A última hora de la tarde, Marcus y Elena regresaban a Winton en la avioneta de los Médicos Volantes. Cuando Lyle le dijo a Marcus que se podía sentar delante con Alison, al muchacho se le puso una cara radiante de alegría. Se había puesto más contento que si hubiera encontrado un cofre lleno de oro.
En ese momento, por el cielo del oeste, se estaba poniendo el sol, una enorme bola de fuego de un precioso color púrpura que contrastaba con el árido paisaje. Hasta donde alcanzaba la vista, el cielo se hallaba salpicado de tonos rojizos; incluso el interior del avión parecía bañado por el resplandor del sol.
Emocionada por el pintoresco espectáculo del cielo, Elena dijo con la respiración entrecortada que las pocas nubes que veía se asemejaban a algodonosas almohadas de un color entre escarlata y anaranjado. Marcus y ella miraban por la ventana del avión disfrutando de la imponente vista que se les ofrecía. Desde la granja ya habían contemplado alguna puesta del sol, pero estar en lo alto del cielo, tan cerca de las nubes y de la esfera del sol ardiente, formando así parte de su halo carmesí, era algo completamente distinto.
Marcus se había quedado sin habla. Cuando recuperó la voz, le preguntó a su madre si alguna vez había imaginado así el cielo. Elena sonrió al contestarle afirmativamente. Le llenaba el corazón de alegría ver a su hijo tan feliz, pero al mismo tiempo le entristecía pensar que el responsable de esa felicidad era su padre biológico. Desde que se conocían, hacía bien poco tiempo, le había hecho más feliz que Aldo en trece años.
Elena se sentía increíblemente aliviada por el resultado positivo de las radiografías. Tenía claro que Marcus había tenido mucha suerte por no haber sufrido ninguna lesión cerebral. Ya se le iba bajando el chichón, y los dolores de cabeza le habían remitido considerablemente.
—Veo lo aliviada que estás —dijo Lyle.
Llevaba todo el tiempo observando a Elena. Habló en voz baja para que a Alison no le extrañara su familiaridad.
—Me siento como si me hubiera quitado un peso de encima. Pero ¿y si vuelve a darle otra vez, Lyle? —susurró ella—. A lo mejor entonces no tiene tanta suerte.
Lyle recordaba bien la congoja que les entraba a Millie y a él cuando Jamie todavía tenía ataques espasmódicos. Cada vez que se alejaba de ellos, se preocupaban muchísimo.
—Creo que esos ataques se le pasarán cuando siga ingiriendo alimentos con alto contenido en calcio.
—Yo procuro que beba más leche y tome más queso, pero no es tan fácil, pues pasa la semana en la ciudad y los fines de semana tiene tanto trabajo en la granja… —No añadió que los fines de semana acababa a menudo tan cansado, que muchas veces se desplomaba en la cama sin haber cenado—. Además, tengo la impresión de que eso no sirve de nada —opinó Elena preocupada.
—He hablado con el doctor Watson y me ha dicho que acaba de salir al mercado un suplemento de la alimentación. Se va a enterar de dónde puedo conseguirlo. Eso sí le ayudaría. Así ya no tendrías que obligarle a comer cosas que no le gustan demasiado.
—¿Y en qué forma viene ese suplemento?
—Seguramente sean unos polvos de calcio concentrado. Podrías darle a Marcus una dosis elevada en un solo vaso de leche.
Elena sabía que eso la aliviaría mucho. Miró a su hijo, que prestaba atención al tablero de mando de delante. Estaba friendo a preguntas a la pobre Alison porque quería que se lo explicara todo al dedillo. Se le veía entusiasmado con ese vuelo. Elena le oyó decir que la profesión de piloto a lo mejor era mucho más divertida que la de médico. Cuando el chico dirigió de nuevo la mirada hacia el paisaje, Alison miró por encima del hombro hacia atrás, hacia Elena.
—Mientras usted estaba en el hospital, señora Corradeo, he llevado a una persona a su casa.
—¿A mi casa? —dijo Elena, completamente desconcertada. Desde la compra de Barkaroola no habían recibido ninguna visita, salvo la de sus padres y la de un vecino ocasional. Como Aldo era de todo menos sociable, le había echado a este el cerrojo delante de sus narices—. Debe de estar equivocada. No ha podido volar hacia mi casa.
—Usted vive en Barkaroola, ¿no?
—Sí —contestó Elena.
—Ahí es donde he dejado a su visita. Era una mujer que iba en busca del señor Corradeo. Me había pedido que la llevara a Winton. Cuando ya estábamos volando y casi habíamos llegado, me contó a quién buscaba. De lo contrario, la habría llevado junto a usted. La acababa de conocer un poco antes, cuando vino a la oficina preguntando por ti, Lyle.
Elena se inquietó. ¿Quién podía ser?
Lyle preguntó:
—¿Cómo es que me buscaba mí, Alison? ¿Era una paciente?
—No… Ah, ahora lo recuerdo. Dijo que era una amiga de tu familia. Al no encontrarte en la oficina, el reverendo sugirió que la llevara al hospital, puesto que de todas maneras yo iba para allá en busca de unas medicinas.
—Pues no la he visto —respondió Lyle.
—Ya lo sé. Cuando la volví a ver más tarde, me dijo que no había hablado contigo porque en ese momento estabas en plena conversación con otro médico.
Elena y Lyle se miraron confusos. Habían pasado casi todo el rato sentados en la sala de espera o en la cafetería del hospital, esperando a Marcus. Lyle solo le había hecho una breve consulta a un médico especialista.
—¿Quién era esa mujer, Alison? —preguntó Lyle preocupado.
En casa nadie sabía que estaba en Australia. Era imposible que fuera una vieja amiga de la familia que estuviera buscándole a él y, al mismo tiempo, al marido de Elena. Aquello no tenía el menor sentido.
—Una tal señorita McFadden. Me contó que su padre había muerto hacía poco y, poco antes de morir, le había encomendado que le llevara un regalo al señor Corradeo, en Winton. —Alison miró a Elena—. Dijo que el padre de su marido le había salvado la vida al padre de ella en la guerra, en algún lugar del frente occidental.
—El padre de mi marido nunca ha estado en el frente occidental —dijo Elena perpleja.
—¿Está segura? —inquirió Alison—. Parecía saber perfectamente de lo que hablaba.
—Le puedo asegurar que ni siquiera ha estado en el ejército —explicó Elena con énfasis—. Mi suegro fue declarado en la guerra no apto para el servicio militar porque de niño había sufrido poliomielitis y cojeaba mucho, lo que significaba que no habría podido desfilar. Como campesino, en cambio, desempeñó un papel importante porque cultivaba alimentos. Durante toda la guerra no se movió de su finca.
Aldo había servido dos años en el ejército, antes de que le dieran de baja tras ser diagnosticado de fiebres reumáticas. Tras varios meses de convalecencia, pasó el resto de la guerra en la finca de su padre labrando la tierra.
—Pues qué cosa más rara —dijo Alison, hecha un lío—. Cuando he vuelto a Barkaroola y he recogido a la señorita McFadden, me ha explicado que su marido, el señor Corradeo, se había llevado una gran sorpresa con el regalo que ella le llevaba. Que se haya equivocado de hombre o que su marido haya negado tener un padre que hubiera hecho la guerra… de eso no me ha dicho nada.
—No conozco a nadie que se apellide McFadden —añadió Lyle—. ¿Dónde está ahora esa mujer?
—La he traído en avioneta de vuelta a Cloncurry. Creo que quería regresar a Townsville con el siguiente tren. Hay trenes dos veces por semana; el próximo no sale hasta dentro de dos días. De allí pensaba subir a bordo de un barco y volver a Gran Bretaña.
—No tengo ni idea de quién pueda ser —dijo Lyle.
—Yo tampoco —opinó Elena.
—¿Puedes contarnos algo de ella? —le preguntó Lyle a Alison.
—No mucho, la verdad. En el vuelo de vuelta de Winton ha estado muy callada. Le he preguntado alguna que otra cosa, pero no parecía tener ganas de hablar de sí misma. En una ocasión le he preguntado si se encontraba bien, porque parecía un tanto alterada, pero solo me ha dicho que había tenido un día duro.
Durante el resto del vuelo de vuelta a Winton, todos guardaron silencio, como si estuvieran intentando establecer alguna conexión entre Aldo, Lyle y esa tal señorita McFadden. Alison aterrizó el avión en la pista de la parte trasera del hospital de Winton. Lyle le había dicho a Marcus que el lunes ya podía volver al colegio, cosa que el chico deseaba de corazón. Como antes de ir a clase no debía esforzarse ni cansarse, decidieron que se quedaría en la ciudad, en casa de sus abuelos.
—Si quiere, la llevo a Barkaroola, Elena —se ofreció Alison—. Ahora que sé dónde está, no tardaré más que unos minutos.
—No, gracias —dijo Elena, un poco demasiado apresuradamente—. Seguro que quiere volver lo antes posible a Cloncurry y, además, me gustaría quedarme un rato con mis padres, que han estado muy preocupados por Marcus. Y mis hijos pequeños también deben de estar allí. —Se sentía incómoda en presencia de Alison, ahora que sabía que Lyle estaba enamorado de ella—. Ah, por cierto, ya me ha contado Lyle que ustedes dos están prometidos. Mi más sincera enhorabuena.
A Elena casi se le quedaron las palabras atragantadas, pero hizo un esfuerzo por sonreír.
—Gracias. No puedo sentirme más dichosa —dijo Alison, lanzando a Lyle una mirada de cariño—. Ahora mismo voy a llevarla a usted y a Marcus en coche a casa de sus padres.
Aldo había perdido por completo la noción del tiempo. Habría dado cualquier cosa por poder atrasar los relojes hasta el momento en que todavía no sabía nada del engaño de su mujer. Desde que Millie se había marchado en el avión, seguía paralizado del susto, sin moverse de la silla del porche. Ni siquiera percibió las sombras vespertinas que se deslizaban por la pradera. Aldo deseaba ansiosamente que no fuera verdad ninguna de las palabras que había dicho Millie, pues intuía que eran ciertas. Siempre había sabido que Marcus era distinto en algo. Y no solo porque se pareciera más a Elena. Su piel era más clara que la de Elena y que la suya, y la explicación podría ser que llevara sangre escocesa. No podía comprender que Elena le hubiera engañado de ese modo y que le hubiera encajado al hijo de otro hombre. Sencillamente no le cabía en la cabeza. Pero eso explicaba también por qué nunca se había establecido un verdadero vínculo entre Marcus y él.
De repente, se levantó de un salto. «Tengo que hacer algo para distraerme», pensó. Necesitaba dejar de pensar en ese terrible dolor. El ganado ya estaba en la pradera cercana a la casa, pero el molino de viento que bombeaba el agua del pozo de sondeo a los bebederos de esa pradera estaba roto. Decidió arreglarlo. Eso le ayudaría a dejar de pensar en Marcus y Elena.
Billy-Ray se acercó a Aldo cuando vio que este sacaba el aspa del molino de viento de uno de los cobertizos. Le preguntó si podía ayudarle a arreglarlo.
—No, puedes irte a casa —dijo Aldo, en tensión. Quería estar solo—. Mañana tampoco te voy a necesitar, de modo que tienes el día libre.
Aldo nunca le había dado un día libre a Billy-Ray; de ahí que el vaquero se quedara muy extrañado. De todos modos, notó raro a Aldo.
—¿Algún problema, jefe? —quiso saber.
—Todo perfecto. Vete a casa.
Billy-Ray se preguntó si la mujer que había llegado en el avión le habría traído malas noticias de Elena o de Marcus.
—¿Se encuentra bien la señora, jefe?
Aldo asintió con la cabeza. Se sentía incapaz de pronunciar el nombre de Elena.
—¿Y Marcus también está bien?
De nuevo Aldo asintió.
—No va a poder reparar usted solo el molino de viento. Yo le ayudaré.
—Lo haré yo solo. Es posible que sea un idiota, pero para algo valgo todavía.
—Ya lo sé, jefe —dijo Billy-Ray, que llegó a la conclusión de que Aldo y Elena se habían peleado—. ¿Está seguro de que mañana no me va a necesitar?
—¡Sí, maldita sea! Te lo acabo de decir —increpó Aldo a su ayudante.
Billy-Ray montó en su caballo y le envió un saludo de despedida a Aldo, pero este ni se enteró. El vaquero vivía con su mujer y tres hijos pequeños, dos niñas y un niño que aún no había cumplido el año, en una pequeña cabaña en la linde de la finca. Llegaría a casa antes de que anocheciera, lo que significaba que aún le daría tiempo de ver a sus hijos antes de que se acostaran, y eso le alegraba.
La oxidada aspa del molino de viento, también llamada «cola de pescado», la había quitado Aldo hacía un tiempo con la ayuda de Billy-Ray y entre los dos la habían reparado. Ahora Aldo decidió volver a montarla. En realidad, para eso hacían falta dos hombres, pero se había propuesto hacerlo él solo. Aldo cogió las herramientas y se encaminó hacia el molino de viento, que se hallaba a unos ochocientos metros de la vivienda, sobre una pequeña loma. Subió por el armazón de madera que había junto a la torre del molino, con las herramientas y la cola de pescado bajo el brazo. Aunque con dificultad, logró llegar a la plataforma, que estaba a unos ocho metros del suelo. La plataforma no era muy estable, pero siempre había aguantado mucho. La vieja torre desprendía una especie de gemido lastimero con el viento. Aldo se sujetó con una mano y estiró la otra para colocar la cola de pescado en su sitio. Tuvo que estirarse mucho, lo que acarreaba bastante peligro. Aldo sabía lo mucho que costaba, incluso haciéndolo entre los dos, desmontar la cola de pescado, pero en ese momento no podía pensar con claridad, no podía discernir que lo que estaba haciendo era una locura. Lo único que tenía en la cabeza era el engaño de Elena.
Los padres de Elena se sintieron aliviados cuando su hija les trajo las buenas noticias. Marcus les habló entusiasmado del vuelo y del aparato de rayos X, mientras Luigi le prestaba toda la atención y le hacía muchas preguntas. A Dominic y a Maria les dio envidia y se quejaron de no haber podido acompañarlos en el vuelo, pero pronto perdieron el interés y se fueron a jugar. Cuando Luisa dijo que iba a preparar la cena, Elena aprovechó la oportunidad para ir a la tienda de al lado y llamar a Aldo por radio. Le pareció equitativo y razonable contarle que Marcus se encontraba bien, pero también tenía ganas de saber quién era esa tal McFadden. Sin embargo, Elena no dio con Aldo.
—A lo mejor es que todavía está trabajando —dijo Luisa, al ver lo preocupada que estaba Elena.
—Quizás —opinó Elena—. Pero ya ha anochecido. En realidad, debería estar en casa.
Pensó si Aldo seguiría enfadado con ella y no contestaba a la llamada deliberadamente.
—¿Quieres que te acerque a la granja? —preguntó Luisa.
—No, mamá. Has tenido un día muy duro y estarás cansada. Hoy me quedo a dormir aquí.
Elena no consiguió pegar ojo. Toda la noche la pasó dándole vueltas a por qué Aldo no le habría atendido a la llamada. Debería haberse imaginado que le iba a llamar para informarle sobre el estado de salud de Marcus. Se preguntó si le habría pasado algo.