Cuando volvió Lyle, Alison estaba sentada junto a su escritorio. Lyle entró, cerró la puerta y se quedó de pie, inmóvil, mirándola.
—¿Has hablado con Millie? —preguntó Alison con cautela.
Ignoraba lo que estaba pasando por la cabeza de Lyle y le preocupaba que estuviera furioso con ella.
—Sí, he hablado con ella. Le he dejado bien claro el daño que le ha hecho a Aldo Corradeo con su conducta tan desconsiderada.
Alison se quedó horrorizada.
—¡Lyle! ¿Cómo has podido cargarle con esa culpa?
—Cuando sospechó que Marcus podía ser hijo mío, porque realmente solo era una sospecha, debería haber hablado conmigo. Tendría que haber sido Elena la que le contara la verdad a su marido. Ella es la que tendría que haber decidido cuándo y cómo decírselo también a Marcus… o no decírselo. Con su intromisión, Millie ha destrozado a esa familia.
La inseguridad de Alison iba en aumento. Cuanto más hablaba con él, más notaba lo fuertes que eran los vínculos entre Lyle, Elena y el hijo de ambos.
—Tal vez si le hubieras dejado una carta explicándole por qué la abandonabas, no habría tenido que venir hasta aquí —dijo en tono de reproche.
Lyle arrimó una silla y se sentó al escritorio frente a Alison. Se quedó como pensando en lo que iba a decir, lo que aún inquietó más a Alison. ¿Le diría que su pasado a ella no le incumbía o estaba a punto de confiarle algo muy personal? En ese momento, Alison ya no sabía qué podía esperar de Lyle.
—Te he contado que cuando nuestro hijo cumplió doce años se cayó de la bicicleta y fue atropellado, pero no te he contado que fue por mi culpa —dijo Lyle.
Expresar eso en palabras suponía una enorme tortura para Lyle, que casi se ahogaba al pronunciarlas.
—¿Cómo va a ser por tu culpa? —preguntó Alison, y de repente tuvo miedo de la respuesta.
—Yo le regalé la bici por su cumpleaños —dijo Lyle—. Y de eso me arrepentiré hasta el fin de mis días. —Aunque Alison sintió pena por Lyle, no le salía ninguna palabra que pudiera consolarle, de modo que se limitó a mirarle compasivamente—. También Millie me echó a mí la culpa. Durante semanas no soportaba verme cerca. Finalmente, ni siquiera fue capaz de aguantar que viviéramos en la misma casa.
—¿Te abandonó? —preguntó Alison, sin podérselo creer.
—Un día, su madre se la llevó a su casa. Millie estaba hecha una ruina, tanto física como moralmente. Le ofrecí ayuda médica; entonces no podía hacer otra cosa por ella. Pero la rechazó. La pobre necesitaba echarle la culpa a alguien. Y lo entendí. También comprendí que necesitaba a su familia, en especial a su madre.
—Pero tú también sufrías, Lyle. ¿Quién cuidaba de ti?
—Me aparté de mi familia, de amigos, pacientes y compañeros de trabajo. Solía pasarme el día o la noche recorriendo las calles de la ciudad o los caminos del campo. Fue la época más lúgubre y dolorosa de mi vida. Cuando Millie decidió regresar a casa, yo seguía distanciado. Sabía que necesitaba consuelo de mi parte, e intimidad, pero no se la podía dar. La culpabilidad que sentía por la muerte de Jamie me devoraba. Por fin reanudé el trabajo y, a trancas y barrancas, conseguía pasar los días, pero el abismo que mediaba entre Millie y yo no hizo sino ir en aumento. Entonces Millie empezó a salir de noche con su madre; iban al bingo. Y en algún momento comenzó a beber mucho. Yo la oía llegar de madrugada a casa, tropezando con los muebles y dando tumbos contra las paredes. Me llamaron la atención los arañazos y hematomas que tenía en las piernas. Una mañana, durante el desayuno, mientras combatía una resaca considerable, sugerí que dejara de beber, aunque solo fuera por su salud. Ella se tomó mi sugerencia como una crítica, no como una preocupación por ella, y se puso furiosa y a la defensiva.
—Y siguió bebiendo —dijo Alison.
Lyle asintió con la cabeza.
—Al cabo de unos meses noté un cambio en ella. Seguía muy apesadumbrada, pero algo mejor de ánimo y no tan distante. Aparte de eso, daba la impresión de que efectivamente había reducido la bebida. Nuestra vida recuperó cierta regularidad… Normalidad no lo llamaría porque seguíamos siendo como dos desconocidos que vivían en la misma casa. Pero aquello era algo más soportable. Una noche me encontré con mi padre tomando una copa. Antes siempre nos reuníamos para charlar un rato, pero desde la muerte de Jamie no habíamos vuelto a quedar. Mi padre fue quien me advirtió de que en la ciudad corrían rumores de que Millie estaba saliendo con otro hombre. En su opinión, no debía escandalizarme demasiado puesto que desde la muerte de Jamie habíamos dejado de ser un auténtico matrimonio. Mi padre me propuso que me divorciara de ella. Si echo la vista atrás, he de decir que no debí sorprenderme tanto de que hubiera iniciado una aventura amorosa, pero por aquel entonces sencillamente no podía imaginar que Millie estuviera viéndose con otro hombre. Era lo último que me esperaba. Una noche, en que supuestamente iba a casa de su madre, la seguí. Los rumores resultaron ser ciertos. —Lyle se interrumpió un momento y miró por la ventana; luego dirigió de nuevo la mirada hacia Alison y siguió hablando—. Pedí explicaciones a Millie. Primero negó que tuviera una relación, pero luego se le despertó el resentimiento por el escaso interés que mostraba hacia ella. Se puso hecha una furia y me echó la culpa de que hubiera buscado consuelo en los brazos de otro hombre. Aunque no me hacía precisamente feliz que tuviera una aventura, sin embargo, tampoco podía ser el marido que ella necesitaba. En esa época es cuando debí haber iniciado los trámites del divorcio, pero ni quería ni podía soportar más turbulencias emocionales. Creí que me abandonaría por ese hombre y que entonces yo la dejaría marchar. Pero no lo hizo, aunque de todos modos tampoco dejó de salir con él. —Lyle guardó silencio. Alison notó que estaba reviviendo el dolor; resultaba descorazonador verle así—. Mi padre y yo estábamos muy unidos. Cuando de repente se murió en las Navidades de 1931, me quedé destrozado. Esas fiestas navideñas fueron las peores de mi vida —añadió con tristeza. Lyle no dijo que le espantaban las Navidades que se avecinaban, pues haría un año de la muerte de su padre. Estaba seguro de que, en lo sucesivo, odiaría siempre esas fiestas—. El día de Navidad, mi madre decidió ir a la iglesia; quería que la acompañara la familia. Después de haber perdido a Jamie y, poco después, a mi padre, las dos personas a las que más quería del mundo, fui incapaz de ir a la iglesia y enfrentarme a Dios, pues me encontraba en una situación en la que ponía en duda mi fe y no dejaba de preguntarme por qué me habían sido arrebatados Jamie y mi padre. Así que me puse a andar y salí de la ciudad. Llevaba nevando con fuerza desde hacía unos días, pero yo seguí andando y andando durante horas. Luego, de pronto me di cuenta de que me había perdido irremisiblemente y de que todos los puntos de orientación que me resultaban familiares estaban cubiertos por una espesa capa de nieve. De no ser porque pasó por allí un granjero y me vio al borde de la carretera, probablemente no habría sobrevivido. Él mismo me llevó a una hospedería cercana que durante el invierno estaba cerrada; pero el dueño y su mujer tuvieron piedad de mí y me invitaron a quedarme. Me vi como un intruso, pero resultó que habían perdido a dos hijos en la guerra, de modo que mi visita inesperada acabó siendo una bendición tanto para ellos como para mí. Mientras entraba en calor junto a la chimenea, descubrí un artículo en un viejo periódico que utilizaba el hospedero para prender fuego. El titular despertó mi curiosidad. Aunque el artículo era de unos meses atrás, decía que en Australia necesitaban médicos volantes. Aquello me pareció la solución ideal para mí. Quería seguir siendo médico, pero no quería pasar más tiempo encerrado en una consulta. Mi intención era alejarme de Dumfries y de los dolorosos recuerdos que tanto me atormentaban. Tenía que huir por mi propia salud mental. Escribí al reverendo y pasé los siguientes días ayudando a mi madre a vender su casa y a empaquetar sus cosas para hacer la mudanza a Edimburgo, donde iba a vivir en casa de mi hermana. Luego recibí la contestación del reverendo. Creía haber borrado todas mis huellas, pero supongo que Millie encontró la carta dirigida a mí por el reverendo y así supo que estaba aquí abajo.
—En efecto, Lyle —dijo Alison—. Ella me ha contado que fue exactamente así. Siento haber sacado conclusiones precipitadas, pero es que Millie solo me contó una parte de la historia.
—Ya me lo imaginaba, Alison, pero siempre hay dos partes. Estoy seguro de que para Millie también fue todo muy triste. Soy plenamente consciente de lo mucho que quería a Jamie. Y como iba a ser su único hijo, el dolor debió de ser aún mayor. No obstante, no puedo dejar de pensar en los estragos que ha causado a su paso por aquí. Aldo Corradeo pasará el resto de su vida en una silla de ruedas.
—Es una tragedia que se cayera y se lesionara de ese modo la columna vertebral. Quizá Millie sea en parte responsable, pero tampoco él está libre de toda responsabilidad.
—Sé que tienes razón, Alison, y Elena tendrá que pagar por ello. Esa es la auténtica tragedia. La relación que tuve con ella en el año 1918 le ha arruinado la vida.
Llamaron a la puerta y el reverendo Flynn asomó la cabeza.
—Tiene visita, Alison —dijo.
Alison miró extrañada primero al reverendo y luego a Lyle. ¿Querría Millie hablar otra vez con ella? Sin embargo, el que entró luego por la puerta era un hombre, y Alison se quedó boquiabierta. Era alto, rubio y atlético, y seguía siendo tan atractivo como ella lo recordaba.
—Hola, cariño —dijo él, lleno de entusiasmo, esbozando una sonrisa radiante que dejaba al descubierto unos dientes deslumbradoramente blancos.
—¡Bob! ¿Qué haces tú aquí?
—Venía a buscarte —dijo él, y rodeando el escritorio la abrazó efusivamente y la besó en la mejilla—. Tienes un aspecto estupendo. Sencillamente fantástico. Juraría que estás aún más guapa que la última vez que nos vimos.
A Lyle no se le escapó que a Alison le relucía la cara. Bob le miró percibiendo que Lyle había observado el saludo con perplejidad, y se presentó.
—Bob Sweeney —dijo, tendiéndole la mano por encima del escritorio.
Lyle se levantó y estrechó la mano del visitante de Alison.
—Lyle MacAllister —dijo desconcertado—. ¿Es usted… es usted pariente de Alison?
Miró a Alison buscando confirmación.
—Bob es mi exmarido; ya te he hablado de él —explicó Alison, aturdida por la sorpresa de verle por allí—. ¿Estás en Australia con tu escuadrilla, Bob? —preguntó.
—Al final he seguido tu consejo, Alison. Me he despedido de las fuerzas aéreas —declaró lleno de orgullo.
—¿Cuándo? —preguntó Alison, sin dar crédito a sus oídos.
—Hace un par de meses.
—Y… ¿cómo te ganas ahora la vida?
—He montado con otro tío una compañía de transporte aéreo —contestó Bob entusiasmado—. Nuestra base es el aeropuerto Lae, de Nueva Guinea. Ahora hay mucha gente buscando oro en Bulolo Valley. Desde Lae transportamos provisiones y también a los trabajadores, para que la sociedad de explotación minera no tenga que contratar peones indígenas. El negocio va tan boyante que hemos tenido que comprar más aviones.
—¿Cuáles habéis comprado?
—Cinco Junkers alemanes. Tienen mucha estabilidad y son de gran rendimiento, y han de serlo porque a veces transportamos incluso material de explotación minera. Cada avión hace cinco vuelos diarios entre Bulolo Valley y Lae. Nos las arreglamos bien, pero estaríamos mejor si pudiéramos contratar más pilotos.
—Qué emocionante suena todo eso. Tiene pinta de ser una auténtica aventura.
Alison estaba impresionada por el espíritu emprendedor de Bob.
—Tú siempre me animabas a que hiciera algo por el estilo —dijo Bob tímidamente—. Debería haberlo hecho antes… quizás antes de nuestro divorcio.
Por un momento le desapareció la sonrisa y su rostro adquirió una expresión triste y afligida.
Alison se quedó cortada un rato largo.
—Cómo me alegro de que al fin utilices tus facultades de piloto en la vida civil y que tengas tanto éxito —dijo con sinceridad—. Pero ¿se puede saber qué haces en Australia?
—Estoy reclutando pilotos.
—¿Ah, sí? —Alison se mostró visiblemente interesada.
—¿Tienes tiempo para una pequeña charla? Tengo tantas cosas que contarte… —dijo Bob.
—Todavía no he terminado mi turno; en cualquier momento, podríamos recibir una llamada urgente —contestó ella.
—¿Qué tal entonces si cenamos mañana?
—Estoy… —Alison lanzó una mirada interrogativa a Lyle, pues no sabía qué contestar.
—Alguna vez tendrás que comer, ¿no? Y he de hablar contigo de una cosa realmente importante —aclaró Bob con énfasis.
—¿No me puedes dar una pequeña pista? ¿De qué se trata? —preguntó Alison con curiosidad.
—Sigues siendo igual de impaciente que antes, Alison, pero esta vez tendrás que esperar —la reprendió Bob en broma—. Vendré a recogerte a las cinco. Ya hablaremos de todo en la cena.
De nuevo estrechó la mano de Lyle y, a continuación, se fue.
—¡Menuda sorpresa! —pensó Alison en voz alta.
—No sabía que tuvieras una relación tan amistosa con tu exmarido —dijo Lyle, arrugando la frente.
—Nos separamos en muy buenos términos. Sencillamente, teníamos diferentes objetivos en la vida. Yo quería que Bob se despidiera de las fuerzas aéreas y él no quería. Así de sencillo.
Lyle no sabía cómo interpretar eso. Daba la impresión de que al separarse seguían amándose. ¿Qué significaría entonces la visita de Bob?
—¿Tienes algo en contra de que Bob y yo cenemos juntos? —preguntó Alison en tono lisonjero.
—No —respondió Lyle.
No estaba seguro de si realmente pensaba así, pero tampoco le apetecía quedar como el típico novio posesivo.
—Puedes venir con nosotros. A Bob no le importaría.
—No se me ocurriría ni en sueños. Estoy seguro de que tenéis un montón de cosas que contaros —dijo Lyle.
—Encontraré la ocasión para contarle que estamos prometidos.
—Pues yo creo que te va a ofrecer un trabajo como piloto —dijo Lyle.
—¿Tú crees? —Alison se puso colorada.
—Sí, lo creo, y tú pareces estar interesada.
Alison dudó un momento.
—No estaría mal, pero tengo un trabajo aquí, contigo —dijo después.
Rodeó el escritorio y abrazó a Lyle. Él la atrajo hacia sí, pero por una razón que aún no comprendía tuvo la sensación de que la estaba reteniendo.