35

A la mañana siguiente de la conversación con Lyle, Elena apareció en la consulta a la hora habitual. El doctor Robinson se sorprendió al verla.

—¡Elena! Siento mucho lo que le ha ocurrido a Aldo. Ojalá pudiera hacer algo por él.

Al médico no se le escapó lo tensa que estaba Elena, y eso le preocupó.

—Gracias, Ken, pero no hay nada que hacer; tendría que obrarse un milagro —dijo Elena agotada.

Se sentía tan cansada que podría haberse quedado dormida de pie. Elena se sentó a su escritorio de la recepción.

—No debería estar trabajando aquí, Elena. Tiene que cuidar más de usted; de lo contrario, no le será de utilidad a nadie.

Elena había oído a menudo cómo daba ese consejo a sus pacientes; que ahora se lo diera a ella se le hizo raro.

—Tengo que trabajar, Ken. Ahora más que nunca —respondió Elena, ateniéndose a la verdad.

Ken entendió lo que quería decir, pues conocía la situación económica de la familia; no obstante, le preocupaba.

—Como ha dejado todo tan bien organizado, puedo prescindir de usted unos días. Naturalmente, no por eso voy a reducirle el salario semanal.

—Gracias por su generosa oferta —respondió Elena conmovida—, pero prefiero venir a la ciudad y estar ocupada. Me deprime estar en la granja, donde ocurrió el accidente.

—¿Qué tal está Aldo?

—Hoy todavía no le he visto —confesó Elena. No quería admitir que estaba retrasando deliberadamente el encuentro con Aldo; pero Ken llevaba ya muchos años siendo médico de cabecera y se le daba bien meterse en el pellejo de las personas. Sabía lo que estaba pasando—. Necesita descansar; iré más tarde —añadió Elena.

—Entonces va a estar todo el día preocupada, de modo que más vale que vaya ahora y se tome su tiempo. Me las arreglaré estupendamente solo.

Elena iba a protestar, pero sabía que daría mala impresión si le decía al doctor Robinson por qué temía tanto visitar a su marido.

Cuando Elena entró en la habitación del hospital de Aldo, Deirdre se hallaba junto a su cama anotando datos en el historial del enfermo.

—Buenos días, Elena —la saludó amablemente la enfermera.

Aunque se esforzó por ser natural, Elena percibió la compasión en sus ojos.

—Buenos días, Deirdre. —Elena arrimó una silla a la cama de Aldo y se sentó—. ¿Qué tal se encuentra mi marido esta mañana?

—Con arreglo a las circunstancias —respondió diplomáticamente Deirdre.

Tenía que decirle a Elena que su estado de ánimo no era precisamente bueno, pero prefirió esperar a estar tranquilamente a solas con ella.

—Quiero estar solo —gruñó Aldo.

Las dos mujeres se miraron y Elena se ruborizó. Deirdre frunció el ceño. Había comprendido perfectamente a quién no quería ver Aldo en su habitación. La enfermera lanzó una última mirada compasiva a Elena y luego salió discretamente de la habitación.

Aldo no podía mirar directamente a Elena porque todavía llevaba el collarín que le sujetaba la columna vertebral y le impedía moverse. Con ese ángulo de visión tan limitado solo veía el techo de la habitación y a los que se inclinaban sobre él.

—¿Aún sigues ahí? —preguntó Aldo, que había oído los pasos de una sola persona saliendo de la habitación.

—Sí —contestó Elena, y se levantó para que pudiera verla.

—¿Es que no has oído lo que he dicho?

—Sí, sí lo he oído —dijo Elena—. Pero me quedo. Puedes odiarme todo lo que quieras; no obstante, ahora me necesitas.

—No, no te necesito —le espetó Aldo, aunque al mismo tiempo estaba avergonzado porque sabía que ella tenía razón.

—Sí, sí me necesitas —replicó Elena con testarudez.

Aunque Aldo se quedó un rato callado, la ira le iba en aumento. Normalmente no soportaba la obstinación y la resistencia, pero era muy consciente de que no le quedaba más remedio que resignarse, ahora y en el futuro.

—Estoy seguro de que solo es una cuestión de tiempo el que te largues con tu amante, el doctor, ¿no?

Elena ya contaba con ese tipo de comentarios; sin embargo, se sintió ofendida.

—Ya te he dicho que Lyle está prometido con su piloto —dijo, procurando no perder la paciencia.

—Apuesto a que eso te da mucha rabia —bufó Aldo.

—¿Por qué? Hasta que Marcus fue atendido por Lyle en el hospital, no nos habíamos vuelto a ver. Lo pasado, pasado está, y no hay vuelta de hoja. Tenemos que mirar hacia delante.

—Y te da completamente igual a quién puedas herir, ¿verdad?

Una vez más, a Elena le asaltaron los sentimientos de culpabilidad.

—No he herido a nadie deliberadamente, Aldo.

—Sin embargo, lo has conseguido a la perfección.

Elena no sabía qué decir al respecto. Tenía claro que Aldo la responsabilizaría de aquello en lo que se había convertido su vida. Era consciente de que estaba amargado y no creía que eso fuera a cambiar nunca.

—Sé que es una situación difícil —dijo con paciencia.

—¿Cómo que lo sabes? ¿Qué harías tú en mi lugar?

—No lo sé, Aldo. Supongo que también estaría amargada.

Aldo se quedó un rato callado, pero a Elena el silencio le resultaba aún más insoportable que sus palabras hirientes.

—Déjame solo —dijo por fin Aldo—. Quiero dormir.

—Tenemos que hablar de una cosa —contestó Elena.

—¿De qué?

—Dice Billy-Ray que mañana viene el comprador de ganado. Creo que debería ofrecerle todo el rebaño y luego vender la granja. Si vivimos en la ciudad, estaremos más cerca de los médicos, y a partir de ahora seguro que vas a necesitar cuidados médicos con regularidad. Ken estaría a tu disposición.

—Qué bien te vendría eso, ¿eh? Siempre has odiado la vida en la granja —dijo Aldo, y de nuevo se encendió de cólera.

Elena no hizo caso del comentario de Aldo.

—Yo no puedo llevar la granja, Aldo. También es demasiado para Billy-Ray solo. Y en nuestra situación no podemos permitirnos contratar a alguien. De manera que hemos de ser prácticos.

—No consentiré que una embustera como tú tome decisiones por mí —dijo Aldo en tono arisco.

Elena se estremeció.

—Quizá te haya mentido, lo cual es imperdonable, pero seguiré estando a tu lado. Seré una buena esposa y madre.

—Es un poco demasiado tarde para eso —respondió Aldo.

Elena sabía que quería ofenderla. No esperaba otra cosa. Pero Aldo tenía que mirar la realidad de frente.

—Lo triste, Aldo, es que tienes muy pocas posibilidades de elección. Has de aceptar que me ocupe de ti y de nuestra familia.

—Quiero ir a mi casa de la granja —aclaró Aldo.

Elena percibió asombrada que le temblaba la voz; estaba muy emocionado, cosa rarísima en su marido. Aldo nunca mostraba signos de debilidad o de vulnerabilidad, y a Elena le partió un poco el corazón verle ahora así.

—Si cogemos una casa en la ciudad, podré seguir trabajando y ver qué tal vas varias veces al día. También sería más práctico para los niños. Sencillamente, es la solución más sensata, Aldo —dijo.

—¿Y yo qué voy a hacer? ¿Estar sentado en la silla de ruedas mirando por la ventana? ¿Y cuál sería el punto álgido del día? Cuando mi mujer, que trabaja para alimentar a la familia, asome un momento la cabeza para ver qué tal sigo. ¿Cuánto tiempo tardarás en estar hasta las narices de mí y en verme solo como una carga? Preferiría estar muerto antes que llevar una vida así.

De pronto, Elena se puso furiosa.

—Puedes utilizar los brazos, Aldo. Puedes seguir siendo útil si quieres. Lo único que ya no puedes ser es granjero.

—Eso es lo único que he querido ser siempre, y tú lo sabes rematadamente bien —contestó Aldo—. ¿Ves a lo que me han llevado tus mentiras? —Las lágrimas afloraron a los ojos de Elena, que volvió la cabeza—. Quédate tú en la ciudad. Quédate donde te dé la gana con tal de que sea lejos de mí.

—Me voy a trabajar —dijo Elena, volviéndose hacia la puerta—. Volveré cuando puedas pensar con claridad.

Sin añadir una palabra, salió de la habitación. Aldo no había visto sus lágrimas; prefería condenarse antes de que él la viera derrumbarse.

Marcus estaba en el colegio, pero no podía concentrarse. No hacía más que pensar en su padre. Le preocupaba el giro tan dramático que había dado su vida. ¿Cómo iba a sobrevivir paralítico en una silla de ruedas un hombre que era granjero en cuerpo y alma?

En cuanto sonó la campana del colegio, que anunciaba el final de la jornada escolar, se fue corriendo al hospital. Quería asegurarle a Aldo que le quería y que le preocupaba, independientemente de quién fuera su padre biológico, y que siempre le seguiría queriendo. Su intención era hacerle saber que no quería perderle. Ya había perdido demasiadas cosas…

—Hola, papá —dijo al entrar en la habitación de Aldo.

Marcus se esforzó por parecer contento cuando se inclinó sobre la cama para que Aldo pudiera verle. Procuró por todos los medios mirarle con gesto impertérrito, aunque las heridas de la cara de Aldo siguieran teniendo un aspecto horroroso.

Aldo miró a Marcus, pero no vio al chico al que había considerado hijo suyo durante trece años. Vio a Lyle MacAllister.

Como Aldo no decía nada, sino que solo soltó una especie de gruñido, Marcus se quedó preocupado.

—¿Tienes dolores, papá? —le preguntó.

—No vuelvas más por aquí —dijo Aldo cansado.

No lo podía remediar. No quería que el chico le trajera a la memoria el engaño de Elena.

—¿Por qué no, papá? —preguntó Marcus dolido.

—No quiero visitas —respondió Aldo, con la esperanza de no verse obligado a decir lo que le dictaba el corazón.

—Pero yo sí quiero visitarte, papá.

—Creo que lo mejor va a ser que a partir de ahora te quedes en casa de la abuela —le explicó Aldo.

Marcus se quedó deshecho.

—¿Es porque… porque no eres mi verdadero papá? —preguntó en voz baja.

Aldo pensó enseguida que Elena no había aguantado las ganas de contarle a su hijo que él no era su padre. Eso le enfureció.

—¿Te lo ha contado tu madre?

Marcus apartó la vista.

—No, después de tu accidente te oí hablar con mamá. Escuché vuestra conversación a escondidas.

—Entonces entenderás que lo mejor para ti es que te mantengas alejado —dijo Aldo.

—No, papá. No lo entiendo. —¿Cómo podía ser que Aldo hubiera sido trece años su padre y de pronto decidiera que ya no quería volver a verle?—. Da igual quién sea mi auténtico padre, ¿no, papá? —preguntó excitado—. A mí por lo menos me da lo mismo.

—De eso nada. No es lo mismo, ni mucho menos —dijo Aldo en tono sarcástico.

Marcus se dio cuenta de que le temblaba el labio inferior, y entornó los ojos.

—Odio a mamá por todo lo que nos ha hecho —soltó de repente, combatiendo las ganas de llorar como un niño.

No quería mostrar su lado flaco dándole a entender a su padre que no era capaz de dominar una situación así.

—Ahora ya eres un grandullón, Marcus. Pronto te valdrás por ti mismo. Tú y yo… tenemos que despedirnos. —Y por fin le dijo por qué—. Por tus venas no corre la sangre de un granjero. No eres un Corradeo. Lo mejor para ti es que te marches ahora y no vuelvas nunca más.

Aldo cerró los ojos y dejó inconfundiblemente claro que no quería oír ni una palabra más.

Con los ojos arrasados en llanto, Marcus abandonó el hospital. Elena, después de trabajar, había empezado a buscar casa. Ahora estaba frente al escaparate del colmado mirando anuncios de pisos, cuando vio que su hijo, echando chispas de rabia, se dirigía corriendo a casa de sus padres.

—¡Marcus! —le llamó. Aunque su hijo no le hizo caso, Elena no se dio por vencida tan pronto, sino que se fue derecha hacia él—. ¡Marcus, haz el favor de pararte! —dijo. Marcus se detuvo, aunque manteniendo la cabeza agachada—. ¿Qué pasa, Marcus? —preguntó Elena.

Marcus, que se había propuesto evitar a su madre en lo sucesivo, ahora casi se alegraba de verla. Así tenía ocasión de desfogarse.

—Papá me ha dicho que no quiere volver a verme, y todo por tu culpa. Todo se ha venido abajo por la cantidad de mentiras que le dijiste. —Esas palabras hicieron el efecto de una punzada en el corazón de Elena. Que su hijo sufriera tanto era lo último que quería—. Papá dice que por mis venas no corre la sangre de un granjero. Creo que en eso tiene razón. Y ahora sé también por qué nunca me ha querido tanto como a Maria y Dominic.

—Claro que te ha querido, Marcus. Lo que pasa es que ahora tiene muchos dolores y arremete contra todo el mundo, no solo contra ti.

—No, mamá. Lo que dice lo dice en serio. Ya no quiere… ya no quiere ser mi papá.

Marcus tenía miedo de romper a llorar. Se dio la vuelta a toda velocidad y corrió a casa de sus abuelos. Elena no podía creerse que Aldo le hubiera herido deliberadamente hasta ese punto. Lo que le dijera a ella, le daba igual, pero ¿cómo podía hacerle tanto daño a Marcus, causarle ese disgusto? Elena no tenía previsto visitar esa tarde otra vez a Aldo, pero ahora se fue derechita a su habitación del hospital.

—¿Cómo has podido decirle a Marcus que no quieres volver a verle? —soltó de sopetón—. Tú eres el único padre que ha conocido.

—No es mi hijo —dijo Aldo agobiado.

—Que no tengáis parentesco de sangre no significa ni mucho menos que no te considere su padre.

—Estoy seguro de que ya has estado maquinando cómo conocerá a su verdadero padre —dijo Aldo maliciosamente.

Elena se dio cuenta de que Aldo le había dado muchas vueltas al asunto.

—No he estado maquinando nada. Pero ahora que lo pienso, más vale que le hayas repudiado. Su verdadero padre es una persona amable y maravillosa. Jamás ha tratado a Marcus como tú lo acabas de hacer. Él no habría intentado nunca destruirle sus sueños, tal y como has hecho tú.

Temblando de rabia, Elena dio media vuelta y salió de la habitación. En realidad, no quería haber sido tan cruel, pero no había podido dominarse. Aldo había herido con demasiada frecuencia a Marcus.