39

Diez días permaneció Elena en la granja y Aldo no le pidió ayuda ni una sola vez. Se empeñaba en vestirse solo, lavarse solo y subir y bajar de la silla de ruedas él solo también. Al menor amago de ayudarle, le daba un berrido. Elena estaba tan enojada y nerviosa, que le daban ganas de pegarle un grito. Al cabo de unos días, desistió de estar siempre a su alrededor y se dedicó sencillamente a sus tareas. Aldo veía que tanto ella como Billy-Ray trabajaban tanto que por la noche estaban derrengados. Le ponía furioso no poder hacer nada, pero seguía sin reconocer que era una equivocación querer quedarse en la granja.

Aldo le pidió a Billy-Ray que construyera una rampa que descendiera desde el porche, para demostrarle a Elena que se valía por sí solo. A partir de entonces bajaba por la rampa, pero el terreno era irregular y pedregoso, lo que dificultaba hacer avanzar la silla de ruedas. Tampoco podía subir la rampa. Le pidió a Billy-Ray que montara un sistema a base de cuerdas para que pudiera subir él solo tirando de ellas. Esa fue la única concesión que hizo. Tener que pedirle ayuda a Billy-Ray era para Aldo igual de embarazoso que pedírsela a Elena.

Aldo tomó las medidas necesarias para vender más ganado, con la esperanza de poder comprar semillas con el dinero que sacara, pero el precio del ganado había experimentado una mengua sin precedentes, y los compradores tenían donde elegir. Así que se vio obligado a malvender los animales o, en ocasiones, a contemplar cómo morían de hambre, lo que le desalentaba aún más.

Elena sabía que pronto se les acabaría el dinero, de modo que tendría que volver a trabajar en la ciudad.

—El jornal de Billy-Ray solo podemos pagarlo, como mucho, otra semana más —le comunicó a Aldo.

Aldo no hizo ningún comentario al respecto. Que se negara en redondo a hablar con franqueza de las cosas era algo que a Elena le crispaba los nervios. Había confiado en que cambiaría, pero no se produjo el menor cambio.

Hacia mediados de su segunda semana en casa, Elena tomó una decisión. Hizo la maleta y la dejó en el porche, luego fue a la cuadra y le pidió a Billy-Ray que enganchara su caballo al coche.

—Lo siento, pero ya no podemos permitirnos pagarte tu jornal, Billy-Ray —dijo—. Has sido un excelente trabajador y, además, un buen amigo. Me gustaría que las cosas estuvieran de otro modo.

—Lo sé, señora. El jefe y usted se han portado siempre bien conmigo. No se preocupe. Ya encontraré otra cosa.

—Sin embargo, me preocupo, Billy-Ray, porque realmente te mereces algo mejor que esto. Tengo que reanudar mi trabajo en la consulta, de manera que me mudaré a la ciudad, donde quiero alquilar una casa —añadió Elena—. Me gustaría que mi marido me acompañara, pues eso sería lo mejor. Pero de momento no quiere afrontar la verdad, es decir, que ya no puede trabajar en la granja.

—¿Va a dejar al jefe aquí solo, señora?

—No puedo obligarle a que venga. Confío en que llegue por sí solo a la conclusión de que ya no puede vivir en la granja.

—Vendré de vez en cuando a echarle un vistazo —dijo Billy-Ray, con su habitual lealtad.

—Podemos pagarte otra semana más. Cuando termine esa semana, Billy-Ray, quiero que te alejes de la granja. Esa es la única posibilidad de que el jefe se enfrente a la realidad. —Billy-Ray miró a Elena con gesto de incredulidad—. Es por su bien, Billy-Ray; créeme —añadió Elena.

El vaquero asintió con la cabeza.

Elena regresó a la casa. Aldo estaba sentado en el porche mirando pensativo hacia la tierra que tanto amaba. Costaba interpretar la expresión de su rostro. Parecía decidido a no mirarla, pero Elena reconoció por el gesto crispado de su boca que sabía perfectamente que ella iba a abandonarle.

—Aldo, me mudo a la casa de los Castlemaine, en la calle Patterson. Es pequeña, pero está bien amueblada. Desde allí estoy cerca del trabajo, y los niños, cerca del colegio. Me gustaría que vinieras, pero no puedo obligarte. Cuando decidas que ya es hora de abandonar la granja, llama por radio al señor Kestle y entonces vendré a recogerte.

Aldo volvió la cabeza hacia ella y la miró con cara desafiante, pero sin decir una palabra. En ese momento, Billy-Ray trajo el caballo y el coche hasta delante de la casa. Elena colocó su maleta en el coche y se despidió de Billy-Ray. A continuación, bajó por la rampa en dirección a la carretera. Le habría gustado volverse a mirar, pero se había propuesto ser fuerte. Era una de las decisiones más difíciles que había tomado en su vida. Cuando finalmente giró hacia la carretera, las lágrimas le impedían la visión.

Ese mismo día, Elena se instaló en la casa de la calle Patterson. Por la noche, Luisa llevó a Dominic y a Maria, que estaban contentísimos de poder vivir en una casa nueva con un jardín tan grande. Marcus se negó a mudarse. Ni siquiera echó un vistazo a la casa. Eso a Elena le preocupaba, pero rezaba a diario para que algún día pudiera perdonarla.

—¿Cómo se las va a arreglar Aldo sin ti, Elena? —preguntó Luisa. Aunque no le soportaba, tampoco quería que se muriera de hambre—. ¿Cómo se va a hacer la comida él solo?

—No lo sé, mamá, pero se le ha metido en la cabeza que no me necesita. Solo espero que entre pronto en razón.

Luisa apenas podía creer que Elena hubiera dejado solo a Aldo, pero tenía claro que la familia necesitaba dinero.

—¿Sabe ya manejar la radio?

—Le he enseñado muchas veces a llamar por radio. Si está suficientemente desesperado, ya lo averiguará.

—¿Y si… y si se muere allí… tan lejos?

—Eso no va a pasar, mamá. Ni siquiera Aldo es tan testarudo como para morirse de hambre.

A la noche siguiente, Luisa volvió a la calle Patterson para ver un momento a su hija y a los niños. Les llevó algo de carne, pues sabía que Elena no quería ir a la tienda mientras Luigi siguiera enfadado con ella.

—El señor Kestle aún no tiene noticias de Aldo —le informó a Elena—. ¿No crees que deberías ir a Barkaroola para ver qué tal está?

—Si hago eso, me entrarán tentaciones de hacerle la comida, lavarle la ropa y todo ese tipo de tareas. Con ello fracasaría el objetivo de mi marcha de la granja. Tiene huevos de las gallinas, o sea, que de hambre no se va a morir. Mientras yo seguía allí, consiguió acercarse al gallinero y echarles de comer a las gallinas. Le costó trabajo, pero no aceptó ayuda. ¿Qué más puedo hacer? Cuido de mis hijos y me gano la vida. Un hombre adulto que es más terco que una mula no ocupa el primer lugar en mi lista de prioridades, aunque sea mi esposo.

Elena apreciaba el valor de Aldo, pero su tozudez le sacaba de quicio.

—Admiro tu fortaleza de carácter, Elena —dijo Luisa.

—Me gustaría que papá admirara también algo mío, mamá —contestó Elena, disgustada de que no quisiera saber nada de ella.

Luisa se entristeció.

—Es igual de terco que tu marido. Quizás incluso más. Sé que le está resultando difícil, pero antes preferiría cortarse un brazo que admitirlo. Los hombres y su dichoso orgullo viril…

Elena pasó la noche en blanco dándole vueltas a la cabeza. Le preocupaba Aldo y, también, si había hecho lo correcto. Se lo imaginó cayéndose de la silla de ruedas y sin poder levantarse. Estaba hecha un manojo de nervios. También pensó en Marcus. Le dolía el corazón de lo mucho que echaba de menos a su hijo mayor. Se preguntaba si Dios la estaría castigando por sus pecados, pero por otra parte sabía que la responsabilidad era solo suya. Había decepcionado tanto a su padre por sus mentiras… Elena rogó que algún día fuera capaz de comprenderla. Tampoco se le quitaba de la cabeza Lyle. También él soportaba una buena carga de disgustos y preocupaciones, pero al menos le esperaba un final feliz.

Luigi estaba despidiéndose de un cliente cuando Elena, al día siguiente, entró en la tienda. Se la quedó mirando con cara de incredulidad y los rasgos de la cara se le endurecieron como una piedra. Se dio cuenta de las ojeras que tenía su hija y le horrorizó ver cómo había adelgazado, pero no lo demostró.

—Me llevaré medio kilo de carne picada —dijo Elena, dejando el dinero justo en el mostrador.

Cuando Luigi se disponía a decirle que abandonara inmediatamente la tienda, entró por la puerta una de sus mejoras clientas.

—Buenas tardes, Luigi. Hola, Elena —dijo la señora Fogarty con jovialidad. Era la mujer del alcalde y tenía siete hijos que alimentar, por lo que siempre compraba mucha carne—. ¿Qué tal está Aldo, Elena? Sentí mucho cuando me enteré del accidente.

—Está todo lo bien que se pueda esperar. Gracias, señora Fogarty —respondió Elena, incómoda. Sin mirar a su padre a los ojos, vio que le envolvía la carne picada y la dejaba encima del mostrador—. Gracias, papá —dijo, y salió rápidamente de la tienda.

Mientras regresaba a su casa de la calle Patterson, le palpitaba muchísimo el corazón. Pero al menos había roto el hielo y se sentía un poco orgullosa de sí misma.

Luigi no le preguntaba nunca a su mujer qué tal estaba su hija, pero ella les contaba cosas a los clientes que preguntaban por Elena y así se enteró de cómo le iba en la vida. De este modo respiraba tranquilo y su orgullo quedaba a salvo.

Al día siguiente, Elena volvió a la tienda. Esta vez su padre estaba atendiendo a una clienta y tuvo que esperar a que le tocara el turno. Cuando terminó con la clienta miró a Elena.

—Una libra de morcillo, por favor —pidió ella.

Se hizo un tenso silencio, y cuando Elena ya contaba con que la echaría, entró en la tienda otra clienta, la señora Marshall. Luigi preparó la carne para Elena, y mientras la señora Marshall pensaba en voz alta si llevarse salchichas o ternera, Elena dejó un billete de una libra en el mostrador sin decir una palabra. Luigi le envolvió la carne y, luego, Elena le dio las buenas tardes a la señora Marshall y abandonó la tienda.

Luigi despachó a la señora Marshall y cuando se marchó, su mirada recayó en el billete de una libra de Elena. Iba a meterlo en la caja, cuando se fijó en que había algo escrito en el billete. Desconcertado, se puso las gafas. «Lo siento», leyó. Permaneció unos segundos con la vista clavada en esas palabras, hasta que comprendió que las había escrito su hija. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla. Se la enjugó y recompuso el gesto, pero le dolía el corazón. Echaba tanto de menos a Elena… Ni por nada del mundo lo diría en voz alta, pero el marido que había elegido para su hija no había sido el mejor. De eso se sentía responsable. Ahora que su marido iba en silla de ruedas y no podía mantener a su familia, la vida de su hija se había vuelto aún más dura.

La siguiente vez que Elena entró en la tienda, Luigi estaba solo.

—Medio kilo de redondo para asar, papá —dijo ella, dejando de nuevo una libra en el mostrador.

Luigi cogió una pieza de ternera para asar, cortó un trozo y lo envolvió. A eso añadió unas salchichas y lo dejó todo junto en el mostrador.

Elena se quedó perpleja y guardó silencio. Su padre cogió el billete de una libra y dejó junto a la carne un billete de diez chelines y varias monedas pequeñas.

—Esta semana la carne para asar está de oferta —dijo muy serio, sin mirar a los ojos de su hija.

—Gracias —dijo Elena, y cogió el cambio antes de salir de la tienda.

Luigi cogió el billete de una libra con el que había pagado Elena y se puso las gafas. Miró detenidamente el billete. En un lado no ponía nada, pero cuando Luigi dio la vuelta al billete, descubrió una palabra. «Perdóname». Y rompió a llorar.

De camino hacia casa, Elena iba a guardar las monedas en el monedero cuando vio el billete de diez chelines que le había devuelto su padre. Se quedó como si hubiera echado raíces y las lágrimas corrieron a raudales por sus mejillas. En el billete ponía las dos palabras que ella tanto había esperado. «Te quiero». El corazón le dio un brinco de alegría.

Cuando Luisa se pasó por la noche, enseguida notó que Elena estaba cambiada.

—¿Ha entrado Aldo por fin en razón, Elena? —preguntó.

—No, mamá. Pero papá todavía me quiere —dijo, radiante de alegría.

Luisa se quedó sorprendida.

—¿Has hablado con él? —le preguntó.

Le vino el olor a redondo asado, pese a que el día anterior ella no le había llevado carne para asar.

—Directamente, no, mamá. Pero sé que me sigue queriendo y eso me basta.

—¿Y por qué… por qué lo sabes, Elena?

Luisa se alegraba por su hija, pero no entendía nada.

Elena sacó el billete y se lo enseñó radiante de felicidad a su madre. Luisa lo miró sin dar crédito a sus ojos.

—¿Eso te ha escrito… papá? —preguntó.

Luigi no era un hombre que permitiera entrever sus sentimientos; de ahí que a Luisa le costara trabajo creérselo. En su opinión, Elena lo había malinterpretado. El mensaje garabateado en el billete tenía que ser de otra persona e ir dirigido a otro.

—Sí, mamá. Yo le escribí en un billete de una libra «Perdóname», y con eso pagué la carne. Cuando volví a la tienda, él me dio esto.

Luisa se santiguó y rezó una oración. Cuando algo le afectaba emocionalmente, hablaba siempre en italiano. Elena miró a su madre llena de afecto. Luisa prorrumpió en llanto y abrazó a su hija. Cuando se secó los ojos, notó que la cara reluciente de su hija, que tanto tiempo llevaba sin ver, se había ensombrecido de nuevo.

—Ahora ya solo falta que me perdone mi hijo —dijo Elena.

Luisa asintió con tristeza. Hasta entonces Marcus no había dado ninguna señal de perdonar a su madre.