—Tengo que encontrar a Marcus —dijo Elena, y echó a correr hacia la portezuela que, en la parte trasera de la casa de sus padres, daba a la pequeña cuadra en la que había dejado el caballo y el coche.
—Espera, Elena —le ordenó Luigi—. Con el coche de caballos no le alcanzarás nunca. Además, el pobre caballo ya no es tan joven. Y no sabemos en qué dirección habrá ido. Tenemos que avisar al sargento para que ponga en marcha una acción de búsqueda en toda regla.
—Si hacemos eso, le echarán la bronca a Marcus por conducir sin carné —dijo Luisa preocupada—. Además, le detendrían por hurto.
El sargento de la ciudad era conocido por su severidad, tenía fama de intachable y le encantaba escarmentar a la juventud de la localidad. Había estado en el ejército, en Nordirland. Aunque en general mantenía la ciudad en orden, tenía fama de no optar nunca por la clemencia… ni siquiera un poquito.
—Incluso nosotros podríamos tener problemas por haberle dejado que condujera la camioneta de reparto —añadió Luisa.
—Marcus tendrá muchos más problemas si deja el coche hecho chatarra o si tiene un accidente, o si se pierde donde nadie pueda encontrarle —dijo Luigi furioso. Tenía claro que se ponía en lo peor, pero era inevitable que uno imaginara esas situaciones—. Tenemos que encontrarle, y lo más aprisa posible.
Lo que no dijo fue que acababa de cargar la camioneta con carne que debía ser entregada inmediatamente; se trataba de un pedido bastante grande para el hospital, que también recibía encargos en domingo. Luigi estaba preocupado porque la carne se estropearía enseguida, puesto que no estaba congelada, pero lo que más le preocupaba era su nieto.
—Estoy segura, papá, de que Marcus habrá ido a casa. Déjame comprobar si está allí antes de avisar al sargento. Si no está en la granja y tampoco me lo encuentro por el camino, llamaré por radio al señor Kestle para que el sargento dé la orden de búsqueda a un equipo.
Aunque renuente, Luigi se mostró dispuesto a esperar; confiaba en que nadie hubiera visto a su nieto al volante de la camioneta, pero sabía que se pondría malo de preocupación hasta que dieran con él.
De camino a la granja, Elena iba dándole vueltas a la cabeza: «¿Por qué se habrá alterado Marcus de ese modo? Quizás esté muy preocupado por Aldo». Que Marcus hubiera averiguado la verdad lo consideraba imposible; entonces ¿qué le habría trastornado tanto?
Elena no descubrió ni rastro de Marcus ni de la camioneta, así que rezó para que estuviera en la granja. Sin embargo, tampoco allí se lo encontró. Billy-Ray le confirmó que Marcus no había estado allí, y preguntó preocupado por Aldo.
Elena decidió que lo mejor era ser sincera.
—El jefe tiene muchas fracturas de huesos, Billy-Ray, pero el doctor dice que se curarán. De todos modos, también ha dicho que Aldo no podrá volver a andar. —Aunque se esforzó por no llorar, le costaba contener las lágrimas al ver el espanto en la mirada de su vaquero y porque la mera pronunciación de la frase hacía que el terrible hecho pareciera aún más real—. Puede mover los brazos, de modo que visto así, ha tenido suerte —añadió, reprimiendo un sollozo.
—Quizá los médicos se equivoquen, señora. El jefe es un hombre fuerte. Cuando se le mete en la cabeza conseguir algo, nada ni nadie puede detenerle.
—Ya lo sé, Billy-Ray, pero creo que esta vez no le va a valer solo la fuerza de voluntad. Hasta ahora, los médicos todavía no le han dicho con toda claridad qué gravedad revisten sus lesiones. Eso le afectará mucho. Es un hombre orgulloso y vive entregado a su trabajo en la granja.
—Lo siento muchísimo, señora. Mientras el jefe esté en el hospital, trabajaré más.
—Gracias, Billy-Ray, pero no estoy segura de lo que será de la granja en el futuro. Sé que te preocupas porque, al fin y al cabo, tienes una familia que alimentar, pero mi marido nunca ha afrontado el hecho palmario de que la granja no da dinero.
Billy-Ray asintió, pero Elena vio claramente lo preocupado que estaba.
—Bueno, antes que nada he de buscar a Marcus —dijo Elena.
—¿Quiere que vaya a buscarle a caballo, señora?
—No, pero gracias, Billy-Ray. Tendrás que seguir ocupándote de que todo esté en orden por aquí. En un futuro próximo te voy a necesitar mucho.
—No pienso dejarla en la estacada, señora.
Elena se acercó a la radio para avisar al señor Kestle, pero de repente se le ocurrió una idea. Sin pensárselo mucho, llamó a la oficina de los Médicos Volantes y le preguntó a la señora Montgomery si podía darle un recado a Lyle.
—¿Sigue usted en el hospital, señora Corradeo? —preguntó la señora Montgomery.
—No, estoy en casa.
—La última vez que he hablado con el doctor MacAllister me ha dicho que volvía al hospital de Winton para ver a su marido. Está realmente preocupado por sus lesiones. Según mis cálculos, a estas alturas ya estará allí.
La señora Montgomery era muy eficiente en su trabajo. Siempre sabía con exactitud lo que duraban los vuelos a las distintas granjas y rara vez se equivocaba.
—Oh, gracias, señora Montgomery. Llamaré al hospital por radio. Cambio y corto.
Elena dio enseguida con el hospital de Winton. La señora Skivers, la encargada de la radio del hospital, le pasó con Lyle, que en ese momento se dirigía a la habitación de Aldo. Inmediatamente, Elena se desahogó con Lyle de sus preocupaciones. Le contó lo que había pasado y le explicó que Marcus estaba tan afectado por lo de Aldo, que había cogido la camioneta de reparto y había desaparecido.
—Estoy preocupadísima, Lyle. Podría perderse, y ni siquiera llevaba agua.
—¿Has avisado al policía local? Podría emprender una acción de búsqueda.
—No; pensaba que estaría en casa, pero aquí no está.
—Alison y yo vamos inmediatamente a Barkaroola en avión, Elena —dijo Lyle—. Le buscaremos desde el aire. Así tenemos más posibilidades de encontrarle. Cambio y corto.
Elena le estaba infinitamente agradecida a Lyle.
Lyle divisó la camioneta de reparto blanca en una vereda muy apartada de la carretera, a mitad de camino hacia la granja de Barkaroola. Esa senda llevaba años sin ser recorrida por nadie. Iba a parar a los restos de una cabaña de la época de los pioneros, a orillas del río Diamantina. De vez en cuando, acampaban allí los aborígenes. El sol se reflejaba en la carrocería metálica de la camioneta de reparto y emitía destellos. Lyle pidió a Alison que se acercara a la senda para cerciorarse de si el coche que había descubierto era efectivamente el que buscaban, pues estaba parcialmente cubierto por arbustos de acacias. Una vez asegurado, le pidió a Alison que aterrizara en la carretera.
—¿No deberíamos recoger antes a la señora Corradeo? —preguntó Alison—. Quizá sea mejor para Marcus, si dices que estaba tan alterado.
—No, el chico podría necesitar ayuda médica urgente —respondió Lyle.
—¿Te acompaño? —peguntó Alison cuando Lyle se bajó del avión tras un aterrizaje a trompicones.
—No, tú quédate en la avioneta por si acaso pasa alguien —dijo Lyle. Podía llegar Elena y extrañarse al ver un avión abandonado en la carretera—. Volveré en cuanto pueda.
Lyle cogió su maletín de médico y se puso en camino. Enseguida notó que, a ras de suelo, el terreno ofrecía un aspecto muy diferente. La vereda ni siquiera se veía. Llevaba años sin ser transitada y estaba cubierta de maleza, llena de piedras y flanqueada por matojos de una hierba dulce llamada spinifex. Lyle se volvía una y otra vez hacia la avioneta, que le servía de punto de referencia y orientación. Por suerte, el terreno descendía ligeramente hacia el río.
Lyle se preguntaba por qué habría intentado Marcus salirse de la carretera con la camioneta de su abuelo. ¿Querría huir? Desde luego, era evidente que el accidente de su padre le había trastornado; debían de estar muy unidos padre e hijo. Probablemente, estar a punto de perder al padre era lo peor que le había pasado hasta entonces en su corta vida; el pobre no sabría cómo encajar el golpe. Eso le trajo a Lyle el recuerdo de cómo se sintió él al perder a su padre, y eso que entonces ya era un hombre adulto. Lyle confiaba en poder ofrecerle un poco de consuelo y apoyo al muchacho. Además, se alegraba de poder hacer algo por Elena. Le debía tantas cosas…
Cuando Lyle llegó a la camioneta de reparto, vio que la puerta del conductor estaba abierta y que la rueda del lado del copiloto se había quedado encajada en un agujero del suelo. Se distinguía que la rueda estaba medio enterrada; Marcus debió de haber intentado salir del bache. Pero ¿dónde se había metido el chico? Lyle abrigó la esperanza de que no se hubiera asustado y ahora estuviera vagando sin rumbo fijo bajo el sol de justicia de la tarde. Con ese calor se deshidrataba uno fácilmente. A veces servían de ayuda los rastreadores nativos; entonces el factor tiempo era de una importancia decisiva. También podían intentar localizar a Marcus con el avión, pero desde el aire también resultaba difícil reconocer a una persona en las zonas en las que el paisaje no estaba completamente desnudo.
Lyle divisó una agrupación de rocas a unos ochocientos metros en dirección oeste; confiaba en que Marcus hubiera sido lo suficientemente sensato como para buscar protección. Al mirar hacia atrás, aún seguía viendo la avioneta en la distancia. Era su único punto de orientación. Rápidamente, se dirigió hacia las rocas.
Al llegar a ellas, salieron corriendo unos cuantos canguros rupestres de patas amarillas que habían buscado refugio allí. Eran unos lindos animalitos con la piel suave de color marrón oscuro y las patas de un amarillo dorado, de donde recibían su nombre. También había numerosos escincos tomando el sol en las rocas. Unos se metieron rápidamente en las grietas de esas rocas milenarias y otros se quedaron inmóviles con la esperanza de confundirse con el entorno, contemplando al intruso con unos ojos como culebrillas. Ver a esas criaturas de cerca era siempre un placer para Lyle, pero esta vez solo pensaba en Marcus. Lyle se puso a rodear la formación rocosa con cuidado de dónde ponía los pies, pues a las serpientes les gustaba tomar el sol cerca de las rocas y no quería correr el riesgo de que le mordieran.
Marcus se hallaba al pie de un peñasco, abrazándose las rodillas con la mirada perdida en la lejanía. Lyle vio que había llorado y sintió mucha simpatía por el chico. En ese momento echó tanto de menos a Jamie, que se sintió desolado.
—Marcus —dijo Lyle en voz baja, para no asustarle y para evitar que huyera.
Marcus volvió la cabeza y abrió los ojos bañados en lágrimas de par en par. Luego se puso de pie y corrió hacia Lyle.
—¿Te encuentras bien? —dijo Lyle, abriendo los brazos.
Seguro que Marcus agradecía muchísimo ver una cara conocida; un abrazo le sentaría bien. Sin embargo, Lyle se quedó con las ganas de abrazarle. Marcus le propinó con toda su alma un puñetazo en mitad de la cara, que le hizo retroceder asustado; luego tropezó y a punto estuvo de caerse. Como le había atizado en la nariz, empezaron a llorarle los ojos.
—¡Marcus! ¿Por qué haces eso? —dijo consternado.
—Usted dejó a mi madre abandonada cuando más le necesitaba y nos ha destrozado la vida a todos —le dijo Marcus a gritos.
Lyle se sintió desconcertado.
—¿Abandonar a tu madre? ¿De qué estás hablando, Marcus?
—Sabe exactamente de qué le hablo —gritó el chico enfurecido.
Lyle sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se limpió la sangre que le brotaba de la nariz.
—No, no tengo ni idea —dijo confuso.
—Usted abandonó a mi madre cuando estaba embarazada de mí. ¿Cómo fue capaz de hacerle una cosa así?
—¿Embarazada de ti, Marcus? ¿Cómo se te ocurre pensar algo así? Yo no soy tu padre.
—¡Miente!
Marcus se echó a llorar porque Lyle no había querido tenerlo. Y ahora se sentía profundamente dolido de que ni siquiera fuera capaz de admitirlo. Dio media vuelta y se fue corriendo hacia la camioneta de reparto. Allí fue donde Lyle le dio alcance. Le agarró del brazo y le detuvo.
—¡Marcus, párate! Tenemos que hablar —dijo.
—¡Suélteme! —dijo Marcus, rojo de ira e intentando zafarse de Lyle.
—No, Marcus. Antes me tienes que contar por qué has llegado a esa conclusión —dijo Lyle, procurando tener paciencia.
Marcus le taladró con la mirada mientras le temblaba el labio inferior de lo nervioso que estaba.
—He oído hablar a mis padres en el hospital. He oído cómo mi madre reconocía que no soy hijo de mi papá. Y mi papá la ha llamado puta. Aunque todavía sea un niño, sé lo que eso significa. Él ha dicho que mi padre es usted, y ella no lo ha negado.
Lyle estaba completamente perplejo; tenía la certeza de que se trataba de un malentendido.
—Eso no puede ser, Marcus. Vi a tu madre por última vez en noviembre de 1918. Tú naciste al año siguiente de ese mismo mes. Por lo tanto, no puedes ser mi hijo. Sencillamente no es posible. —Intentaba ser lo más delicado posible con el chico, que estaba visiblemente afectado y quizá fuera demasiado joven para saber cuánto duraba un embarazo—. Has tenido que oír mal.
—Yo nací el dos de agosto —afirmó Marcus con decisión—. Y sé lo que he oído.
Ante la sorpresa, Lyle abrió los ojos de par en par.
—Eso… eso no puede ser —dijo extrañado—. Tu madre me dijo que habías nacido…
—Como comprenderá, sé perfectamente la fecha de mi nacimiento. Y ahora suélteme —dijo Marcus furioso.
Marcus tiró del brazo para soltarse, pero no le hizo falta hacer mucha fuerza. Lyle se había quedado conmocionado, medio paralizado. Cuando por fin le entró en la cabeza lo que había dicho Marcus, comprendió que Elena le había mentido deliberadamente. Lyle se quedó mirando a Marcus sin dar crédito a sus ojos. De repente se sintió mareado. Se apoyó en la camioneta y miró al vacío, sin percibir nada del paisaje que lo rodeaba. Mentalmente se remontó al año 1918, cuando iba a casarse con Millie porque esta esperaba un hijo suyo. ¿Por qué Elena no le había dicho que ella también estaba embarazada? La respuesta era evidente. O bien no lo sabía todavía, o bien estaba demasiado ofendida porque él la abandonaba por otra.
De repente, a Marcus le entró inseguridad. ¿Por qué se había quedado Lyle tan conmocionado? Ya tenía edad suficiente para reconocer que no se trataba de una conmoción simulada. Rabioso todavía, pero fascinado al ver lo indefenso que parecía de repente Lyle, se lo quedó mirando en silencio. Finalmente, dio dos pasos hacia él.
—¿De verdad que no lo sabía? —preguntó Marcus.
Lyle negó con la cabeza.
—No tenía ni idea. Jamás habría vuelto a Escocia de haberlo sabido.
Marcus quería creerle, pero aún tenía sus dudas.
—¿Por qué abandonó a mi madre? ¿No la quería?
—La amaba más de lo que puedas imaginar —susurró Lyle.
—Entonces fue ella la que le abandonó a usted. Nos ha mentido a los dos y la odio por eso.
Marcus se puso en movimiento. Había divisado el avión en la distancia; allí tenía que estar la carretera.
Por fin, Lyle salió de su ensimismamiento.
—Espera, Marcus —dijo.
Marcus no esperó, pero Lyle le alcanzó al borde de la carretera. Y en ese preciso momento llegó Elena con el coche de caballos.
Elena había estado esperando noticias de Lyle, pero al ver que no llegaban, había rezado para que hubiera encontrado a Marcus. Tan preocupada estaba, que no aguantó más en casa y salió otra vez en busca de su hijo.
—¡Marcus! —dijo saltando del coche—. ¡Estás vivo!
Se sentía tan aliviada, que le dio un ligero mareo. Corrió hacia Marcus, pero antes de poder abrazarle, el chico se puso a gritarle muy enfadado.
—Me has estado engañando toda la vida —dijo en tono recriminatorio—. ¡Te odio! ¡Te odio muchísimo! —Elena se quedó como si hubiera echado raíces. Así no le había hablado su hijo en toda la vida—. ¿Cómo pudiste hacerme eso? ¿Cómo pudiste hacerle eso a papá?
—Marcus —dijo Elena en voz baja—, ¿a qué te refieres?
Apenas hubo formulado la pregunta, cuando en lo más hondo sintió una extraña sensación.
—Aldo no es mi padre. Y a mí me lo has estado ocultando.
Elena enmudeció. ¿Le habría contado ya Aldo a Marcus que no era su padre? Lo consideró improbable. De repente, se acordó de que en el hospital, al descorrer la cortina, le había parecido ver a alguien que salía corriendo de la habitación. ¡Marcus! Ahora todo cobraba sentido. No habían sido figuraciones suyas. Marcus tuvo que oír su conversación con Aldo… ¡qué espanto! Elena miró a Lyle y, por la expresión de su cara, vio que también él sabía que Marcus era hijo suyo.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Alison, mirando confusa a cada uno de ellos.
Había observado la discusión desde la avioneta y venía a enterarse de por qué todos parecían tan desdichados, ahora que habían encontrado a Marcus. No podía sospechar lo estrechamente unidos que habían estado en otro tiempo Lyle y Elena, lo enamorados que estaban el uno del otro.
—Te odio por haberme mentido y nunca te perdonaré —le echó Marcus en cara a su madre.
Luego dio media vuelta y se puso en marcha en dirección a la ciudad.
—¿Adónde vas? —le gritó Elena a su espalda.
—A casa de la abuela. Nunca jamás volveré a casa.
Elena se estremeció de dolor.
—No vas a poder recorrer a pie todo el camino, Marcus. Déjame que te lleve.
—No. No quiero estar cerca de ti —gritó Marcus furioso, sin volver la vista atrás.
—Voy a coger la camioneta de reparto —dijo Lyle—. Así le alcanzaré enseguida y le llevaré a la ciudad.
Rodearía de ramas y piedras pequeñas la rueda encajonada en el hoyo y así podría sacarla de allí con relativa facilidad.
Elena notó que Lyle estaba conmocionado porque tenía la voz completamente apagada. Lanzó una mirada a Alison, que parecía abochornada por haber tenido que presenciar involuntariamente unos secretos familiares tan personales.
—Si quiere ir a la ciudad, Elena, puedo pasarme a recogerla por la granja —se ofreció Alison.
—Se lo agradecería muchísimo —contestó Elena.
Ni Aldo ni Marcus querían verla, pero tenía que estar al lado de los dos.
Lyle se acercó a ella como en trance.
—Tenemos que hablar, Elena —dijo muy serio.
—Ahora no, Lyle. Mi marido y mi hijo me necesitan. Primero tengo que ocuparme de ellos —dijo Elena con toda la frialdad posible—. Gracias por sacar la camioneta y cuidar de Marcus. Te lo agradezco mucho.
Se montó en el coche y dio media vuelta con el caballo. Lyle y Alison se quedaron mirándola en silencio.
—Cuando vuelva a la ciudad, te espero en el avión detrás del hospital, Lyle.
Alison sabía que durante el vuelo de regreso a Cloncurry tendrían tiempo de hablar.