30

Elena se puso nerviosísima cuando llamó a Aldo al día siguiente muy temprano y tampoco pudo dar con él.

—Tengo que irme a la granja —le dijo a su madre.

Se dirigió a la parte trasera de la casa de sus padres, donde aparte de la camioneta de reparto, también estaba su viejo caballo y un pequeño coche.

—Quizá no funcione vuestro aparato de radio —sugirió Luisa como explicación.

—Sí, es posible, pero de todas maneras tengo que ir a echar un vistazo —respondió Elena.

—Desde luego que sí; pero si le hubiera pasado algo a Aldo, seguro que vuestro vaquero habría avisado.

—No sabe manejar la radio, mamá. Hemos intentado explicárselo, pero sencillamente no entiende que alguien que esté a kilómetros de distancia pueda hablar por el aparato. Para un aborigen esa clase de comunicación es como magia negra.

—A Aldo tampoco se le da mucho mejor —dijo Luisa en tono crítico.

—Es cierto, pero tanto como contestar a una llamada sí sabe. Si por un milagro llamara a la tienda del señor Kestle para hablar conmigo, dile, por favor, que voy camino de casa —dijo, y se marchó.

Durante el trayecto, Elena iba convencida de que Aldo estaría enfadado con ella por haber pasado dos noches seguidas fuera de casa y ahora la castigaba ignorando sus llamadas. Una conducta pueril, sí, pero a veces Aldo se comportaba de ese modo. Elena sabía que discutirían en cuanto llegara a casa. Pensó si estaría otra vez preocupado por la granja. El último y escaso forraje que había plantado casi se había terminado, de modo que no le quedaba más remedio que vender en el mercado cincuenta novillas. Tenía que obtener dinero para comprar más semillas. Era un círculo vicioso sin fin que desalentaba a cualquiera.

En opinión de Elena, la granja no había sido rentable desde el principio, pero eso no lo reconocería su marido nunca jamás. Sin el trabajo de Elena habrían estado al borde de pasar hambre más de una vez. En más de una ocasión, había intentado convencer a Aldo de que vendiera la granja y se fueran a vivir a la ciudad, donde él podría encontrar trabajo. Incluso le había propuesto que trabajara en la carnicería de su padre, pero Aldo no quería ni oír hablar de eso. A Elena eso le parecía un estúpido orgullo masculino.

Una vez llegada a la granja, Elena dejó el caballo y el coche en la cuadra y entró directamente en casa. No esperaba encontrarle allí, y tampoco lo encontró, pero le extrañó que no hubiera encendido la lumbre. El primero que se levantaba por la mañana, la encendía. Sin fuego no se podía poner a calentar la tetera, y sin al menos dos tazas de té negro fuerte, Aldo no podía empezar la jornada. Ella le había dejado pan suficiente para dos o tres días como mínimo, pero tampoco parecía que hubiera desayunado. A Elena le entró miedo.

Con el corazón acelerado salió de casa y volvió a la cuadra. Al mirar dentro, le chocó que estuviera el caballo de Aldo. Cuando no necesitaban los caballos, les daban de comer y los llevaban a uno de los prados; sin embargo, los pesebres estaban vacíos. Eso era verdaderamente inquietante, pues Aldo nunca descuidaba a los caballos. Elena se dirigió a la pradera de al lado y buscó a Billy-Ray, pero no se veía a nadie. Allí estaba el ganado destinado a la venta, mugiendo de hambre.

Elena regresó a la cuadra.

—¡Aldo! —llamó.

Pero su voz se la tragó el silencio. Fue al gallinero, pero también las gallinas cacareaban de hambre y los huevos no habían sido recogidos. ¿Qué habría pasado? Elena inspeccionó los alrededores de la casa, llamando una y otra vez a Aldo, pero no recibió ninguna respuesta. No tenía ni idea de qué hacer ni de dónde podría encontrarle.

Medio paralizada por la angustia, Elena regresó al aparato de radio, llamó al señor Kestle y le pidió que fuera en busca de su madre, a la que le contó que no encontraba a Aldo.

—Podrías preguntarle a alguno de los vecinos —le aconsejó Luisa.

—En eso también había pensado yo, mamá, pero su caballo está en la cuadra. Eso descarta la posibilidad de que esté en casa de un vecino. ¿Dónde se habrá metido?

—Sin el caballo no puede haberse ido muy lejos. Es todo muy extraño —dijo Luisa.

Al principio, la madre de Elena había pensado que su yerno estaba sometiendo a su hija a algún jueguecito psicológico, puesto que tendía a la crueldad mental, pero ahora se tomó la situación más en serio. Había que contemplar la posibilidad de que le hubiera pasado algo.

—Todos los animales están sin comer y nadie ha encendido la lumbre —dijo Elena—. Seguiré buscando, mamá. Cambio y corto.

Cuando Elena salió de nuevo, vio a Billy-Ray en la cuadra apeándose del caballo. Se sintió aliviada, pues seguro que él sabía algo.

—Billy-Ray, ¿dónde está el jefe? —le gritó Elena.

—No lo sé, señora —dijo Billy-Ray, acercándose a ella—. Desde anoche no le he visto.

—Su caballo sigue en la cuadra y no ha dado de comer a ninguno de los caballos. A las gallinas y a las vacas tampoco. Estoy realmente preocupada por él.

—Anoche le noté raro, señora —reconoció Billy-Ray.

Había pasado la noche entera dándole vueltas a la cabeza; por eso había venido. Quería ver si Aldo se encontraba bien.

Elena frunció el ceño.

—¿Vino ayer una mujer?

—Sí, señora. Llegó en avión. No se quedó mucho tiempo, pero cuando se marchó, el jefe parecía muy alterado.

—¡Alterado! ¿Sabes el motivo por el que vino?

—No, señora. El jefe no me contó nada de ella.

—Qué extraño —opinó Elena—. Hoy has llegado tarde, Billy-Ray. ¿Ha pasado algo en tu casa?

—No, va todo bien, señora. Es que el jefe me dijo que cogiera el día libre. Pero he venido de todas maneras, por si acaso había cambiado de opinión. Hasta ayer nunca me había dado un día libre.

Elena sabía que eso era completamente atípico de Aldo, porque esperaba que todos trabajaran tan duro y tantas horas como él.

—Qué raro —dijo—. Voy a seguir buscándole, Billy-Ray. Da, por favor, de comer a los animales.

—Sí, señora.

Elena recorrió la finca sin dejar de pensar qué podría haberle pasado a su marido, qué habría hecho el día anterior. Casi nunca le contaba los planes que tenía cada día, por lo que no resultaba tan fácil averiguarlo. De repente, su mirada se detuvo en el molino de viento. Al lado estaba la cisterna del agua. Imaginó algo terrible. ¿Y si se había caído a la cisterna?

Elena subió la loma del molino de viento. El agua bombeada desde la tierra era recogida por la enorme cisterna, donde se enfriaba. Desde allí era llevada a los bebederos. El borde superior de la cisterna llevaba un buen tiempo oxidado. Aldo tenía intención de encargarse algún día de arreglarlo, pero siempre acababa postergando la tarea. Lo más importante para él era el ganado y el cultivo del forraje. Pensó si se habría decidido a reparar la cisterna y había caído dentro. Alguna vez le había contado que sabía nadar, pero Elena ignoraba hasta qué punto. Ir a bañarse era algo que se hacía por placer, y Aldo se prohibía a sí mismo cualquier cosa que fuera placentera. Si llevaba horas metido en la cisterna y no había conseguido salir, en algún momento se habría ahogado por agotamiento. Elena rezó para que no hubiera ocurrido eso.

Toda decidida, empezó a subir la escalera de la cisterna, cuando un animal que había al pie del molino de viento le llamó la atención. Un ternero recién nacido no podía ser, pues en ese momento no los tenían tan pequeños. Elena bajó de nuevo los peldaños de la escalera. Entonces reconoció que era un dingo grandecito. No era raro que alguno de esos perros salvajes se perdiera por la finca, pero a Aldo no le gustaban esos animales. Cuando veía un dingo, lo mataba enseguida de un tiro. Los dingos atacaban una y otra vez a los terneros o escarbaban un agujero bajo la cerca del gallinero y descuartizaban a las aves. Por regla general, estos perros salvajes se marchaban en cuanto veían a una persona, pero si estaban hambrientos se volvían más atrevidos. Una vez, cuando Dominic todavía era muy pequeño, Elena había tenido que echar de casa a un dingo. Se lo había encontrado junto a la cuna del niño y se había llevado un susto de muerte.

Cuando el dingo vio a Elena se fue corriendo. Miró a lo alto del molino y se dio cuenta de que le faltaba la cola de pescado, pero no le dio demasiada importancia. Rodeó el molino para ver qué le había llamado la atención al dingo. Seguro que había encontrado a algún animal y tenía intención de despedazarlo, pero se había visto sorprendido por ella.

Y luego le vio. Aldo yacía retorcido, con las piernas dobladas de mala manera, al pie del molino de viento. Tenía la cabeza en una postura rara y en la mejilla, cerca de un ojo, una herida abierta; sus manos también estaban salpicadas de heridas sangrantes. Las hormigas le correteaban por la cara, los brazos y las piernas. Aterrada, Elena comprendió que el dingo había mordido a Aldo y las hormigas habían acudido atraídas por la sangre.

—Aldo —gritó, y le puso la mano en el pecho. Al no sentir los latidos del corazón, le pareció que Aldo estaba muerto. Se habría caído desde la plataforma del molino de viento, y era imposible sobrevivir a una caída así—. Aldo, no puedes estar muerto —gritó.

¿Cómo iba a decirles a los niños que su padre había muerto? ¿Cómo iba a seguir llevando ella la granja, apacentar el ganado o cultivar plantas para forraje? ¿Cómo iban a vivir en un lugar tan apartado sin Aldo? Cuando intentó imaginar cómo sería la vida sin Aldo, le vinieron a la cabeza toda clase de pensamientos disparatados.

Empezó a temblarle todo el cuerpo y fue asaltada por sentimientos de culpabilidad. Nunca habían sido un matrimonio en toda regla, pero tampoco esperaba ese final. ¿Y si había sobrevivido a la caída y luego se había muerto porque ella no estaba en casa y no había podido ayudarle? ¿Cómo iba a seguir viviendo con ese cargo de conciencia, con la certeza de que ella había sido la causa de su muerte?

De repente, Aldo abrió los ojos. Farfulló algo en italiano que Elena no entendió bien. Puta… ¿había dicho «puta»? No, le habría entendido mal.

—¡Estás vivo! —exclamó—. ¡Estás vivo, Aldo! Gracias a Dios.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Elena. Aldo tendría unos dolores insoportables. Elena no sabía por dónde empezar. Intentó ahuyentar a las hormigas, pero Aldo parecía no sentir la mordedura de los insectos. Tenía que pedir ayuda. Debía conseguir que alguien acudiera a ayudarla. Elena se puso a gritar como una histérica.

Billy-Ray salía de la cuadra, tras atender a los caballos, cuando oyó llamar a voz en grito a Elena. Le bastó un momento para localizar de dónde venían los gritos; entonces echó a correr. Billy-Ray encontró a Elena y a su jefe junto al molino de viento y, al primer golpe de vista, ya supo lo que había sucedido. Ante su sugerencia de llevar a Aldo dentro de casa, Elena se negó.

—¡No! Es demasiado peligroso. Podría rompérsele la columna vertebral —gimió desesperada—. No debemos moverle por nada del mundo; de lo contrario, podríamos infligirle aún más daños. Quítale tú las hormigas, que yo voy un momento a casa para llamar por radio a los Médicos Volantes.

Elena bajó la loma a todo correr. La idea de que Aldo hubiera pasado toda la noche tendido junto al molino padeciendo dolores indescriptibles la torturaba desmedidamente. Era casi un milagro que estuviera vivo. Pero ¿seguiría con vida? Entró en casa lo más aprisa que pudo.

La señora Montgomery tomó nota de la emergencia y, acto seguido, la puso en conocimiento de Lyle y Alison, que en ese momento se encontraban en una granja situada entre Winton y Boulia. Luego le aseguró a Elena que enseguida se pondrían en camino hacia Barkaroola.

Elena volvió corriendo al molino. Aldo apenas había estado consciente desde que le había encontrado, pero al menos seguía vivo. Entre Billy-Ray y ella procuraron ponerle lo más cómodo posible. Aunque le apartaran las hormigas, tenía cientos de picaduras en los brazos y las piernas, en la tripa, el pecho y la cara, por no hablar de la mordedura del dingo. Aldo se encontraba en un estado lamentable.

Al cabo de una hora, el avión de los Médicos Volantes aterrizó en Barkaroola. Lyle y Alison llegaron a todo correr al molino con una camilla. Elena percibió la cara de susto que se le puso a Lyle al ver a Aldo. Eso fue para ella la confirmación de que lo de su marido era grave. Le subieron a la camilla con el máximo cuidado posible.

—¿Tiene la espina dorsal rota? —le preguntó Elena a Lyle.

—Creo que se ha lesionado la columna vertebral, probablemente alguna de las vértebras lumbares, y seguro que tiene varias fracturas en las dos piernas —respondió Lyle.

Se le veía francamente preocupado, pues cuando Aldo recobró por un momento la consciencia, no se quejó de dolores. Eso no era buena señal. Cuando fue subido a la avioneta, abrió de nuevo los ojos.

—¿Quién es usted? —jadeó, volviéndose hacia Lyle.

—El doctor MacAllister —contestó Lyle—. Vamos a llevarle al hospital, señor Corradeo. No se preocupe. Todo saldrá bien.

—MacAllister —repitió Aldo, y el rostro se le encendió de ira—. ¡Apártate de mí, bastardo!

Elena contuvo la respiración.

—Lo siento, Lyle —susurró perpleja.

Aldo intentó levantar la cabeza, pero no lo consiguió. Con los ojos entornados, buscó la mirada de Elena.

—¡Puta! —masculló.

Elena estaba confusa. ¿Por qué les decía Aldo esas cosas?

—No pasa nada —tranquilizó Lyle a Elena cuando vio que se ponía roja de vergüenza—. No sabe lo que dice.

—¡Sé perfectamente lo que digo, bastardo! —A Aldo se le contrajo el rostro en una mueca. Respiró hondo—. Si pudiera… si pudiera levantarme…

Se puso a bracear e intentó pegar a Lyle. Elena no reconocía a su marido. Se quedó paralizada, mirándole como si fuera un loco desconocido.

—Estese quieto, señor Corradeo. Se encuentra gravemente herido —dijo Lyle.

—¡Te mataré, bastardo! —dijo Aldo, casi sin aliento.

Alison reaccionó inmediatamente. Se acercó a sujetar los brazos de Aldo mientras Lyle le inyectaba un calmante. Al momento se tranquilizó. La piloto se subió a la cabina y preparó el arranque del motor.

—No entiendo por qué se comporta así —le susurró Elena a Lyle.

—No es nada inusual —le aseguró Lyle—. Probablemente sufra fuertes dolores y esté en estado de shock. Solo está delirando.

En ningún momento supuso que ella le hubiera hablado a su marido de sus amoríos y que por esa razón les insultara de ese modo.

—Eso será, Lyle. Nunca le he visto en este estado —respondió Elena.

Elena decidió no volar con Aldo hacia el hospital de Winton. Les explicó que quería quedarse para cerciorarse de que la granja estuviera bien atendida y que luego iría a la ciudad por su cuenta.

—De todos modos, tardarán un rato en examinar y tratar a Aldo; solo entonces sabremos algo más. De momento, nadie puede hacer nada por él, salvo los médicos —dijo Lyle.

Cuando el avión despegó, Elena regresó a casa.

—¿Cómo valoras sus lesiones, Lyle? —preguntó Alison.

—Como muy graves —respondió Lyle—. Puede darse con un canto en los dientes por seguir con vida después de una caída desde tanta altura.

—Qué raro ha reaccionado contigo, ¿no te parece?

Alison sabía que normalmente los heridos reaccionaban de una manera completamente distinta. Veían a Lyle como su salvador y mostraban su agradecimiento.

—Aldo estará delirando —dijo Lyle—. Ha padecido dolores terribles durante tantas horas…

—Tu nombre parecía decirle algo —opinó Alison.

—Eso también me ha extrañado a mí, pero te aseguro que nunca le había visto con anterioridad —dijo Lyle, que se preguntaba si Aldo habría averiguado que Elena y él habían estado enamorados—. No obstante, creo que lo que le hace hablar así es el delirio. O a lo mejor me ha confundido con otra persona.

—Solo espero que la tal Millie, a la que llevé ayer a Barkaroola, no le haya sacado tanto de quicio como para que luego tuviera ese accidente —dijo Alison—. Cuanto más pienso en su conducta, más raro se me hace.

—¿La tal Millie? —preguntó Lyle perplejo.

—Sí, Millie McFadden —respondió Alison—. La mujer a la que transporté ayer a esa granja.

—Sé a quién te refieres, pero ayer no dijiste que se llamara Millie —dijo Lyle.

—¿Ah, no? Pero eso tampoco importa demasiado, ¿o sí?

—Probablemente no —opinó Lyle—. ¿Qué aspecto tenía, Alison?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Tengo curiosidad, así que dímelo, anda.

Alison hizo memoria.

—Muy alta no era, y estaba un poco rellenita, y tenía el pelo rizado.

—¿Pelirroja quizá? —preguntó Lyle con cautela.

—Sí, tenía una melena pelirroja preciosa, y un acento parecido al tuyo. Claro, como los dos sois de la misma zona de Escocia…

Lyle se quedó sin respiración.

—¿Te acuerdas del color de sus ojos?

Los ojos de Millie eran de un azul intenso; de eso no se olvidaba uno fácilmente.

—Azul como la flor del aciano —dijo Alison, extrañada por la pregunta—. ¿Cómo es que quieres saber eso? ¿Acaso la conoces de alguna parte?

Lyle sintió náuseas. Durante un rato, fue incapaz de hablar.

Alison miró preocupada la expresión de su rostro.

—¿Te pasa algo, Lyle? —preguntó.

—Mi exmujer se llama Millie —balbuceó él.

—Sí, eso me contaste una vez —dijo Alison, que no veía la relación.

—Y tu descripción de la tal Millie McFadden es clavada a la de mi exmujer, Alison —añadió desesperado.

—¿Millie McFadden… es tu exmujer? —Alison se sentía completamente desconcertada—. No puede ser, ¿no?

—Antes de casarnos se llamaba Millie Evan, pero ahora que lo pienso, recuerdo que el apellido de soltera de su madre era McFadden.

—¿Por qué se iba a presentar aquí con el apellido de soltera de su madre? ¿Y por qué iba a querer hacerle una visita a Aldo Corradeo? —preguntó Alison—. ¿Le conocía?

—No, y tampoco sé muy bien por qué le buscaba, pero seguro que no tenía buenas intenciones. Nunca le he dicho que me marchara a Australia. —Lyle no tenía ni idea de lo que estaba pasando—. Le he enviado los papeles de divorcio a través de un abogado de Londres.

—Evidentemente, ha averiguado dónde te encuentras, tal vez a través de familiares.

—Mi familia tampoco sabe que estoy aquí. No quería arriesgarme a que Millie averiguara dónde estoy, de modo que a mi familia no pensaba decírselo hasta que el divorcio tuviera fuerza de ley.

—Ajá. —Alison supuso que la separación de Lyle de su mujer había ido acompañada de mucha amargura. Tenía, pues, buenas razones para actuar de ese modo—. Me pregunto por qué no habrá hablado contigo en el hospital de Cloncurry. ¿Y por qué mintió en cuanto a la razón de su visita a Aldo Corradeo? No lo entiendo. —Le daba mucha rabia haberse dejado engañar por la tal Millie—. Lo siento, Lyle. Si llego a saber quién era…

—No es culpa tuya, Alison —intervino Lyle—. Supongo que sabremos las respuestas a nuestras preguntas cuando el señor Corradeo se recupere un poco.

Lyle sospechaba que Millie había averiguado algo acerca de su amor por Elena, pero no entendía qué importancia podía tener eso ahora para ella.