Millie había reservado un pasaje para el viaje inaugural del transatlántico S. S. Orontes. Nada más zarpar del puerto de Southampton, se mareó. Durante los diez días siguientes creyó que se moría, por más que el médico de a bordo le asegurara a diario que eso no iba a suceder. No podía dejar de pensar en el error garrafal que había cometido con ese viaje a la otra punta del mundo, ya que Lyle no tendría nunca noticia de ello porque quedaría sepultada en el mar. Millie rezó por que ocurriera un milagro, y finalmente tal milagro se produjo cundo cruzaron el ecuador en dirección al hemisferio sur y dejó de sentirse mareada. Con el tiempo más cálido y la salud recobrada, Millie volvió a estar firmemente decidida a recuperar a su marido. A partir de ese momento empezó a disfrutar del viaje.
A bordo del Orontes iba un equipo de críquet inglés con el carismático capitán Douglas Jardine, por lo que reinaba un ambiente de lo más patriótico entre los pasajeros emigrantes. A todas horas se celebraban fiestas; no quedaba ni un momento para el aburrimiento. El equipo iba a jugar un partido de vuelta en Australia para ver si se recuperaban de una derrota que habían sufrido los ingleses dos años antes a manos del equipo australiano; en aquella ocasión, el bateador Donald Bradman había sido el responsable de que su equipo consiguiera hacer más de mil carreras durante el partido y, de este modo, había recogido triunfalmente el trofeo de las competiciones que se celebraban regularmente entre Australia e Inglaterra. La temporada de 1932 recibió el poco honroso sobrenombre de Bodyline Tour, pues los lanzadores ingleses habían optado por la estrategia, no prohibida pero moralmente no del todo intachable, de apuntar hacia el bateador en lugar de hacia la meta.
Después de que Millie desembarcara en Brisbane, subió a bordo del S. S. Mary-Kaye, un carguero mucho más pequeño que también llevaba pasajeros a lo largo de la costa australiana. El Mary-Kaye recorrió la costa este en dirección norte; Millie se dirigía al puerto de la ciudad de Townsville. El viaje duró tres días y fue de todo menos agradable. El motor hacía un ruido atronador y arrojaba continuamente humo, de modo que los camarotes se llenaban de vapor. Ni a Millie le caía bien el equipo ni este hizo amistad con ella; en su opinión, eran todos unos impresentables sin el menor sentido de «lo británico». La comida era grasienta y estaba condimentada de una manera extraña que a ella le parecía incomestible, y los camarotes ni estaban limpios ni eran cómodos. Todo ello se vio agravado por el hecho de que Millie, por dificultades con el idioma y una confusión a la hora de hacer la reserva, tuvo que compartir su estrecho camarote con una señora gorda que no paraba de sudar. Cuando por fin desembarcó del Mary-Kaye, Millie se juró no volver a pisar un barco en muchísimo tiempo.
Elena se había pasado la noche rezando para que no los recogiera Lyle, pero a la mañana siguiente se confirmaron sus peores temores. En la medida en que su estado se lo permitía, Marcus estaba entusiasmado de volver a ver a Lyle y resultaba evidente que sus sentimientos eran correspondidos. Elena se quedó sin habla al ver la familiaridad y el afecto con los que se trataban su hijo y su padre biológico. Lyle se dirigió a ella cortésmente pero con distanciamiento, llamándola incluso señora Corradeo. Aunque se sintió aliviada de que Lyle adoptara esa actitud delante de Marcus, sin embargo, no sabía muy bien qué pensar de todo aquello.
A Marcus lo colocaron en la parte de atrás del avión, junto a Lyle, mientras que Elena debía sentarse delante con el piloto. Cuando se subió a su asiento, se llevó la sorpresa de su vida.
—¡Si es usted una mujer! —se le escapó.
—Sí, eso me ha parecido siempre —dijo Alison. No se tomó a mal la reacción de Elena, pues así reaccionaba siempre la gente—. Me llamo Alison Sweeney.
A Elena le chocó un poco el modo de ser arisco de la mujer.
—Yo soy Elena Corradeo. Siento haber reaccionado así, pero no había contado con una piloto, y menos con una piloto que trabajara para una organización como los Médicos Volantes.
—¿Por qué no? Somos tan listas y capaces como los hombres —contestó Alison, manipulando el tablero de mando para preparar el despegue.
—En eso le doy toda la razón, y la mayor parte de las mujeres se la daría, pero no tenemos las mismas oportunidades —replicó Elena—. Y en una ciudad pequeña aún es más difícil.
—Es cierto —opinó Alison sonriendo—. Tenemos que ser un cincuenta por ciento mejores que un hombre en el mismo trabajo para que se nos permita hacer ese trabajo. No nos queda más remedio que seguir luchando por la emancipación como lo hicieron nuestras antecesoras pioneras. Abróchese el cinturón, que despegamos.
Mientras el avión recorría la pequeña pista de despegue de detrás de la clínica, Elena intentó tranquilizarse. Era su primer vuelo y quería disfrutarlo pese a la preocupación por Marcus. Recordó el momento en que le había contado a Marcus que iban a volar en avioneta al hospital de Cloncurry. Mientras que a ella le aterraba volver a ver a Lyle, Marcus estaba encantado de la vida. Por un momento, hasta se había olvidado de su fuerte dolor de cabeza.
—¡Qué! ¿Tienes ganas de echar a volar? —oyó que le preguntaba Lyle a Marcus en la parte de atrás del avión.
—¡Muchísimas! —dijo Marcus con una sonrisa de oreja a oreja—. Ha merecido la pena hacerme ese chichón en la cabeza para que ahora pueda volar.
Lyle se echó a reír, mientras que a Elena se le encogió el corazón al oír el comentario de su hijo. No se le quitaba de la cabeza la idea de que, en la cuadra en la que había sufrido el ataque, podría haberle matado el espantado caballo.
—Ahora sabré con precisión qué es eso de un médico volante —le dijo Marcus a Lyle.
Cuando el avión despegó, Alison miró hacia atrás por encima del hombro.
—¿Ha vuelto a contratar personal nuevo, doctor MacAllister?
—En efecto —anunció Lyle orgulloso—. Creo que tengo a mi lado a un magnífico candidato para un futuro médico volante.
Elena echó un vistazo a Marcus, que miraba con profunda admiración a Lyle. Se vio obligada a apartar la mirada. Estaba claro que su hijo se sentía feliz; le había animado la fe que tenía Lyle en él. Aunque se alegraba, no podía evitar pensar que a los ojos del hombre que él consideraba su padre, Marcus era un fracasado. Qué paradojas tenía el destino.
Elena miraba pensativa por la ventanilla del avión, cuando de repente ocurrió algo inesperado. De pronto percibió su vida bajo un prisma completamente distinto. En Barkaroola se había sentido siempre aislada y prisionera, pero al contemplar ahora el paisaje desde las alturas, comprendió que esos sentimientos brotaban de su estado de ánimo y no tenían nada que ver con la geografía del país. La causa de su tristeza era la devastadora soledad de su matrimonio, no el maravilloso país que ahora era su hogar.
Marcus también tenía la nariz pegada al cristal de la ventanilla. Iba entusiasmado por la panorámica. El mundo se abría para él; de pronto descubrió que se le abrían infinitas posibilidades, a cada cual más maravillosa. De repente dejó de ver sus ataques como una desgracia. El vuelo era para él un regalo que nunca olvidaría.
Por encima del rugido del motor, Elena oía hablar a Lyle y a Alison. Charlaban de todo lo que les quedaba por hacer, de pacientes a los que habían visitado el día anterior y de lo que les tocaba despachar ese día. No era nada inusual que dos colegas hablaran así entre ellos, pero en su charla había una familiaridad muy especial. Saltaba a la vista que tenían una relación de trabajo muy estrecha. Alison era alegre y tenía mucha chispa, y Elena podía imaginarse perfectamente que la gente se sintiera atraída por su modo de ser. Era alta, con buen tipo, el pelo rubio y rizado, unos ojos verdes y luminosos y una sonrisa radiante; seguro que todo el mundo, sobre todo los hombres, incluso hombres casados como Lyle, la encontraban atractiva. Y el hecho de que fuera piloto probablemente la hiciera aún más seductora.
Elena notó una punzada dolorosa. Lyle… No le había visto desde el final de la guerra y su último encuentro había sido igual de intenso que su romance. «Parece que fue ayer», pensó. Y ahora flirteaba con una bella piloto. Aunque moralmente no fuera lo adecuando, Elena notó algo parecido a celos. Miró a Alison. ¿Qué tendría para que Lyle la encontrara tan interesante? De pronto, reparó en la sortija que llevaba la piloto en el dedo.
—Qué sortija más bonita, señorita Sweeney —dijo, pues se le había despertado la curiosidad femenina—. ¿Está usted prometida?
—Sí que lo estoy. —Alison alzó la mano y la sostuvo al sol que entraba a raudales por la ventana, de modo que el pequeño diamante lanzó un destello—. Estoy comprometida con un hombre maravilloso. A veces puede ser un poco gruñón y envarado, y no le van tanto las aventuras como a mí, pero cuando se relaja, puede resultar realmente divertido —dijo. Con una sonrisa de suficiencia en los labios, miró atrás por encima del hombro—. ¿Está usted de acuerdo con la descripción de mi prometido, doctor MacAllister?
El reverendo Flynn les había pedido a Lyle y a Alison que fueran discretos y que no hablaran de su relación ni con los pacientes ni con los familiares. Solo cuando estuvieran casados podrían hacerlo público con su bendición, había dicho.
—Estoy completamente de acuerdo en que uno se lo puede pasar muy bien con él y en que es un hombre fantástico y maravilloso —declaró Lyle con entusiasmo—. Sin embargo, yo no lo llamaría gruñón y envarado —añadió levemente enojado.
—¿Ah, no? ¿Ni siquiera de vez en cuando? —se interesó Alison alzando las cejas.
—No. Yo lo veo como un pensador muy profundo, como un hombre de gran inteligencia. Me cae muy bien.
—¿En serio? —preguntó Alison riéndose.
—Sí, de verdad. Si mal no recuerdo, usted me contó que una vez se montó sin vacilar en un animal de una sola joroba, bastante enfurruñado, y cabalgó varios kilómetros por el desierto sin que anteriormente se hubiera subido nunca a un camello, ¿o no? En fin, si eso no es una aventura… —opinó Lyle.
Alison lanzó una sonrisa maliciosa a Elena, a quien esa conversación le resultaba un tanto extraña.
—Bueno, eso del camello es cierto. De todos modos, permítame que le corrija si le digo que era una criatura completamente pacífica —objetó Alison—. Creo, doctor MacAllister, que en ese aspecto no es usted enteramente objetivo —añadió—. Además, esa marcha en camello es con toda probabilidad lo más aventurero que ha acometido mi prometido en toda su vida.
Lyle se echó a reír.
—Estoy seguro de que exagera —contestó.
Elena miró de nuevo por la ventana. Al parecer, Lyle conocía muy bien al prometido de Alison, pues hablaba de él alegre y despreocupadamente. Recordó el día del armisticio, cuando Lyle y ella se habían amado por primera vez en casa de la señora Blinky. Ese día se quedó embarazada de Marcus. Elena volvió la cabeza para que la joven piloto no notara las lágrimas que corrían por su rostro.
En el hospital de Cloncurry, Lyle dio enseguida un volante para que le hicieran las radiografías a Marcus. Alison los había llevado desde el aeropuerto y luego había regresado a la oficina de los Médicos Volantes para despachar el papeleo relacionado con el avión. Les había prometido recogerlos para el vuelo de vuelta.
—¿Qué te parece si mientras tanto tomamos una taza de café? —propuso Lyle, después de que Marcus fuera llevado en camilla a la sala de radiología.
Elena dudó un momento.
—Preferiría esperar aquí… —dijo señalando la pequeña sala de espera.
Sin hacer caso de su leve protesta, Lyle la llevó por el pasillo que conducía a la cafetería.
—Un café seguro que te sienta bien —dijo—. Seguro que hoy todavía no te has tomado ninguno, ¿tengo razón?
Elena asintió y cedió. Durante un rato guardaron un violento silencio mientras daban sorbitos al café.
—Marcus me ha contado que tiene un hermano y una hermana —dijo finalmente Lyle.
Elena volvió a asentir, pero se puso en guardia. No quería hablar con Lyle ni de su familia ni de nada personal.
—Marcus es un chaval estupendo. Creo que se parece mucho a ti —añadió Lyle.
Elena creyó ver un rastro de tristeza en su mirada, cierta aflicción por pensar, quizás, en lo que podría haber sido su vida. Pero al fin y al cabo, él la había abandonado por otra mujer.
—Es muy buen hijo. Estoy muy orgullosa de él —respondió ella, bajando la vista hacia el mantel de cuadros. Estuvo callada un momento; luego se atrevió a mirar de nuevo a Lyle, que, con los ojos clavados en la ventana de la cafetería, era como si de repente estuviera a mil kilómetros de distancia.
—¿Tuviste un hijo o una hija, por aquel entonces? —preguntó Elena, pero enseguida se arrepintió de haberle formulado esa pregunta.
—Un hijo —respondió Lyle con la mirada perdida y una expresión que Elena no supo interpretar.
—Seguro que también es un muchacho estupendo —dijo ella, pensando que el hijo de Lyle solo era unos meses mayor que Marcus e imaginando que sería el vivo retrato de su padre.
Por primera vez tuvo conciencia de que los dos eran hermanos consanguíneos. De pronto, Lyle se volvió hacia ella con una cara de profundo dolor.
—¿Qué te pasa, Lyle? —preguntó Elena.
—En mayo del año pasado perdí a mi hijo, Elena —dijo Lyle con la voz ronca por la congoja.
Elena se quedó sin respiración y se llevó la mano a la boca.
—¡Oh, Dios mío! ¡Cuánto lo siento, Lyle!
—Fue la peor época de mi vida —admitió Lyle—. Para ser sincero, no sé cómo pude soportarlo.
—¿Qué fue lo que… pasó? —preguntó ella. Pero enseguida añadió—: Perdona; seguramente no quieras hablar de eso. Lo entiendo a la perfección.
Lyle respiró hondo y suspiró atormentado. Luego volvió a mirar por la ventana. Todavía le resultaba increíblemente difícil hablar sobre Jamie.
—El día en que cumplió doce años, Jamie se cayó de la bicicleta y fue atropellado por una camioneta de reparto. Aunque soy médico, no pude hacer nada por él, Elena. No te imaginas lo inútil y desvalido que me sentí.
Elena estaba hecha un lío. «Pobre Lyle —pensó—. ¿Cómo podría consolarle?». Le costaba trabajo imaginar la magnitud de su dolor. Solo de pensar que ella pudiera perder a uno de sus hijos ya era un tormento.
—En esa situación, todos los padres se habrían sentido igual, Lyle —dijo.
—Nos había prometido que no iría por la calzada… pero ya sabes cómo son los niños. Sencillamente, no tienen sentido del peligro.
Elena asintió y rozó instintivamente la mano de Lyle. Qué agradable volver a tocarle. Pero notó la aflicción que había en su corazón. Cómo le habría gustado abrazarle.
—Yo le regalé la bici por su cumpleaños, Elena. Si vieras cómo se alegró… Mi último recuerdo es la cara de alegría que llevaba cuando se marchó con la dichosa bicicleta. Ojalá no se la hubiera comprado…
—No debes culparte, Lyle —dijo Elena—. Aunque ya sé que los padres hacemos instintivamente eso. Yo también me echo la culpa por los ataques espasmódicos de Marcus.
—Tú no tienes nada que ver con eso, Elena —la protegió inmediatamente Lyle.
—Una y otra vez me pregunto si no habrá influido en esos ataques lo mal que me alimenté durante el embarazo.
—Mi hijo también tuvo esos ataques espasmódicos, Elena. Nadie es culpable.
—¿Tienes más hijos, Lyle?
Lyle dirigió la mirada a su taza.
—No. Millie tuvo complicaciones en el parto —dijo con serenidad.
—Oh —dijo Elena, notando su amarga decepción—. Tenéis que echar muchísimo de menos a vuestro hijo, sobre todo porque era el único. Lo siento mucho por vosotros dos, Lyle.
—Después de aquello, las cosas nunca fueron como antes entre nosotros.
Lyle miró otra vez por la ventana. Sentía la necesidad de decir que se había casado con Millie solo porque estaba embarazada de Jamie, pero le pareció un poco despiadado. Y tampoco quería recordarle a Elena por qué la había abandonado.
A Elena le llamó la atención que Lyle hablara en pasado. ¿O acaso le había entendido mal?
—Pero seguís juntos, ¿no, Lyle?
Lyle negó con la cabeza.
—Estoy tramitando el divorcio de Millie. No sabe que estoy en Australia.
Por un momento, Elena abrigó esperanzas. ¿Y si él había ido a Australia para buscarla, para decirle que en aquella época habían cometido un error? Pero la mala conciencia la bajó dolorosamente de las nubes. ¿Cómo iba a decirle algo compasivo sobre su inminente divorcio sin hablar de que la vida de ellos dos había sido una trágica desilusión? Tampoco comprendía que Lyle hubiera abandonado a Millie tras la pérdida del hijo común. Su matrimonio tuvo que volverse muy desdichado desde muy pronto.
—Esperemos que lleguen los papeles del divorcio antes de que nos casemos Alison y yo —añadió Lyle.
Elena abrió los ojos de par en par y retiró la mano.
—¿El prometido de Alison eres… tú?
—Sí. Nos hemos comprometido hace poco. Somos muy distintos, pero la convivencia con ella es muy divertida y creo que me sienta bien.
A Elena le dio la sensación de que alguien le había clavado un cuchillo en el corazón, pero de un modo u otro se las arregló para sonreír y hacer como que comprendía la situación.
—Espero que seas muy feliz, Lyle —dijo.
—Gracias, Elena. Espero que tú también lo seas —respondió Lyle—. Porque lo eres, ¿no?
Elena notó que la mentira que tenía que decir ahora le sacaba los colores.
—Sí, sí… claro —balbuceó, dirigiendo de nuevo la mirada al mantel de cuadros para eludir la mirada escudriñadora de Lyle—. Mi marido trabaja mucho. Hace todo lo que puede por nosotros. Y tenemos tres hijos maravillosos.
No fue capaz de decir que amaba a Aldo. Y menos ahora que estaba sentada frente a su verdadero amor.
—Me alegro por ti, Elena. La idea de que fueras desdichada me resultaría insoportable.
Elena se esforzó por sonreír, pero no fue capaz de contestar nada a las palabras de Lyle.