28

Millie ni siquiera fue consciente de haber recorrido el pasillo que daba a la sala de espera y haber bajado las escaleras que llevaban a la salida del hospital. Su afán de venganza la tenía tan obnubilada, que actuaba como en trance. Hasta que no tropezó con una enfermera que entraba por la puerta con un paciente, no logró volver a la realidad.

—¿Sabe usted si la señorita Sweeney sigue en el hospital? —le preguntó Millie.

—Se acaba de marchar —respondió la enfermera, que miró preocupada a Millie.

—Vaya —dijo Millie, profundamente decepcionada.

Llevaba la desesperación escrita en la cara, por lo que la enfermera supuso que acababa de recibir una mala noticia.

—Si se da prisa, quizá la alcance todavía —sugirió la joven enfermera.

Sin decir una palabra más, Millie echó a correr y llamó a gritos a Alison, que en ese momento se disponía a partir. Alison la vio y se apeó del coche.

—¿Ha encontrado a Lyle, señorita McFadden?

—No… Estaba manteniendo una conversación que parecía importante con otro médico, pero no es urgente. Vendré a buscarle en otro momento.

—Si me dice dónde se aloja, puedo decirle a Lyle que vaya a buscarla esta noche —propuso Alison—. Estoy segura de que se alegrará de volver a ver a una vieja amiga de la familia.

—De momento no es tan importante. La verdad es que tengo un problema más grande y quizás usted pueda ayudarme, señorita Sweeney.

—¿Y qué problema es ese?

—Mi padre ha muerto hace poco y su último deseo fue que buscara al hijo del hombre que le había salvado la vida en la guerra, en el frente occidental. Tengo que comunicarle algo muy personal.

La propia Millie se asombró de que se le hubiera ocurrido esa historia sobre la marcha.

—Ajá, ¿busca a alguien que la acompañe? —Alison supuso que la persona en cuestión vivía en Cloncurry—. Antes de ir a Winton me sobran unos minutos.

—Qué casualidad. El hombre al que busco vive en Winton y me espanta tener que hacer un largo viaje en tren con este calor. Anoche recorrí casi ochocientos kilómetros en tren desde Townsville y fue un viaje muy pesado.

—¿Quiere decir que le gustaría volar conmigo hasta Winton?

—¿Es posible? ¡Oh, sería maravilloso!

Alison se lo pensó un momento.

—Vuelo sola, de modo que no veo ningún problema. Pero tengo que obtener el permiso del reverendo Flynn.

—Naturalmente —respondió Millie, que no tenía la menor duda de que podría meterse al reverendo en el bolsillo.

El reverendo Flynn se mostró muy amable y comprendió perfectamente el fingido problema de Millie; pero de no haber sido así, Millie se las habría apañado para derramar unas cuantas lágrimas y hacer un poco de teatro. Por suerte, no fue necesario; el reverendo dio enseguida su aprobación.

Ya llevaban un buen rato en el aire cuando Alison cayó en la cuenta de que Millie no había dicho ni una palabra y parecía muy tensa.

—La vista es sobrecogedora, ¿verdad? —le preguntó, para distraerla un poco—. Nunca me cansaré de mirarla. No se encontrará mal, ¿verdad?

—Oh, no, solo estaba admirando el paisaje que hay a nuestros pies. Es todo tan distinto que en Escocia… —respondió Millie.

En realidad, no podía dejar de pensar en Lyle y Elena. Le daba mucha rabia haberse dejado engañar de esa manera, pero ahora estaba más decidida que nunca a castigarlos a los dos.

—Ha hecho usted un largo viaje para cumplir el deseo de su padre —dijo Alison—. ¿Piensa quedarse unos días en Australia?

—Mis planes están en el aire, por lo que veo —contestó Millie, señalando el avión y simulando una carcajada.

Había previsto quedarse varias semanas, o incluso varios meses, para consolidar su relación con Lyle, y había imaginado que los dos volverían juntos a Escocia. Ahora tenía claro que le esperaba otro viaje por mar ella sola.

—¿Conoce por casualidad a la familia Corradeo, señorita Sweeney? —preguntó Millie.

—Llámeme simplemente Alison. Si se refiere a Elena y a Marcus Corradeo, hoy los he visto por primera vez.

—¿Elena y Marcus? No entiendo —Millie se hizo la despistada—. ¿Quiénes son Elena y Marcus?

—La mujer y su hijo… los que estaban con Lyle en el hospital de Cloncurry. ¿No se refería a ellos dos?

—No; no tenía ni idea de que también se apellidaran Corradeo. Me refería al hombre de Winton, al que estoy buscando. ¿Podría ser que ese hombre fuera el marido de la mujer que está ahora con el doctor MacAllister acompañada de su hijo?

—Sin la menor duda —respondió Alison—. Lo siento mucho. De haberlo sabido, podría haberse ahorrado el viaje a Winton, señorita McFadden.

—Por eso no se preocupe. Mi padre quería que yo le entregara personalmente el regalo. Eso significaba mucho para él; además, estoy disfrutando muchísimo del vuelo. Ah, por cierto, llámeme Millie, por favor, Alison —dijo, pues ya no veía ninguna razón para ocultar su nombre.

—Muy bien, Millie —dijo Alison—. ¿Se va a quedar en casa de los Corradeo?

—No. No los conozco de nada, de modo que será solo una visita breve. Le daré rápidamente la sorpresa que tengo para él y luego me pondré de nuevo en marcha.

«La sorpresa será un bombazo», pensó Millie regocijándose.

—El chico, o sea, Marcus, me ha contado que viven en una granja ganadera llamada Barkaroola. Su madre decía que está a dieciséis kilómetros de Winton —le dijo Alison a Millie, que de pronto se dio cuenta de que no había ideado su plan hasta el final.

—¿Ah, sí? Entonces tendré que ver cómo me las arreglo para salir de allí.

Una dificultad más, pero su intención era superarla también.

—En una granja nunca falta un trocito de tierra donde pueda aterrizar un avión, de modo que yo podría hablar por radio con el hospital y que me dijeran dónde puedo dejarla, y cuando haya entregado mis medicinas, puedo volver a recogerla. Claro que entonces su visita al señor Corradeo no sería demasiado larga.

—Eso suena fantástico, Alison. Me está siendo de gran ayuda, de verdad.

Aldo estaba apacentando el ganado con Billy-Ray a unos dos kilómetros y medio de la granja cuando oyó que se acercaba un avión. Poniendo la mano sobre los ojos a modo de visera, alzó la vista al cielo. Al ver que la avioneta daba vueltas alrededor de la granja y luego iniciaba el aterrizaje en Barkaroola, se quedó perplejo. Inmediatamente pensó en Marcus.

—¿Algún problema, jefe? —preguntó Billy-Ray, que se le acercó cabalgando.

Habían apriscado un pequeño rebaño para la venta y se disponían a llevarlo a la pradera cercana a la casa.

—Tienen que ser Marcus y Elena, que vuelven de Cloncurry —dijo Aldo.

No había contado con que los dos regresaran ya al día siguiente del accidente.

Aldo y Billy-Ray vieron que del avión se bajaba una mujer y se encaminaba hacia el edificio de la granja. Se detuvo un momento delante de la cuadra y luego continuó andando hacia la casa. Incluso a esa distancia reconocieron que no era Elena. ¿Quién podía ser entonces?

—No es la jefa, ¿verdad, jefe? —preguntó Billy-Ray, entornando los ojos por el sol.

Aldo tuvo que darle la razón.

—No, no lo es —respondió—. Voy a echar un vistazo para ver quién es. ¿Te las arreglarás para llevar tú solo el rebaño a la pradera?

—Claro, jefe. Si estamos casi al lado.

Millie se acercó al porche de la vivienda, que le pareció cochambrosa. Una vez que el ruido del motor del avión dejó de oírse en el cielo infinito, lo primero que le llamó la atención fue el silencio. No se trataba de un silencio apacible, como podría haberse esperado, sino de un silencio que lo devoraba todo y le hacía a uno sentirse solo y desamparado. Un escalofrío le recorrió la espalda. No podía imaginar que alguien viviera allí día tras día, año tras año, pero de todos modos no sintió compasión por Elena.

Cuando Millie subió al porche, crujieron bajo su peso las tablas del suelo, como si protestaran por la visita inesperada. Como único adorno vio una sola silla. Era una silla de mimbre cubierta por un cojín deshilachado y polvoriento. Tanto la silla como la casa y el paisaje circundante parecían empalidecidos y corroídos por la intemperie, como si reflejaran un árido entorno irremediablemente expuesto a la despiadada luz del sol. Millie imaginó a Elena sentada en la silla del porche, pensando en Lyle y en otra vida en la bella y verde Escocia que quizá siempre hubiera deseado.

—Mi vida —murmuró Millie, y su ira se acrecentó aún más.

—¡Hola! ¿Hay alguien en casa? —dijo Millie, y llamó a la puerta con los nudillos.

Creyó oír el eco de su voz, antes de ser tragada por el silencio. Al no recibir respuesta, agarró el pomo de la puerta, lo giró y la puerta se abrió con el mismo e inquietante crujido que habían proferido las tablas del suelo del porche. Millie se asomó al interior de la casa, igualmente cochambroso, y no sintió ninguna gana de entrar.

—¡Hola! —dijo de nuevo—. ¿El señor Corradeo?

Silencio.

Millie dio un paso titubeante hacia el interior de la casa. Decir que faltaba un toque de confort era quedarse corto. La casa tenía las cosas más imprescindibles, pero aparte de eso, no había nada que revelara algo sobre la gente que la habitaba. Estaba limpia y ordenada, pero los pequeños detalles típicamente femeninos o alguna nota de color brillaban por su ausencia. Enseguida le saltó a la vista el calzado: dos pares de zapatos de adultos y tres de niños, uno de los cuales parecía pertenecer a una niña pequeña. De ahí dedujo que Elena tenía tres hijos.

Fuera resopló un caballo y Millie se estremeció del susto. Rápidamente salió al porche y se llevó otro susto: un hombre sentado sobre un enorme alazán de lucero blanco la miraba fijamente.

—¿Quién es usted y qué hace en mi casa? —vociferó Aldo al ver a una desconocida en la puerta de su casa, y se apeó del caballo.

Ante Millie se hallaba un hombre alto y delgado de origen europeo, la cara curtida por el sol y una mirada de pocos amigos. Olía a ganado y a sudor.

—Estaba… estaba buscándole, en caso de que usted sea el señor Corradeo —dijo Millie disculpándose. Le resultaba bochornoso que la hubiera pillado en su casa—. He llamado, pero al no recibir una respuesta, he agarrado el pomo y… la puerta estaba abierta.

Aldo entornó los ojos.

—¿Se ha creído que una puerta sin cerrar le da derecho a entrar a husmear?

—No, desde luego que no. Solo creía que no me habían oído. Me llamo Millie MacAllister.

—No la conozco —dijo Aldo, taladrándola con la mirada.

No le pasó desapercibido su acento escocés y, a juzgar por la piel tal clara, no debía de llevar mucho tiempo en Australia.

—¿Le dice algo el apellido MacAllister?

—¡No! ¿Debería decirme algo o qué? —replicó Aldo con descortesía.

Subió al porche y miró despectivamente a Millie, que notó que tenía delante a una persona de muy malos modales.

—¿Puedo hablar con usted un momento, señor Corradeo?

—¿De qué se trata?

—De su mujer —respondió Millie, que contaba con que la invitara a pasar dentro de la casa y le ofreciera una silla.

Pero no lo hizo y Millie se sintió defraudada.

—¿Qué le pasa a mi mujer? Se encuentra perfectamente, ¿o no?

—Por lo que yo sé, sí, pero no he venido a hablar del estado de salud de su mujer. Tengo que decirle una cosa sobre Elena, algo que, en mi opinión, tiene usted derecho a saber —dijo Millie—. ¿Podríamos pasar un momento?

Aldo no reaccionó ante la pregunta de Millie, sino que siguió mirándola fijamente. Intuía que esa mujer tenía que decirle una cosa que no iba a gustarle.

—Creo que no debería hablar con una extraña sobre mi mujer —dijo—. Le pido que abandone mi finca.

Aldo hizo amago de salir del porche y montarse otra vez en su caballo.

A Millie le desconcertó mucho que no quisiera saber lo que tenía que contarle.

—Su mujer, señor Corradeo, conoció a mi marido durante la guerra. Estaban enamorados el uno del otro, y creo que los dos han reanudado su amor hace poco tiempo.

Aldo se quedó pasmado. Tras unos segundos de tensión, se volvió de nuevo hacia Millie con la cara como petrificada.

—¿Quién es su marido? —inquirió finalmente.

—El doctor Lyle MacAllister —respondió Millie, que de repente se sintió un poco atemorizada.

Por primera vez, se planteó si estaba actuando con prudencia. Se vio allí sola, en tierra de nadie, con un hombre al que tenía que comunicarle cosas estremecedoras. Rezó para que el hombre no fuera proclive a las reacciones impulsivas.

—No conozco a ningún doctor MacAllister, de modo que debe de confundir a mi mujer con otra persona. Y ahora abandone mis terrenos —gruñó Aldo.

Millie temblaba, pero se mantuvo en sus trece.

—Lyle es uno de los médicos volantes —le explicó apresuradamente—. No me sorprende, por tanto, que todavía no le haya conocido. Él y una piloto han recogido esta mañana a Elena y a Marcus y los han llevado del hospital de Winton al de Cloncurry. Allí están ahora juntos, en el hospital.

—Sé perfectamente lo que iba a hacer hoy mi mujer. Pero ¿por qué lo sabe usted? —preguntó Aldo, entornando de nuevo sus pequeños y rasgados ojos.

—He estado allí. Los he visto juntos —respondió Millie—. Pero ellos no me han visto a mí.

Poco a poco, Aldo iba llegando a la conclusión de que Millie debía de ser una loca que se dedicaba a espiar a su marido.

—No tiene nada de particular que un médico esté con un paciente en el hospital —profirió con los dientes apretados. Decidió que Millie, si no estaba loca, era una lianta, pero los motivos que la llevaban a sembrar la inquietud los desconocía. Y tampoco estaba seguro de si quería saber cuáles eran esos motivos. Instintivamente, desconfió de ella.

—Tengo que volver con el ganado, así que márchese —le dijo en tono grosero, y dio media vuelta.

Millie fue presa del pánico. Aquello no estaba saliendo con arreglo a lo planeado. Ella había imaginado que el marido de Elena se mostraría sumamente interesado por conocer hasta el mínimo detalle de un escándalo en el que podría estar envuelta su mujer.

—¿Sabía usted que mi marido y su mujer tuvieron una aventura amorosa cuando trabajaban en el Hospital Victoria de Blackpool?

Aldo se quedó mudo unos tres segundos; luego se puso hecho una furia.

—¡Miente! Elena era una chica italiana muy decente.

—Desearía que no fuera verdad, pero lo es. Fue en el año 1918, poco antes de terminar la guerra —dijo Millie. Aldo tenía que saber que por aquel entonces Elena trabajaba en el Hospital Victoria de Blackpool—. Lyle y yo llevábamos saliendo unos años, desde mucho antes de que Lyle ocupara su puesto en el Hospital Victoria. Yo tenía una amiga que trabajaba allí de enfermera y ella fue la que me confirmó que Elena y él se veían con regularidad.

—Eso no son más que habladurías, chismes de hospital —refunfuñó Aldo con desdén.

—Le puedo asegurar que es verdad —dijo Millie llorando—. Lyle solo se casó conmigo porque yo… porque yo estaba embarazada —confesó ruborizándose.

Millie era consciente de la impresión que le estaría causando a Aldo, pero tenía que convencerle de que decía la verdad.

Su confesión dio que pensar a Aldo. Estaba seguro de que ninguna mujer confesaría abiertamente sus pecados a no ser que estuviera muy desesperada. Pero seguro que su mujer no estaba enamorada de otro hombre, y menos de uno del que él no había oído hablar jamás. Eso era impensable. Estaba seguro de que su padre tampoco sabría nada de eso, pues Luigi jamás habría consentido que su hija se viera con un hombre que no fuera italiano y católico.

Millie observó cómo a Aldo se le iba resquebrajando su dura coraza. Tenía la certeza de que el pobre hombre no sabía nada de Marcus. Había sido engañado exactamente igual que ella. Eso avivó aún más su odio a Lyle y a Elena.

—No estará intentando convencerme de que Elena está en Cloncurry con un… con un antiguo amante, acompañada de nuestro hijo, ¿no? —preguntó enojado.

No sabía qué pensar, pues la Elena que él conocía no era tan taimada ni tampoco tan previsora. Independientemente de la consideración que le tuviera él, debía reconocer que en todo caso era una buena madre.

—Creo que ella y Lyle quieren volver a estar juntos, y hoy he averiguado que tienen una buena razón para ello —dijo Millie, al borde del llanto.

—¿Qué razón es esa? —escupió Aldo.

Millie hizo acopio de valor. Había llegado el momento de contarle a ese hombre la verdad sobre el hijo que él consideraba suyo. A punto estuvo de perder el valor, pero quería quitárselo de encima de una vez por todas. Millie se tragó el nudo que se le había formado en la garganta. No pensaba tener ningún remordimiento de conciencia por decir lo que tenía que decir.

—Marcus —dijo con la voz ronca.

Aldo se la quedó mirando un rato largo.

—¿Qué pasa con Marcus? —preguntó luego.

—Creo que es hijo de Lyle —respondió Millie.

Aldo se encendió de cólera, pero Millie no esperaba otra cosa.

—¡Miente! —bramó.

Millie se estremeció cuando la voz de Aldo retumbó en medio del silencio, y dio un paso atrás al ver que Aldo se acercaba a ella.

—No, no miento —insistió—. Marcus tiene exactamente la misma edad que el hijo que tuvimos Lyle y yo. Trece años. ¿A que sí? —Aldo no respondió, pero tampoco lo negó, así que Millie siguió hablando—. A nuestro hijo también le daban ataques espasmódicos —afirmó.

—Eso no significa nada —contestó Aldo, sin querer oír hablar de eso.

—Nos dijeron que esos ataques son hereditarios. Piénselo bien. ¿No llegó Marcus al mundo antes de lo esperado, tal vez poco después de su boda con Elena?

Aldo hizo memoria. Entonces cayó en la cuenta de que Marcus, efectivamente, había nacido antes de lo esperado. Elena y Luisa le habían contado que el bebé era sietemesino, pero él se puso tan contento de que Marcus fuera un niño sano y fuerte que no pensó nada ni tampoco se preocupó por nada.

Ahora Aldo tenía la sensación de que alguien le había dado un puñetazo en el estómago. De repente, se mareó y le entraron náuseas; tropezó con la silla del porche y se sentó. Tenía la mirada perdida y la cabeza hecha un lío. No podía ser cierto. Pensó en lo distinto que era Marcus de Dominic y Maria y en que tampoco se le parecía nada a él. Siempre había creído que sencillamente había salido más a Elena que los otros dos.

—Comprendo que para usted sea un golpe tremendo —dijo Millie, que de repente sintió compasión por el marido de Elena, pues al fin y al cabo era una víctima, exactamente igual que ella.

Oyó el ruido del motor de un avión y miró al cielo. Alison venía a recogerla; debía volver a la improvisada pista de aterrizaje.

—Ya me tengo que ir. Entiendo que son noticias desoladoras y que se sienta igual de engañado que yo. Simplemente he pensado que tenía derecho a saber la verdad.

Millie dejó en el porche a Aldo, que no dijo ni una palabra más, y echó a correr. Cuando ya había llegado a la cuadra, se dio la vuelta y vio que Aldo seguía sin moverse. De todos modos, aún no tenía remordimientos de conciencia. Si ponía a Elena en apuros, ella se lo había ganado. Lyle quería el divorcio para poder estar con su amada Elena y el hijo que tenían en común, y a ninguno de los dos le había importado un comino cómo se sentía ella.