Todos los días después del colegio y todos los domingos, Luisa llevaba a Maria y Dominic a ver a su padre, pero Marcus se negaba siempre a acompañarlos. Al principio, Luisa pensaba que le resultaba duro ver a su padre en ese estado, pero cada vez le extrañaba más.
Un día se armó de valor y habló con él.
—Marcus, no entiendo por qué te comportas tan testarudamente. ¿Cómo es que no quieres ver a tu papá?
Marcus miró a su abuela. Quiso mantenerse en sus trece, pero luego se desplomó.
—Yo sí quiero verle, abuelita —le explicó—, pero él a mí no. Ha dicho que no quiere volver a verme nunca más… porque no soy un Corradeo… porque por mis venas no corre la sangre de un granjero.
A Luisa le sacó de sus casillas que Aldo hubiera herido de ese modo a Marcus. Rápidamente fue al hospital y entre Aldo y ella tuvo lugar un acalorado intercambio de palabras.
—¿Qué le has dicho al chico, Aldo? —le riñó—. ¿Estás en tu sano juicio para hacerle tanto daño?
—Elena tiene la culpa de que nuestra vida esté destrozada. Y tú lo sabes perfectamente —bufó Aldo—. Seguro que tú estabas en el ajo. Las mujeres siempre os apoyáis unas a otras. Pero conmigo no podéis hacer eso. ¡Nadie puede hacerle eso a un Corradeo!
A partir de ese día, aunque Luisa siguió acompañando a Maria y Dominic al hospital, ella se quedaba esperando fuera, en el pasillo que daba a la habitación de Aldo. A veces, Elena acompañaba a los pequeños cuando iban a visitar al padre. Entonces se sentaba en el pasillo con su madre y le preguntaba por Marcus.
Luigi no le había prohibido expresamente a Luisa encontrarse con Elena, pero tampoco la animaba a hacerlo. No era ningún secreto que no quisiera ver a su hija, de modo que Elena iba muy rara vez a casa de sus padres. Y cuando se pasaba por allí, lo hacía tras asegurarse de que su padre tenía trabajo en la tienda.
Tal y como quería Aldo, Elena vendió en la primera semana, mientras él estuvo ingresado, solo unas pocas vacas. Al cabo de unas semanas, se vio con claridad que el trabajo de la granja era excesivo para Billy-Ray, por más que le ayudara su sobrino. Elena seguía queriendo vender también el resto del rebaño. A Aldo solo le visitaba cuando hacía falta tomar decisiones importantes con respecto a la granja. Esta fue una de las veces.
—Ya no queda forraje para el ganado, Aldo —explicó Elena—. El dinero por la venta de las vacas ya se ha gastado.
—Dile a Billy-Ray que cultive plantas de forraje —respondió él.
—No puedo permitirme comprar semillas —replicó ella—. Y aunque pudiera, ¿qué comería el ganado mientras esperamos a poder cosechar las plantas del pienso?
De pura tozudez, Aldo se comportaba de manera irracional, y eso la ponía furiosa.
—Tu madre se encarga de dar de comer a los niños, ¿no? —vociferó Aldo.
Al parecer, estaba convencido de que ella había tenido que ahorrar de su sueldo.
—Tenemos que pagar la cuenta del hospital, Aldo. ¿Es que ya lo has olvidado?
Aldo se enfureció aún más.
—Debería estar en casa, no en el hospital —dijo frustrado.
—¿Y cómo te las vas a arreglar en la granja mientras yo esté trabajando? —preguntó Elena.
—No te necesito —contestó él con cabezonería—. Ya aprenderé a manejarme yo solo.
Desde que Aldo se hallaba en el hospital, los niños no habían vuelto a la granja. En cambio, Elena iba a diario, de lunes a jueves, los días que trabajaba en la ciudad, pues no le parecía justo dejar a Billy-Ray y a su sobrino con todo el trabajo. Los viernes, sábados y domingos se quedaba en la granja porque le agotaban los viajes de ida y vuelta a la ciudad. Entonces, echaba de menos a los niños, sobre todo a Marcus, que seguía sin querer verla, lo que se le hacía insoportable.
—La casa de los Castlemaine se quedará vacía a partir de la semana que viene —le contó Ken un día durante el trabajo, cuando Elena volvió a mencionarle las ganas que tenía de mudarse a la ciudad—. No es demasiado grande, pero creo que Mike y Gladys dejarán los muebles porque regresan a Inglaterra.
—Sería ideal poder alquilarlo —dijo Elena. La casa se hallaba situada en una pequeña bocacalle de la calle principal, cerca del colegio y a tan solo cinco minutos a pie de la consulta de Ken—. Pero Aldo está en contra de que nos mudemos a la ciudad.
—No es realista, Elena. Si usted quiere, podría hablar con él, pues decididamente usted no puede seguir así. El estrés ya está cobrándose su tributo —dijo al ver que Elena había adelgazado más todavía, cosa que no podía permitirse.
—No espere que Aldo tenga compasión de mí, Ken —dijo Elena.
Ken sabía demasiado bien lo que quería decir Elena. Una tarde, después de que el último paciente abandonara la consulta, estalló la tensión acumulada durante las últimas semanas. Elena rompió a llorar y ya no pudo parar. Ken pensó que le había dado un colapso nervioso. Se esforzó por asegurarle que, aunque Aldo ya no sería el mismo, poco a poco iría mejorando, pero eso a Elena le provocó aún más sollozos. Amable y comprensivo como siempre, Ken le sirvió una copa de coñac del fuerte. Y entonces ella le contó toda la verdad. Elena estaba convencida de que Ken se escandalizaría y quedaría defraudado de ella, pero reaccionó con muchísimo tacto y sensibilidad. Pronto entendió el porqué: no había contado con que él tuviera una historia muy parecida a la suya.
—Mi madre tenía dieciocho años cuando se hallaba en la misma situación —le contó a Elena, que puso los ojos como platos por la sorpresa—. En el siglo pasado esas cosas se tomaban con mayor desprecio, si cabe, que ahora. Una mujer joven, soltera y embarazada era la deshonra de la familia; ya nadie la consideraba casadera y a menudo se la desterraba a un convento. En cambio, mi madre hizo exactamente lo que usted ha hecho. Yo fui criado por un hombre que no era mi padre. No sé si sospechaba la verdad, pero nunca me enteré, pues murió con cincuenta y cinco años.
—¿Fue un buen padre?
—Me atendía bien. Se ocupaba de que no me faltara nada de lo necesario, pero era inaccesible y rechazaba cualquier muestra de afecto. No creo que mi madre le amara realmente, pero me daba la impresión de que le estaba agradecida por lo que le daba: un techo y comida suficiente. A los cinco años de su muerte, murió también mi madre, en 1913. Se encontraba ya muy enferma cuando me contó la verdad, es decir, que Harry Robinson no era mi verdadero padre. Al principio no daba crédito a lo que me contaba y lo achacaba a un opiáceo que tomaba para paliar los dolores, pero luego me dijo cómo se llamaba, de dónde era y qué profesión tenía mi padre biológico. Yo tenía muchas preguntas que hacerle, pero ya estaba muy debilitada. A las pocas horas de su confesión, falleció.
—¿Ha entrado alguna vez en contacto con él?
—Sí, acabé dando con él. Cuanto más pensaba en Harry Robinson y en las pocas similitudes que teníamos, más creía a mi madre. Antes de venir a Australia emprendí la búsqueda del hombre llamado John Noble. Por suerte, vivía en Bristol, como yo por aquel entonces. Tras varios años de servicio militar, regresó a su oficio de carrocero para los British Railways. Hice mis pesquisas y averigüé que todas las tardes, al salir del trabajo camino de su casa, se tomaba una cerveza en el mismo pub. Así que le esperé en la barra y me presenté.
—¿Cómo le reconoció? —preguntó Elena, tratando de imaginar la escena.
—No tenía ni idea de cómo iba a reconocerle, pero en cuanto entró por la puerta, creí que tenía un espejo delante —dijo Ken con una sonrisa.
También Elena sonrió.
—¿Y qué le dijo?
—Sencillamente le dije: «John Noble, soy su hijo Ken». Como es natural, se quedó estupefacto; ni siquiera sabía de mi existencia. De repente se le había plantado delante un hombre de cuarenta y tres años diciéndole que era su hijo. Me dijo que era clavado a él de joven, y le contesté que entonces ya sabía con exactitud qué aspecto tendría yo veinte años más tarde. Fue increíble. Hablamos sobre algunas cosas y me confirmó que había tenido relaciones íntimas con mi madre. En realidad, podría haberse ahorrado esa confirmación porque hasta los otros clientes del pub nos lanzaban miradas de admiración y comentaban nuestro parecido. —Ken volvió a sonreír—. John Noble estaba casado, tenía cuatro hijas y varios nietos. Su hija mayor era solo un poco más joven que yo. Durante las siguientes semanas me solía reunir con él a tomar una cerveza después del trabajo, pero sin esperanzas de mantener una relación estrecha duradera. Temía la reacción de su mujer si le confesaba que tenía un hijo de otra. Mi padre se disculpó, pero por lo que me contaba, su mujer debía de ser un hueso duro de roer. Supongo que su vida con ella no era precisamente fácil.
—¿Qué clase de persona era él?
—Completamente distinto de Harry Robinson. Cariñoso, sincero, encantador, franco…
—Como usted —dijo Elena sonriente.
Ken se alegró visiblemente de su comentario.
—Al cabo de una semana ya tenía la sensación de conocerlo de toda la vida. Con posterioridad, le he echado mucho de menos.
—¿Le ha vuelto a ver o a escribir?
—No.
—Qué pena —dijo Elena.
—Sí, realmente es una lástima. Poco después de nuestro último encuentro me vine a Australia. Cuando estalló la guerra, aún seguía a bordo del barco. Mi padre me había dado las señas de un amigo suyo a través del cual podíamos seguir en contacto. Le escribí, pero las cartas me las devolvían sin que hubieran sido abiertas. Su dirección no la tenía, de modo que nunca más entramos en contacto. De todas maneras, sé que murió hace dos años. Tenía setenta y ocho años y seguía viviendo en Bristol.
—¿Por qué lo sabe?
—Al año de su muerte recibí una carta de un abogado, junto con un estuche con unas medallas al valor que mi padre había obtenido del ejército británico por varias escaramuzas. El abogado llevaba semanas buscándome, hasta que me encontró a través del Ejército de Salvación.
—¿Qué ponía en la carta… si me permite la pregunta?
Ken esbozó una triste sonrisa. Había leído mil veces la carta, de modo que se la sabía casi de memoria.
—Mi padre me decía que las medallas eran su posesión más valiosa y que por eso debía tenerlas yo. Ponía que el haberme conocido había significado para él más de lo que pudiera expresar en palabras. Estaba claro que había echado de menos a su hijo. Decía que le llenaba de orgullo y alegría saber que su hijo era médico y una buena persona. Antes de morir les habló de mí a su mujer y a sus hijas. Me dio la dirección de su hija más pequeña, con la que se sentía más unido, y me hacía saber que ella había expresado el deseo de conocerme.
—Eso es maravilloso, Ken. ¿Le ha escrito?
—Sí, nos hemos escrito varias veces. Al parecer, ninguna de sus hermanas está interesada en saber de mí, pero no importa. Claire es una mujer maravillosa y muy generosa. Es precioso tener una media hermana, pues yo era hijo único. Me encanta que Claire opine que soy como su padre. En una carta ponía que de las cuatro chicas ella era la más parecida al padre, lo que probablemente explique que nos entendamos tan bien. Por lo visto, era un padre maravilloso, y me alegra saberlo. En todas sus cartas, Claire me contaba anécdotas de él, por lo que tengo la sensación de conocerle un poco. También me mandó una foto de mi padre sacada más o menos en la época en que conoció a mi madre. Me hizo especial ilusión porque mi madre nunca tuvo una foto de él. A Claire le parece bien que me quede con las medallas al valor de mi padre. Cuando me jubile, iré a Inglaterra y la conoceré.
—¿Ha averiguado por qué no se casaron sus padres?
—Mi madre tenía una hermana en Inglaterra a la que he escrito para que me tuviera informado. Parece ser que mi abuelo era un tirano de mucho cuidado, de modo que mi madre y mi abuela vivían atemorizadas por él. Cuando mi madre estaba embarazada de tres meses, se armó de valor y le contó a mi abuela que algo iba mal. En esa época mi padre estaba en el ejército. Mi abuela obligó más o menos a mi madre a que saliera con Harry Robinson. Finalmente se casó con Harry, lo que hizo feliz a su padre, y nunca salió nada a relucir.
—Su historia me da esperanzas de que algún día Marcus acepte a Lyle como su padre —dijo Elena—. Me gustaría que tuvieran relación, sobre todo ahora que mi hijo no quiere saber nada de mí.
—Algún día Marcus cambiará de opinión —dijo Ken—, se lo aseguro. Además, los dos se llevaban muy bien. Intente no preocuparse demasiado, Elena. Ya sé que su vida se ha convertido en un caos, pero todo se aclarará. Es solo una cuestión de tiempo.
Al cabo de una semana, Deirdre fue a la consulta del doctor Robinson. Era un lunes por la tarde y Elena estaba en su escritorio de la recepción.
—¿Quiere concertar una cita con el doctor, Deirdre? —le preguntó.
A Elena le llamó la atención que Deirdre tuviera cara de preocupada.
—No, es que he pensado que debería saber que hoy ha vuelto Aldo a la granja.
—¿Qué? —Elena se levantó de un salto—. ¿Cómo es posible?
—Él no quería que usted lo supiera, pero insistió en que Neil llamara a la oficina de los Médicos Volantes y dispusiera el transporte a la granja. A estas alturas ya está recuperado… dentro de lo que cabe. Le han sanado los huesos rotos y hace un par de días le quitamos la escayola, de manera que Neil no ha podido negarse. En cualquier caso, Aldo exigió que no fuera a recogerle el doctor MacAllister. Así que vino el doctor Tennant.
Elena se lo contó brevemente a Ken y abandonó inmediatamente la consulta. Luego compró unos comestibles porque en casa apenas había nada de comer. A continuación, emprendió el viaje a casa.
Sentado en la silla de ruedas en el porche, Aldo hablaba con Billy-Ray cuando ella llegó con el coche de caballos. Aunque se había imaginado esa escena un millón de veces, no pudo ocultar su reacción. Le partía el corazón ver así a Aldo.
—¿Tú qué haces aquí? —gruñó al verla.
Billy-Ray, que se sentía visiblemente incómodo, le lanzó una mirada a Elena.
—Tengo cosas que hacer en la cuadra. Si me necesita, jefe, llámeme —dijo.
Elena esperó hasta que se marchó, luego sacó del coche la bolsa con la compra y entró en la casa.
—¿Cómo es que no estás trabajando? —gritó Aldo desde fuera, mientras ella recogía lo que había comprado.
—Sabes perfectamente por qué no estoy trabajando, Aldo —respondió Elena, a punto de perder los nervios, pensando si a partir de ahora la trataría siempre así.
—Te he dicho que no te necesito aquí —dijo Aldo furioso—. Puedo prescindir de tu compasión.
—Eso ya lo veremos —dijo Elena en tono desafiante.
Sin hacer caso de Aldo, continuó con su trabajo. Cuando terminó, pasó a su lado por el porche en dirección a la cuadra. Billy-Ray estaba almohazando el caballo de Aldo.
—El jefe estará una temporada de mal humor, Billy-Ray. No te lo tomes como algo personal, por favor. Necesita un tiempo para acostumbrarse a su nueva vida. —Elena buscó con la mirada al sobrino de Billy-Ray—. ¿Dónde está Matari? —preguntó.
—El jefe dice que no se quede porque no puede pagarle.
—Pero le necesitamos —contestó Elena enfadada.
Billy-Ray se encogió de hombros.
Elena miró al vaquero sin saber qué hacer. Luego giró sobre sus talones. No estaba dispuesta a rehuir el enfrentamiento con Aldo. Indignada, salió de la cuadra y de pronto se detuvo. En ese momento, Aldo intentaba bajar del porche en la silla de ruedas. Con cuidado, dejó que las ruedas delanteras se deslizaran por el primer escalón. Elena intuyó lo que iba a pasar. La silla de ruedas volcó hacia delante y se precipitó escaleras abajo.
—¡Billy-Ray! —gritó Elena.
El vaquero llegó corriendo de la cuadra. Los dos acudieron en ayuda de Aldo, que se había quedado debajo de la silla de ruedas. Elena cogió la silla y la llevó al porche. Billy-Ray se esforzó por levantar a Aldo; él solo, y a pulso, le volvió a sentar en la silla de ruedas. Elena quiso sacudirle el polvo de la ropa, pero él le apartó la mano.
—Déjame en paz —gruñó humillado—. No necesito tu ayuda.
Aldo giró la silla e intentó entrar en la casa, pero chocó varias veces contra el marco de la puerta. Billy-Ray y Elena se mantuvieron aparte. Se miraron sin decir una palabra. ¿Qué iban a decir? Al cabo de un rato, Billy-Ray regresó a la cuadra y Elena entró en casa.
Vio que Aldo intentaba llegar a un cubo con agua que siempre estaba en la pila para fregar los platos. Sostenía un paño en la mano, seguramente para limpiarse la suciedad de la cara. Elena sabía que Aldo le echaría la bronca si le ofrecía su ayuda, de modo que permaneció en un segundo plano contemplando su lucha. Cuando tiró del cubo lleno de agua hacia sí, el cubo volcó y todo el agua se vertió sobre él. La decepción hizo que Aldo se pusiera hecho una furia y arrojara el paño y el cubo contra la pared. Elena cerró los ojos. Se obligó a quedarse sentada junto a la mesa y no acudir en ayuda de Aldo. Le costaba trabajo, pero tenía que dominarse. Cuando abrió de nuevo los ojos, vio que Aldo enterraba la cara en las manos y se ponía a sollozar como un niño.
Elena no se movió del sitio. De sus ojos brotaron unos lagrimones que rodaron por sus mejillas. Se enjugó el llanto. Sabía que no podía consolarle. Tenía que esperar pacientemente hasta que, un buen día, su marido le pidiera ayuda.