Durante el tiempo en que Aldo estuvo ingresado en el hospital de Winton, Lyle y Alison se interesaban siempre por el marido de Elena cuando llevaban a un paciente. La mayor parte de las veces, Lyle se lo preguntaba a Deirdre, que era la más preocupada por Aldo. Deirdre encontraba al atractivo doctor MacAllister accesible, abierto y amable, y no era la única del personal hospitalario que se alegraba de las visitas de Lyle. Que Aldo Corradeo hubiera cogido de repente tanta manía a Lyle le extrañaba muchísimo a Deirdre, sobre todo teniendo en cuenta el interés especial con que Lyle había tratado al hijo de Aldo, habiendo incluso averiguado la causa de su enfermedad. Se había enterado de que Aldo le echaba la culpa a su mujer de que no pudiera volver a andar. La trataba de una manera muy arisca. Deirdre lo achacaba al abatimiento en que se encontraba el paciente. Pero ¿por qué esa animadversión hacia Lyle? Por mucha confianza que para entonces tuvieran ella y Lyle, sabía que una enfermera no debía formular preguntas personales.
Lyle no solo se interesaba por Aldo, sino también por Marcus. Incluso ahora, cuando Aldo había sido dado de alta, quería saber cuál era el estado de salud del chico, si Deirdre le había visto y qué tal se encontraba en general. A veces, también preguntaba por Elena.
—Qué bien que se interese tanto por su pequeño paciente —dijo Deirdre—. Marcus también parece que le cogió mucho cariño cuando estuvo en el hospital.
—Es un chico muy especial —contestó Lyle, esforzándose por disimular lo que realmente sentía por el chico—. Me alegra saber que no ha vuelto a tener ataques espasmódicos.
—Elena se ha mudado a la ciudad hace poco sin su marido. Los dos pequeños viven con ella —le contó Deirdre—. Pero creo que Marcus sigue viviendo con sus abuelos. Supongo que estará a gusto con ellos, pero a lo mejor es que la casa que ha alquilado Elena es demasiado pequeña para los tres niños.
Lyle oyó aliviado que Elena ya no tenía que estar yendo y viniendo de la granja, pero le preocupaba que Marcus siguiera viviendo con los abuelos. Luego cayó en la cuenta de que el chico había amenazado con no regresar nunca a casa.
—¿Y Aldo se ha quedado solo en la granja? ¿Por qué? Sería mejor para él vivir en la ciudad con Elena —dijo—. ¿Sabe qué tal se encuentra?
—Aldo no ha querido mudarse a la ciudad con Elena —respondió Deirdre—. Peggy Reynolds le ha dicho a Brenda Ferguson, quien luego se lo ha contado a la señora Fogarty, que Elena le ha dejado solo en la granja porque no le da la gana de reconocer que ya no puede ser granjero. Supongo que habrá sido duro para ella. De todos modos, hay que tener compasión de Aldo. Imagíneselo: un hombre que trabajaba de sol a sol y ahora está postrado en una silla de ruedas dependiendo de la ayuda ajena.
Lyle no había podido pensar más que en Elena y en lo difícil que le resultaría a partir de ahora vivir con Aldo. Aunque quería ayudarla, sabía que si se inmiscuía en su vida, solo conseguiría empeorar las cosas.
Algo más de una semana se quedó Aldo solo en la granja, hasta que una noche llamó por radio al señor Kestle y le pidió que le dijera a Elena que fuera a recogerlo. Se hallaba al límite de sus fuerzas, estaba agotado tanto física como anímicamente. Le costaba muchísimo admitir que necesitaba la ayuda de Elena, pero finalmente no le quedó más remedio que pedírsela. La primera semana, Billy-Ray se había ocupado de él y le había ayudado en las cosas más perentorias. Ahora se había quedado solo y ya no podía pagar al vaquero y tampoco quedaba ganado del que ocuparse.
Hasta las tareas más sencillas, como cortar leña, le resultaban difíciles a Aldo. Ni siquiera era capaz de prender la lumbre. Cada vez que intentaba sacar un cubo de agua del pozo de sondeo, se le iba derramando mientras volvía a casa y luego no podía tirar de sí mismo por la rampa que subía al porche con el cubo lleno. El primer día que se quedó solo, intentó dar de comer a las gallinas, pero luego no fue lo suficientemente rápido como para cerrar el gallinero y se le escaparon unas cuantas. Ese día gritó, berreó, maldijo y lloró.
Cuando el señor Kestle le dio la noticia a Elena, le dijo que, por la voz, había notado que Aldo no se encontraba bien.
—¿Está… enfermo? —dijo Elena aterrada, contando con lo peor.
—No. Le he preguntado si necesitaba un médico y me ha contestado dando voces en italiano. Creo que ha blasfemado, pero no domino la lengua, de modo que no lo sé con certeza. Tenía voz de deprimido, Elena —añadió el señor Kestle.
—Tener que abandonar la granja es terrible para él —le explicó Elena. Le daba apuro que el señor Kestle no entendiera por qué había dejado solo a su marido en Barkaroola. Más de uno de la ciudad la había criticado por eso—. Adora el campo, pero tenía que entrarle en la cabeza que ya no puede ser granjero.
—Qué bonito jardín tiene aquí —dijo el señor Kestle, admirando su gran tamaño, donde de todas maneras no crecían más que malas hierbas—. Quizá pueda cultivar Aldo algo de verdura.
—No podría cavar la tierra —respondió Elena, extrañada de que el dueño de la tienda hiciera semejante sugerencia.
—Yo tenía un tío que iba en silla de ruedas. Había plantado la verdura en hileras lo suficientemente anchas como para poder pasar entre ellas con la silla de ruedas. Se las arreglaba muy bien y eso le ayudó a sentirse útil. También hay sitio para las gallinas, de manera que puede conservarlas. No es que sea precisamente un trabajo de granjero, pero bastaría para que Aldo estuviera ocupado y recuperara un poco la autoestima.
Elena miró agradecida al señor Kestle.
—En eso no había pensado, Joe —dijo—. Muchas gracias. Creo que me ha ayudado mucho.
A la mañana siguiente, Elena fue a Barkaroola. De camino hacia la granja, se detuvo en casa de Billy-Ray y le explicó que, al final, Aldo se marchaba con ella a la ciudad. Le dijo que podía quedarse con el caballo de Aldo, que siempre le había encantado. Billy-Ray se alegró de que Aldo se hubiera decidido a marcharse. No le contó a Elena que, por las noches, a menudo había ido a la granja para cerciorarse de que Aldo no estaba tirado por algún sitio, o herido, o no pudiera volver a casa. Además, todos los días había ido a dar de comer y a almohazar el caballo de Aldo. Así se quedaba más tranquilo.
Cuando Elena detuvo el coche delante de la casa, Aldo la esperaba sentado en el porche. No la saludó, de modo que fue derecha al gallinero con la jaula transportable que le habían prestado sus vecinos de la calle Patterson. Le llamó la atención que faltaran algunas gallinas; enseguida supo lo que había pasado. Para entonces llevaban ya mucho tiempo siendo un festín para los hambrientos dingos, pero Elena prefería no pensar en eso. Siempre resultaba difícil entrar y salir del gallinero sin que se escapara alguna gallina, sobre todo cuando los animales tenían hambre. Y seguro que habían podido pasar tranquilamente al lado de Aldo y su silla de ruedas. Elena atrapó las gallinas que quedaban y las cargó en el coche de caballos. Luego recogió los huevos de los ponederos y se llevó lo que quedaba del pienso de las gallinas.
Aldo no dijo ni una palabra cuando Elena metió en el coche las gallinas y el pienso. Se quedó mirando lo que hacía en un silencio glacial. Luego Elena recogió sus cosas y metió también la maleta en el coche. Cuando se dirigía a echar un vistazo a la cuadra, le contó a Aldo que le había prometido su caballo a Billy-Ray. Como Aldo adoraba ese caballo, contaba con que se enfadara, pero no dijo una palabra. Aldo subió desde la silla de ruedas al coche de caballos, mientras Elena permanecía a su lado sin hacer nada. Era horrible contemplar lo que le costaba, pero sabía que no debía intentar ayudarle. Cuando ya estaban listos para partir, Elena, con todas sus fuerzas, subió la pesada silla de ruedas al coche. Intuía lo mal que lo estaría pasando Aldo por no poder ayudar. La pérdida de tantas facultades tenía que darle una rabia tremenda.
Durante todo el trayecto hacia la ciudad, Aldo guardó silencio. A Elena le pareció que tenía un aspecto espantoso, pero no dijo nada. Saltaba a la vista que en todo ese tiempo no se había afeitado, y tampoco olía demasiado bien. Pese a que temía el futuro que le esperaba, también se alegraba de no tener que seguir viviendo con la angustia de no tenerlo a su lado y de no saber cómo se encontraba. Elena se sentía obligada a cuidar de su marido, y esa obligación la cumpliría sin quejarse.
Unos días después del traslado de Aldo, Deirdre se encontró con Marcus delante del colmado. En ese momento venía del colegio, y ella iba camino de casa.
—Hola, Marcus —dijo, contenta de verle—. El doctor MacAllister ha preguntado hace poco por ti.
Marcus no parecía muy entusiasmado.
—¿Y qué ha dicho? —gruñó.
—Quería saber qué tal te iba. Pregunta con regularidad por ti. Dice que eres un muchacho muy especial.
Marcus agachó la cabeza y clavó la vista en sus polvorientos zapatos.
Deirdre no sabía si había metido la pata por algo.
—Te caía bien cuando eras paciente suyo, ¿no?
—Sí, pero eso fue antes de que yo supiera lo que le había hecho a mi madre —respondió Marcus.
Luego se mordió la lengua y siguió andando antes de que Deirdre le preguntara qué quería decir con eso.
Deirdre se quedó perpleja. Después de pensárselo un poco, tomó una decisión. Buscaría a Elena y hablaría con ella.
Aldo estaba sentado en el jardín cuando Deirdre llamó a la puerta de casa de Elena. Vio que Aldo miraba fijamente la escalofriante puesta del sol, pero no parecía de humor para apreciar las bellezas de la naturaleza.
Elena se alegró de ver a Deirdre y enseguida la invitó a una taza de té. La enfermera sabía que Aldo llevaba unos días viviendo en la casa de la calle Patterson; Elena se lo había contado el día anterior, cuando se los encontró por la calle. Él, en cambio, no le había dirigido la palabra. Cuando las dos se sentaron a la mesa de la cocina, Deirdre se desahogó con Elena.
—Estoy preocupada por Marcus —dijo—. Me lo he encontrado delante del colmado. —A Deirdre le extrañó que a Elena se le ensombreciera la cara con la sola mención del nombre de su hijo. Algo no cuadraba—. Le he dicho que el doctor MacAllister ha preguntado por él —continuó.
—¿Sí? ¿Ha preguntado? —preguntó Elena, visiblemente emocionada.
—Sí, siempre pregunta por él —contestó Deirdre—. Le he recordado a Marcus lo bien que le caía el doctor MacAllister cuando estuvo ingresado en el hospital. Eso sí lo ha reconocido, pero luego ha dicho algo muy raro.
—¿Qué? —preguntó Elena con cautela, conteniendo la respiración.
—Ha dicho que le caía bien antes de enterarse de lo que Lyle le había hecho a usted, Elena. No quiero pecar de curiosa, pero ¿a qué se refería? —Al ver que Elena no contestaba de inmediato, Deirdre siguió preguntando—. El doctor no habrá hecho nada indecoroso, ¿verdad? Como viene bastante a menudo al hospital, me gustaría saber si algo va mal —dijo, aunque le resultaba difícil de creer.
—No hay nada malo, Deirdre. Lyle nunca se comportaría de forma indecorosa. No es así.
—Me alegro de oírlo, pero ¿por qué iba a decir entonces su hijo una cosa así?
Elena sabía que Deirdre había oído algo de lo que Aldo le había echado en cara en el hospital. Estaba convencida de que Deirdre atribuía las discusiones a problemas económicos, y eso no le importaba. Sí le importaba, en cambio, que Deirdre pensara que Lyle era una mala persona con aviesas intenciones. Nunca había sido así.
—Conocí a Lyle hace muchos años, durante la guerra. Los dos trabajábamos en el mismo hospital de Blackpool y nos enamoramos. Y Marcus… Marcus lo ha averiguado. Cree que Lyle… que Lyle me partió el corazón.
Deirdre puso los ojos como platos.
—¡Qué suerte la suya, Elena! Lyle es tan atractivo… —opinó—. Y además, tan simpático… Pero Marcus se toma demasiado en serio el final de ese romance para ser un chico de su edad, ¿no cree?
—Ha desarrollado conmigo una especie de instinto protector —contestó Elena, con la esperanza de que esa explicación fuera suficiente. Como no quería seguir justificando lo dicho por Marcus, se levantó y trajo una lata con pastas que había hecho la víspera—. ¿Le apetecen unas pastitas con el té, Deirdre? —le ofreció.
—No, gracias. Ya me iba para casa. Tengo que hacer la cena.
De repente, la mirada de Deirdre recayó en la puerta de atrás, que estaba abierta de par en par. En el umbral vio a Aldo en la silla de ruedas, lanzándole una mirada furibunda. Luego intentó entrar en la cocina. Entonces Elena también se puso alerta. Dio media vuelta y sus miradas se encontraron. A Elena le entró el pánico. ¿Habría oído la conversación?
—Tal vez debería saber que Marcus es el resultado del romance entre el doctor MacAllister y mi mujer —le explicó maliciosamente—. Y a mí no quiso contármelo.
—¡Aldo! —gritó Elena furiosa. Se sentía tan humillada… Cuando vio lo escandalizada que estaba Deirdre, deseó que se la tragara la tierra. Pero no estaba sola en el mundo; tenía que pensar en su hijo—. Supongo que te propones herirme, pero ¡por Dios, piensa en Marcus!
Elena salió furiosa por la puerta de atrás, dio un portado y echó a correr.
Deirdre encontró a Elena llorando en el banco de al lado del hospital. Se le acercó y se sentó a su lado.
—No tiene por qué darle vergüenza, Elena. No se lo contaré a nadie. Le doy mi palabra.
—Gracias, Deirdre —contestó Elena, sonándose con el pañuelo—. Tarde o temprano, Aldo le acabará contando a toda la ciudad la verdad sobre Marcus. Ahora ya sabe por qué me trata tan mal.
—Supongo que se ha enterado hace poco —dijo Deirdre.
—Así es. El día que tuvo el accidente, la exmujer de Lyle fue a Barkaroola y le contó que Marcus no era hijo suyo. Por eso me echa la culpa del estado en que se encuentra.
Ahora todo adquirió sentido para Deirdre.
—Entonces no es extraño que Lyle se interese tanto por Marcus —dijo.
—Lyle no sabía que Marcus era su hijo; se enteró después del accidente de Aldo. Nadie lo sabía. Creo que la exmujer de Lyle solo lo intuía. Cuando fui al hospital después del accidente de Aldo, este me echó en cara lo que le había contado ella. Y yo no lo negué. Ninguno de los dos sabíamos que Marcus había escuchado nuestra conversación. Entonces fue cuando Marcus le contó a Lyle que él era su padre.
—¡Oh, debió de llevarse un buen susto!
—Seguro que sí, pero a mí me preocupa más Marcus. Todo eso le está resultando muy difícil de asimilar. Y lo peor ha sido el rechazo por parte de Aldo —añadió.
—¿A qué se refiere?
—Cuando Aldo estaba aún en el hospital, le prohibió a Marcus que fuera a visitarle porque no era hijo suyo.
—¡Qué crueldad! —observó Deirdre, frunciendo el ceño.
Ya se había preguntado alguna vez por qué solo visitaban a su padre los hijos pequeños de Elena.
—Aldo puede ser muy cruel, y Marcus ha sido siempre muy sensible. Cómo ha podido Aldo herirle de esa manera es algo que no entiendo.
—Menos mal que el chico la tiene a usted, Elena. Siempre han estado muy unidos.
Elena suspiró hondo.
—Marcus está enfadado conmigo porque le oculté la verdad, y por eso ahora no quiere saber nada de mí. —Deirdre se quedó consternada—. Pero es una bendición que tenga a sus abuelos —añadió Elena, procurando esbozar un gesto de valentía—. Eso lo agradezco de veras. —De nuevo amenazaron con imponerse sus sentimientos—. Le echo tanto de menos, Deirdre… Me parte el alma que ya no quiera hablar conmigo. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Creo que podría tolerar la animadversión de Aldo si tuviera conmigo a Marcus. Pero no soporto la idea de que, a partir de ahora, Aldo le trate con desprecio.
Deirdre deseaba poder hacer algo por Elena. Buscó desesperadamente las palabras adecuadas.
—Nunca he visto una madre y un hijo que se lleven tan bien como usted y Marcus, Elena. Siempre me han dado envidia. De momento puede estar enfadado con usted, pero estoy segura de que la echa muchísimo de menos y de que pronto regresará a su lado.
—Lo que hice seguramente sea tan grave que no me pueda perdonar —dijo Elena conmovida.
Deirdre le pasó el brazo por el hombro.
—Estoy segura de que no es así —dijo.
Deirdre esperaba que Lyle volviera pronto por el hospital de Winton, pero al final tuvo que esperar una semana entera hasta su siguiente visita. Llevaba a una mujer embarazada, esposa de un granjero, que tenía la tensión demasiado alta. Cuando Lyle dejó a la mujer en manos de Neil Thompson, Deirdre le preguntó si podía hablarle de un asunto personal. Fueron a la consulta del doctor Rogers.
—¿Pasa algo, Deirdre? ¿Guarda relación con Marcus? —preguntó Lyle preocupado.
—En cierto modo sí —contestó Deirdre.
Inmediatamente, Lyle se alarmó.
—¿Le ha vuelto a dar un ataque espasmódico? Neil no me ha dicho nada de eso.
—Marcus está bien de salud, no se preocupe.
—Entonces, ¿qué es?
—Sé que es hijo suyo —dijo Deirdre, viendo la sorpresa en el rostro de Lyle—. Fui a hacer una visita a Elena y Aldo lo soltó de sopetón. Quería ofender a Elena. —Lyle se puso rojo de cólera, pero Deirdre continuó hablando tranquilamente—. Pero no se preocupe por eso. Lo que más le duele a Elena es que Marcus ya no quiere saber nada de ella.
Lyle se sintió decepcionado. Siempre había creído que para entonces Marcus habría perdonado a su madre.
—Desearía poder ayudar de algún modo —dijo.
—Tal vez pueda. Limítese a hablar con su hijo. Intente hacerle comprender que su madre actuó así por desesperación, no por maldad.
—No estoy seguro de que quiera hablar conmigo —dijo Lyle—. Ha dado a entender con toda claridad que para él su padre es Aldo.
—Elena me ha contado que Aldo le ha rechazado. Al parecer, le ha dicho que no quiere volver a verle.
—¿Qué? ¿Cómo ha podido hacer eso? —dijo Lyle.
—Es increíble, ¿verdad? Da la impresión de que está haciendo todo lo imaginable para herir a Elena —dijo Deirdre—. Por favor, hable con Marcus. Se lo pido por Elena. No sé cómo puede soportar vivir así con Aldo. Necesita a Marcus. Siempre han estado tan unidos…
Lyle se daba cuenta de que Deirdre tenía razón. Debía intervenir de algún modo.
—Quizá necesite su ayuda, Deirdre —dijo luego.
—Haré cuanto me sea posible.