—Qué callado estás, Lyle —dijo Alison—. ¿Estás pensando en Marcus Corradeo?
Llevaban diez minutos en el aire y Lyle todavía no había abierto la boca. Alison había estado pensando en los extraños sucesos que habían ocurrido de camino a Barkaroola y había sacado conclusiones que parecían demasiado increíbles como para expresarlas en voz alta. En su opinión, Lyle debería contarle lo que había pasado, pero le conocía lo bastante bien como para saber que solo hablaría cuando le pareciera el momento oportuno.
—Sí —admitió Lyle—. Y también estoy pensando en Elena.
—¡Elena!
—Neil me ha dicho antes que Aldo no volverá a andar. A partir de ahora su vida ya no será la misma, y tampoco la de su familia.
También iba pensando en que ahora Aldo ya sabía que Marcus no era su hijo. En el transcurso de unas pocas horas, su vida había dado un vuelco.
Alison se quedó pasmada.
—Qué tragedia, Lyle —dijo, con un sincero pesar—. Seguramente ya no puedan conservar la granja, a no ser que encuentren a alguien que se encargue de ella.
Tenía claro que la transformación de su vida cotidiana era solo una de las preocupaciones de la familia. Después de lo que Marcus le había dicho a su madre resultaba obvio que además tenían otros problemas.
—Aquí los granjeros tienen que luchar muchísimo; han de afrontar la escasez de lluvia, un calor horroroso, las plagas de langostas y las tormentas de arena. Seguramente los Corradeo hayan tenido que luchar como nadie, puesto que Elena se vio obligada a trabajar en la ciudad —dijo Lyle.
Alison lanzó una mirada a su prometido. Lyle miraba pensativo por la ventanilla, fascinado por la sombra de la avioneta, que los seguía en silencio por el paisaje de tonos marrones rojizos.
—Hoy me ha dado mucha pena Elena Corradeo. Qué enfadado estaba su hijo con ella —dijo Alison.
Alison abrigaba una sospecha. Ahora tenía que encauzar con cuidado la conversación, de modo que pudiera enterarse de por qué se preocupaba Lyle tanto por los Corradeo.
Lyle guardó silencio un momento; luego tomó una decisión.
—Hay una cosa que deberías saber, Alison. Marcus es hijo mío. —Vio la sorpresa en los ojos de su prometida al volverse hacia ella—. Hasta hoy no me había enterado. Me lo ha contado Marcus. Oyó por casualidad una conversación de sus padres. No me lo habría creído de no ser porque Marcus tiene los mismos ataques espasmódicos que mi hijo Jamie. Y eso es hereditario.
Aunque Alison ya se había imaginado algo parecido, sin embargo, había contado con que Lyle le diera otra explicación de lo alterado que estaba después de haber encontrado a Marcus. Fue un shock para ella ver confirmadas sus sospechas. ¿Qué pasaría ahora con Lyle y ella? ¿Querría casarse con un hombre que tenía un hijo de otra mujer?
Alison intentó permanecer muy tranquila.
—Qué manera más rara de enterarse de que otra vez eres padre —dijo en voz baja—. ¿Quieres contarme por qué tienes un hijo con Elena Corradeo, Lyle? —preguntó luego, pues no estaba dispuesta a contentarse con que guardara silencio.
—Lo intentaré. Te debo tantas cosas, Alison… —dijo Lyle. Luego se le ensombreció la cara—. Junto con otros médicos de Escocia fui enviado al Hospital Victoria de Blackpool para prestar ayuda durante el último año de la guerra. Por aquel entonces, llevaba saliendo ya unos años con Millie. Yo sabía que tanto ella como sus padres y los míos daban por hecho que algún día nos casaríamos, y reconozco que no me parecían mal sus planes… hasta que conocí a Elena.
—¿No amabas a Millie, Lyle?
—Yo creía que la quería. Pero cuando me enamoré perdidamente de Elena, que trabajaba de enfermera en el hospital, fui consciente de lo mucho que un hombre puede amar a una mujer. Naturalmente, era injusto que siguiera saliendo con Millie estando enamorado de otra mujer, y tenía previsto romper con ella. Esperé a tener un permiso de tres días, pues no quería ser un cobarde e informarle de la ruptura por carta. Durante mi primer permiso enfermó su padre y no podía partirle el corazón mientras estuviera tan preocupada por él. Durante el segundo permiso me comunicó que estaba embarazada. Me quedé destrozado, pero no dudé un momento que debía comportarme decentemente por el bien de mi hijo. Me separé de Elena para casarme con Millie, pero jamás en la vida he hecho nada que me resultara tan difícil. Desde luego, no sabía que Elena también estaba embarazada. Quizás ella tampoco lo supiera en ese momento. Se había contagiado de la gripe española mientras yo estaba en Escocia; eso seguramente dificultara el reconocimiento de los síntomas.
—Pero cuando se casó con Aldo, seguro que ya sabía que esperaba un hijo tuyo —dijo Alison.
Era más una constatación que un reproche, pero de todos modos le dio que pensar sobre el carácter de Elena.
—Sus padres son italianos de firmes convicciones católicas. Como Aldo es un poco mayor que ella y también italiano, puedes estar casi segura de que fue el padre de Elena quien concertó el matrimonio con él. Supongo que en ese momento a ella le dio mucho miedo decirles la verdad a sus padres o a Aldo. Las chicas italianas decentes no se dejan preñar así como así.
—Posiblemente, la verdad no habría salido nunca a relucir si Millie no se la hubiera contado a Aldo —observó finalmente Alison.
—Hay una cosa que para mí es un verdadero enigma, Alison. ¿Cómo se enteró Millie de la verdad si ni siquiera yo la sabía?
—¿Estaba al tanto de tu relación con Elena antes de casarte?
—No que yo sepa. Pero uno de los médicos, con el que vivía en la misma pensión de Blackpool, también era de Dumfries. Alain McKenzie conocía bien a Millie y a su familia. También sabía de mi relación con Elena. Quizá se lo contara él a Millie.
—Desde luego, se te han juntado unas cuantas cosas en las que pensar —dijo Alison.
—Sí —contestó Lyle—. Todavía no me cabe en la cabeza que otra vez tenga un hijo.
—¿Quieres establecer una relación con él?
Lyle se paró a pensar un momento.
—He sido padre en cuerpo y alma, Alison. Y cuando perdí a Jamie, me quedé hecho polvo; dudo que lo supere algún día. Ahora es como si Dios me hubiera hecho un regalo, un segundo hijo. No me termino de creer que mi hijo sea un chico tan maravilloso. Pero para él su padre es Aldo, y dudo que eso vaya a cambiar nunca.
—Va a ser un período difícil de adaptación para todos. No tienes más que esperar a ver qué pasa —dijo Alison comprensiva.
—Sé que he de tener paciencia —respondió Lyle. Tampoco Alison lo tenía fácil, y estaba agradecido de que hubiera reaccionado de forma tan compasiva—. Pero espero que algún día Marcus y yo podamos tener una relación.
—¿Todavía quieres casarte conmigo, Lyle? —preguntó Alison directamente.
—Claro que quiero —contestó Lyle, sorprendido por la pregunta—. ¿Por qué no iba a querer?
—Tu vida va a cambiar en un tiempo no muy lejano, y solo me pregunto qué sitio ocuparé en tu nueva vida.
Lyle miró a Alison.
—Eres una persona muy especial, Alison, y has sido una gran ayuda para mí. No quiero que te preocupes —dijo—. A lo mejor no cambia tanto mi vida como te imaginas.
Cegada por las lágrimas, Elena recorría la pedregosa carretera hacia Barkaroola. Cuando por fin llegó a la puerta rota de la entrada de la granja, ya era de noche y se sentía muerta de cansancio. Desde lejos vio un resplandor en una de las cuadras y así supo que aún seguía allí Billy-Ray. La casa, en cambio, estaba a oscuras.
Elena se acercó lentamente al porche, subió los escalones y entró en la casa, donde encendió un farol. Tenía que prender la lumbre y beber algo. Cuando se estaba sirviendo un vaso de agua, oyó pasos en el porche.
—¿Qué tal está el jefe, señora? —preguntó Billy-Ray nada más abrirle ella la puerta.
—No he vuelto a verle, Billy-Ray —dijo Elena—. He estado en casa de mis padres.
—No he oído la camioneta subiendo por la rampa, señora.
—He venido a pie —le explicó Elena.
—Es una caminata muy larga, señora —dijo Billy-Ray, extrañado de que su padre o su madre no la hubieran traído a casa, pero era demasiado cortés como para preguntar.
—Pues sí —contestó Elena—. Gracias por haberte quedado hasta tan tarde, Billy-Ray. Te estaría muy agradecida si pudieras venir mañana a trabajar.
—Aquí estaré, señora. Lo primero que haré mañana temprano será el trabajo que normalmente hacía el chico los fines de semana.
—Yo te ayudaré, Billy-Ray —dijo Elena—. Marcus… de momento no vendrá a la granja.
Billy-Ray supuso que el muchacho querría quedarse cerca de su padre.
—Un sobrino mío se va a quedar a vivir una temporada en mi casa, señora. Se llama Matari. Es algo mayor que Marcus. Si le parece bien, puede venir a echar una mano.
—Sería estupendo, Billy-Ray, pero no me puedo permitir pagarle.
—No necesita dinero, señora. Se dará con un canto en los dientes con tal de llevarse algo a la boca, si es que a usted le sobra algo.
Elena se sintió aliviada. El sobrino de Billy-Ray sería una gran ayuda.
—Estoy segura de que nos las arreglaremos para darle algo de comer, Billy-Ray —dijo—. ¡Gracias!
A la mañana siguiente, muy temprano, Neil Thompson llamó por radio a Barkaroola.
—Aldo se dio cuenta ayer por la tarde de que no sentía las piernas, Elena. Tuve que suministrarle un sedante porque se puso nerviosísimo. Por desgracia, estaba delante su hijo mayor, que vio la desesperación de su padre.
—Entonces, ¿Marcus ya sabe que su padre se va a quedar paralítico? —preguntó Elena preocupada.
—Seguro que lo intuye, pero yo no se lo he confirmado. Creo que lo mejor sería que yo hablara esta mañana con Aldo y le contara la verdad. La llamo porque he pensado que a lo mejor quería estar presente.
Elena se lo pensó. Tenía que ser sincera. Si Aldo la viera, se pondría demasiado nervioso.
—Sería mejor que yo no estuviera presente —dijo. Estaba segura de que Neil sostenía una opinión diferente, pero no podía explicarle por qué había tomado esa decisión—. Además, ahora que Aldo está en el hospital hay mucho que hacer en la granja.
Neil se quedó un momento perplejo.
—Entiendo. Solo lo decía porque quizás Aldo necesite un poco de consuelo por su parte —dijo luego.
—Créame, Neil. Sé que prefiere estar solo —contestó Elena—. Cambio y corto.
Durante el resto del día Elena trabajó mucho. Le venía bien estar ocupada. Eso le impedía echar de menos a los niños. El sobrino de Billy-Ray resultó ser una gran ayuda, muy trabajador. De todos modos, al final, cuando el sol se puso por el horizonte, Elena estaba completamente agotada. Preparó un cena frugal a base de tostadas con huevos revueltos y la compartió con Billy-Ray y su ayudante, antes de que los dos emprendieran el camino a casa.
El día siguiente transcurrió de manera similar. Elena, Billy-Ray y Matari trabajaron duro y luego comieron algo juntos. A última hora de la tarde, Elena se retiró. Hizo té y se sentó exhausta en el porche. La noche anterior había dormido poco y reflexionado mucho. Tenía claro que las cosas no podían seguir así. Intentó imaginar cómo podría cuidar de Aldo, hacer gran parte del trabajo de la granja y, al mismo tiempo, trabajar en la ciudad. Sencillamente no era posible.
El motor de un avión la sacó de sus pensamientos. ¿Sería Lyle? ¿Iría a visitar a algún enfermo de la vecindad? Para su asombro, vio cómo la avioneta daba vueltas por encima de la granja y luego aterrizaba en una de las praderas que había detrás de las cuadras. Lyle se apeó. Una nube de polvo rojo se desvaneció lentamente por el cielo. Parecía que Alison se había quedado en el avión, pues Lyle emprendió solo el camino hacia la casa. De modo que no iba a ver a ningún enfermo de los aledaños.
A Elena se le aceleró el corazón al ver que se dirigía hacia ella. Sabía por qué venía. Querría saber por qué nunca le había contado que tenían un hijo en común. Elena se levantó cuando Lyle subió las escaleras del porche.
—¿Qué tal estás, Elena? —preguntó él.
—Estoy bien —contestó Elena. Aliviada, comprobó que en la voz de Lyle no había rastro de enfado—. ¿Cómo es que has venido? ¿Ha empeorado el estado de salud de Aldo?
—No, aunque vengo del hospital. He intentado ver a Aldo, pero no quería ni que me acercara a él.
Lyle no mencionó que Aldo le había insultado con las palabrotas más soeces y que le había arrojado el orinal.
—Neil llamó ayer por la mañana por radio y me dijo que iba a decirle a Aldo que nunca podrá volver a andar. Por la tarde llamó de nuevo. Al parecer, Aldo no reaccionó de ningún modo cuando le explicó que tenía que pasar el resto de su vida en una silla de ruedas; solo pidió que le dejaran en paz. Según Neil, todo se debe al shock y seguramente necesite tiempo para asimilar la verdad.
—Yo diría que ya la ha asimilado; no me extraña que esté amargado. Nadie puede reprocharle nada —dijo Lyle.
Elena agachó la cabeza al acordarse de lo que le había dicho Aldo. El sentimiento de culpa amenazó de nuevo con asfixiarla.
—Lo siento, Elena. No he venido a darte remordimientos de conciencia. Entiendo por qué has hecho lo que hiciste.
Elena alzó la vista.
—¿De verdad? —dijo sorprendida—. ¿No estás enfadado?
—No tengo derecho a estarlo. Te abandoné para casarme con otra mujer que estaba embarazada de mí. He de asumir la responsabilidad de la situación a la que fuiste a parar. Sé que tu padre no habría reaccionado precisamente bien si le hubieras contado que esperabas un hijo mío.
—Me habría echado de casa y desheredado —dijo Elena.
Ocultó a Lyle que eso era exactamente lo que había hecho ahora su padre. No quería la compasión de Lyle.
—Tu relación conmigo no te ha traído más que complicaciones, ¿verdad? —preguntó Lyle.
—Me ha traído a Marcus, que desde un principio fue la luz de mi vida —confesó Elena.
De nuevo se le agolparon las lágrimas en los ojos, pero se prohibió a sí misma ponerse sentimental.
—¿Cómo te las vas a arreglar a partir de ahora? —quiso saber Lyle.
—Todavía no lo sé. Es mi deber ocuparme de Aldo, y además tengo tres hijos que me necesitan. De momento, Marcus está muy enfadado conmigo, pero espero que se le pase con el tiempo.
Eso esperaba también Lyle.
—Es un chico estupendo. —Recordó lo bien que se habían entendido antes de que averiguaran que eran padre e hijo—. ¿Sabías que estabas embarazada cuando te conté que iba a casarme con Millie?
—No; de eso me enteré más tarde. Entonces tenía la gripe, no sé si te acuerdas. —Lyle asintió con la cabeza. ¿Cómo iba a olvidarlo?—. Creí que por eso se me había alterado el ciclo menstrual. Cuando lo supe con certeza, mi primer impulso fue contártelo, Lyle, pero…
—Yo ya había tomado una decisión —admitió Lyle abatido.
De todos modos, no se arrepentía de esa decisión si pensaba en Jamie y en la felicidad que le había aportado el chico a su vida.
—Sí. Y yo tomé la mía. Mi padre quería que me casara con Aldo y así lo hice. Como la boda se celebró muy pronto, Aldo estaba convencido de que Marcus era hijo suyo. Sé que no fui honesta, pero me encontraba tan sola… Y como todavía era muy joven, tenía mucho miedo de mi padre.
Si era sincera, tenía que reconocer que de vez en cuando todavía le infundía bastante miedo.
—Lo entiendo, Elena, pero ¿me habrías contado alguna vez que Marcus es mi hijo? —preguntó Lyle.
—No lo sé. Te lo digo con toda sinceridad —respondió Elena—. Siempre he tenido miedo de que Marcus me odiara si alguna vez se enteraba. Debería haber sabido que, tarde o temprano, las mentiras acaban saliendo a la luz, incluso en un lugar tan apartado como este, y mentir a las personas que amas nunca ha dado buenos frutos.
Lyle la entendía bien.
—Algún día te perdonará, Elena —dijo.
Elena miró a Lyle.
—¿Y tú me perdonarás algún día? —preguntó.
—No tengo nada que perdonarte —respondió Lyle.
Se quedó con la mirada perdida en el vacío, pensando en los años que se había perdido de estar con Marcus y, de repente, se puso muy triste.
—¿Le has contado a tu prometida que Marcus es hijo tuyo? —le preguntó Elena.
—Sí —respondió Lyle—. Alison se lo ha tomado muy bien.
—Me… me alegro mucho por ti, Lyle —dijo ella, con el corazón encogido por la congoja.
Cuántos años había estado sentada allí mismo pensando en lo diferente que habría podido ser su vida de haberse casado con Lyle. Había sido el amor de su vida, un hombre maravilloso. Y seguía siendo maravilloso, tan solícito, tan atractivo y tan abnegado como médico… Y de nuevo iba a casarse con otra.
—Me preocupas, Elena —dijo entonces Lyle.
—Pues no te preocupes, que estoy bien —contestó ella—. Me merezco lo que ahora se me viene encima. Mis mentiras son la causa de que Aldo no pueda volver a andar.
—No puedes echarte la culpa de su accidente —dijo Lyle horrorizado.
—¿Cómo que no? Si mis mentiras no le hubieran trastornado de ese modo, no se habría caído de la torre del molino de viento.
Elena se sentía tan desdichada cuando pensaba en el futuro que le esperaba a Aldo…
—Día tras día me llaman por algún accidente ocurrido en las granjas, Elena.
—Eso puede que sea cierto, pero este accidente se ha producido por mi culpa —replicó Elena.
De pronto, Lyle entendió por qué Elena se echaba la culpa. ¿Acaso no había hecho él lo mismo cuando Jamie perdió la vida en el accidente?
—¿Cómo te las vas a arreglar para cuidar de un hombre en silla de ruedas y atender a tres hijos y la granja? —preguntó Lyle.
También pensó que, por si fuera poco, Aldo seguramente le haría la vida imposible, pero no se atrevió a decirlo.
—No tengo ni idea; solo sé que de alguna manera me las tengo que arreglar —dijo Elena con valentía.
—Nadie te haría ningún reproche si quisieras marcharte —dijo Lyle.
Elena puso los ojos como platos.
—¿Cómo puedes decir una cosa así? Es mi obligación ocuparme de mi marido y atender lo mejor posible a mis hijos.
Lyle asintió. Tenía muchas ganas de hablar de Marcus y de su pasado en común, pero, como en su primer encuentro, le pareció que Elena no quería que se preocupara por ella ni necesitaba un hombro en el que apoyarse. La veía llena de orgullo y afán de independencia.
—Si alguna vez necesitas algo… —empezó, no obstante.
Elena vio la compasión en la mirada de Lyle, y eso la ofendía más que todas las palabras hirientes.
—Ya me las apañaré, Lyle —le interrumpió, procurando que no se le notara la emoción en la voz.
Lyle notó que Elena estaba a punto de perder los nervios; por eso se contuvo y no dio más explicaciones.
—Si me necesitas, no tienes más que llamarme por radio —se limitó a decir—. Entiendo que Marcus no quiera saber nada de mí, pero si alguna vez se produce un cambio, házmelo saber, por favor.
—Descuida —le prometió Elena, mordiéndose el tembloroso labio inferior—. Te deseo toda la felicidad del mundo, Lyle.
Lyle miró sus aterciopelados ojos castaños. Deseaba desesperadamente abrazarla, retenerla, pero sabía que ella no quería. De modo que dio media vuelta y sencillamente se marchó.
Elena fue capaz de dominar sus sentimientos hasta que el avión de los Médicos Volantes se redujo a un puntito en la inmensidad del cielo azul. Entonces entró en casa, se derrumbó y se puso a sollozar descontroladamente. Lloró por todo lo que había perdido, pero sobre todo lloró por el hombre que hacía muchos años le había robado el corazón y aún no se lo había devuelto.