Como Aldo llevaba unos días especialmente malhumorado, Elena se encontraba al borde de un colapso. Nada más empezar el día, a Aldo se le derramó el té y se quemó y, luego, en un ataque de ira, arrojó el desayuno al suelo. Elena tuvo que armarse de valor para mantener la calma. Cuando intentó limpiar el suelo y ponerle un paño frío en la piel quemada, él le dio un manotazo. A mediodía, Aldo rechazó la tortilla que Elena le había preparado solo para él.
—No te necesito. No necesito tu compasión —gruñó Aldo—. Sé que solo estás a la espera del día en que puedas abandonarme. Únicamente te quedas conmigo por un sentido del deber, cuando en realidad amas a otro.
Como Elena no sabía que Aldo había visto a Lyle y Marcus juntos, tampoco entendía a santo de qué venía que de pronto le dijera todas esas cosas.
Cuando llegó la tarde, Elena se hartó.
—Si pudiera ir a alguna parte, claro que te abandonaría —le dijo amargada—. Nada de lo que hago es de tu gusto. Estás firmemente decidido a hacerme la vida imposible porque no sabes aceptar tu situación.
Aunque la crueldad no formaba parte del carácter de Elena, su nivel de tolerancia estaba más bajo que nunca.
—Al fin y al cabo, me encuentro en esta situación por tu culpa —la incriminó Aldo, mirándola lleno de amargura.
—No; si estás en una silla de ruedas es porque te caíste de la torre del molino de viento. Estás como estás porque eres un viejo malvado y abominable.
Dicho lo cual, Elena salió de casa y se fue corriendo al hospital.
—Qué pronto llega hoy —le dijo Deirdre a Elena, mirando el reloj al cruzarse con ella en el pasillo del hospital—. Su turno no empieza hasta dentro de una hora.
—He tenido que largarme de casa —contestó Elena, todavía con la lengua fuera por haber hecho todo el camino a la carrera. Pero nada más pronunciar esas palabras, le entró mala conciencia—. ¿Es esta la señora Pettigrove? —preguntó para distraerse, mirando hacia una habitación.
—Sí, tiene fiebre y, al parecer, el doctor Thompson no encuentra la causa.
La señora Pettigrove era la anciana más encantadora de la ciudad… y la que más tiempo llevaba viviendo en Winton. Con toda la razón del mundo, se sentía muy orgullosa de su edad. Faltaban unos días para que cumpliera cien años. Como todos la querían, la gente de la ciudad había preparado una gran fiesta con motivo de su cumpleaños.
Elena se acercó a la cama de la anciana y tomó su frágil y diminuta mano de piel transparente y fina como el papel. Laura Pettigrove había sido modista y se hacía raro verla sin uno de sus sombreros, casi siempre adornados con un arreglo floral muy vistoso y llamativo. Con una de sus creaciones se cubría su escaso y fino cabello y se protegía la cabeza del sol.
—Buenas tardes, Laura —dijo Elena en voz alta, pues la anciana oía mal.
Laura Pettigrove abrió sus ojos azules. Presumía de que aún tenía buena vista.
—Hola, cariño —dijo con una triste sonrisa, al reconocer a Elena—. ¿Qué hace usted aquí?
—Trabajo aquí. ¿Ya no se acuerda? Así que de ahora en adelante cuidaré de usted. ¿Y qué hace usted aquí?
—No estoy muy segura. Me ha traído Robert. —Robert era su hijo, que ya tenía más de ochenta años y estaba bastante achacoso—. Dice que tengo que descansar. —Volvió a cerrar los ojos.
—Bueno, puede descansar lo que haga falta, pero queremos que se ponga en pie lo antes posible.
Neil se acercó a la cama de la anciana con unos papeles.
—Por favor, esta noche vigile atentamente la temperatura de la señora Pettigrove, Elena —dijo—. Si le sube la fiebre, dele unas fricciones con una esponja.
—Así lo haré, doctor —prometió Elena.
—Si no le importa, Elena, preferiría que me diera las fricciones ese médico tan guapo —dijo la señora Pettigrove, todavía con los ojos cerrados pero con una sonrisilla maliciosa.
—Bueno, bueno, sea obediente, ¿eh? —la reprendió Neil en broma.
Estaba acostumbrado al humor descarado de Laura. Además, sabía que en realidad era tan recatada como solo podía serlo una dama de la época victoriana. Incluso llevaba siempre corsé. Pero a Laura le encantaba aparentar lo contrario y ver cómo se sonrojaban los hombres jóvenes.
Neil bajó la voz.
—No es tan dura de oído como pretende parecer —dijo, guiñándole un ojo a Elena.
—Es cierto; no lo soy —intervino la señora Pettigrove, sonriente.
—¿Tiene ya un diagnóstico? —le preguntó Elena a Neil cuando salieron de nuevo al pasillo.
—No, le he hecho un análisis de sangre y no parece tener una infección, así que en cierto modo no sé qué hacer.
Elena vio que estaba preocupado. Se quedó casi toda la noche con Laura Pettigrove, observándola con atención. Neil le había auscultado varias veces el corazón y los pulmones. Le había tomado muestras de orina, pero sin encontrar ni rastro de una infección.
Hacia las diez, Laura se mostró inquieta; respiraba con dificultad.
—¿No se encuentra bien, Laura? —le preguntó suavemente Elena.
Laura se aferró a su mano.
—No, no estoy muy bien, cariño —jadeó.
—Quiero que respire hondo, lentamente —le recomendó Elena a Laura, palpándole la frente para ver si le había vuelto a subir la fiebre.
—Creo que no voy a poder ir a la fiesta de mi cumpleaños, Elena —dijo Laura con la voz ronca—. Pero prométame que de todos modos se celebrará y que todos se divertirán en ella. Y prométame también que usted llevará el sombrero que me había hecho para ese día.
Elena se emocionó.
—Claro que irá a la fiesta y llevará su propio sombrero. Y bailará, se lo prometo. Su fiesta de cumpleaños será la más grande que se haya celebrado nunca en esta ciudad. Todo el mundo está deseando que llegue ese día. Betty Harris va a hacer para usted un pastel especial de frutas escarchadas con mazapán. Ya ha puesto a macerar la fruta en coñac. Sé que en las ocasiones especiales le gusta dar un traguito de coñac, ¿verdad que sí?
Laura no respondió. Le faltaba el aire, y Elena ya no sabía qué hacer.
—Voy en busca del doctor Thompson —dijo.
Laura apretó la mano de Elena.
—No quiero pasar sola mi último momento, Elena —dijo en un tono de voz inquietante—. Por favor, no se vaya, quédese conmigo.
—No va a morir, Laura —dijo Elena con decisión, pensando que no era propio de Laura decir una cosa así.
—Ha llegado mi hora, Elena. Mi cuerpo está agotado. —Laura la miró, pero sus ojos no parecían verla—. Nadie puede vivir eternamente y yo quiero irme en paz. Estoy preparada —añadió.
—Laura —rogó Elena—, aguante, por favor, Laura. No podemos celebrar la fiesta sin usted.
Laura cerró los ojos y una sonrisa iluminó su rostro.
—Voy, amado mío —susurró—. Ya estoy de camino.
Elena no podía ni quería creer que hubiera llegado la hora de la despedida de Laura. Tenía un nudo en la garganta.
—Por favor, quédese con nosotros, Laura —le rogó—. ¡Por favor!
Laura abrió momentáneamente los ojos, miró a Elena y los volvió a cerrar. Los rasgos de su cara adquirieron una expresión completamente beatífica. Estaba preciosa. Elena se quedó fascinada. Mientras miraba a Laura, le pareció que se le alisaban las arrugas de la cara.
En ese momento entró Neil en la habitación. De una sola mirada comprendió la situación. Cogió la mano de Laura y le tomó el pulso.
Elena le miraba para que le confirmara que Laura aún seguía con vida.
—Solo está dormida, ¿verdad? —preguntó.
Aunque sabía la verdad, no quería reconocerla, de modo que se aferró a su esperanza.
Neil negó con la cabeza. Luego le auscultó el pecho con el estetoscopio. Sin apartar la vista, Elena imploró para que Neil oyera los latidos del corazón de Laura, pero este no dijo nada. A Elena se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Por qué no sería capaz de tomárselo con distanciamiento? Al fin y al cabo, desde muy joven había visto morir a mucha gente como enfermera. Pero la muerte de Laura le afectó tanto que fue incapaz de contener el llanto. Suavemente depositó la mano de la anciana otra vez en la cama.
—Lo siento, Elena. Se ha dormido para siempre —dijo Neil.
—Deberíamos haber hecho algo —gimió Elena.
—Si hubiéramos podido salvarla, lo habría hecho, Elena; créame. Pero sus órganos vitales estaban agotados. No son muchos los que consiguen llegar casi a centenarios.
—Ha cerrado los ojos y ha hablado con alguien, como si realmente estuviera viendo a alguien. Aunque quizá me tome por loca, creo que era Percy. Le ha dicho que iba a su encuentro —dijo Elena.
Percy era el marido de Laura. Llevaba muerto más de treinta años, pero ella decía siempre que era el amor de su vida y hablaba de él como si nunca la hubiera abandonado. Durante los diez últimos años afirmaba con frecuencia que la esperaba en la puerta del cielo.
—No la tomo por loca, Elena. En mi profesión de médico me he encontrado con muchas cosas a las que no encuentro explicación.
—¿Por qué ha tenido que pasar eso precisamente hoy? ¿Por qué?
Elena prorrumpió en llanto. Al notar que no podía respirar bien, abandonó la habitación, bajó las escaleras y salió a la calle. Ante la puerta de entrada del hospital se detuvo a coger aire. Sabía que acababa de darle un ataque de pánico, pero no había podido remediarlo. Se dejó caer en un banco y aspiró y expulsó varias veces el aire entre fuertes sollozos. Ya eran más de las once de la noche, de modo que la calle estaba silenciosa y sin un alma; tan solo un canguro brincaba en solitario por la ciudad. Los grillos cantaban en los arriates de los huertos, mientras las salamanquesas serpenteaban por los caminos a la búsqueda de algo comestible. Millones de estrellas lanzaban destellos en el cielo. Elena, sin embargo, no reparaba en las bellezas de la naturaleza.
Ese día lo guardaría en la memoria como uno de los más tristes de su vida. No podía pensar en nada salvo en la encantadora, generosa y gentil Laura y en las ganas que tenía de celebrar su centésimo cumpleaños. Los habitantes de Winton se quedarían muy afectados cuando se enteraran de su muerte. Elena no sabía cuántas más cosas sería capaz de soportar. Lloró y lloró pensando que no iba a poder dejar de llorar nunca.
Marcus pasó una noche inquieta. Llevaba horas intentando conciliar el sueño, pero no lo conseguía. Se levantó y abrió la ventana de par en par. Miles de millones de estrellas fulguraban en el cielo, pero él apenas las veía. No podía dejar de pensar en lo que le había dicho Lyle. Llevaba ya unos días sin poder apartar esos pensamientos de la cabeza. Se sentó en el alféizar de la ventana y miró hacia la calle. La luna iluminaba sesgadamente el hospital. Vio a alguien sentado en un banco, delante del hospital; en cierto modo, su silueta le resultaba familiar. Marcus se extrañó. ¿Quién podía ser? Tardó un rato en caer en la cuenta de que era su madre, y si la vista no le engañaba, estaba llorando desconsoladamente.
Elena intentó calmarse, pero se le habían ido acumulando demasiados sentimientos dolorosos. Demasiadas veces había tenido que contener el llanto y ocultar sus preocupaciones. Y ahora, sencillamente, ya no le quedaban fuerzas.
A través de su uniforme de enfermera notó el calor de una mano posada en su hombro. Era un detalle por parte de Neil, siempre tan comprensivo y compasivo, que hubiera salido a ver cómo se encontraba. Puso su mano sobre la de él, pero no se volvió a mirarle.
—Enseguida vuelvo, Neil. Siento haber perdido los nervios. Es que he tenido un día espantoso. Me da vergüenza que me vea así, pero la muerte de Laura añadida a todo lo que estoy pasando ha sido superior a mis fuerzas. Ahora mismo vuelvo al trabajo.
—Mamá, soy yo —dijo Marcus.
Elena se volvió sorprendida. A la luz de la farola del hospital, Marcus vio que su madre tenía los ojos rojos e hinchados y la cara bañada en lágrimas. Elena sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las mejillas.
—¡Marcus! ¿Qué haces aquí a estas horas?
—Te he visto desde mi ventana —respondió Marcus.
Elena sabía que el chico no podía dormirse cuando tenía preocupaciones.
—¿Pasa algo? ¿No te encuentras bien?
—Me encuentro perfectamente. —Marcus se sentó a su lado en el banco—. Pero tú no estás bien. ¿Qué te pasa, mamá? ¿Por qué lloras?
—Se acaba de morir la señora Pettigrove —dijo sonándose.
—Pero si ya era muy mayor, ¿no?
—Sí, no hay muchos que lleguen a cumplir casi los cien años.
—Entonces no deberías estar triste. Al fin y al cabo, no iba a vivir eternamente.
Elena miró desconcertada a su hijo.
—Tienes razón. Cómo echaba de menos tus sabios comentarios —dijo, y otra vez rodaron las lágrimas por sus mejillas.
—Y yo te he echado de menos a ti, mamá. Quería decirte que siento haberme portado tan mal contigo.
A Elena le tembló el labio inferior.
—Ay, Marcus —dijo, abrazando a su hijo—. Y yo siento haberte hecho tanto daño —susurró.
—Hace unos días hablé con el doctor MacAllister. Me contó lo que pasó cuando os conocisteis.
Elena alzó la vista.
—¿Eso te ha contado? —preguntó sorprendida.
—Ahora entiendo que solo hiciste lo que entonces consideraste que era lo mejor. Te encontrabas en una situación difícil, y yo no debería haberte juzgado con tanta severidad.
Elena apenas daba crédito a lo maduro y adulto que se había vuelto su hijo. Estaba infinitamente agradecida a Lyle por haberle ayudado a entenderlo todo y se sentía muy orgullosa de Marcus.
Luigi se despertó y aguzó el oído. ¿Qué ruido era ese? Estaba seguro de haber oído algo. Despacito, para no despertar a Luisa, se levantó y recorrió la casa. Miró en todas las habitaciones. Al no encontrar a Marcus en su cama, le entró el pánico. Corrió hacia la puerta y vio que estaba entornada. Marcus debía de haberse vuelto a escapar. Recordó lo pensativo que había estado su nieto esos últimos días. Confió en que no le pasara nada.
—¡Luigi! —le llamó Luisa, al ver a su marido junto a la puerta abierta de la casa—. ¿Qué haces ahí? Me he despertado y he visto que no estabas en la cama. —Como Luigi no respondía, se acercó a él—. ¿Te encuentras bien, Luigi?
—Sí —dijo él.
—¿Qué se te ha perdido ahí fuera en mitad de la noche? —preguntó ella. Viendo que su marido miraba fijamente al otro lado de la calle, también ella quiso comprobar lo que le dejaba sin habla—. ¿Quién está ahí enfrente? —indagó entonces Luisa, al divisar dos personas sentadas en el banco, delante del hospital.
—Son tu nieto y tu hija —le explicó Luigi, colmado de felicidad.
—¡Dios de mi vida! —exclamó Luisa, juntado las manos para dar gracias al Señor.
—Creo que algunas de tus oraciones han sido escuchadas —dijo Luigi.
—Ay, Marcus, si supieras la de veces que he estado a punto de contarte que Aldo no era tu padre biológico, cuando se portaba con dureza contigo… Muchas veces he tenido en la punta de la lengua explicarte por qué sois tan distintos, pero tenía miedo a tu reacción.
—Siempre he tenido claro que no soy como él, mamá. Y también sabía que no se conformaba con que yo no quisiera ser granjero.
—Te pareces mucho más a tu verdadero padre, Marcus. —Marcus vio que eso a su madre le alegraba, e iba a decir algo pero se calló—. ¿Qué pasa, Marcus? Puedes contarme lo que quieras; lo sabes, ¿no?
—Me gustaría conocer a mi padre… quiero decir, al doctor MacAllister, mamá.
Elena sonrió.
—Estoy segura de que eso le hará muy feliz, Marcus.
—¿De verdad lo crees?
—Sí. Es muy buena persona, Marcus. ¿Te ha contado que su otro hijo perdió la vida en un accidente?
—Sí, y creo que fue un buen padre. Dice que quizás exista una razón para que ocurriera lo que ocurrió, porque así ha podido disfrutar de su hijo hasta su muerte. Probablemente tenga razón.
—Es muy generoso por tu parte que digas eso, Marcus. Espero que sepas lo orgullosa que he estado siempre de ti y lo mucho que te quiero.
—Lo sé, mamá. Siempre he sabido que me quieres. —Marcus guardó un rato de silencio—. Mamá, ¿podrías volver a amar al doctor MacAllister si no estuvieras casada?
Elena no fue capaz de confesarle a su hijo que nunca había dejado de amar a Lyle, ni un solo día. Así que se paró a pensar en las palabras más adecuadas.
—En cierto modo, siempre le querré —dijo luego—, porque gracias a él te tengo a ti.
No hizo falta que se dijeran nada más. Ese día, que había empezado de un modo tan horrible y había seguido de manera tan triste, había tenido un final feliz.