25

Lyle pasó casi una hora junto a la cama de Marcus intentando recabar el máximo de información posible sobre su estado de salud. Esperaba fervientemente que Elena volviera al hospital, pero también disfrutaba de la conversación con Marcus. Hablaron de las angustias del chico y sobre cómo se presentaban los ataques espasmódicos, cómo debía comportarse luego Marcus y qué alimentos necesitaba especialmente para aumentar los niveles de calcio.

—El calcio desempeña muchas funciones en el cuerpo, Marcus —le explicó Lyle—. Fortalece el sistema nervioso y previene los coágulos y el raquitismo. No sé muy bien a qué se debe que también prevenga los ataques espasmódicos, pero es un mineral importante.

—¿Qué es el raquitismo? —preguntó Marcus, que se interesaba por muchas cosas, pero hasta entonces rara vez había oído hablar de temas médicos.

—Una enfermedad de los huesos. Se ablandan y eso, en general, da lugar a malformaciones.

—Yo no tengo los huesos blandos —dijo Marcus todo preocupado—. Lo sé porque una vez me caí del tejado de la cuadra y no me rompí ningún hueso.

Lyle sonrió.

—Me alegro de oírlo, y no, no tienes los huesos blandos. —Quería advertirle que, en lo sucesivo, más le valía no subirse a los tejados de las cuadras, pero luego cayó en la cuenta de lo absurdo que era decirle eso a un chico de doce años—. Tus huesos parecen estar completamente sanos. Seguro que con la comida ya tomas suficiente calcio, pero es imprescindible que además te tomes a diario una cucharada de aceite de hígado de bacalao; así tomarás un suplemento de vitamina D.

—¡Puaf! —hizo Marcus—. Mi madre me lo ha dado alguna vez y tiene un sabor asqueroso.

—Ya lo sé —dijo Lyle sonriendo.

—Decididamente, nuestro cuerpo es bastante complicado —consideró Marcus en plan sabihondo.

—El cuerpo humano es fascinante y muy complejo, pero esa es precisamente la razón por la que amo tanto la medicina.

—Y siendo médico volante viajará por todas partes —añadió Marcus lleno de admiración—. Seguro que eso es mejor que estar en un hospital rodeado de gente enferma.

De nuevo Lyle sonrió.

—Para un médico los enfermos son un riesgo de la profesión, pero nunca me ha importado trabajar en un hospital. —Recordó el maravilloso día en que había conocido a Elena—. De todos modos, ahora me hace especial ilusión poder llegar a lugares remotos.

—¿Dónde trabajó antes de ser médico volante? —quiso saber Marcus.

Lyle recordó lo que le había pedido Elena. El Hospital Victoria de Blackpool no podía mencionarlo.

—Vivía en una ciudad llamada Dumfries, en Escocia, donde trabajaba en un hospital. Mi padre fue durante muchos años médico de cabecera en Dumfries. Poco antes de jubilarse, abrí allí una consulta y durante una temporada mi padre trabajó conmigo y con otro colega.

—¿Y qué hace ahora que se ha jubilado?

—Murió poco antes de que viniera a Australia. Tras su muerte, mi madre abandonó Dumfries y se fue a vivir a Edimburgo, a casa de mi hermana.

—¿Por qué se marchó usted de Escocia?

—Quería cambiar completamente de sitio. Sencillamente lo necesitaba.

—¿Se puso muy triste cuando murió su padre? —preguntó Marcus con toda la inocencia del mundo, pues por el tono de voz de Lyle dedujo que estaba muy apegado a su padre.

—Sí, mucho —respondió Lyle—. Pero me fui de Escocia por toda una serie de razones. El invierno escocés, por ejemplo, puede ser brutal. Te pueden salir sabañones en los sitios más insospechados. —Marcus hizo una mueca—. En serio, en Escocia apenas hace sol —añadió Lyle.

—Aquí, en cambio, todo el día te está pegando el sol en la cara —respondió Marcus.

—Creo que a estas alturas me he aclimatado muy bien. Escocia es áspera y salvaje y siempre ocupará un hueco en mi corazón, pero o está lloviendo y hace viento, o el pronóstico del tiempo anuncia que va a llover y a hacer viento. —De nuevo Marcus torció el gesto—. Aquí en Australia atravieso el inmenso cielo azul sobrevolando un país enorme y sobrecogedor. Nunca me cansaré de admirarlo.

Marcus notó la pasión que despertaba Australia en Lyle. Le hizo muchas preguntas acerca del servicio de los Médicos Volantes, preguntas realmente perspicaces para un chico de su edad. Le interesaba saber cómo se abordaban ciertos problemas médicos en las comarcas rurales y cómo trataba Lyle a la gente en lugares tan alejados de un hospital.

—¿Y qué pasa si le tiene que rajar a alguien y no hay sitio dónde hacerlo? —preguntó el chico.

—Normalmente hay cerca una mesa de cocina, y un cuchillo afilado, y también aguja e hilo —dijo Lyle, y le entró la risa al ver la cara aterrorizada de Marcus—. Era solo una broma, hijo. En ese caso, llevamos al paciente en avión al hospital.

Se imaginó lo que le pasaba en ese momento por la cabeza al chico.

—Algún día me gustaría volar en avión, pero eso de que me rajen no me haría tanta gracia —dijo Marcus completamente serio.

—Tú serías un médico magnífico, Marcus —dijo Lyle.

«El hijo de Elena razona con claridad para tener solo doce años y posee el carácter y el talento precisos para ser médico», pensó.

El chico se puso contentísimo.

—¿Lo dice en serio? —preguntó entusiasmado.

—Sí, claro. Deberías pensártelo. Quizás algún día seas médico.

—Si me hiciera médico volante como usted, podría estar todo el rato a bordo de un avión —dijo Marcus alegremente.

Marcus ya le había contado a Lyle que vivía en una granja de ganado vacuno.

—¿No quieres ser granjero como tu padre? —le preguntó Lyle.

—No, por nada del mundo —contestó Marcus con decisión.

Lyle sonrió al oír con qué rotundidad había contestado el chico a su pregunta. Luego le preguntó por sus hermanos.

—Tengo dos hermanos más pequeños, un chico y una chica, y son completamente distintos a mí —explicó Marcus con resolución.

—¿En qué sentido son distintos? —quiso saber Lyle.

Notó que le pesaba el corazón solo de pensar que Elena tenía tres hijos con su marido.

—A ellos les gusta jugar fuera, poniéndose de fango hasta arriba, mientras que yo prefiero leer cuando no tengo que hacer trabajos en la granja —respondió Marcus—. No les gusta el colegio, tampoco estudiar; sin embargo, yo quisiera estudiar algún día una carrera.

Lyle se quedó muy impresionado. «Marcus ha salido a su madre —pensó—. Tiene muchas cosas de Elena». Por el padre de Marcus no preguntó porque habría sido demasiado doloroso para él saber algo del hombre con el que Elena compartía su vida.

—¿Qué es lo que te pasa, Lyle? —preguntó Alison cuando ya llevaban veinte minutos a bordo del avión y él aún no había abierto la boca. Iban de regreso a Cloncurry—. ¿Estás preocupado por algún paciente?

—Cuando se trata de niños, siempre es difícil —respondió Lyle vagamente.

Iba mirando por la ventana el extenso paisaje monocromático que se desplegaba a sus pies. Acababan de sobrevolar las Ayrshire Hills. Desde la avioneta las colinas parecían escarpadas formaciones rocosas erosionadas. A un lado y a otro se extendían campos de pastoreo secos que presentaban diferentes matices del amarillo. Lyle descubrió algunos molinos de viento aislados que extraían agua del suelo y la derivaban hacia las pilas para el ganado. Seguía sin acabar de creerse que en un paraje tan árido pudieran sobrevivir las vacas; sin embargo, cada dos por tres sobrevolaban grandes rebaños.

Lyle no podía dejar de pensar en Marcus. Sabía que los ataques espasmódicos podían ser peligrosos porque siempre se presentaban en el momento más inesperado. Si Marcus se encontraba alguna vez en un entorno inseguro y, además, él solo, no quería ni imaginar lo que podría pasarle. Había intentado explicarle al chico que debía evitar ciertas situaciones, pero era difícil explicarle una cosa así a un chico de su edad. Contaba con que los niños no tienen el sentido del peligro que suelen tener los adultos.

Lyle le había contado a Alison que había perdido a su hijo, de modo que la piloto creía que esa era la razón por la que se le hacía tan difícil tratar a niños. Cuando le observaba atendiendo a un niño enfermo, a veces le descubría un leve gesto de tristeza atormentada. Hacía todo lo posible por sus pacientes, pero cuando se trataba de niños, a menudo se ponía sentimental. Por desgracia, hacía poco que habían muerto dos niños pequeños de las comunidades aborígenes. Lyle había intentado ayudarlos —al de cuatro años le había mordido una serpiente marrón, y el de tres años había tenido una obstrucción intestinal—, pero no había podido hacer nada. Para cuando había llegado a las apartadas comarcas, ya era tarde. Tras la muerte del primer niño, bebió hasta perder la conciencia y estuvo varios días sin poder trabajar. Después de la muerte del segundo, se puso a caminar por el campo abierto. Al cabo de doce horas, al ver que Lyle aún no había regresado, Alison se preocupó muchísimo. Acababa de alertar a la policía y a los equipos de búsqueda cuando por fin apareció. Desde esos dos incidentes, Alison no le quitaba ojo de encima cuando trabajaba con pacientes pequeños.

Por más que se esforzaba Lyle, no lograba ni un solo momento quitarse a Elena de la cabeza. En el transcurso de los años se había ido conformando con no volver a verla nunca más; se había obligado, por Millie y por Jamie, a no revelar sus deseos más secretos, pero ahora habían regresado en toda su pujanza los viejos recuerdos y esperanzas. Tenía su imagen grabada en el pensamiento. Lo que le irritaba era solo cómo había cambiado Elena. En las ocasiones en las que había imaginado que el destino volvía a unirlos, ella se arrojaba feliz a sus brazos. Sin embargo, ni en sus sueños más disparatados habría sido capaz de imaginar su verdadera reacción. Sacó la conclusión de que estaba mucho más herida de lo que él había supuesto. Lyle se sentía profundamente abatido. Resultaba tan deprimente no saber qué camino debía tomar en lo sucesivo…

A partir de entonces, Lyle iba con mucha frecuencia al hospital de Winton. Cada vez que se presentaba, preguntaba por Marcus, pero como el chico no había vuelto a tener otro ataque, tampoco había ingresado más veces en el hospital. Lyle se alegraba de que estuviera sano, pero al mismo tiempo esperaba volver a ver a Elena. Ese breve encuentro había cambiado de nuevo su vida. La había querido tanto… y aún la amaba. De haber sabido con certeza que era dichosa, quizá se le hubiera hecho más fácil la vida. Pero no lo sabía con seguridad y por eso se preocupaba. En lo más profundo de su ser, Lyle notaba que algo no iba bien en la vida de Elena. Y lo más duro para él era que creía que no podía hacer nada por ella.

Finalmente, Lyle decidió respetar los deseos de Elena y mantenerse alejado de ella. Si eso era lo único que podía hacer por ella, lo haría sin falta. Tenía que seguir viviendo su vida y dejarla en paz. En cierto modo, esa decisión fue como una losa que se quitaba de encima. Ahora Lyle sabía que su amor por Elena era la razón por la que siempre se había reprimido en su relación con Millie, y ahora le volvía a pasar lo mismo… con Alison. Tenía que cambiar; de lo contrario, se repetiría la misma historia, y todo por una mujer a la que nunca podría tener.

A lo largo de las siguientes semanas, Lyle empezó a portarse de una manera cada vez más tierna y cariñosa con Alison, y tal y como esperaba, ella reaccionó a sus atenciones. Fueron intimando e incluso hablaron de un futuro compartido. Una noche la invitó a una cena romántica a la luz de las velas en un sitio muy especial de las afueras de la ciudad. Sobre una elevación del terreno, Lyle desplegó una manta; desde allí tenían una vista de ensueño del paisaje bañado por el resplandor de la luna y de las luces de la ciudad. Millones de estrellas cuajaban el cielo de la noche. Lyle no tenía previsto hacerle una proposición matrimonial, pero cuando la besó, se fusionó por completo con ese instante. Llevaba muchos años echando de menos un afecto sincero y, por fin, tomó una decisión.

—¿Quieres casarte conmigo, Alison? —preguntó con ternura.

Al principio Alison miró desconcertada a Lyle, pero luego no pudo contener su entusiasmo.

—¡Sí! —exclamó—. ¡Sí, doctor MacAllister, claro que quiero!

El fin de semana siguiente, el reverendo Flynn celebró una fiesta de compromiso para ellos. Lyle le había comprado una sortija a Alison y decidieron casarse seis meses más tarde. Aunque Lyle era feliz, no podía dejar de pensar una y otra vez en Elena. Sencillamente, no se le iba de la cabeza. Rezó fervorosamente para que algún día su corazón y sus pensamientos fueran libres.

Desde que Elena sabía que Marcus padecía falta de calcio, se hizo a sí misma grandes reproches. Creía que quizá los responsables hubieran sido sus malos hábitos alimenticios durante el embarazo. Un día comentó sus sospechas con Luisa.

—Primero me puse enferma y luego me vi sometida a tanta presión, mamá… Me sentía muy desgraciada y no comía como es debido. Tal vez tenga yo la culpa de esos ataques espasmódicos de Marcus.

—No, Elena. Seguro que no. Las cosas son como son, y quizá no sepamos nunca la causa —le aseguró Luisa.

El doctor Thompson le había dado a Elena una lista de alimentos que Marcus debía tomar con mayor frecuencia, entre los cuales figuraba el queso, el atún, verdura de hoja verde, almendras y leche. De modo que le daba mucho queso y leche y compraba atún enlatado para que su madre pudiera hacerle entre semana sándwiches de atún para el colegio. Los fines de semana también le obligaba a tomar más leche, pero normalmente se abalanzaban sobre la leche Dominic y Maria y a él le dejaban poca. Lo peor era forzarle a que tomara su dosis diaria de aceite de hígado de bacalao.

Aldo le seguía haciendo trabajar mucho los fines de semana y Elena se preocupaba continuamente por él. Cuando estaba solo en los establos, Elena iba siempre a verle, por lo que Aldo la censuraba una y otra vez. Según él, Elena malcriaba al chico más que nunca.

—No podemos envolver a Marcus entre algodones —dijo mordazmente Aldo la noche de un viernes, cuando Elena, viendo que ya había oscurecido, se preocupaba de que Marcus todavía no hubiera entrado a cenar.

Al llegar a casa del colegio, el chico había venido más cansado que de costumbre, pero no se atrevió a preguntarle a Aldo si podía descansar un rato. Elena sabía que Aldo tenía razón, no podían estar protegiendo siempre a Marcus; pero eso no fue óbice para que, al cabo de media hora, al ver que el chico aún no había regresado, Elena iniciara su búsqueda. Ya no aguantaba más. Lo dejó todo tal y como estaba y fue a la cuadra. Desde el porche, Aldo la llamó para que volviera, pero ella no le hizo caso. Presentía que algo iba mal.

Primero echó un vistazo por el patio y luego se dirigió a la cuadra. Elena le llamó, pero Marcus no le contestó. Tardó un rato en acostumbrarse a la penumbra de la cuadra; luego rebuscó por todos los rincones. «Quizás haya ido al pozo de sondeo a traer agua para las pilas», pensó. En ese momento, le llamó la atención algo que asomaba entre las tablillas de uno de los boxes de los caballos. Pasaron unos segundos hasta que Elena se dio cuenta de que era un zapato, el zapato de Marcus.

—¡Marcus! —gritó, corriendo hacia su hijo.

Estaba dentro del box. El caballo que había allí se mostraba inquieto. Relinchaba y piafaba con el casco delantero peligrosamente cerca de la cabeza de Marcus. Elena agarró a su hijo por las piernas y lo sacó mientras tranquilizaba al asustado animal. A Elena se le aceleró el corazón.

—¡Marcus! —gritó de nuevo.

Era evidente que había sufrido otro ataque espasmódico, pues aún se encontraba muy aturdido. Tenía un chichón grande en la cabeza. Elena corrió hacia la puerta de la cuadra y llamó a gritos a Aldo, que llegó andando tranquilamente.

—Seguro que le ha pisado el caballo —dijo ella, muerta de miedo.

Elena contaba con lo peor. Se imaginaba que Marcus podía haber sufrido una lesión cerebral, una fractura de cráneo o una hemorragia encefálica.

—Es posible —dijo Aldo—. O quizá se haya puesto a patalear y se haya golpeado con la cabeza en la pared de la cuadra.

—Sabía que algo iba mal, y por tu culpa he esperado media hora antes de ir a ver qué pasaba —se lamentó Elena—. No tenía que haberte hecho caso. Todo ese tiempo ha estado tirado al lado del caballo. El animal podría haberle pisoteado hasta matarlo.

—Pero no lo ha hecho, Elena, y si te pones histérica no vas a poder ayudar a Marcus —la increpó Aldo.

Aldo levantó a Marcus y lo llevó dentro de casa. Elena estaba furiosa, pero le siguió sin decir una palabra. En casa, Aldo tumbó a Marcus en el sofá. Elena intentó hablar con su hijo, pero solo recibió respuestas inconexas.

—Esto no es normal, Aldo. Algo va mal.

Hasta Aldo parecía un poco preocupado.

—Llama por radio a los Médicos Volantes —sugirió.

Elena fue presa del pánico. Lyle era el último a quien debía conocer Aldo.

—Tardarán demasiado en venir. ¿No podríamos llevarle al hospital? —preguntó apurada—. Sería más rápido.

—El coche da muchos trompicones y va despacio —dijo Aldo—. Pero si te parece lo mejor, engancharé el caballo.

—Sí —dijo Elena—. Voy a por algo blando para tumbar encima a Marcus.

El doctor Thompson estaba relativamente seguro de que a Marcus le había dado un ataque espasmódico y de que luego, mientras el chico daba respingos en el suelo, el caballo le había propinado una coz.

—Hay que hacerle unas radiografías especiales, pero aquí no podemos hacérselas —les informó a Aldo y a Elena—. Creo que debería ir a que le examinen por rayos X al hospital de Cloncurry.

—Cloncurry —dijo Elena, mirando aturdida primero al médico y luego a Aldo.

—¿Cómo podemos llevarle allí en el estado en que se encuentra? —preguntó Aldo.

—Los Médicos Volantes le recogerán —respondió Neil.

A Elena por poco se le para el corazón. Se desplomó en una silla, junto a Marcus. Ya no estaba tan amodorrado, pero le dolía mucho la cabeza. Neil estaba convencido de que tenía una conmoción cerebral.

—Si ha de hacerse, se hará —dijo ella abatida.

Ahora lo único que importaba era que Marcus recobrara la salud. Seguía temiendo una hemorragia cerebral, cosa que tampoco descartaba Neil, de modo que lo mejor era someterle a una rigurosa observación.

Aldo llevó en el coche de caballos a Dominic y Maria a casa de Luisa y Luigi, y regresó a Barkaroola. Elena se quedó en el hospital con Marcus. Después de avisar a los Médicos Volantes, le prometieron que Marcus sería recogido al día siguiente por la mañana temprano. La señora Montgomery no estaba segura de cuál de los dos médicos en servicio vendría. Dependía de lo que tuviera que hacer cada uno.

Elena esperaba fervientemente que no fuera Lyle. Fue un momento a casa de sus padres para contarles lo que había pasado y luego volvió al hospital. Pasó toda la noche sentada junto al lecho de su hijo sin pegar ojo.