33

Marcus había caminado ya casi cinco kilómetros cuando Lyle le dio alcance. Estaba física y mentalmente tan agotado que cedió pronto cuando Lyle le invitó a subir a la camioneta. Por la cara enfurruñada que llevaba, dio a entender con claridad que no quería hablar, y Lyle tampoco le forzó. Estaba tan conmocionado como Marcus y, al igual que él, también necesitaba tiempo para asimilar que eran padre e hijo. La idea de si sería posible establecer una relación entre ellos parecía muy remota.

Cuando Alison aterrizó en Barkaroola, una piedra puntiaguda hizo un agujero en una de las ruedas del avión. Por suerte, había reducido la velocidad en la pista de aterrizaje provisional, de modo que Alison no había corrido un serio peligro. Billy-Ray se mostró enseguida dispuesto a ayudar a Alison a calzar la rueda de recambio. Alison utilizó la radio de la granja para ponerse en contacto con la oficina de Cloncurry, así la señora Montgomery podía avisar de su retraso al hospital de Winton, para que Lyle no se preocupara. Que fueran a retrasarse en llegar a la ciudad le dio nuevos quebraderos de cabeza a Elena. ¿Qué haría Marcus al llegar a la ciudad?

Cuando Marcus y Lyle llegaron a la ciudad, el chico le pidió que se detuviera en la calle principal, delante del hospital.

—Quiero ver a… mi papá —dijo con resolución, aunque Lyle vio que Marcus oscilaba entre el rencor y la timidez.

—Es normal que lo quieras —dijo Lyle—. Aldo Corradeo es el único hombre que has conocido como padre tuyo, Marcus. No tienes por qué avergonzarte de tus sentimientos hacia él.

—No me avergüenzo —respondió Marcus con énfasis.

—Bien —dijo Lyle, siendo él ahora el abochornado.

Tenía claro que no se daba demasiada maña con el chico, pero necesitaba tiempo para reflexionar. En realidad, quería advertir a Marcus de que a lo mejor notaba raro a Aldo y le decía algo hiriente, pues al fin y al cabo estaba en estado de shock. Había averiguado que Marcus no era su hijo y, además, padecía las consecuencias del accidente. Sin embargo, no tuvo oportunidad de decirle nada de esto. En cuanto detuvo el coche, Marcus salió corriendo.

Lyle fue enseguida a la carnicería Fabrizia. Elena le había hablado de la carne que llevaba cargada la camioneta de reparto. En cuanto vio pasar el coche, Luigi salió enseguida de la casa. Había estado esperando ansiosamente noticias de su nieto.

—Su nieto se encuentra bien, señor Fabrizia —le explicó Lyle—. Está en el hospital; quiere ver a su padre.

No le pareció el momento apropiado para decirle al padre de Elena lo que Marcus acababa de averiguar. Era una situación violenta.

Luigi se sintió aliviado, pero en cuanto supo que Marcus estaba bien, el alivio se convirtió en enfado.

—Sí, pero se ha portado muy mal por haber cogido la camioneta; recibirá su castigo. Además, el hospital estará esperando el pedido de carne.

—Estaba muy alterado, señor Fabrizia. Emocionalmente todavía no es lo bastante maduro como para asimilar lo que le ha pasado a su padre.

Lyle tenía miedo de que Luigi fuera demasiado severo con el chico; de momento, eso era lo último que necesitaba Marcus.

—Eso déjemelo a mí —dijo Luigi, como diciendo que más le valía ocuparse de sus asuntos—. Ni siquiera le conozco.

—Soy el doctor Lyle MacAllister. Estoy destinado en Cloncurry, con los Médicos Volantes, señor Fabrizia —contestó Lyle.

—Ah, entonces podrá decirme si Aldo se recuperará del todo.

—Todavía no puedo decirle el pronóstico. Pero ahora voy al hospital a ocuparme de él —respondió Lyle—. Lo que sí sé es que sus lesiones son realmente graves. Resulta comprensible que Marcus estuviera tan trastornado después de ver a su padre, de modo que, por favor, sea benévolo con él.

—Con todos mis respetos, doctor, pero es mi nieto y sé muy bien cómo he de tratarle —opinó Luigi indignado.

A renglón seguido, sacó la carne de la camioneta de reparto y la llevó a la tienda para ver si se había estropeado.

Luisa, que al llegar Lyle estaba en su minúsculo jardincillo quitando las malas hierbas, se quedó pensativa. El doctor, al que ya había visto una vez, parecía una persona seria. Daba la impresión de haber desarrollado un instinto de protección con respecto a Marcus, y eso le preocupaba. Rezó para que Marcus no hubiera averiguado nada sobre la verdadera identidad de su padre, pero intuyó que algo había pasado. Ese comportamiento tan atípico en el chico… Que hubiera cogido la camioneta de su abuelo no encajaba nada con su conducta habitual.

Marcus entró en el hospital todo decidido. Nadie se fijó en él porque los domingos había menos personal y todos estaban muy ocupados. Al acercarse al cuarto de Aldo, aminoró el paso. Se detuvo dubitativo ante la puerta, abierta de par en par. Esta vez la cortinilla de la cama de Aldo no estaba echada. Marcus vio que Aldo llevaba un collarín y que tenía las piernas escayoladas. Lo que podía ver de su piel estaba salpicado de manchas rojas y arañazos; lo tenía todo lleno de esparadrapos. Aldo ofrecía un aspecto horroroso; a duras penas se le reconocía. Aunque era horrible verle así, Marcus se obligó a acercarse a su cama.

—Hola, papá —susurró.

No sabía por qué hablaba en susurros. Le parecía lo más adecuado en el silencio del hospital.

Cuando Aldo lo tuvo al alcance de la vista, abrió los ojos de par en par.

—Marcus —dijo, con la desesperación pintada en el rostro. Estiró la mano y agarró el brazo del chico—. No me noto las piernas.

—¿Por qué no, papá? —preguntó Marcus asustado.

Un dolor le atravesó el brazo. Sintió miedo de su padre.

—¿Conservo aún las piernas? —preguntó Aldo, lleno de congoja.

—Sí, papá —contestó Marcus con compasión.

No sabía qué hacer para no seguir viendo a ese hombre como padre suyo.

—Mientes. ¿Te ha dicho el médico que me mientas?

—No, papá. —Marcus estaba dolido. ¿Por qué le atribuía Aldo una mentira?—. Yo nunca te mentiría —explicó, recalcando las palabras.

Aldo estaba tan desesperado que ni siquiera le oyó bien.

—Me han cortado las piernas, ¿no? —dijo con voz histérica.

—No, papá —respondió Marcus horrorizado—. Solo están escayoladas.

—Deja ya de mentir —le riñó Aldo—. Me han cortado las piernas. ¿Por qué me mientes?

—No te estoy mintiendo, papá —dijo Marcus, al borde del llanto.

Nunca había visto así a Aldo. No sabía qué hacer. Miró hacia la puerta con la esperanza de que pasara una enfermera.

Aldo soltó el brazo del chico y estiró la mano hacia sus muslos. Se palpó la piel por donde terminaba la escayola, pero no le dio la sensación de tocarse la pierna. Eso le desconcertó.

—No siento las piernas —vociferó—. ¿Dónde están? ¿Dónde están mis piernas?

Desesperado, Marcus se acercó al otro extremo de la cama y agarró los dedos de los pies de Aldo.

—Mira, papá —dijo, con la esperanza de tranquilizarle—. ¿Notas que te estoy cogiendo los dedos de los pies?

—¡No! —gritó Aldo—. ¿Por qué no siento los dedos de los pies?

Desde su despacho, Neil Thompson oyó los gritos. Algo iba mal. Rápidamente fue al cuarto de Aldo. Vio a Deirdre, que asimismo se dirigía hacia allí.

—¿Dónde están mis piernas? —le gritó Aldo a Neil.

—Tiene hematomas y tumefacciones en la espalda, Aldo. Tranquilícese, por favor —dijo Neil.

—No me mienta. Si mis piernas están en su sitio y yo no las noto, eso solo puede significar una cosa: ¡que soy un inválido!

—Mañana hablaremos sobre su estado de salud, Aldo. Hoy quiero que se calme y descanse.

Neil le hizo una seña a Deirdre para que preparara una inyección sedante.

—Nunca podré volver a andar, ¿tengo razón? —preguntó Aldo atormentado—. ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no me habré muerto?

La angustia de Aldo sobrepasó a Marcus. Blanco como la tiza, retrocedió hacia la puerta. Que su padre no pudiera volver a andar era algo impensable. Sabía que eso le destrozaría.

Deirdre entró en el cuarto con la jeringuilla y Neil le suministró al paciente el sedante, que hizo efecto inmediato.

—Ahora tu padre tiene que descansar —le dijo Neil a Marcus, sacando al chico de la habitación.

—¿Se pondrá bien? —preguntó Marcus cuando los dos salieron al pasillo—. ¿O seguirá siendo un inválido el resto de su vida?

—Tiene unas lesiones muy graves, pero su vida no corre peligro —respondió Neil—. Mañana puedes venir otra vez a visitarle.

Esa no era la respuesta que Marcus hubiera deseado escuchar, pero no hizo más preguntas. Marcus entendía que el médico no quisiera decirle la verdad.

Cuando Lyle abrió la puerta de la entrada principal del hospital, Marcus salió como una flecha.

—¡Marcus! —le llamó—. ¡Espera!

Pero el chico no le hizo caso, sino que se fue derecho a casa de sus abuelos.

Lyle entró enseguida en la consulta de Neil Thompson.

Neil se dio cuenta al instante de que Lyle estaba fuera de sí.

—No habrá perdido un paciente, ¿no, Lyle? —preguntó compasivo.

—No —respondió Lyle, esforzándose por recomponerse—. Es que acabo de ver a Marcus Corradeo saliendo del hospital y parecía muy alterado. ¿Ha visto a su padre?

—Por desgracia, sí, y Aldo se ha puesto histérico. Por primera vez se ha dado cuenta de que no siente las piernas. Desgraciadamente, el chico ha visto muy nervioso a su padre, y eso le ha perturbado mucho. De todos modos, no le he dicho la verdad sobre el estado de Aldo Corradeo. Para eso debería tener el permiso de su madre.

—¿Qué pronóstico tiene el señor Corradeo?

—Muy aciago, me temo. Se le curarán las múltiples fracturas de las piernas, y posiblemente, con el tiempo, le vaya remitiendo la tumefacción de la columna vertebral, pero como usted insinuó, también tiene algunas vértebras rotas. No nota nada las extremidades inferiores, de lo que se deduce que los nervios y la médula espinal están muy dañados. No podrá volver a andar.

¡Aldo iba a quedarse paralítico! A Lyle le dio mucha pena y se preguntó qué clase de vida le esperaba a Elena junto a su marido, un granjero inválido.

—¿No debería haber sido sincero con el señor Corradeo? A veces la incertidumbre es peor que la verdad.

A Lyle siempre le parecía que lo mejor era ser muy franco con los pacientes.

—Normalmente estaría de acuerdo con usted, pero se lo he consultado a su mujer y hemos acordado que más vale esperar a que se recupere del shock. Quién sabe la de tiempo que estuvo allí tirado, herido, y la de cosas que le pasaron por la cabeza. Creo que incluso ha tenido que defenderse de dingos hambrientos. Seguro que ha sido una experiencia traumática.

—Entonces, ¿sabe Elena Corradeo que su marido está paralítico?

Ella no se lo había dicho. Lyle dedujo que estaría hecha polvo y muy preocupada por el futuro de su familia.

—Sí, se lo dije yo —respondió Neil—. Lo mejor sería que ella estuviera presente cuando le digamos a su marido que su vida ha cambiado para siempre.

Lyle se quedó muy pensativo. Poco antes del accidente, Aldo debió de enterarse por Millie de que su hijo mayor no era suyo. A lo mejor no había sido lo suficientemente prudente en la torre del molino de viento por culpa de la conmoción que se había llevado. A Lyle le pesaba en el alma formar parte de todo aquello, pues al fin y al cabo Millie era su exmujer. No tenía ni idea de por qué Millie sabía la verdad o en qué estribaba su interés por herir a Aldo, pero estaba firmemente decidido a averiguarlo.

Alguien llamó a la puerta de la consulta de Neil Thompson y sacó a Lyle de sus pensamientos.

—Perdone, doctor MacAllister —dijo la señora Skivers—. Ha llegado una llamada urgente para usted. Le necesitan en Richmond; se sospecha que sea un caso de apendicitis. Le he dado todos los detalles a la señorita Sweeney.

—¿Ha llegado ya Alison?

—Sí, ha aterrizado hace unos minutos.

—Muy bien, gracias, señora Skivers —dijo Lyle, y lanzó una mirada a Neil—. Tendrás noticias mías.

Todavía pensativo, Lyle se dirigió a la salida de la parte trasera del hospital y fue a la pista de aterrizaje.

Luisa estaba junto a la ventana de la cocina cuando vio que su nieto llegaba sollozando. El chico irrumpió en la casa y se abalanzó a los brazos abiertos de su abuela.

—Papá no siente las piernas —lloró, apoyando la cabeza en el hombro de Luisa.

—¿Por qué no? —Luisa no entendía.

—Se va a quedar inválido, abuela —gimió—. Y todo por culpa de mamá.

Luisa se estremeció.

—No digas cosas tan horribles, Marcus. Tu padre ha tenido un accidente. Nadie tiene la culpa —le reprendió.

—Papá estaba enfadado con ella. Por eso se cayó. Sabe que ella le mintió y le engañó para que se casara con ella.

—¡Marcus! —gritó Luigi, que en ese momento entraba en la cocina por la parte delantera.

Había oído el escalofriante reproche de su nieto. Luisa se asustó tanto que se le aceleró el corazón. Su nieto sabía la verdad, y ahora era solo una cuestión de tiempo que también se enterara su marido.

—Explícame inmediatamente por qué te muestras tan irrespetuoso con tu madre —exigió Luigi furioso.

—Yo te lo explicaré, papá —dijo Elena, que sin que nadie la oyera había entrado en casa por la puerta trasera.

Miró el rostro bañado en lágrimas de su hijo. Este le devolvió una mirada furibunda que la dejó abatida. Rezó para que su hijo y su padre la entendieran y le perdonaran lo que había hecho. Cuando Elena empezó a hablar, Marcus echó a correr a su habitación y cerró de un portazo.

—¡Vuelve, Marcus! —vociferó Luigi.

—Déjale, papá. Está trastornado por… por Aldo.

Sabía que debía tener paciencia con él y rogó para que, una vez superado el susto, estuviera dispuesto a escucharla.

—¿Qué diablos le ha pasado a mi nieto? Me roba la camioneta, nos falta al respeto… ¿Por qué hace eso?

Luisa se puso pálida. Siempre había temido que llegara ese día y, sin embargo, al mismo tiempo, había abrigado la esperanza de que eso no ocurriera nunca. Luigi no era un hombre que perdonara fácilmente… Ni a su hija ni a su mujer. De eso estaba completamente segura.

—Mamá, papá, tengo que… tengo que haceros una confesión —dijo Elena con voz temblorosa.

Luisa se quedó de una pieza al ver que su hija tenía la intención de ocultar la participación de su madre en la mentira, esa mentira que las dos habían guardado celosamente durante casi catorce años. Luisa no lo consentiría, se pondría de parte de su hija para que esta no tuviera que afrontar ella sola la cólera de su padre. Sin embargo, Elena se llevó disimuladamente un dedo a los labios para darle a entender que guardara silencio.

—¿Qué clase de confesión, Elena? Dime por qué mi nieto habla de su madre de esa manera tan desvergonzada —exigió él, sentándose a la mesa.

Elena se sentó frente a su padre. Una vez más, el corazón le palpitaba tan aprisa que parecía que le iba a estallar. Bajó la barbilla y se miró las manos temblorosas. Luego cogió aire e intentó hacer acopio de valor.

—Tiene una buena razón para comportarse así, papá.

—Marcus dice que Aldo no podrá volver a andar —terció Luisa—. Eso, naturalmente, ha trastornado al chico. Por eso está tan raro.

Elena miró a su madre. Sabía que intentaba echarle un capote, ahorrarle que contara la verdad. Aunque se lo agradecía de todo corazón, también sabía que sus mentiras le habían dado alcance y que ya no podría huir de ellas. Aldo le contaría a su padre la verdad con toda certeza, si no lo hacía ella o Marcus. No podría ocultar sus sentimientos.

—¿Es cierto, Elena? ¿Es verdad que Aldo no podrá volver a andar nunca? —preguntó Luigi.

Elena miró a los ojos de su padre.

—Sí, papá. Pero eso no es todo. No he sido sincera con vosotros dos.

—¿Cómo que no has sido sincera, Elena? —dijo Luigi en tono severo—. Yo no he educado a mi hija para que sea una mentirosa.

Elena le notó decepcionado por la voz.

—Lo sé, papá —dijo avergonzada.

Elena dudó un momento, pero luego cobró ánimo.

—Cuando trabajaba en Inglaterra de enfermera, me enamoré de un médico en el hospital de Blackpool, papá. —Luigi puso los ojos como platos, y ya se disponía a dar una respuesta cuando Elena siguió hablando antes de perder el valor—. No era ni italiano ni católico, por eso no te dije nada.

La cara de Luigi adquirió la dureza de la ira.

—¿Y por qué me lo dices ahora, Elena?

Elena creía que se iba a desmayar de miedo; de nuevo bajó la vista y miró sus manos temblorosas.

—Porque ese hombre al que amaba, papá… es el padre de mi hijo.

Alzó la cabeza para mirar de nuevo a su padre a los ojos. Luigi se quedó mirándola pasmado. Luego se levantó de golpe.

—No puede ser —dijo furioso.

Miró a Luisa, que tenía lágrimas en los ojos. Lloraba por su hija, porque sabía lo que le esperaba. Luigi creyó que estaba tan decepcionada de Elena como él.

—Sí, papá; es así. Siento haberte mentido a ti… y a mamá, pero también he mentido a mi marido. Ahora ha salido a relucir la verdad, y Marcus nos ha oído hablar de eso a Aldo y a mí.

Las lágrimas salían a raudales por los ojos de Elena, al imaginar cómo debió de sentirse su hijo tras la cortina del hospital, qué congoja le habrían provocado las palabras de sus padres.

—¡Eres la deshonra de la familia Fabrizia! —gritó Luigi, dando un puñetazo en la mesa que asustó a Elena y su madre—. Te desheredo. ¡Desaparece de mi casa y no vuelvas nunca jamás!

—¡Luigi! —imploró Luisa—. Elena es nuestra única hija. Tenemos que perdonarla.

—¡No en mis días! —espetó Luigi—. Por la infamia de esta hija, nunca más podré llevar la cabeza alta.

Dio media vuelta y salió de casa cerrando la puerta tras él. El escándalo había alarmado a Maria y Dominic, que jugaban en la trasera de la casa. Entraron a toda velocidad y se quedaron junto a la puerta de la cocina con gesto interrogante, pero Luisa los echó con cajas destempladas.

Elena enterró la cabeza entre las manos y se puso a dar hipidos. Tampoco Luisa fue capaz de seguir conteniendo las lágrimas. Rodeó la mesa y abrazó a su hija.

—Dale tiempo a papá, Elena —dijo—. Acabará por perdonarte.

Elena se levantó y se enjugó las lágrimas.

—No, mamá. Las dos conocemos a papá. No me perdonará y yo no me merezco su perdón. Solo espero que un día mi hijo regrese junto a mí. Dile, por favor, que le quiero y que nunca fue mi intención herirle.

Luisa asintió con la cabeza.

—Debería haber confesado que yo también participé de la mentira —susurró.

—No, mamá. Papá nunca te habría perdonado que le hubieras engañado, y mi hijo te necesita aquí. Todos mis hijos te necesitan. ¿Pueden quedarse aquí los niños hasta que sepa cómo nos las vamos a arreglar?

—Claro que sí, Elena, pero ¿qué vas a hacer ahora?

—Me voy a casa para reflexionar, mamá.

Recorrió el pasillo hacia la puerta delantera.

—¿Cómo es que no sales por detrás para coger el coche y el caballo, Elena?

—He venido a la ciudad en el avión de los Médicos Volantes con la señorita Sweeney, la piloto de Lyle. —Guardó un momento de silencio—. Lyle y ella están prometidos, mamá.

—¡Prometidos! —repitió Luisa sorprendida.

—Sí, mamá.

—Me has dicho que su mujer fue a la granja y le contó a Aldo la verdad sobre su hijo. ¿Cómo puede estar casado y, al mismo tiempo, prometido con otra?

—Está en trámites de divorcio. Supongo que su mujer está rabiosa y llena de amargura y quiere hacernos daño a Lyle y a mí. A Aldo le contó que Lyle y yo habíamos tenido una relación en Blackpool.

—Pero él tiene hijos, ¿o no?

—Tenían un hijo. Murió de un accidente el día que cumplió doce años.

Luisa se quedó boquiabierta.

—Qué tragedia. ¿Sabe que Marcus es hijo suyo?

—Estoy casi segura de que Marcus se lo ha contado.

Oh, mio caro signor dolce —dijo Luisa, santiguándose—. No debería haberse enterado por él, Elena.

—Ya lo sé, mamá, pero ya es tarde para remordimientos de conciencia. Ahora lo único que puedo hacer es confiar en que Marcus me perdone. Y luego tengo que pensar en qué va a pasar con Aldo.

—Posiblemente quiera echarte de casa, Elena.

—Tal vez, pero ahora me necesita más que nunca. ¿Quién va a cuidar de él? Solo tengo que conseguir que comprenda la situación. No va a resultar fácil, desde luego.

—¿Vas a volver a Barkaroola en la avioneta de los Médicos Volantes?

—No, mamá. Iré a pie.

—¿Cómo vas a hacer dieciséis kilómetros andando, Elena? Te llevo yo —dijo Luisa.

—Papá no lo permitiría, mamá. Iré a pie. Necesito tiempo para pensar. Me sentará bien la caminata.

—Pero anochecerá antes de que llegues a casa —dijo Luisa preocupada—. Te llevaré, diga lo que diga tu padre. Que se enfade conmigo; me lo he merecido.

—No, mamá. Quiero que te quedes aquí y cuides de Marcus. Dale al pequeño un beso de buenas noches de mi parte y avisa al doctor Robinson de que quizá falte un par de días.

Elena abandonó la casa de sus padres y recorrió muy triste la calle por la que se salía de la ciudad. Se sentía más sola que en toda su vida. Desesperada, Elena deseó poder llorar, pero ya no le quedaban lágrimas.