LAURA. Elena buscaba una y otra vez con la mirada a Lyle, que finalmente apareció en la sala. No la vio acercarse a él porque llevaba un precioso vestido de flores y un sombrero impresionante adornado con flores rojas hechas a mano y plumas de emú.
—Al final lo has conseguido, Lyle —dijo feliz Elena, al acercarse a él.
—¡Elena! Con esa cosa que llevas en la cabeza no te había reconocido —dijo Lyle, asomándose bajo la ancha ala del sombrero.
Elena se quedó un poco cortada.
—Era el sombrero de Laura. Se lo hizo para su cumpleaños y tuve que prometerle que lo llevaría en esta fiesta —explicó.
—Ojalá la hubiera conocido —dijo Lyle con sinceridad, pues no imaginaba a una centenaria llevando un sombrero así.
—Rebosaba salud hasta tal punto que casi nunca fue al médico —dijo Elena—. La noche en que murió me quedé bastante trastornada porque estaba de guardia en el hospital, pero ahora tengo claro que fue para mí un privilegio estar con esa mujer tan admirable en ese momento de su vida. Sé que hoy está aquí, entre nosotros. Probablemente nos esté mirando desde arriba diciendo: «Elena, ese sombrero te queda francamente bien».
Lyle sonrió.
—Marcus debe de andar por alguna parte. —Elena lo buscó entre la multitud de invitados a la fiesta—. Nunca te agradeceré lo suficiente que hayas hablado con él, Lyle. No sé exactamente lo que le dijiste, pero me ha perdonado que no fuera sincera con él. Incluso llegó a decirme que ahora lo entendía todo.
—Simplemente le conté la verdad e intenté hacerle comprender que solo es culpa mía que tú hayas acabado en una situación tan extremadamente complicada.
—Ojalá se me hubiera ocurrido a mí —dijo Elena riéndose.
Llevaba mucho tiempo sin reírse así, y le sentó muy bien. Lyle rio con ella. Era la primera vez desde la noche en que se habían amado que volvía a ver la maravillosa sonrisa de Elena.
—Cómo me alegro de que ahora quiera conocerme. No sabes lo mucho que eso significa para mí.
Elena volvió a ponerse seria.
—Sí, Lyle, ya me lo imagino. Hablando de otra cosa, ¿dónde está Alison? Habrá venido, ¿no?
—No. Su club de tenis celebraba hoy una fiesta de despedida por el final de la temporada. Como ella es la secretaria del club, no podía faltar. ¿Ha venido Aldo?
—No, no ha querido venir. Apenas sale de casa; si acaso, para ir al jardín.
—¿Está muy amargado?
Elena se encogió de hombros.
—Eso es quedarse corto. Resulta muy difícil salir adelante con él, pero es mi deber ocuparme de su bienestar. No tiene a nadie más.
—Lo siento por ti, Elena —dijo sinceramente Lyle.
Elena pensó en Aldo, que odiaba ser compadecido. Le parecía horrible.
—No hay razón para que te preocupes por mí —se apresuró a decir—. Estoy bien.
—Elena —la llamó Luisa, abriéndose paso entre la muchedumbre y llevando consigo a Dominic y Maria.
—Hola, mamá —dijo Elena. Contempló a sus dos pequeños. Pocas veces se les veía tan limpios, de modo que se alegró de que todavía no se hubieran manchado. De todos modos, no tardarían mucho en ensuciarse—. Mamá, ¿conoces a Lyle MacAllister?
—Sí, me alegro de verle, doctor MacAllister —dijo Luisa, francamente contenta.
Ahora que Elena y Marcus se habían reconciliado, se permitió ser benévola con él.
—Mira, Lyle. Estos son mis dos pequeños, Dominic y Maria. Niños, este es el doctor MacAllister.
Algún día les explicaría que era el padre de su hermano mayor.
Los niños saludaron a Lyle y luego se marcharon a buscar a sus amigos del colegio. Lyle no reconoció en el chico ningún rasgo de Elena, y Maria se le parecía muy poco también.
—Luisa —llamó Luigi desde lejos, y se le acercó. Al ver el sombrero que llevaba Elena, frunció el ceño en un gesto de desaprobación.
—Es el sombrero de Laura, papá. Le prometí ponérmelo hoy —le explicó Elena.
—Ah, bueno —contestó él—. Pero quizá no toda la noche, ¿o sí? —preguntó.
Elena ignoró el comentario de su padre.
—Papá, te presento al doctor MacAllister —dijo después.
Enseguida notó cierta tensión, pues su padre podía ser imprevisible y rara vez tenía pelos en la lengua.
Luigi observó un rato a Lyle todo serio. Se notaba a la legua que Marcus era hijo suyo.
—Dígame, doctor MacAllister, ¿trabaja usted mucho? —quiso saber.
La pregunta sorprendió a Lyle.
—Sí, señor. Rara vez me acuesto antes de medianoche.
—Eso está bien. Un hombre ha de trabajar mucho —dijo Luigi—. Eso dice mucho de su carácter. ¿Qué tal si tomamos una cerveza? Tengo bastante sed.
—Con mucho gusto, señor. A mí también me apetece una cerveza.
—Pues venga conmigo —dijo Luigi.
Lyle miró a Elena y en la mirada incrédula de esta reconoció que se podía dar con un canto en los dientes de que su padre no le persiguiera con una tajadera de picar carne.
—¿Puedo traerles a las damas algo de beber del bar? —preguntó, antes de seguir a Luigi.
—Dos copas de ponche, por favor —dijo Elena.
Completamente pasmada, Elena siguió con la mirada a Lyle y a su padre. Jamás en la vida hubiera imaginado verlos juntos.
—Todavía existen los milagros —le susurró a su madre.
—Tiene toda la pinta —contestó Luisa, y se quedó mirando a su hija—. No recuerdo cuál fue la última vez que te vi tan feliz como ahora, Elena.
—Pues sí. Es la primera vez desde hace muchísimos años que tengo motivos para sonreír, mamá.
—¿Porque el doctor MacAllister ha entrado de nuevo en tu vida? —dijo Luisa.
—Bueno, más bien en la vida de Marcus; en la mía no tanto, pero me alegro mucho por Marcus. Solo quiero que mi hijo sea feliz.
—Entonces ya sabes lo que deseo yo también para ti —dijo Luisa.
—Lo entiendo, mamá, pero mi vida es como es. Eso no tiene vuelta de hoja —dijo Elena—. No me queda más remedio que conformarme.
Luisa acarició cariñosamente el brazo de su hija.
—No pierdo la esperanza de que algún día encuentres la felicidad —dijo.
Después de que Lyle se hubiera tomado una cerveza con Luigi Fabrizia, recorrió el salón municipal en busca de Marcus. Lo encontró junto al bufé, donde acababa de servirse algo para comer. Marcus estaba visiblemente cortado porque no sabía cómo tratar a Lyle delante de tanta gente, pero Lyle lo notó enseguida. Se daba mucha maña en quitar la timidez a las personas. Formaba parte de su profesión. De modo que le propuso salir a charlar a la calle, para tener un poco de intimidad. Finalmente, se sentaron en el banco que había delante del hospital, que estaba lo suficientemente alejado del salón municipal.
—¿Se te ha ocurrido algo que quieras preguntarme? —indagó Lyle.
—Sí, doctor MacAllister —respondió Marcus.
Lyle se echó a reír, y Marcus le miró desconcertado.
—No puedes seguir llamándome doctor MacAllister, ahora que sabes quién soy —dijo Lyle.
—¿Cómo quiere usted… cómo quieres que te llame? —preguntó Marcus.
—De cualquier modo menos doctor MacAllister —respondió Lyle—. No eres un paciente mío. Eres mi hijo —añadió, saboreando estas palabras. Marcus le miró otra vez con timidez—. Ya sé que ves a Aldo Corradeo como a tu padre —dijo Lyle, comprendiendo las dificultades de Marcus.
—De todos modos, no quiere volver a verme porque no soy hijo suyo —dijo Marcus.
—Eso debe de ser doloroso para ti —contestó Lyle, consciente de que Aldo había herido profundamente a Marcus.
Este se encogió de hombros.
—Al principio sí lo era, sí. Pero nunca nos hemos llevado muy bien; somos demasiado distintos —le explicó.
—Bueno, pues entonces vamos a ver las cosas que tú y yo tenemos en común —dijo Lyle—. ¿Te gustan las judías verdes?
Marcus le lanzó una mirada de asombro y puso cara de agrado.
—No están mal.
—Eso me parece a mí también. ¿Y qué me dices del hígado?
Marcus negó con la cabeza.
—A mí tampoco me gusta. Entonces queda claro que a ninguno de los dos nos vuelve locos el aceite de hígado de bacalao. ¿Y qué hay de la lengua de vaca?
Marcus puso cara de asco.
—No —dijo—. A ti tampoco te gustará, ¿no?
—Depende de cómo esté guisada —dijo Lyle, riéndose de la cara de su hijo—. ¿Y qué te parecen los ojos de los peces y las babosas gigantes?
Marcus soltó una carcajada y negó con la cabeza.
—Puaf, qué asco.
—¿Y las chirivías?
—Gratinadas me gustan —dijo Marcus.
—A mí también —dijo Lyle—. Bueno, ya tenemos algunas cosas en común. ¿Y qué me dices de los gusanos? ¿Los has comido alguna vez?
—No. ¿Tú sí?
—He trabajado mucho en zonas de aborígenes, y así es como he probado alimentos un tanto raros.
—¿Por ejemplo? —preguntó Marcus, con un interés macabro.
—Pues por ejemplo larvas de polillas.
—Billy-Ray también las come —dijo Marcus.
—¿Y zorros voladores cocidos con hojas de palma? —dijo Lyle—. Exquisitos.
—¿El zorro volador no es una especie de murciélago? —preguntó Marcus, sin dar crédito a sus oídos.
—Exactamente. El murciélago frito no está tan malo, hijo mío; sobre todo las alitas crujientes están riquísimas.
Lyle se echó a reír, y cuando Marcus le acompañó en la risa a Lyle le sonó a música celestial.
De repente, Lyle cayó en la cuenta de que había llamado a Marcus «hijo mío» sin el menor esfuerzo. Después de guardar silencio un rato, Lyle miró a Marcus. Este sonrió, pero luego se volvió con timidez. Esa relación era tan nueva para los dos… Lyle tenía claro que Marcus tardaría un tiempo en sentirse realmente bien en su compañía. Pero no importaba. Tenían tiempo. Todo el tiempo del mundo.
—¿Trabajas mucho en las comarcas de los aborígenes? —se interesó Marcus.
—En el pasado sí, pero le voy a pedir al doctor Tennant que me encargue más vuelos que me traigan a Winton. Así podríamos pasar más tiempo juntos. ¿Te gustaría?
—Sí, sería genial —respondió Marcus sinceramente—. Y si tienes tiempo, me gustaría que me ayudaras con los exámenes. Como me he saltado un curso por las buenas notas, me resultará más difícil. Si el año que viene saco buenas calificaciones, quizá me baste para entrar en la universidad, incluso para hacer la carrera de medicina. Me refiero, naturalmente, a si puedes y tienes tiempo.
Aldo era prácticamente analfabeto y jamás había mostrado interés por cambiar esa condición.
—Nada me gustaría más. Ya solo por eso, me tomaré ese tiempo sin falta —respondió Lyle.
Marcus se puso contentísimo.
—¡Lyle! Tenemos que continuar. Hay una llamada de urgencia.
Era el piloto con el que esa noche estaba de servicio. Para entonces ya había reunido a unos cuantos chavales para que ahuyentaran a los canguros de la pista de despegue y poder así despegar.
—Me tengo que marchar, pero he disfrutado mucho de nuestra conversación —dijo Lyle, levantándose.
—Yo también —dijo Marcus, y asimismo se levantó.
—¿Ya has decidido cómo me vas a llamar?
Marcus se puso rojo y miró al suelo.
—Piénsalo y tómate el tiempo que quieras. Estaría bien que me llamaras papá, pero si no te sale, llámame tranquilamente Lyle.
—¡Lyle! ¿En serio? ¿No te importaría que te llamara Lyle?
Marcus estaba encantado. Le gustaba mucho cómo le trataba Lyle, casi como a un adulto. En cierto modo, le hacía sentirse importante.
—Solo depende de ti —dijo Lyle.
Marcus se mostró conforme.
—Me lo pensaré —le prometió.
—¿Estás listo, Lyle? —le preguntó el piloto.
—Sí, ya voy —le respondió Lyle. Luego miró a Marcus—. Nos veremos pronto, hijo mío —dijo, poniéndole una mano en el hombro antes de marcharse.
—Entonces hasta pronto, papá —le dijo Marcus.
Lyle se volvió y le dijo adiós con la mano. Se le había quitado un buen peso de encima. Nunca hubiera imaginado que volvería a oír esa palabra. Se sentía feliz y triste al mismo tiempo, pues se acordaba de Jamie.
Marcus sonrió, le devolvió el saludo y regresó a todo correr a la fiesta. Tenía que ver inmediatamente a su madre.