Elena pasó una noche espantosa en casa de sus padres. Por suerte, su madre se había encargado la noche anterior de los dos pequeños y también de llamar a Aldo para decirle que Elena no iba esa noche a casa. Tenía tal confusión mental, que no pegó ojo. Sabía que si Lyle era el único médico que podía ayudar a Marcus, ella debía dar su consentimiento, pero luego necesitaba forjar un plan para que él no averiguara de ningún modo que estaba tratando a su propio hijo. Pero ¿cómo se las arreglaría? A Elena se le ocurrió la idea de que fuera su madre al hospital, en lugar de ella. Naturalmente, Lyle no conocía el apellido Corradeo, pero ¿y si alguno de los empleados del hospital se referían a Luisa como señora Fabrizia o Luisa Fabrizia? Eso seguro que le llamaría la atención a Lyle. Elena no podía correr ese riesgo.
En su desesperación, Elena llamó por radio a Aldo en plena noche y le preguntó si no podría ir él al hospital a ver a Marcus mientras el chico era examinado por el médico. Le explicó que a ella la necesitaban en su consulta.
La reacción de Aldo fue la previsible.
—Si el doctor Robinson no te da el día libre, entonces ¡despídete! —le increpó a su mujer—. Antes que nada eres madre —añadió, para dejar completamente claro su punto de vista.
Finalmente, Elena adquirió conciencia de que debía plantarle cara a Lyle. Ya se le ocurriría algo para evitar que se enterara de que era el padre de Marcus. Pero no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar ella cuando lo tuviera delante.
A primera hora de la mañana, cuando la aurora acababa de teñir el cielo oscuro de un tenue y sutil colorido, Elena llegó al pequeño hospital, dotado únicamente de dos grandes habitaciones. En ese momento estaban sirviendo el desayuno a los pacientes, de los que Marcus era el más joven. Marcus le contó a su madre, que se sentó junto a la cama del chico, que había pasado bien la noche.
—He dormido como un lirón —dijo, pese a que un hombre mayor que dormía a su lado roncaba pavorosamente.
Deirdre había terminado su turno y se marchaba en ese momento.
—Puede estar muy tranquila —dijo, poniéndole a Elena una taza de té y una tostada en la mesilla de noche para que pudiera desayunar con su hijo—. Coma un poco, que le sentará bien. —Elena estaba tan nerviosa que tenía el estómago revuelto, pero se esforzó por que no se le notara—. Ya sé que está muy preocupada por Marcus, pero tiene usted muy mal aspecto, Elena —comentó Deirdre, mirando a Elena con ojo de experta—. Quizá debería dejar que la examinara también un médico —añadió.
—Me encuentro bien, Deirdre —mintió Elena—. He dormido mal; solo estoy cansada —dijo, intentando sonreír para reforzar sus palabras.
—Trabaja usted demasiado, no solo en la consulta de mi tío, sino también en la granja —dijo Deirdre.
—No me queda más remedio —le explicó Elena, ateniéndose a la verdad—. La granja ya no produce beneficio.
—Son malos tiempos para todos —admitió Deirdre, cuyo prometido era granjero y, por lo tanto, conocía demasiado bien la situación—. Bueno, ahora sí que me tengo que marchar a casa. Tengo los pies molidos.
—¿Tiene idea de cuándo vendrá el doctor MacAllister? —preguntó Elena cuando Deirdre se despidió, estremeciéndose con sus propias palabras, pues ya solo pronunciar el nombre de Lyle le resultaba una tortura.
—Pues no lo sé con exactitud… Ah, mire, ahí está. —Deirdre miró hacia la puerta que daba a la habitación y su cara redondeada se iluminó con una sonrisa—. Me imaginaba que vendría porque hace unos minutos me ha parecido oír un avión.
De repente, parecía olvidada de sus pies; ya no tenía prisa por marcharse a casa.
A Elena le dio un vuelco el corazón. No contaba con que Lyle llegara tan pronto. Todavía no se sentía anímicamente preparada para enfrentarse a él. Afortunadamente, estaba de espaldas a la puerta, junto a la cama de Marcus, de modo que al menos le quedaban unos segundos para recuperar la calma. Cuando miró a Marcus, vio que los ojos del chico se iluminaban al descubrir a Lyle. Eso la entristeció, pues nunca le había visto mirar así a Aldo.
—Hola, ya estoy aquí otra vez —dijo Lyle alegremente al entrar en la habitación.
Se quedó a los pies de la cama. Rápidamente, Elena se dio la vuelta para que no la viera tan pronto.
—Hola, doctor MacAllister —respondió contento Marcus.
—Me alegro de volver a verte, pese a que no me ha gustado nada que te haya dado otro ataque espasmódico. Y esta seguro que es tu madre —oyó Elena que decía Lyle.
Ya solo el tono de su voz la paralizó.
—Sí —dijo Marcus—. Mamá, este es el doctor MacAllister.
Elena oyó los pasos de Lyle mientras se alejaba de los pies de la cama y se dirigía hacia ella. Casi no podía respirar.
—Buenos días, señora… —se hizo una pausa, y Elena vio por el rabillo del ojo que Lyle miraba el historial clínico de Marcus— Corradeo —dijo—. Me alegro de conocerla. Tiene usted un hijo estupendo.
Mientras hablaba, sonreía a Marcus y, para satisfacción del chico, le estrechaba la mano.
Elena se esforzó por tomar aliento, pero tenía el pecho tan encogido que le costaba respirar con regularidad. Se levantó rezando para que la sostuvieran las piernas. Poco a poco se dio media vuelta y miró al hombre que había sido el amor de su vida. Lyle le había tendido la mano, pero ahora la dejó caer, visiblemente conmocionado.
Elena pensó con rapidez. Marcus no debía ser testigo de su conversación, pues Elena sabía que se pondría a hacer preguntas cuando Lyle le dijera que ellos dos se conocían de Inglaterra. Tenía que hablar con él sin que estuviera su hijo delante.
—¿Puedo hablar un momento con usted, doctor? —le pidió. Y volviéndose hacia Marcus, añadió—: Enseguida volvemos. Tómate el desayuno.
Sin esperar una respuesta, Elena se dirigió hacia la puerta y salió al pasillo. Tenía la boca tan seca que le parecía no ser capaz de pronunciar ni una palabra más, y el corazón le palpitaba como si fuera a salírsele del pecho. Era consciente de que Deirdre, que salió con su bolso del cuarto de las enfermeras, la miraba extrañada al ver que se apoyaba contra la pared para no caerse, mientras negaba con la cabeza para darle a entender que no necesitaba ayuda.
Elena no podía pensar en nada salvo en Lyle. Seguía siendo igual de atractivo que antes, o incluso más atractivo todavía, y estaba allí, a su lado. Habría dado cualquier cosa por permanecer impávida, pero no podía luchar contra la oleada de sentimientos que se le agolparon amenazando con desbordarla. Se obligó a pensar en su hijo. Él debía ocupar el primer lugar en su vida. Ahora lo único importante era el chico.
Lyle no podía creérselo. Elena, su Elena, estaba en ese pequeño hospital de Australia. Se quedó tan estupefacto que, durante un rato, fue incapaz de moverse y de reaccionar. Habían pasado casi catorce años desde la última vez que se habían visto; sin embargo, durante unos segundos le pareció que se hubieran visto el día anterior. Recordaba perfectamente aquel día. Elena yacía en el hospital de Blackpool recuperándose de la gripe. Estaba pálida, delgada y preciosa. Parecía tan frágil… Y luego se había quedado destrozada porque él tuvo que contarle que iba a casarse con Millie, pues estaba embarazada de él. La Elena que ahora tenía delante obraba con frialdad y parecía controlar perfectamente sus sentimientos. Su caso, en cambio, era completamente distinto. No había dejado de pensar en ella ni un solo día desde que se separaron. La había añorado día y noche.
Lyle saludó brevemente a Marcus con la cabeza, luego abandonó él también la habitación y salió al pasillo. Recostada en la pared, Elena le miró fijamente. A Lyle le dieron ganas de abrazarla y pegar gritos de júbilo por volver a verla. No podía apartar la mirada de ella. Apenas se la notaba cambiada. Seguía estando delgada, si bien su tez presentaba un saludable color dorado. Aún tenía el pelo largo, aunque ahora lo llevaba recogido. Lyle recordaba muy bien lo que le gustaba que lo llevara suelto. En lo que sí había cambiado era en la actitud. Ahora parecía ser fuerte y tener una voluntad de hierro, pero en sus ojos no había ni una chispa de felicidad. Elena daba la impresión de estar tensa y preocupada. Naturalmente, su hijo estaba enfermo y esa podía ser la causa de su preocupación, pero seguro que no era solo por eso. ¿Podría atribuirse su actitud fría y distante a que no había podido perdonarle que el destino hubiera dado un giro tan cruel e inesperado y los hubiera separado al uno del otro? En cualquier caso, él no se había perdonado a sí mismo por haberle hecho tanto daño.
Y de repente cayó en la cuenta de otra cosa. A él siempre le había gustado mucho tratar a los niños, aunque alguno de sus casos más tristes hubiera estado relacionado con los más pequeños; pero siempre mantenía una distancia profesional. Sin embargo, por alguna razón inexplicable, con Marcus había sido distinto. Desde la primera vez que lo había visto, había sentido un vínculo muy especial con el muchacho. No había dejado de pensar en él y se había alegrado mucho cuando le pidieron examinar de nuevo a Marcus. Ahora lo comprendía.
Elena se sintió aliviada cuando Deirdre se marchó de la planta. Antes de que la abandonara el valor, debía soltar rápidamente lo que tenía que decirle a Lyle.
—Preferiría que mi hijo no se enterara de que ya nos conocíamos antes de que me casara con…
Iba a decir «con su padre», pero no pudo. Aldo no era su padre.
Lyle se asustó al oír el tono tan decidido y sin emoción alguna con que abordaba su reencuentro.
—¿Por qué no, Elena? —preguntó desconcertado—. ¡Dios mío! Me resulta inconcebible que estés aquí delante de mí.
Aunque el primer susto había remitido un poco, sencillamente no podía creerse que el destino los hubiera vuelto a unir.
—Mi marido tiene unas ideas bastante anticuadas —le explicó Elena—. ¡Es italiano!
Muchas veces le había contado a Lyle que sus padres eran unos italianos muy estrictos con unas ideas y unos valores un tanto anticuados, de modo que confiaba en que lo entendiera.
—Entiendo —dijo Lyle, aunque no entendía nada.
De pronto recordó que algunas enfermeras italianas del hospital de Blackpool le habían contado que su padre se encargaba de amañarles el matrimonio. Ahora se preguntaba si a Elena también le habría pasado eso. Quiso preguntárselo, pero ella parecía haber levantado un muro infranqueable entre los dos.
Elena se sentía muy incómoda. La mirada de Lyle era tan intensa y perturbadora…
—El doctor Thompson opina que quizá puedas ayudar a Marcus —dijo con la mayor serenidad que le fue posible.
—Sí, posiblemente. Mi propio hijo tuvo el mismo problema. ¿Cuántos años tiene ahora Marcus exactamente? En su historial clínico no aparece la fecha de nacimiento.
A Elena le dio un mareo; por un momento pensó que iba a desmayarse. Había llegado la hora de la verdad.
—Tiene doce años. Hará trece en… noviembre —fue lo que afloró a sus labios.
—Esa edad le había calculado yo más o menos —contestó Lyle—. A mi hijo le dio el primer ataque espasmódico con siete años. Aquello le duró un tiempo. En esa época investigué mucho sobre el tema, pero no encontré nada. Luego mi padre me contó que mi hermano había tenido ataques de esos y que él había averiguado que se debían a una falta de calcio en la alimentación. Así que le di a mi hijo alimentos con un elevado contenido en calcio y, al cabo de un tiempo, se curó. Al parecer, el problema es hereditario.
Lyle parecía no dar demasiada importancia a sus palabras, pero para Elena eran decisivas. Conocía bien a Lyle y era capaz de adivinar sus pensamientos. Seguro que ahora intentaba averiguar si Marcus era su hijo. Sin embargo, él no pareció contemplar esa posibilidad, puesto que ella no le había dicho la verdadera fecha de nacimiento del chico, el 2 de agosto, de modo que ya podía respirar tranquila.
Efectivamente, Lyle calculó que Elena se había casado poco después de terminar su romance con él. Aun a sabiendas de que no tenía ningún derecho, se sintió herido.
—No puedo garantizarte que un mayor aporte de calcio en la alimentación de Marcus le sirva de ayuda, Elena, pero merece la pena intentarlo.
—Lo intentaré todo, Lyle —respondió Elena. Luego se asustó al oír sus propias palabras porque se dio cuenta de que las había dicho con la familiaridad de antaño. Eso la inquietó; no podía permitirlo—. Gracias, doctor MacAllister —dijo entonces en un tono más convencional.
Dio media vuelta, y cuando ya se disponía a entrar de nuevo en la habitación de Marcus, Lyle fue presa del pánico.
—Espera, Elena. ¿No podemos tomar un café juntos antes de que me monte en el avión? Me encantaría saber cómo es que has venido a parar a Winton.
A Elena se le paró un segundo el corazón.
—Eso ya no tiene importancia y no creo que esté bien visto que tengamos trato social. Estoy felizmente casada, tengo hijos y tú seguramente también. Como ya te he dicho, mi marido es de ideas anticuadas y la gente habla mucho en una ciudad tan pequeña. Quiero ahorrarle disgustos.
Por la mirada de Lyle, vio que se sentía ofendido, pero ya no podía echar marcha atrás.
A Lyle le faltaban las palabras.
—Ajá, entiendo —dijo en voz baja—. De todos modos, es maravilloso volver a verte.
Elena creyó ver lágrimas en sus ojos, y a punto estuvo de ceder, pero solo a punto. Enseguida se recuperó.
—No me tomes por una desagradecida, Lyle. Aprecio mucho lo que estás haciendo por mi hijo.
—Es normal que dé lo mejor de mí por Marcus, Elena —dijo Lyle.
—Siempre has sido un buen médico y Marcus parece encontrarse a gusto contigo —contestó Elena. Le habría gustado saber qué le había llevado a Australia con los Médicos Volantes, pero no quería preguntárselo—. Ahora me tengo que ir. Adiós, Lyle.
Elena regresó junto a Marcus y le dijo que tenía que irse a trabajar y que más tarde le haría otra visita. Cuando volvió al pasillo, Lyle aún seguía allí. Sin mirarle de nuevo, pasó deprisa a su lado y salió apresuradamente del hospital.
Elena no se dirigió al trabajo, sino que fue derecha a casa de sus padres. Su padre ya estaba en la tienda y su madre aún seguía en la cocina fregando las tazas del desayuno. Los dos pequeños acababan de irse al colegio. En cuanto Elena entró en la cocina, se echó a llorar. Había estado todo el rato conteniendo sus emociones y ahora resultaba un alivio darles rienda suelta y entregarse al dolor.
—¿Qué ha pasado, Elena? —preguntó Luisa preocupada.
—He vuelto a ver a Lyle y ha sido muy duro para mí —lloriqueó Elena.
—¿No habrá sospechado…?
Elena negó con la cabeza.
—Quería tomar un café y hablar conmigo.
—No puedes hacer eso —dijo Luisa con decisión—. Por nada del mundo.
—Lo sé, mamá. Pero tenía tantas ganas…
Luisa rodeó con el brazo los hombros de su hija.
—Marcus se recuperará y eso es lo único que cuenta —dijo.
—Le he dicho una fecha de nacimiento falsa para que no sospechara que Marcus es su hijo.
—Bien hecho, Elena —dijo Luisa, acariciando el pelo de su hija como solía hacerlo cuando era pequeña.
Elena miró a su madre con los ojos empapados de lágrimas.
—Si está bien hecho —dijo con tristeza—, ¿por qué no me lo parece?