31

Dos horas después de que el avión hubiera despegado de Barkaroola con Aldo camino del hospital, Elena condujo el coche y el caballo hacia la parte trasera de la casa de sus padres.

—¿Qué tal está papá, mamá? —preguntó Marcus preocupado cuando Elena entró en la casa por la puerta de atrás—. ¿Ya está en el hospital?

A Elena le daba miedo contarle lo grave que se encontraba Aldo. No quería que se preocupara.

—Sí, está en el hospital. Ahora voy para allá. No te preocupes, Marcus. Tu papá es fuerte; seguro que se recupera del todo… con el tiempo.

Elena sonrió con valentía, pero a su hijo mayor no podía engañarle. Marcus vio las arruguillas de preocupación que se le formaban en torno a los labios y lo pálida que estaba.

—Quiero verle, mamá —insistió Marcus en serio—. Iré contigo.

—No, ahora no, Marcus. Podrás verle en cuanto se encuentre lo bastante bien como para recibir visitas —le explicó Elena.

Luego miró a su madre, como buscando apoyo. Antes de marcharse de la granja, le había contado a Luisa por radio lo que le había pasado a Aldo. En medio de sollozos, le había descrito a su madre el aspecto tan horrible que ofrecía y lo gravemente herido que estaba. Las dos habían acordado que los dos pequeños no podían ver así a su padre, pero sabían que Marcus insistiría en verle.

—Tu madre irá primero sola, Marcus —le explicó Luisa, recalcando las palabras—. Los médicos decidirán cuándo puede verle el resto de la familia.

—¿Me ocultas algo, mamá? —preguntó Marcus, escudriñando a su madre con la mirada—. ¿Se va a… morir papá? —dijo, tragándose un sollozo.

—Oh, no, claro que no, Marcus —respondió ella, poniéndole la mano en el hombro—. Tu padre es un hombre muy robusto.

—Pero se ha caído desde la plataforma del molino de viento, que está muy alta —dijo Marcus. Aldo les había prohibido expresamente a los niños trepar por la torre del molino. Les había amenazado con los castigos más duros si no le obedecían en ese aspecto. Ni siquiera los dos pequeños, que por lo demás siempre estaban dispuestos a hacer travesuras, se habían atrevido a desobedecer la prohibición—. Tiene que estar muy gravemente herido. Podría morirse, ¿verdad?

—¡No le digas eso a tu madre, Marcus! —le riñó Luigi—. La pobre ya tiene bastantes preocupaciones.

—Cuando vuelva, te contaré todo lo que haya dicho el médico —le dijo Elena a Marcus, tragándose las lágrimas—. ¡Palabra de honor!

Aldo yacía solo en el cuartito habilitado por el hospital de Winton para pacientes que requerían cuidados intensivos. Deirdre le controlaba las funciones vitales. Cuando entró Elena, parecía dormido o bajo los efectos de algún tranquilizante. Tenía la mejilla derecha vendada; en las picaduras de las hormigas le habían aplicado un ungüento. La cabeza de Aldo estaba inmovilizada por un collarín; tenía las piernas escayoladas desde los tobillos hasta los muslos. A Elena le entraron otra vez ganas de llorar. Por primera vez en su vida, Aldo parecía vulnerable.

—¿Qué tal está? —le preguntó Elena en voz baja a la enfermera.

—Le hemos puesto una inyección para paliar los dolores, de modo que ahora mismo no está demasiado mal —respondió Deirdre—. En este momento, los médicos están mirando las radiografías.

—¿Dónde está Lyle? Tengo que hablar con él —apremió Elena.

—El doctor MacAllister ya no está aquí.

—¿Ah, no? ¿Y dónde está?

—Le han llamado por una emergencia a Julia Creek. Los doctores Rogers y Thompson están valorando las radiografías de su marido. Voy a ver si ya pueden decirle algo.

—Gracias —contestó Elena.

Había contado con que Lyle le dijera algo sobre el estado de Aldo; por eso le sorprendió tanto que hubiera abandonado el hospital. Deirdre echó la cortina alrededor de Aldo y Elena y se marchó. Elena acercó una silla a la cama de su marido y le cogió la mano.

—Aldo —dijo—. No te preocupes, que yo cuidaré de ti. Te pondrás bien.

Quiso insuflarle valor, aun a sabiendas de que le esperaba un largo camino hasta la recuperación. En el fondo se alegraba de que tuviera los ojos cerrados y no pudiera ver la preocupación que había en los suyos.

Elena permaneció un rato sentada en silencio, mientras pensaba en la granja. ¿Cómo iba ella a arreglárselas con todo el trabajo mientras Aldo estaba en el hospital? Le resultaría imposible trabajar en la ciudad y dejarlo todo en manos de Billy-Ray; por otra parte, ahora necesitaban más que nunca el dinero que ella ganaba en la consulta del doctor Robinson. Tenía que tomar unas cuantas decisiones.

Aldo suspiró y abrió los ojos. Elena se levantó de un salto y se inclinó sobre él, pues el collarín le impedía volver la cabeza hacia ella.

—Aldo, estás despierto —dijo Elena—. ¿Tienes dolores?

A Aldo se le endureció el gesto de odio.

—Marcus… es el hijo… de otro, ¿tengo razón? —preguntó con la voz ronca.

Elena retrocedió aterrada.

—¿Qué? —dijo, preguntándose si estaría alucinando.

—Lo has entendido perfectamente, Elena. Me has engañado… desde el día en que me casé contigo. Dime… la verdad. Marcus… no es mi hijo, ¿verdad?

Aldo respiraba con dificultad. Por un momento cerró los ojos, luego los volvió a abrir y miró a Elena.

—¿Cómo se te ocurre decir eso? —preguntó Elena con voz temblorosa.

Intentó retirar la mano, pero Aldo no se la soltó. La apretaba tanto, que Elena se estremeció de dolor. Apartó la mirada para no tener que ver el aborrecimiento en los ojos de su marido.

—¡Contéstame, maldita sea! —jadeó Aldo—. Quiero oír la verdad… dicha por ti.

Elena se veía incapaz de seguir mintiendo. Aldo yacía indefenso en un hospital. Sus heridas podían cambiarle la vida durante un largo período de tiempo. Seguro que estaba viendo la verdad en sus ojos, pero a Elena le resultaba imposible que aflorara a sus labios.

—Siempre… he sabido… que Marcus era… distinto —dijo Aldo torturado, pues le costaba mucho hablar—. Siempre he intuido… que había algo raro. ¿No es mi hijo, verdad? Y ahora… no te atrevas a seguir mintiéndome —añadió acaloradamente.

Elena miró a su alrededor. Temía que alguien hubiera oído a Aldo, pero no sabía si había alguna enfermera cerca porque estaba echada la cortina.

—¿No podemos hablar de eso más tarde con toda tranquilidad, Aldo? —le preguntó con un susurro.

—¡No! —soltó Aldo—. ¡Quiero saber la verdad… ahora mismo!

Elena respiró hondo. Era tal su estado de congoja y agitación, que se le hizo un nudo en la garganta.

—No es tu hijo —respondió en voz baja—. Pero tú, Aldo, eres el único padre que ha tenido.

Si Elena creía haber visto pesadumbre y dolor en la cara de Aldo, eso no era nada en comparación con la mirada atormentada que tenía en ese momento. Era como si le hubiera clavado un puñal en el corazón.

—Por fin… desembuchas la verdad. Estabas… embarazada cuando me casé contigo… y fuiste capaz de no decirme ni una palabra.

Aldo miró a Elena con cara de incredulidad.

—Lo siento mucho —susurró ella, mientras las lágrimas caían a raudales por sus mejillas—. Pero ¿cómo iba yo a…?

A Aldo parecían flaquearle las fuerzas; solo su mano seguía dolorosamente aferrada a la de Elena. De nuevo cerró un momento los ojos y gimió de dolor. Luego miró de nuevo a Elena y continuó hablando entrecortadamente:

—Tu padre… me aseguró… que eras una chica italiana decente… y virgen. Ahora en cambio… reconoces que estabas embarazada cuando te casaste conmigo. Eres… una mentirosa y una… puta.

Elena a duras penas soportaba escuchar esas palabras. De la vergüenza que le daba, bajó la cabeza.

—¿Es cierto… que su padre es el doctor MacAllister? —Elena se quedó de nuevo sin respiración; no daba crédito a lo que oía—. Su mujer… vino a la granja… y me lo contó.

Elena estaba conmocionada. La misteriosa mujer que había ido en busca de Aldo ¡era la esposa de Lyle! ¡Increíble! ¿Por qué sabía ella la verdad, si ni siquiera Lyle la sabía? ¿Cómo había averiguado dónde encontrar a Aldo?

De repente, a Elena le asaltó otro temor. No podía decirle a su marido que Lyle era el padre de Marcus porque ¿y si Aldo se lo contaba a Lyle?

—Eso no tiene la menor importancia —se apresuró a decir.

—Para mí ya lo creo que la tiene. —Aldo intentó mover la cabeza y soltó otro gemido de dolor—. Su mujer… me dijo que seguías viéndote con él… a mis espaldas. ¿Es cierto eso?

Elena abrió los ojos de par en par.

—No, Aldo. Solo le he visto dos veces. Una vez aquí, en el hospital, y otra cuando llevamos a Marcus a que le hicieran las radiografías.

—¡Mentirosa! ¡Lo que quieres es… largarte con él! —dijo Aldo, casi gritando.

Pese a su estado, parecía sacar fuerzas insospechadas.

—Claro que no, Aldo. Lyle… el doctor MacAllister… está a punto de divorciarse de su mujer porque está prometido con su piloto, la señorita Sweeney. Salta a la vista que su mujer está furiosa y quiere herirle destrozando nuestra vida.

—Ella no tiene la culpa de que nuestra vida esté destrozada. ¡La culpable eres tú… solo tú! Tuviste una aventura amorosa con él… en Blackpool, ¿no es cierto? —Elena guardó silencio. Una vez más, fue incapaz de proferir palabra alguna—. ¿No dices nada? Eso me basta como confesión de tu culpa. Ya veo que Marcus es hijo suyo —dijo Aldo.

Elena sabía que ya no tenía ningún sentido negarlo.

—Él no lo sabe, y yo no quiero que se entere de que Marcus es su hijo porque estoy casada contigo… —susurró.

Aldo miró a Elena sin dar crédito a sus oídos. Lo que le acababa de decir no era la verdad. Quería hacerle creer que había mentido al médico y que estaba preocupada de que este averiguara que era el padre del chico.

—¡Márchate! ¡Vete fuera de mi vista, puta! —despotricó.

—Aldo, por favor, tienes que entenderlo… No sabía qué otra cosa podía hacer…

—No hay nada que entender. Mi mujer… es una furcia embustera.

Aldo soltó bruscamente la mano de Elena, como si fuera a envenenarse con el contacto.

Elena se apartó de la cama. Se notaba paralizada, con los sentidos embotados. Cuando corrió la cortina, creyó ver a alguien que salía corriendo de la habitación. Una oleada de humillación hizo que se ruborizara. Luego se tranquilizó pensando que no había nadie. Un velo de lágrimas cubría sus ojos.

En el pasillo, Deirdre se acercó corriendo a Elena.

—Ahora mismo venía a buscarla —dijo la enfermera—. El doctor Thompson quiere verla en su consulta.

De la expresión inocente de Deirdre, Elena dedujo que la enfermera no había oído su conversación con Aldo. Debía de haberse imaginado la sombra deslizándose por la puerta.

Elena recorrió el pasillo en dirección a la consulta de Neil. Se encontraba como aturdida. ¿Qué haría Marcus cuando averiguara que el padre al que conocía de toda la vida no era su padre biológico? Rezó para poder convencer a Aldo de que no le dijera la verdad al chico, pero temía que no le diera ese gusto. Estaba demasiado ofendido en su honor. Pero aunque Aldo no le dijera nada al chico, se vengaría en su hijo. Le trataría con mayor desprecio del habitual, y eso ella no podía consentirlo.

—Pase, Elena —dijo Neil Thompson cuando ella llamó con los nudillos a la puerta de su consulta.

Elena se sentó; le temblaban tanto las piernas que creía que se iba a caer. A Neil le llamó la atención su mirada trastornada, pero supuso que era porque seguía asustada por el accidente de Aldo.

—No me resulta nada fácil tener que darle esta noticia, Elena —empezó el doctor Thompson.

—No se ande con paños calientes, Neil. He sido enfermera en la guerra. He visto muchas heridas espantosas.

—Pero esos hombres eran unos desconocidos. Ahora se trata de su marido, Elena.

—Sí, en eso tiene razón, pero tengo que ser fuerte. Dígame lo que ha visto en las radiografías.

—Aldo tiene varias fracturas óseas en las piernas. Casi todas sin demasiada complicación; estamos convencidos de que se le curarán. Tiene algunas tumefacciones en la columna vertebral que le irán remitiendo con el paso del tiempo, pero hasta entonces necesitará unos analgésicos muy fuertes.

—Entonces ¿quiere decirme que se curará? —preguntó Elena esperanzada.

Neil guardó silencio; luego dijo:

—No, lo siento. No es eso.

—Entonces ¿qué es, Neil? Dígamelo. ¿Tiene lesiones internas que pongan en peligro su vida? —A Elena le temblaba la voz.

—Sus órganos internos parecen estar bien; tampoco tiene hemorragias, pero… se le han roto algunas vértebras, Elena.

—¡Rotas! —Elena sabía perfectamente lo que eso significaba—. Los huesos sanarán, ¿no? En cualquier caso, no está paralítico. Me ha cogido la mano y puedo asegurarle que sigue teniendo mucha fuerza en los brazos.

—Las fracturas causan una paralización de las extremidades inferiores; parece que podrá seguir utilizando las superiores. Desgraciadamente, tengo que decirle que Aldo no podrá volver a andar.

Elena contuvo la respiración y se llevó la mano a la boca.

—¿Está… está seguro?

—Sí.

—Pero tiene que haber alguna esperanza de que pueda volver a andar después de una larga rehabilitación, ¿no?

—No —aseguró Neil con decisión—. Me gustaría decirle que quizá se produzca un milagro, pero si he de ser sincero, lo dudo mucho. Lo siento sinceramente, Elena, pero es una bendición que su marido aún siga con vida.

—Sabe perfectamente que él no lo verá así —opinó Elena furiosa—. ¡Es un granjero ganadero! ¡Un hombre con mucho orgullo! Jamás aceptará que tenga que pasar el resto de su vida en una… en una silla de ruedas.

A Elena le habría gustado contarle a Neil que Aldo, además de haberse enterado de que Marcus no era hijo suyo, ahora para colmo tenía que enfrentarse a esto, pero naturalmente no podía.

—Me gustaría aconsejarle cómo se lo podríamos contar a Aldo de la manera menos hiriente, Elena.

—De momento no lo soportaría. Sería demasiado para él —dijo Elena, bajando la vista.

—Si esa es su opinión, esperaremos un par de días hasta que se sienta con más fuerzas. Lo que ha padecido le ha provocado un fuerte shock y un estrés agudo.

«Neil no sabe cuánta razón lleva», pensó Elena.

—Sí, realmente contárselo ahora sería un fuerte shock para él. Bastantes penalidades ha pasado ya. Creo que, efectivamente, lo mejor es que esperemos un par de días.

Cuando Elena salió del hospital, vio que su madre cruzaba la calle hacia ella; parecía tener mucha prisa. Elena se quedó desconcertada al ver la cara de asustada de su madre.

—¿Has visto a Marcus, Elena? ¿Ha ido al hospital? —le preguntó Luisa.

—No, desde que he salido de vuestra casa no le he visto. ¿No iba a esperarme a que volviera?

—Es verdad, pero ha desaparecido y ya le he buscado por todas partes. Luego he pensado que a lo mejor había ido a visitar a su padre al hospital.

—Allí no estaba, gracias a Dios.

—¿No se habrá… muerto Aldo? —preguntó Luisa, que se había quedado palidísima.

—No, mamá. —Elena llevó a su madre a un banco de un parquecito que había frente al hospital para que nadie pudiera oírla—. Aldo sabe que Marcus no es su hijo.

Luisa se quedó de piedra.

—Eso no puede ser, Elena.

—En cuanto me ha visto, me ha puesto de vuelta y media. No he podido seguir mintiéndole; he tenido que decirle la verdad.

—¡Elena! ¿No se te habrá ocurrido decirle la verdad? —preguntó Luisa aterrada—. Nosotras dos somos las únicas que sabemos la verdad, de modo que Aldo no ha podido averiguar que Marcus no es hijo suyo.

—Ayer pasó una cosa, mamá. Una mujer apareció en la oficina de los Médicos Volantes, en Cloncurry, haciéndose pasar por una amiga de la familia del doctor MacAllister.

—¿Qué tiene eso que ver con lo que me estás contando?

—Le pidió a la piloto de Lyle que la llevara en avioneta a Winton para ir en busca de Aldo. Le contó no sé qué mentira a la piloto; le dijo que el padre de Aldo había conocido a su padre en la guerra, y que ahora ella tenía que darle una cosa. El padre de Aldo jamás fue soldado. Billy-Ray me ha dicho que Aldo estaba muy alterado cuando ella se marchó, que le notó raro. Aldo mandó para casa a Billy-Ray y le dijo que se tomara el día de hoy libre. Y los dos sabemos que eso no es nada propio de Aldo.

—No sé quién es esa mujer, Elena, pero no puede saber la verdad.

—Aldo me acaba de contar que era la mujer de Lyle y que le dijo que Marcus no era hijo suyo.

Luisa empalideció.

—Deberías haberlo negado. Esa mujer no puede demostrarlo.

—Sencillamente, no podía seguir mintiendo, pero ahora tengo miedo de que se lo cuente a Marcus. He de convencerle para que no lo haga. Marcus no lo entendería. Me odiaría, mamá.

—¡Luisa! —llamó Luigi desde el otro lado de la calle, braceando enérgicamente.

Elena y Luisa se levantaron y cruzaron hacia Luigi, que salió corriendo de la carnicería Fabrizia. Enseguida vieron que estaba muy alterado.

—¿Qué pasa? —preguntó Luisa.

—Marcus ha cogido la camioneta de reparto —dijo Luigi sin aliento, en un tono entre indignado y preocupado.

—¿Qué quieres decir con eso de que ha cogido la camioneta, papá? —preguntó Elena consternada.

—Ha salido con ella de la ciudad —respondió Luigi—. Hace unos minutos ha llegado a casa completamente trastornado. Y llorando. Luego se ha vuelto a marchar por la puerta trasera a toda velocidad. He salido corriendo tras él, pero ya estaba dentro de la camioneta; ha puesto el motor en marcha y ha salido zumbando.

—Pero si no sabe conducir —dijo Elena, sin podérselo creer—. Solo tiene trece años.

Luisa miró a Elena y esta vio la cara de remordimiento de la madre.

—A veces, cuando Marcus está rabioso por algo relacionado con Aldo, papá le deja conducir un poco de camino a casa para consolarle, para que se anime —reconoció Luisa—. Así ha aprendido.

Elena se llevó las manos a la cara en un gesto de desesperación. Si a Marcus le pasara algo, no podría soportarlo.