Lyle le pidió a Deirdre que tomara las medidas necesarias para que Marcus fuera al hospital a hacerse un chequeo rutinario.
—Pero si estoy bien —protestó Marcus, cuando Deirdre le pilló una tarde saliendo del colegio, camino de casa.
—Se trata de una simple medida de precaución. No es inusual que sometamos a los pacientes a un chequeo de control. Los médicos siguen preocupados por tus ataques espasmódicos.
A Marcus le sonó digno de confianza lo que le dijo Deirdre. Siempre le había caído bien.
—¿Me examinará el doctor Thompson?
—Es muy probable. Pero si está ocupado, pues entonces otro médico —dijo ella sin comprometerse.
No quería engañarle deliberadamente, pero al fin y al cabo lo hacía por su bien.
—¿Se refiere al… doctor Rogers?
—Exacto. Pudiera ser. Depende del médico que tenga tiempo en ese momento.
La tarde siguiente, después de concertar una cita, Marcus fue a la consulta del doctor Thompson. Al ver que allí le esperaba Lyle, dio media vuelta y se dispuso a marcharse.
—Espera, Marcus —le pidió Lyle—. Por favor, dame unos minutos.
—¿Para qué? —preguntó Marcus enfadado—. ¿Por qué iba a hablar con usted?
—Entiendo que estés furioso conmigo, y tienes todo el derecho del mundo, pero ¿por qué haces tanto daño a tu madre?
—Me ha mentido, y no fue una mentira piadosa. Debería haberme contado quién es mi verdadero padre. Ahora ya lo sé, y usted solo puede hacer una cosa: mantenerse alejado de mí y de mi madre.
Marcus salió corriendo de la consulta y, esta vez, nada pudo retenerle.
Lyle le llamó, pero sin éxito.
—Lo he intentado —le explicó más tarde a Deirdre—. No quiere escucharme. Sencillamente, aún no está preparado.
Durante las siguientes semanas, la casualidad quiso que Lyle no tuviera que ir a Winton. Pero cuando un paciente llamó por radio a los Médicos Volantes con la sospecha de haber contraído un vólvulo o malrotación intestinal, regresó al hospital y se encontró con una sorpresa.
—¡Elena! —exclamó, completamente desconcertado.
Elena estaba vestida de enfermera junto a la cama de un paciente, al que atendía cariñosamente. Vivos recuerdos cruzaron como relámpagos por la cabeza de Lyle. De pronto se sintió trasportado al año 1918. Con una claridad meridiana, revivió lo enamorado que estaba entonces de Elena. Se quedó un rato mirándola fijamente, como si la oleada de emociones que le asaltaban le hubiera hecho enmudecer.
—¡Lyle! Cuánto tiempo hace que no vienes por aquí.
Las palabras de Elena lo devolvieron al presente.
—Es cierto, hace mucho… ¿Desde cuándo trabajas aquí?
—Desde hace un mes más o menos —respondió Elena.
El doctor Robinson se había jubilado antes de lo previsto y había regresado a Inglaterra. Tenía muchas ganas de conocer a su media hermana. Elena perdió su trabajo. Había intentado buscar empleo en la ciudad, pero sus únicas facultades profesionales residían en el cuidado de los enfermos. De manera que aceptó un puesto en el hospital de Winton. Cinco días a la semana hacía el turno de tarde. Así, por la mañana, podía ocuparse de Aldo y, luego, trabajar de cuatro a doce.
La mirada de Lyle recayó en el paciente, ya mayor, del que se ocupaba en ese momento Elena.
—Hola, Phil —le dijo. Lyle conocía bien a Phil Duffy y su historial clínico. Phil padecía graves trastornos pulmonares—. Espero que no le haya dado demasiadas caladas a su pipa.
—¡Qué va, doctor! —contestó Phil, y esbozó una sonrisita maliciosa que dejaba al descubierto sus dientes manchados de nicotina, antes de empezar a toser.
Elena esperó a que se le pasara el ataque de tos; luego salió al pasillo con Lyle.
—Ya me preguntaba si habrías dejado de trabajar para los Médicos Volantes y habrías abierto una consulta en alguna parte.
Le habría gustado preguntarle si, entretanto, se había casado con Alison, pero le dio miedo la respuesta.
—He estado casi todo el tiempo trabajando en la región que rodea Mount Isa. Pensaba que era mejor para ti y para Marcus que no viniera con demasiada frecuencia a Winton.
Elena podría haberle contado que su ausencia no había cambiado las cosas. Aldo seguía lleno de odio y amargura y se portaba con crueldad. La torturaba a diario con comentarios sarcásticos porque partía de la base de que ella solo trabajaba en el hospital para poder encontrarse con su amante. Sus celos y su rencor eran difíciles de sobrellevar. Ella intentaba ignorar su comportamiento en la medida de lo posible, pero a veces se hartaba y le daban ganas de salir corriendo. Elena había confiado en que con el tiempo se le pasara la amargura, pero todo seguía igual.
—¿Qué tal está Marcus? —preguntó Lyle.
—Mi madre dice que está bien. De todas maneras, sigue sin querer verme —respondió ella con tristeza.
Lyle se compadeció de ella.
—Desearía poder ayudar de alguna manera —dijo.
—No puedes —contestó Elena.
Lyle no le contó que ya lo había intentado.
—¿Qué tal está Aldo?
—Tiene que luchar con su situación —respondió Elena.
Lyle sabía leer entre líneas, aunque ella solo diera respuestas cortas. Veía lo consumida que se había quedado Elena y eso le partía el alma.
—Siento muchísimo que tu vida haya evolucionado de esta manera. Me siento responsable de ello.
—Tú no tienes culpa de nada, Lyle. Podría haberle dicho la verdad a Aldo, podría haberle contado que estaba embarazada cuando me casé con él. Al fin y al cabo, la que mintió fui yo. Tú solo pensaste en portarte decentemente con Millie.
Lyle se la quedó mirando, y sus labios se contrajeron en una triste sonrisa.
—Sigues siendo tan guapa como entonces —dijo.
Elena sabía que no era verdad. Había cambiado mucho de aspecto. Lyle, en cambio, se conservaba igual de atractivo que cuando lo conoció por primera vez.
—Han pasado muchas cosas desde entonces —dijo ella en tono desdichado.
—Ojalá la vida hubiera transcurrido de otra manera —opinó Lyle.
—Pero no lo ha hecho, y eso ya no lo podemos cambiar —respondió Elena, a quien no le gustaba que le recordaran la felicidad que había perdido—. Bueno, más vale que me vaya. Tengo que anotar en el historial los datos del señor Duffy.
Lyle, abatido, la vio marchar. Elena sufría por lo que él le había hecho. Cuánto le gustaría poder enderezar las cosas.
A grandes y enérgicas zancadas, Lyle abandonó el hospital y cruzó la calle. Sin dudarlo ni un momento, se dirigió a casa de los padres de Elena. Aún seguía abierta la carnicería Fabrizia, de modo que esperaba encontrar a Marcus en casa… sin sus abuelos.
Cuando llamó con los nudillos, Luisa le abrió la puerta delantera. Se quedó sorprendidísima al ver a Lyle.
—Buenas tardes, señora Fabrizia. ¿Está Marcus en casa? —soltó de sopetón—. Me gustaría hablar con él.
—No —contestó Luisa—. No está en casa.
Lyle no sabía si le decía la verdad, pues hacía tiempo que habían terminado las clases del colegio.
—¿Me permite entonces preguntarle dónde podría encontrarle?
—¿Algo va mal, doctor MacAllister?
—No, no pasa nada. Solo quería hablar con él.
Luisa sabía lo mucho que sufría su hija porque su hijo no quisiera saber nada de ella. Aunque llevara muchos años enfadada con Lyle, en realidad, cuando este abandonó a Elena, no sabía que ella esperaba un hijo suyo. A lo mejor, ahora podía contribuir a que Elena y Marcus restablecieran su relación. Rogó encarecidamente para que esa fuera la intención de Lyle.
—Está jugando al fútbol con sus amigos en el patio del colegio, pero a estas horas debería estar viniendo para casa. Si baja por esa calle y luego toma la primera a mano izquierda, quizá se cruce con él —dijo Luisa señalándole le dirección que debía tomar.
—Gracias, señora Fabrizia —dijo Lyle, poniéndose en camino.
—Luisa —llamó Luigi, que en ese momento entraba por la puerta trasera.
—Dime, Luigi —dijo Luisa, y se dirigió por el pasillo hacia la cocina.
—¿Quién era ese? —quiso saber Luigi.
Luisa estuvo tentada de mentirle, pero luego decidió contarle la verdad a su marido.
—Era el doctor MacAllister —dijo, con la esperanza de no provocar otro estallido de ira.
—¿Y qué quería?
—Estaba buscando a Marcus.
—¿Y eso por qué?
Luigi sabía exactamente cómo estaban las cosas. Todas las noches oía a su mujer rezando para que el sufrimiento de Elena tocara su fin. Sabía lo mucho que trabajaba Elena: de día, en casa, con Aldo, y luego, hasta medianoche, en el hospital. Sin decirlo muy claramente, más de una vez le había insinuado a Luisa que le llevara un potaje o un ragú a Elena para que la pobre no tuviera que guisar todos los días antes de ir al trabajo. Se esforzaba por entretener a Maria y Dominic cuando salían del colegio y durante los fines de semana para que no le dieran demasiada guerra a su madre. Pero en lo que no podía intervenir era en la actitud de Marcus con respecto a su madre, pese a que ya había acometido un intento de hablar con Marcus sobre Elena. El chico se había cerrado en banda.
—No sé por qué quería ver a Marcus —respondió Luisa—; no me lo ha dicho. Pero daba la impresión de haber tomado alguna firme resolución.
A menudo, Aldo se sentaba junto a la ventana de la casa de la calle Patterson para contemplar a Marcus a la salida del colegio. A veces le entristecía recordar la vida que hacían juntos. En otras ocasiones, apartaba la vista, pues sencillamente no podía soportar las mentiras que le había contado Elena. Que hubiera tenido intimidad con otro hombre era algo que le devoraba por dentro. Los días en que era asaltado por esos pensamientos arrojaba contra la pared algo valioso que le perteneciera a ella, solo para disgustarla.
Elena sabía siempre cuándo había tenido un día especialmente malo porque cuando llegaba por la noche a casa, después de su turno, se encontraba siempre algo roto o hecho añicos. Además, una y otra vez le decía que la comida estaba asquerosa, sobre todo cuando sabía que la había preparado expresamente para él. A veces la miraba fijamente, como si quisiera estrangularla. Normalmente, cuando le veía en ese estado de ánimo, se mantenía apartada de él.
Esa tarde, cuando Aldo miró por la ventana, vio que Lyle bajaba por la calle. Ya solo de verle se encrespó. Luego se fijó en que Marcus venía en dirección contraria, desde el colegio, con una pelota de fútbol. Los dos se detuvieron y se miraron. Tras un breve intercambio de palabras, se dirigieron a un banco pequeño que había al borde de la calle. Aldo vio sentarse a los dos. Lleno de amargura, arrancó las cortinas de la ventana.
Lyle sintió alivio al ver que Marcus estaba dispuesto a hablar con él. Confiaba en que esta vez hubiera acertado con el momento oportuno. Lyle tenía la certeza de que el chico echaba mucho de menos a su madre, pues se le veía muy concentrado en sí mismo. Posiblemente estuviera agotado de luchar contra sus sentimientos.
—¿Qué tal en el colegio? —comenzó Lyle, precavidamente.
—Acabamos de tener los exámenes.
—¿Y has aprobado?
—Sí. Mi profesor dice que cuando acabe el curso que viene podría ir a la universidad —respondió Marcus.
Había pensado mucho en que pronto tendría que marcharse de Winton para estudiar una carrera.
—¿Te apetecería estudiar luego medicina? Creo sinceramente que tienes madera para ser un buen médico.
También en eso había pensado Marcus, para quien significaba mucho que Lyle le creyera capaz de hacerlo. Por lo demás, él mismo se extrañaba de haber aceptado tan pronto la invitación de Lyle para hablar con él. Lo cierto era que la situación le incomodaba un poco.
—Todavía no sé lo que haré —dijo tan fríamente como pudo—. ¿Sobre qué quería hablar conmigo?
—Creo que ya eres lo bastante mayor como para enterarte de lo que pasó entonces, cuando conocí a tu madre. También creo que tienes derecho a saber toda la verdad.
—Ya conozco la verdad. Usted dejó embarazada a mi madre y luego la abandonó. Y después ella se casó con mi… —Iba a decir «papá»—. Se casó con Aldo Corradeo y no le contó la verdad. Y a mí tampoco me dijo la verdad. ¿Qué más hay que saber?
—Pues bastante más. Cuando llegues a relacionarte en serio con las mujeres, Marcus, averiguarás que la vida a veces puede ser bien complicada.
Marcus ya lo había comprobado. Le gustaba mucho una chica del colegio. Sin embargo, cuando quiso citarse a solas con ella, la chica le rehuyó. Le dijo que a ella también le gustaría quedar con él, pero que creía que a él le gustaba más otra chica de clase. Marcus había intentado dejar las cosas claras, pero había comprobado que tener una relación con una chica era mucho más difícil de lo que imaginaba.
—¿Estás dispuesto a escuchar toda la historia? Así podrás decidir qué piensas sobre el asunto.
—¿Cómo voy a saber que me va a contar toda la verdad? —preguntó Marcus sin rodeos.
—Te doy mi palabra de que seré todo lo sincero que pueda contigo —respondió Lyle.
Marcus miró a Lyle a los ojos y sopesó sus palabras. Llegó a la conclusión de que Lyle era sincero y entonces dio su consentimiento.
—De acuerdo —dijo.
—Durante la guerra —empezó Lyle— trabajé en un hospital de Dumfries, que es mi ciudad natal escocesa. Muchos médicos fueron enviados al Hospital Victoria de Blackpool porque allí estaban desbordados de soldados heridos que volvían de la guerra. Era 1918. Por aquel entonces yo llevaba saliendo unos años con Millie Evans. Nunca le había propuesto matrimonio, pero todo apuntaba a que nuestra relación tenía que acabar en boda. Hasta entonces nunca nos habíamos acostado, porque queríamos esperar a ser marido y mujer. —Marcus se asustó de que Lyle le contara esos detalles tan personales, pero al mismo tiempo tuvo la sensación de ser tratado como un adulto. Y supo apreciarlo. Decidió reflexionar sobre todo lo que le contara Lyle y considerarlo sin prejuicios—. Algunas zonas de Inglaterra estaban expuestas a fuertes bombardeos, de modo que Millie y yo sabíamos que existía la posibilidad de que yo no regresara nunca. El hecho de que quizá no volviéramos a vernos lo cambió todo, y la noche anterior a mi partida nos amamos. Luego me marché sin saber si algún día nos encontraríamos de nuevo. No teníamos ni idea de lo que iba a durar la guerra. Nadie lo sabía. Tu madre era enfermera en el Hospital Victoria. La primera vez que la vi me quedé sin respiración. No sé si has mirado alguna vez a una chica y te han flaqueado las rodillas y se te ha acelerado el corazón, pero eso es lo que me pasaba a mí cada vez que veía a tu madre. —Aunque Marcus guardó silencio, se ruborizó, de modo que Lyle tuvo claro que el chico le entendía—. Elena es bella por fuera, pero aún es más bella por dentro. Admiraba su bondad y la entrega con la que se ocupaba de sus pacientes. No era raro encontrarla por la mañana dormida en una silla junto a un paciente, donde había pasado la noche entera. Muchos de los hombres morían por sus horribles lesiones, pero tu madre se sentaba a su lado aunque acabara de terminar una agotadora jornada de doce horas. Algunos de esos soldados eran unos pocos años mayores que tú y estaban muertos de miedo. Ella les leía en voz alta para distraerles de sus dolores y de su sufrimiento. Escribía cartas a casa para los hombres que ya no podían hacerlo por sí mismos. Casi todo el personal estaba deseando irse a su casa nada más terminar su turno, pero tu madre era la gran excepción. A menudo trabajábamos juntos, y pronto comprobé que me había enamorado perdidamente de ella. Yo creía que amaba a Millie, pero no tenía ni idea de que existiera un amor como el que sentía por tu madre. Ese sentimiento no se podía comparar con nada. Cuando me enteré de que ella sentía lo mismo, supe que tenía que cortar inmediatamente con Millie. Quería pasar el resto de mi vida con tu madre. De eso estaba completamente seguro, pues nunca me había sentido tan feliz. Ella sabía que sus padres se opondrían porque yo no era italiano ni católico. Me habría convertido al catolicismo si sus padres me lo hubieran exigido, pero tu madre sabía que la desheredarían por citarse con un protestante escocés y que la expulsarían de casa. No obstante, queríamos permanecer juntos, de modo que fui a casa para confesarle la verdad a Millie.
—¿Sabía mi madre que usted tenía una novia en Escocia? —indagó Marcus, queriendo poner a prueba a Lyle, aunque conociendo la respuesta.
—No, no lo sabía. Naturalmente, debería habérselo dicho, pero no quería herirla bajo ningún concepto. Sé que cometí un error. Cuando regresé a Escocia, el padre de Millie se encontraba gravemente enfermo y ella estaba muy preocupada por él. No era el momento oportuno para partirle el corazón, de modo que regresé a Blackpool. Poco después de mi regreso terminó la guerra. Todo el mundo estaba eufórico de alegría, menos tu madre, que acababa de enterarse de que su padre quería casarla con un hombre al que había invitado un día a casa. Además, su padre había hecho planes para emigrar todos a Australia. Elena estaba trastornada. Fue a buscarme a la pensión. Fue un momento increíblemente conmovedor y, finalmente, tuvimos relaciones íntimas. Hicimos planes para un futuro en común, pues eso era lo que queríamos los dos. Luego me fui a casa para romper con Millie. Antes de que pudiera decirle nada, me contó que esperaba un hijo mío. Aunque esperaba hacerme feliz con la noticia, me sentí derrumbado. Sopesé seriamente la posibilidad de abandonarla y llevar a la práctica mi plan de casarme con tu madre.
—¿Y por qué no lo hizo?
—Mi padre, que también era médico y poseía una gran sabiduría, me convenció para que me portara decentemente. Y tenía razón. En lo más profundo de mi ser sabía que no podía dejar en la estacada a mi hijo, pero amaba tanto a tu madre…
—Y sin embargo se separó de ella —dijo Marcus.
—No inmediatamente. Cuando regresé a Blackpool, tu madre había contraído la gripe española. Por aquel entonces perdimos a cientos de pacientes aquejados de gripe. Permanecí día y noche junto a su lecho rogando a Dios que la mantuviera con vida. Yo intentaba persuadirla de que se tenía que curar para que pudiéramos estar juntos. Sé que en ese momento no fui sincero, pero quería que tuviera una buena razón para luchar contra la enfermedad, a la que tantos otros habían sucumbido. Y funcionó. Pero entonces llegó Millie al hospital. Quería averiguar por qué no iba a casa, puesto que había terminado la guerra y tenía planes para nuestra boda. Tu madre nos vio hablar. Me había propuesto contarle la verdad cuando se recuperara lo suficiente como para asimilarlo todo. Pero ella me hizo preguntas acerca de Millie, y tuve que decirle inmediatamente la verdad. En su opinión, debía marcharme y casarme con Millie. Dijo que tenía que portarme decentemente con respecto al bebé. Sé que eso le rompió el corazón. A mí también se me rompió.
—Y si hubiera sabido de mi existencia, ¿qué habría hecho? —preguntó Marcus.
Lyle lanzó a Marcus una triste mirada, pues acababa de acordarse de Jamie.
—Me habría casado con tu madre, pero habría hecho todo cuanto estuviera en mi mano por apoyar a Millie y a mi hijo. Después de todo, Marcus, quizás hubiera una razón para que todo ocurriera como ocurrió.
—¿Qué quiere decir?
—He disfrutado doce años de mi hijo, y esos años cuentan mucho para mí.
—¿Por qué solo doce años? ¿Lo dejó en Inglaterra con Millie? —dijo Marcus, que pese a notar un destello de dolor en la mirada de Lyle, no lo entendía.
—No, no le abandoné. Nos abandonó él. Murió el día en que cumplía los doce años.
Marcus se quedó horrorizado.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Iba en la bicicleta que le había regalado yo por su cumpleaños, cuando le atropelló un camión.
Lyle tuvo que respirar hondo. Hablar de ese accidente le provocaba una angustia indescriptible.
—Qué horror —dijo Marcus, sintiendo sinceramente lástima por Lyle.
—Ya sé que tendría que haberme ocupado de ti, Marcus, pero doy gracias a Dios de que me dejara pasar doce años con mi Jamie. Y espero que lo entiendas. —Marcus asintió con la cabeza—. Tu madre probablemente no supiera que estaba embarazada de ti por los síntomas de la gripe. Durante las primeras semanas no lo notó. Pero luego su padre dispuso el matrimonio con Aldo. Tienes que intentar comprender la angustia que sintió al enterarse de que estaba embarazada de ti, Marcus. Si sus padres la hubieran desheredado, y seguro que lo habrían hecho, se habría quedado sola en Blackpool con su bebé. Y como muchos soldados regresaban de la guerra en busca de un empleo, resultaba difícil encontrar trabajo. Ya no podía hacer turnos de doce horas en el hospital, pues no quedaba nadie que se ocupara de ti. Lo más probable es que hubiera acabado en la calle con una criaturita. Tan desesperada estaba, que optó por la mejor solución. Por aquel entonces, las madres solteras eran expulsadas de la sociedad.
—No puedo imaginarme que la abuela no se hubiera ocupado de mamá. Seguro que la habría ayudado.
—Sin duda lo habría deseado, pero tu abuelo no lo habría consentido. Las chicas italianas decentes no podían ser madres solteras. Que ocurra eso en la sociedad no es justo, pero así eran entonces las cosas, sobre todo entre las familias italianas. Incluso hoy sigue habiendo muchas familias que no aceptan a las hijas solteras embarazadas.
Marcus sabía que había mucho de verdad en lo que decía Lyle. Su abuelo le había dado la espalda a su madre por haberle mentido. Creía que para entonces ya no se mostraría tan duro, pero al principio le había prohibido la entrada en su casa.
—Tu madre no tiene ninguna culpa de todo esto —dijo Lyle—. La dejé en la estacada de la peor manera posible. La abandoné para casarme con otra. Si quieres odiar a alguien por lo que pasó, ódiame a mí. Pero has de saber que tu madre te quiere mucho, Marcus. Intenta imaginar el miedo que le daba contarte la verdad. Estoy seguro de que lo ha deseado muchas veces.
—¿Y por qué no lo ha hecho?
—Supongo que quería esperar a que fueras lo bastante mayor como para comprenderlo todo. Yo creo que ahora ya lo eres. Piensa, por favor, en todo lo que te he dicho. Si te queda alguna pregunta por hacer, te responderé con arreglo a la verdad.
Marcus se levantó.
—Ya me voy a casa —dijo.
Lyle no supo averiguarle el pensamiento. El chico se volvió, dispuesto a marcharse.
—Marcus —le llamó.
—¿Sí? —respondió el chico, volviéndose de nuevo.
—Ya sé que no quieres saber nada de mí, pero si alguna vez me necesitas, no tienes más que llamarme por radio.
Marcus hizo un gesto de asentimiento y emprendió el camino a casa.
Lyle lo vio alejarse con el corazón en un puño. Tenía un hijo, pero al mismo tiempo no lo tenía. Nunca hubiera imaginado que alguna vez se encontraría en una situación así.