La pequeña ciudad de Cloncurry, con sus aproximadamente mil habitantes, bullía de ajetreo cuando Millie llegó en el tren de la noche procedente de Townsville. Aturdida, se detuvo junto a un puesto de periódicos. Por los titulares se enteró de que los dos bancos de la ciudad, el Queensland National Bank y el Bank of New South Wales, habían sido atracados en la misma noche. Ya le había extrañado que hubiera tantos policías en el tren y que todos se hubieran apeado en esa ciudad. Se preguntó por qué su Lyle se habría ido a vivir a una ciudad en la que los ladrones campaban por sus respetos.
Cloncurry se llamaba así en honor a lady Kathleen Cloncurry, que originariamente procedía del condado de Galway, en Irlanda. Era una prima del famoso explorador australiano Robert O’Hara Burke, que en 1860 y 1861 había atravesado con otros tres hombres Australia, desde Melbourne hasta el golfo de Carpentaria. Hallábase la ciudad bañada por un río que también se llamaba Cloncurry, pero al que los lugareños, para abreviar, llamaban Curry. De todos modos, solo llevaba agua durante la temporada de las lluvias.
Tras el largo viaje en tren, desde Townsville hasta Cloncurry, Millie se sentía completamente deshidratada. Necesitaba urgentemente un refresco. Así que entró en un café y se sentó a una mesa enfrente de una pareja de cierta edad. Lo primero que hizo fue quejarse del calor. Como estaban a comienzos de la primavera y, desde la perspectiva de los australianos, hacía de todo menos calor, los dos la miraron extrañados.
—Usted no debe de ser de aquí, ¿no? —preguntó el hombre—. En el año 1889 llegamos a alcanzar cuarenta y nueve grados. Desde entonces nunca ha hecho tanto calor, pero de vez en cuando se le acerca bastante.
Sin dar crédito a lo que oía, Millie se puso a jadear.
—Con ese calor me sentiría como un pollo asándose en el horno —dijo.
De nuevo se preguntó por qué se habría marchado Lyle de Escocia para vivir en un sitio tan espantoso.
—Uno acaba acostumbrándose —dijo el hombre, que perdió el interés por el tema y siguió leyendo un artículo del periódico sobre el atraco a los bancos.
—Por lo que veo, esto está de lo más animado —opinó Millie con una pizca de sarcasmo, dirigiéndose a la mujer.
—Sí, desde luego —respondió la señora, que tenía ganas de charlar con Millie.
Encantada de entablar conversación, le habló de los atracos. Así se enteró Millie de que el director del Queensland National Bank, tal y como hacía con frecuencia, había ido a bañarse la semana anterior a Two Mile Waterhole, un pequeño lago situado a las afueras de la ciudad. Siempre dejaba la toalla, la ropa y las llaves de la cámara acorazada del banco en la orilla. Por eso se había deducido que alguna persona aún desconocida llevaba observándole un tiempo y, en esta ocasión, había sacado una copia de las llaves haciendo con ellas una impronta sobre cera. Cuando a la semana siguiente se reunió casi toda la ciudad en el ayuntamiento para enterarse de los resultados de las elecciones del día anterior, los ladrones se dirigieron al banco y robaron de la cámara acorazada tres mil libras en billetes. El director del New South Wales Bank, cuando había abandonado la ciudad con motivo de un viaje, le había dejado las llaves de su cámara acorazada al director del Queensland National Bank, y estas llaves, por seguridad, habían sido guardadas en la cámara acorazada. Ese era el acuerdo habitual entre los dos directores de los bancos. Así pues, los ladrones cogieron las llaves y robaron también el New South Wales Bank, de donde se llevaron un botín de once mil libras en billetes. Su osadía, su suerte y su manera sistemática de proceder fueron acaloradamente discutidas entre los habitantes de la ciudad. Como parecía obvio que los ladrones eran miembros de la pequeña comunidad, pues sabían demasiado sobre la conducta y los gustos personales de los directores de los bancos, todo el mundo especulaba sobre su posible identidad.
Millie escuchó con interés a la señora mientras se tomaba una limonada: luego, sin pérdida de tiempo, se dirigió a la oficina de los Médicos Volantes. Ya había decidido que, si no encontraba allí a Lyle, no daría a conocer su identidad por nada del mundo. Era imprescindible que su visita fuera una sorpresa para él. Tenía claro que era más que probable que él no quisiera verla, de modo que Lyle no debía estar sobre aviso.
Millie habló con el reverendo Flynn y así se enteró de que en ese momento Lyle no estaba en la oficina. Aunque se quedó decepcionada, el reverendo le pareció muy simpático. Se presentó como la señorita McFadden, una amiga íntima de la familia MacAllister.
—Siento que no haya podido dar con el doctor MacAllister, señorita McFadden —dijo el reverendo.
—Yo también lo siento, reverendo. A la familia le gustaría mucho saber qué tal le va aquí a Lyle y cuándo regresará.
—No lo sé con exactitud, pero la señorita Sweeney podrá decírnoslo —contestó el reverendo.
—¿La señorita Sweeney? —preguntó Millie, pensando si tendría una rival.
—La señorita Sweeney es la piloto que lleva a Lyle a las distintas granjas —le explicó el reverendo.
Este asomó la cabeza por el despacho, donde Alison estaba haciendo unas anotaciones en el libro de a bordo. Lo hacía todo con precisión y esmero, cosa que el reverendo sabía apreciar. A Millie le extrañó muchísimo que Lyle fuera transportado en avión por una piloto, una mujer soltera, pero no dijo nada al respecto.
—Lyle está con un paciente en el hospital de Cloncurry —le explicó Alison al reverendo, después de que este se lo preguntara—. Tengo que ir a recogerle ahora mismo y luego llevar al paciente de vuelta a Winton.
El reverendo se dirigió a Millie.
—¿Quiere usted esperarle aquí, señorita McFadden? Podría hablar un momento con él antes de que vuele hacia Winton y, tal vez, acordar una cita para más tarde.
—Sí, ¿podría ser?
—Perdone, reverendo —dijo la señora Montgomery, saliendo del cuarto de la radio, cuya puerta estaba abierta. Lanzó una mirada de curiosidad a Millie—. Acabo de recibir una llamada de Cloncurry.
—¿Ha terminado el doctor MacAllister? ¿Se le puede ir a recoger?
—No, reverendo. El aparato de rayos X del hospital no funciona bien.
—¿Qué? ¿Otra vez? —El reverendo Flynn a duras penas podía creérselo.
—Sí, lo siento, reverendo. Así que el doctor MacAllister y su paciente tardarán bastante en llegar, tal vez unas horas.
—Vaya, entonces no se puede hacer nada —dijo el reverendo Flynn.
—El doctor Watson dice que le pregunte, señorita Sweeney, si podría volar al hospital de Winton y entregar allí urgentemente unas medicinas mientras espera al doctor MacAllister.
—Sí, naturalmente —dijo Alison—. Claro que puedo hacerlo.
—Puede recoger las medicinas dentro de veinte minutos —añadió la señora Montgomery.
El reverendo se volvió hacia Millie.
—Quizá pueda hablar entretanto con Lyle, señorita McFadden.
—¿Está muy lejos el hospital para ir a pie? —preguntó Millie.
No tenía demasiadas ganas de hacer una caminata. Para los parámetros de Queensland quizá no hiciera calor, pero para ella sí, sobre todo porque llevaba el vestido más bonito que tenía, que era completamente inadecuado para el clima australiano.
—No tiene por qué ir andando. Podría llevarla en coche la señorita Sweeney.
—Oh, gracias, reverendo. Es usted muy amable.
Si todo iba con arreglo a lo planeado, es decir, si Lyle y ella se reconciliaban, Millie se propuso disculparse efusivamente con el reverendo por haberle engañado.
En el hospital, Alison le enseñó a Millie el camino hacia la zona de radiología.
—Ahí encontrará a Lyle con el pequeño paciente y su madre.
—Gracias —le dijo Millie a Alison, que fue en busca del doctor Watson.
Millie recorrió el pasillo que llevaba a radiología sintiéndose cada vez más nerviosa. De repente, le entró el miedo por cómo reaccionaría Lyle. ¿Se alegraría al verla? ¿Se asustaría al principio y luego se mostraría encantado? ¿O se pondría furioso? No sabía lo que le esperaba.
Millie oyó la voz de Lyle procedente de una sala de espera antes de que él la viera. Se detuvo en el pasillo, justo delante de la sala, respiró hondo y se llevó la mano al corazón. En el momento en que se disponía a abrir la puerta, escuchó la voz suave de una mujer. Millie dudó un momento. Lyle parecía estar hablando con esa mujer. De camino al hospital le había preguntado a Alison por el paciente al que Lyle había llevado a la clínica para hacerle unas radiografías. Había averiguado que el paciente era un chico adolescente con una lesión en la cabeza. Alison le había contado que esa mañana Lyle y ella habían volado a Winton para recoger al chico y a su madre. Millie supuso que la mujer con la que hablaba Lyle era la madre del chico.
—Este hospital lleva ya un tiempo necesitando un aparato de rayos X nuevo —dijo Lyle—. Creo que tendremos que poner en marcha una acción para recabar donativos. Sé que el gobierno no ofrece precisamente mucho apoyo financiero.
—¿Te retiene este retraso, Lyle? ¿No tienes que ocuparte de otros pacientes? —habló de nuevo la mujer.
—La señora Montgomery está al tanto. Dice que el doctor Tennant se las arreglará esta mañana para atender el trabajo que surja. Estoy seguro de que a primera hora de la tarde ya estaremos otra vez en el aire.
—De verdad que no me importa nada esperar sola con Marcus si tienes cosas más importantes que despachar —oyó Millie responder a la voz femenina.
—No me retienes. Quiero ver las radiografías de Marcus en cuanto estén lisas, Elena —dijo Lyle—. No te importará, ¿no?
—No, claro que no.
—Pues no se hable más.
Millie se quedó petrificada. «Elena». Ese nombre la catapultó inmediatamente a catorce años atrás. Tuvo que apoyarse en la pared, pues de repente se sintió muy débil. Millie apenas podía creer que hubiera oído a su marido pronunciar el nombre de una mujer a la que había conocido en el Hospital Victoria de Blackpool; seguro que se trataba de una casualidad. Pero ¿por qué se tuteaban? ¿Por qué se llamaban por el nombre de pila?
La sala de espera tenía a los dos lados de la puerta una ventana de cristal con visillos. Como los visillos estaban corridos, Millie podía atisbar el interior de la sala sin ser vista, siempre y cuando tuviera cuidado. Vio a Lyle y a una mujer muy atractiva de pelo oscuro y tez aceitunada. Sabía que la enfermera Elena, del Hospital Victoria, era italiana.
De pronto Millie tuvo la sensación de que nada era como ella había imaginado. Lyle la había abandonado sin decir una palabra, sin escribirle una carta, y tampoco le había dicho adónde pensaba marcharse. Y ahora se lo encontraba allí, en Australia, con una italiana llamada Elena. Millie intentó recobrar la compostura, cuando vio que una enfermera recorría el pasillo en su dirección empujando una silla de ruedas con un chico. La enfermera entró con el muchacho en la sala de espera.
—Aquí tiene de nuevo a su hijo, señora Corradeo. Puede esperar perfectamente aquí con usted hasta que arreglemos el aparato de rayos X. Sentimos mucho el retraso. Le he conseguido una silla de ruedas para que no se fatigue demasiado.
—Gracias, enfermera —dijo Elena.
—¿Estás muy cansado como para esperar, Marcus? —le preguntó Lyle al chico.
Millie oyó la ternura de la voz de Lyle y eso le rompió el corazón. Se acordó de Jamie, que ahora habría tenido la edad de ese chico. Aún sentía una profunda desesperación cuando recordaba lo que le gustaban los niños a Lyle y que ella no hubiera podido darle otro hijo.
—No. Es divertido hacer otra cosa que no sean deberes —respondió Marcus.
—En fin, ¿qué otra respuesta se puede esperar de un niño? —dijo Elena riéndose.
—La enfermera me ha dejado mirar el aparato de rayos X y me ha enseñado cómo funciona. Me ha parecido interesantísimo, mamá.
—Vaya, a lo mejor tenemos aquí a un futuro médico —dijo Elena, feliz.
Millie le notó en la voz lo orgullosa que estaba de su hijo.
—Espero que seas un futuro médico volante, Marcus —dijo Lyle satisfecho.
Millie se mareó un poco. Recorrió un trecho por el pasillo hacia el cuarto de las enfermeras, pero las piernas se negaron a llevarla más allá. De nuevo se recostó contra la pared. Estaba como aturdida. Las enfermeras charlaban en su habitación y, afortunadamente, nadie se percató de su presencia.
—¿Cómo se habrá hecho Marcus Corradeo ese chichón en la cabeza? —oyó ahora Millie que le preguntaba una enfermera a la compañera que se encargaba de Marcus.
—Al parecer le dio un ataque espasmódico en una cuadra y el caballo, asustado, le propinó una coz. Puede dar las gracias de seguir con vida —respondió la enfermera.
A Millie se le puso el corazón en un puño. ¿Ese chico tenía ataques compulsivos como los que le daban a Jamie? ¿Cómo podía ser? Millie no sabía qué pensar. Los ataques espasmódicos que padecía Jamie eran muy poco frecuentes. ¿Qué probabilidades habría de que el hijo de esa tal Elena tuviera exactamente los mismos ataques que su hijo? Millie cayó en la cuenta de que, en una ocasión, Lyle le había contado que a su hermano Robbie también le habían dado esos ataques de niño. Los afectados eran a menudo miembros de una misma familia. Sin embargo, Marcus no era un familiar. ¿O tal vez sí…? Millie contuvo la respiración. Entonces se le cayó la venda de los ojos. No, no podía ser. Desechó la idea por absurda. De todas maneras, el hijo de Elena tenía más o menos la edad de Jamie. Y allí estaba Lyle, en Australia, con el chico y su madre… La verdad se impuso sobre Millie con tal rotundidad, que a punto estuvo de vomitar. Marcus era… hijo de Lyle… Tuvo que respirar hondo varias veces para dominar el estómago revuelto.
Millie tardó unos minutos en recuperarse del susto y luego regresó derecha a la sala de espera. De nuevo miró por la ventanilla. Marcus, Elena y Lyle hojeaban juntos un libro. Parecían una auténtica familia. Vio que el chico efectivamente era de la edad que ahora tendría Jamie y, de pronto, todo cobró sentido. Millie tenía el corazón roto en mil pedazos y eso fue precisamente lo que desató en ella una furia incontrolable.
Hasta entonces no sabía si Lyle había tenido relaciones íntimas con su amiga italiana del Hospital Victoria. Esa idea siempre la había desechado porque resultaba más fácil creer que no había habido nada con esa tal Elena. Sin embargo, ahora sabía con certeza que sí habían llegado a intimar. Sin duda, Lyle era el padre de ese chico y había ido a Australia para reunirse con él y con Elena, después de que muriera el hijo que había tenido con Millie. Ese había sido su plan desde un principio, y esa era también la razón de que se encerrara en sí mismo tras la muerte de Jamie. Millie había sabido siempre que él solo se había casado con ella porque estaba embarazada de Jamie. Él no debía de saber nada del embarazo de Elena cuando se casó con ella por Jamie. Y puesto que ahora se había vuelto a reunir con su querida Elena, a ella ya no le quedaba ninguna posibilidad de recuperarle.
De repente, Millie se acordó de que la Elena del Hospital Victoria que había conocido Lyle se llamaba Elena Fabrizia. Seguro que se había casado con algún pobre idiota que no tenía ni idea de que estaba liada a sus espaldas con el hombre que era el padre de su hijo. Sin duda, Elena tendría previsto abandonar a ese otro hombre, y Millie sabía perfectamente lo desdichado que este se sentiría. Aparte de eso, ¿era posible que el señor Corradeo no tuviera ni idea de que Marcus no era su hijo? Por lo que ella sabía, no muchos italianos se casarían con una mujer que no fuera virgen. Y estaba segura de que tampoco se casaban con mujeres que estuvieran embarazadas de otro… ¡en el caso de que lo supieran, claro!
De repente, a Millie se le ocurrió una idea: ¡vengarse de Lyle y de su querida Elena!