22

En el hemisferio sur era junio y, por lo tanto, invierno, pero no hacía frío. A Elena le parecía que el invierno en Queensland no era más que una artimaña que la naturaleza ofrecía a los inmigrantes europeos, acostumbrados a los vientos árticos y a las fuertes nevadas. Pese a todo, el invierno era la única estación del año en Australia que le gustaba a Elena, porque al menos no rompía a sudar al menor movimiento. Durante el día lucía el solecito y se alcanzaban temperaturas de hasta veinticuatro grados, y por la noche refrescaba lo justo como para poder dormir con una manta.

En cualquier caso, la vida de Elena seguía siendo todo menos agradable; no tenía ni idea de cómo podía arreglar las cosas. Aldo y ella se peleaban continuamente, casi siempre por Marcus. Según Aldo, su hijo mayor era el ojito derecho de Elena, que lo estaba afeminando por colmar todos sus deseos y necesidades. Elena, en cambio, creía que su marido era especialmente duro con Marcus y se comportaba de modo muy incoherente en cuanto a la disciplina de Dominic y Maria, a los que consentía demasiado.

Una vez más, el viernes por la noche Luisa llevó a los niños a Barkaroola. En esta ocasión, solo iba acompañada de los dos más pequeños porque Marcus se había quedado en la ciudad para participar en una fiesta escolar durante el fin de semana. Como Luisa se encontraba incómoda en presencia de su yerno y, como siempre, no se sentía bienvenida, dejó rápidamente a Dominic y a Maria y se marchó lo más aprisa posible.

Aldo vio la nube de polvo en la rampa y dedujo que Luisa se había marchado. Normalmente, Marcus solo tardaba unos minutos en beber algo y cambiarse de ropa cuando llegaba a casa; luego tenía que ir al establo a cumplir con sus obligaciones. Pero de Marcus no había ni rastro. Aldo no tenía paciencia. Al cabo de un ratito, al ver que Marcus no aparecía, inició su búsqueda.

—¿Dónde se ha metido Marcus? —vociferó Aldo nada más entrar en casa.

—¿Es que lo has olvidado, Aldo? —contestó Elena, armándose de paciencia mientras preparaba la cena.

—¿De qué me he olvidado?

—Marcus va a jugar al críquet mañana por la mañana en el colegio; por eso se ha quedado en la ciudad.

Sabía que Aldo estaba muy cansado cuando se lo contó; no obstante, se extrañó de que lo hubiera olvidado por completo.

—¡Al críquet! ¡Con el trabajo que tiene aquí! —gritó Aldo enfurecido—. Tendría que estar haciéndolo ahora mismo.

Como siempre que Aldo vociferaba, a Elena se le aceleró el pulso. Intentó aparentar que estaba sosegada con la esperanza de que su tranquilidad calmara a su marido.

—Es un partido importante entre el colegio de Hughenden y el de Winton. Una competición que llevan meses planeando y que a Marcus le hacía mucha ilusión —explicó Elena—. Él es el capitán del equipo y primer bateador —añadió orgullosa—. Ay, Aldo, ¿por qué no vamos mañana a la ciudad para verle jugar?

Sabía que eso sería una sorpresa maravillosa para Marcus; además, irían también otras familias.

—El trabajo es antes que el deporte y el juego. La granja es lo que importa, no el colegio, y mucho menos el deporte —refunfuñó Aldo.

Ante la actitud de su marido, Elena luchó por refrenar su incipiente ira.

—El equipo de Hughenden va a recorrer doscientos veinte kilómetros para jugar contra nuestros chicos.

—Ya sé a qué distancia está Hughenden, Elena —gruñó Aldo—. No me tienes que dar clases de geografía. No soy solo un campesino ignorante.

Elena se quedó cortada; no era la primera vez que oía indirectas sobre su supuesta opinión acerca de Aldo. A menudo le reprochaba que se tenía por más lista porque hablaba mejor en inglés y trabajaba en la consulta de un médico. La cosa empeoraba cuando la granja estaba pasando por un mal momento.

—Entonces estarás de acuerdo conmigo en que Marcus hace bien en respetar el esfuerzo que se toman los otros. Además, de ningún modo debería dejar en la estacada a su propio equipo —respondió ella.

—Un chico respetuoso de verdad no debería dejar a su padre en la estacada —dijo Aldo, dando un puñetazo en la mesa para reforzar su desaprobación.

—Maria tiene once años y Dominic nueve. Ya han cumplido una edad a la que podrían encargarse alguna vez de las tareas de su hermano.

Normalmente, Maria daba de comer a las gallinas y Dominic recogía los huevos. Entre los dos se turnaban para limpiar los bebederos de las gallinas; pero por lo demás, apenas hacían algo y por eso estaban siempre tramando alguna travesura. Cuando los dos oyeron lo que había dicho su madre, pusieron los ojos en blanco. La idea de tener que trabajar más no les hacía ni pizca de gracia.

—¿Por qué han de despachar ellos el trabajo de su hermano solo porque este quiera hacer tonterías con el balón? —voceó Aldo—. Marcus ha de aprender de una vez lo que realmente es importante.

—Quizás él sí sepa lo que es importante y a lo mejor tú no lo sabes —le explicó Elena con testarudez.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, Elena vio que su marido torcía el gesto y entornaba los ojos, y enseguida se arrepintió de haber expresado su opinión.

—¿Se puede saber qué significa eso? —preguntó Aldo, taladrándola con la mirada.

Elena no quería pelearse, sobre todo estando en casa su hija y su hijo pequeño, pero como había empezado ella la discusión, ahora no se podía echar atrás.

—¿No se te ha ocurrido pensar que Marcus no tiene ninguna gana de ser granjero? —preguntó en voz baja.

—Claro que quiere ser granjero —dijo Aldo con arrogancia—. Algún día, esta granja le pertenecerá. ¿Por qué te crees que trabajo tanto en ella?

—Lo más importante para ti debería ser ocuparte de que Marcus haga con su vida lo que quiera, no lo que quieras tú —dijo Elena, esta vez en un tono más apaciguado.

Confiaba en que Aldo entrara en razón sin necesidad de tener una discusión acalorada.

—¿Qué estupideces estás diciendo, mentecata? —dijo Aldo despectivamente. Esta actitud siempre le hacía creer a Elena que sus opiniones no valían nada—. Es mi deber encauzar a mi hijo, y eso es lo que pienso hacer a partir de ahora. De aquí en adelante no habrá más partidos de críquet. ¡Ni tampoco permitiré que te inmiscuyas en mis decisiones!

Con la cara muy colorada, Aldo se marchó de casa.

Elena vio cómo se alejaba.

—¡Eso es lo que tú te crees! —susurró amargada, intentando tragarse el sentimiento de odio que le iba brotando.

Nunca había estado enamorada de Aldo, pero al principio sentía cierta simpatía hacia él cuando era amable y respetuoso. Pero ¿cuándo había sido la última vez que se había comportado con amabilidad o con respeto hacia ella? No se acordaba. Últimamente, cada vez eran más frecuentes los momentos en que despreciaba a Aldo. Elena sabía que eso no era justo y se aborrecía a sí misma por albergar esos sentimientos. Una y otra vez intentaba convencerse de que, en algún momento, su vida mejoraría. Pero ya no estaba segura de si realmente se lo creía.

A la mañana siguiente, Elena se levantó a las cuatro y media. En lugar de hacer las tareas domésticas, como era su obligación, se sentó en el porche a tomar un té y contemplar el paisaje. Aunque la granja no estuviera rodeada por ninguna valla o muro, para ella era como una cárcel en la que se sentía atrapada sin posibilidad de huir ni de que la pusieran en libertad por buena conducta. Intentó imaginar otra vida, un futuro colmado de felicidad, pero no lo consiguió.

Cuando se levantó Aldo, castigó a Elena con un silencio desdeñoso. A Elena le entristecía que el silencio que se hacía entre ellos nunca fuera un silencio de confianza; sencillamente no había afecto sincero ni amistad entre los dos. Aldo dejó el desayuno que ella le había preparado y fue a las cuadras a limpiar las pilas del agua… trabajo que en realidad correspondía a Marcus. Quería hacerle ver a Elena que era un mártir. Pero Elena no se compadeció de su marido. Mirando cómo se alejaba percibió llena de tristeza que tan solo sentía amargura.

Cuando Marcus volvió de jugar al críquet, Luisa estaba preparando la comida del mediodía. Sabía que su nieto estaría hambriento después de hacer deporte. Además, últimamente Marcus había pegado un estirón y estaba cada vez más musculoso. No era tan antojadizo con las comidas como sus hermanos, por lo que daba gusto guisar para él. En su fuero interno, el nieto mayor era el favorito de Luisa, pues se parecía menos a Aldo que los otros dos, que eran clavados a su padre. Marcus le recordaba más a Elena.

Marcus se desplomó agotado en una silla de la mesa de la cocina. Aunque cansado de jugar, a Luisa le llamó la atención lo acalorado que venía. Sudaba muchísimo pese a que no hacía demasiado calor.

—¿Qué te pasa, Marcus? —le preguntó preocupada.

—Nada, abuela —respondió Marcus.

Por la mañana, Luisa había tenido que ayudar a Luigi en la tienda, de modo que no había asistido al partido.

—¿Ha ganado vuestro equipo? —preguntó esperanzada, poniéndole al chico un vaso de agua.

—Sí, abuela —contestó Marcus.

Luisa echó de menos la pasión con la que normalmente le hablaba su nieto de los encuentros deportivos.

—No pareces muy contento con la victoria, Marcus. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? —dijo tocándole la frente—. Estás ardiendo. ¿Has venido corriendo?

—No, abuela.

Nada más responder a su abuela, se le pusieron los ojos en blanco y se cayó en el suelo de la cocina. Empezó a patalear furiosamente, al tiempo que le daban arcadas, como si estuviera tragándose la lengua. Una silla se volcó. Luisa contempló perpleja cómo se le agarrotaban los músculos a Marcus. Al ver que además le salía espuma por la boca, a punto estuvo de desmayarse del susto.

—¡Marcus, hijo! ¿Qué te pasa? —gritó presa del pánico, pero su nieto no reaccionó a su voz.

—¡Luigi! —gritó Luisa—. ¡Luigi, ven a ayudarme!

Luigi, que la oyó llamarle desde la carnicería, se quedó muy extrañado. Algo no iba bien. Lo dejó todo como estaba, salió corriendo de la tienda y se dirigió a casa.

Ese sábado, Elena se sentía como si estuviera en trance. Había pasado casi toda la mañana sentada en el porche, tomando té y pensando en Marcus. Echaba de menos a su hijo mayor. Le había dado mucha pena no haber podido ir a verle jugar al críquet, pero sabía que si hubiera cogido el caballo y el coche y se hubiera ido a la ciudad, Aldo se habría puesto más furioso todavía y habría descargado la ira en su hijo la próxima vez que fuera a casa. Y a eso no podía arriesgarse.

Se levantó irritada al oír el chisporroteo del aparato de radio. ¿Quién podría ser? Tal vez Marcus, feliz de poder presumir por la victoria de su equipo y por las numerosas carreras que se había pegado. Sorprendida, Elena comprobó que quien llamaba era su padre desde la tienda del señor Kestle. Como Luigi siempre dejaba que las llamadas por radio las hiciera su madre porque él no se apañaba bien con el aparato, el primer pensamiento que le vino a Elena a la cabeza fue que a Luisa le había pasado algo.

—¿Va todo bien, papá? —preguntó Elena—. ¿Le ha pasado algo a mamá?

—Tu madre está en el hospital con Marcus —dijo Luigi.

—¡Marcus! ¿Cómo es que están en el hospital? ¿Qué ha pasado, papá? Dímelo.

Su padre parecía asombrosamente tranquilo, por lo que Elena no se asustó mucho al principio, pero sí se quedó preocupada.

—Tu madre está bien. Es Marcus, Elena, que…

Antes de que su padre fuera a seguir hablando, Elena le interrumpió.

—¿Se ha lesionado jugando al críquet?

«Habrá sido alcanzado por la pelota o se habrá caído durante una carrera —pensó—. ¡Oh, Dios mío!».

—No, Elena…

La radio chisporroteó y, por un momento, se interrumpió la comunicación.

—¡Oye! —gritó Elena muy nerviosa—. ¡Oye, papá! ¿Sigues ahí?

—Sí, sí. Marcus ha vuelto a casa después del partido de críquet. Tu madre dice que no tenía buen aspecto. Ahora no te asustes, Elena, pero ha tenido una especie de… —de nuevo sonó un chisporroteo, y Elena no oyó lo que dijo Luigi—, así lo ha llamado el médico.

—No te he entendido, papá. ¿Qué has dicho? ¿Qué ha tenido?

—A Marcus le ha dado un ataque espasmódico —dijo Luigi.

Aunque todavía seguía muy conmocionado por haber visto cómo su nieto yacía en el suelo dando respingos mientras le salía espuma por la boca, se esforzó por mantener la calma para que su hija no se alarmara.

—¡Un ataque espasmódico! —gritó Elena, sin dar crédito a lo que oía—. ¿Y ahora cómo está? ¿Se ha recuperado?

—Sí, sí, Elena. Pero tu madre dice que deberías venir a la ciudad. Voy ahora mismo a buscarte.

—Pero si no puedes, papá. ¿Qué vas a hacer con la tienda?

—Cerrarla —dijo Luigi.

Estas pocas palabras inquietaron a Elena más que ninguna otra cosa. Que su padre cerrara la tienda era lo nunca visto.

—Gracias, papá —dijo ella—. Cambio y corto.

Se le pasaron mil preguntas por la cabeza, pero no tenía mucho sentido plantearle demasiadas a su padre. Solo serviría para ponerle nervioso, y tenía que conducir hasta la granja y luego regresar.

Elena fue corriendo a los pastizales, donde en ese momento estaba Aldo repartiendo el forraje. Aún seguía enfadada con él, pero ahora que lo veía trabajando allí tan solo, pensó que en realidad no era más que un hombre triste y solitario. Eso le provocó, una vez más, remordimientos de conciencia.

—Aldo, mi padre acaba de llamar por radio y dice que Marcus está en el hospital.

Tuvo que decírselo a gritos para hacerse oír a través de toda la dehesa. «A lo mejor ahora me dice algo agradable», pensó. Necesitaba tanto que él le asegurara que su hijo se curaría… Sin embargo, Aldo ni siquiera alzó la vista mientras ella le hablaba.

—¿Me has oído, Aldo? —gritó Elena, haciendo un gran esfuerzo por permanecer tranquila—. Marcus está en el hospital.

—¿Se ha lesionado haciendo ese estúpido deporte? —preguntó Aldo enfadado.

Elena respiró hondo para no perder la paciencia.

—No, ha tenido unas convulsiones espasmódicas, me ha dicho mi padre.

—¿Eso qué es?

—Creo que una especie de ataque.

—¿Es que no lo sabes? —preguntó Aldo en tono de reproche.

Elena decidió no tener en cuenta sus palabras.

—Los médicos le están examinando ahora mismo. Mi padre viene a recogerme. En la camioneta de reparto cabemos todos, si quieres acompañarnos a la ciudad.

Aldo se lo pensó un momento, pero sin mirar a Elena. Esta se preguntaba si quería verla humillada. Si esa era su intención, desde luego lo había conseguido.

—Alguien tiene que quedarse en la granja —explicó Aldo con frialdad.

Suponía que Elena se quedaría en la ciudad con su hijo, pero no lo dijo. Siguió repartiendo el forraje como si no hubiera pasado nada.

A Elena le dieron ganas de gritar a su marido, de echarle en cara que seguramente mostraría más comprensión si enfermara alguno de sus animales. Pero se guardó sus sentimientos. Aunque resultara triste, para entonces se le daba muy bien ocultar sus sentimientos.

—Como quieras —dijo deprimida, y regresó a la casa.

Durante un momento pensó en informar a Aldo por radio sobre el estado de salud del chico, pero luego desechó la idea. Él podría habérselo pedido; a la vista estaba que le era completamente indiferente.

El doctor Ted Rogers y el doctor Neil Thompson, dos médicos del hospital de Winton, le habían hecho a Marcus varios análisis de sangre y pruebas neurológicas, pero sin hallar la causa de sus ataques espasmódicos. Luisa estaba junto a su nieto cuando los médicos le explicaron que ignoraban lo que tenía el chico. Sabía que Elena no se conformaría con ese resultado.

—Podríamos consultarlo con otros colegas. Así quizás avancemos más —dijo Neil.

—Doctor Thompson —dijo una enfermera—. El médico volante trae a un paciente.

—Discúlpenme, por favor, un momento —dijo Neil, y se fue corriendo.

Neil Thompson se ocupó inmediatamente del paciente, un vaquero de una granja que tenía una intoxicación alimentaria y estaba completamente deshidratado. Lo había llevado su colega Lyle MacAllister. Cuando Neil le suministró suero fisiológico al vaquero, Lyle le explicó con detalle la situación del hombre. Al parecer, estaba apacentando el ganado y se había llevado de casa alimentos en mal estado. Había tardado un buen rato en ser capaz de pedir ayuda. El hombre gemía; tenía náuseas y ganas de vomitar.

—Enseguida se encontrará mejor —le dijo Neil a Lyle—. Por cierto, ahora que hablo con usted… Tengo un chico enfermo que ha padecido un ataque espasmódico. Le hemos hecho una serie de pruebas, pero no somos capaces de hallar la causa. ¿No tendrá usted experiencia en ataques espasmódicos entre jóvenes?

—Pues sí que la tengo, efectivamente —respondió Lyle. Se le encogió el corazón como siempre que pensaba en su hijo, pero se trataba de una cuestión profesional y no debía abatirse—. ¿Puedo ayudarle?

—Tal vez. Se trata de un chico de esta comarca. Le han traído hace un par de horas. Marcus acaba de cumplir doce años. Esas convulsiones nunca las habíamos visto en un chico de su edad.

—¿Puedo verle?

—Me alegraría si pudiera echarle un vistazo —dijo Neil.

Neil llevó a Lyle a la habitación en la que estaba Marcus. Luisa acababa de salir para comprarle a su nieto algo para beber.

—Marcus —dijo Neil—, este es el doctor MacAllister. Es uno de los médicos volantes.

—Hola, Marcus —dijo Lyle sonriendo cariñosamente, y le dio la mano al chico.

—Hola, doctor —contestó Marcus.

El muchacho se quedó desconcertado de que un adulto le estrechara la mano. Notó que le tomaban en serio. Ese médico nuevo le resultó simpático desde el principio.

—Has pasado por una experiencia desagradable, pero no quiero que te preocupes —le explicó Lyle—. Encontraremos la causa y nos encargaremos de que nunca más te vuelva a pasar.

«El chico tiene la edad que tendría ahora Jamie —pensó con tristeza—. Tiene unos rasgos agradables y unos ojos inteligentes; parece un buen chico». Normalmente, Marcus era muy tímido con los adultos, sobre todo con los hombres, pero Lyle le pareció cariñoso y le gustó la voz que tenía. Lo encontró simpatiquísimo.

Mientras Lyle charlaba con Marcus y le examinaba, Luisa regresó con el agua. Cuando vio a otro médico, desconocido para ella, junto a la cama de su nieto, se mantuvo en segundo plano. En ese momento, Lyle estaba despidiéndose de Marcus con un apretón de manos; luego, él y Neil salieron de la habitación.

—¿Quién era ese otro doctor, Marcus? —preguntó Luisa, dándole de beber a su nieto.

—Se llama doctor MacAllister y es de los Médicos Volantes —respondió Marcus—. Me cae bien, abuela.

En realidad, Luisa ya se había formado su propia opinión. El doctor le pareció un hombre muy guapo y, por lo que había podido ver, tenía buen trato con los pacientes. Confiaba en que pudiera ayudar a su nieto.

—¿Dónde está Aldo? ¿No viene con nosotros al hospital? —le preguntó Luigi a su hija cuando esta se subió a la camioneta de reparto.

Elena ya se había inventado una disculpa.

—Dice que será de más ayuda si se queda en la granja a cuidar de Maria y Dominic.

Luigi no dijo nada, pero Elena conocía bien a su padre. Supuso que se quedaría pensando en cuál sería la verdadera razón.

Cuando llegaron al hospital, fueron en busca de la habitación en la que habían ingresado a Marcus. Elena se encontró con dos médicos junto a la cama de su hijo. Winton era una ciudad pequeña y, por lo tanto, ella conocía bien al doctor Thompson y al doctor Rogers: lo suficientemente bien como para darse cuenta enseguida de su desorientación. Elena corrió junto a su hijo.

—Marcus, ¿qué tal estás? —preguntó, cogiéndole la cara con las dos manos mientras le escudriñaba con la mirada.

Le llamó la atención un hematoma que tenía en el labio. «Seguro que se ha mordido el labio durante el ataque espasmódico», pensó. Aparte de eso, tenía un aspecto normal; solo se le veía un poco cansado.

—Estoy bien, mamá. No te preocupes. No debería estar en el hospital.

A Marcus no le gustaba ver a su madre tan preocupada. De todas maneras, a menudo parecía preocupada. O cansada. O desdichada. El chico no se acordaba de cuándo había sido la última vez que la había oído reírse, y sabía que las pocas veces que sonreía lo hacía para darle gusto a él.

—¿Qué ha pasado exactamente? —le preguntó Elena a su madre, que también estaba de pie junto a la cama de Marcus.

Ahora que había llegado su hija, Luisa se relajó, aunque se sentía infinitamente cansada. Por eso agradeció que Ted se diera cuenta y contestara en su lugar.

—Marcus ha tenido una convulsión espasmódica, Elena, pero desconocemos la causa. Aunque le ha subido algo la fiebre, no parece que tenga una inflamación. Por lo demás, se encuentra bien. Le hemos hecho análisis de sangre y no hemos hallado nada.

—Pero tiene que haber una causa —dijo Elena, que no quería aceptar que no hubiera ninguna explicación.

—¿Le ha pasado eso alguna vez? —preguntó Neil.

—No, nunca —respondió Elena, recalcando las palabras—. Marcus ha sido un bebé sano, y de pequeño casi nunca estaba enfermo.

—Entonces seguramente sea un episodio único, lo que quizá signifique que no le va a volver a pasar.

—Pero ¿no están seguros? —indagó Elena, temerosa.

—No, no estamos seguros —respondió Ted—. No es raro que los niños pequeños a los que de repente les sube mucho la fiebre tengan convulsiones, pero no es habitual que ocurra en chicos de la edad de su hijo. Se trata, pues, de un percance inusual.

—¿Podría deberse a agotamiento? Últimamente, Marcus se ha cansado mucho. Ha tenido que hacer muchos deberes y otra serie de tareas y, además, se ha entrenado mucho para el partido de críquet que ha jugado hoy.

Marcus parecía muy abochornado. No le gustaba que su madre contara cosas suyas tan personales.

—Sería una circunstancia inusual, pero cosas más raras han pasado —dijo Neil—. No estoy seguro de si servirá para algo, pero tal vez Marcus no deba esforzarse tanto; debería descansar más. Las exageraciones nunca son buenas para nadie, y el cuerpo reacciona a veces de manera extraña.

—Siento mucho que no podamos decirle algo más alentador —añadió Ted—, pero de momento no tenemos respuestas mejores.

Después de la conversación con Lyle MacAllister, Neil y Ted habían decidido leer más sobre el tema de la falta de calcio antes de admitirlo como causa del ataque espasmódico de Marcus. De ahí que todavía no contemplaran esta posible causa de la enfermedad.

Elena sabía que su marido no permitiría que Marcus dejara de trabajar en la granja. Sabía que no aceptaría que el agotamiento pudiera ser la causa de lo que le había pasado a Marcus, aunque lo hubiera dicho un médico.

—Queremos que pase aquí la noche para tenerlo en observación, Elena —dijo Neil.

—¿Sabe usted si alguno de su familia ha padecido ataques espasmódicos u otros parecidos, Elena? —indagó Ted.

—No —respondió Elena, y miró a su madre en busca de confirmación—. ¿Tú sabes algo de eso, mamá?

—No —dijo Luisa—. En Italia oí hablar de unos bebés con convulsiones. Un niño tuvo la escarlatina, pero nunca he sabido de ningún chico mayorcito al que le hubiera ocurrido algo así, y menos en nuestra familia.

—¿Y qué hay de la familia de Aldo? —preguntó Ted—. También podría venir de la otra parte de la familia, claro.

Elena lanzó una mirada a Luisa. Notó cómo se ruborizaba. El corazón se le aceleró y le empezaron a sudar las palmas de las manos. Disimuladamente se secó las manos en el vestido. Sabía que Luisa estaba pensando lo mismo que ella, es decir, que Marcus no guardaba ningún parentesco con la familia de Aldo y que, por lo tanto, de nada servía decir algo al respecto. Transcurrieron unos segundos hasta que se dio cuenta de que los médicos esperaban una respuesta.

—No —balbuceó—. Que yo sepa, tampoco se ha dado ningún caso en la familia de Aldo.

—Por favor, cuando llegue a casa, pregúntele a su marido para asegurarnos del todo —dijo Ted—. Es importante que sepamos tanto como sea posible acerca del historial familiar.

—Así lo haré —prometió Elena.

Elena se quedó otro rato con Marcus; luego, se acabó el tiempo de las visitas y tuvo que despedirse. Le había prometido a su madre ir a cenar a casa de sus padres. Después de la cena, Luigi se marchó para recuperar lo que no había podido hacer por la tarde. A continuación, tenía que llevar a domicilio varios pedidos de carne. De modo que dejó solas a Elena y a Luisa.

—No me gustaría volver a pasar por lo mismo —dijo Luisa—. Me he llevado un susto mortal al ver cómo pataleaba Marcus en el suelo. Creí que se moría —dijo, con la voz temblorosa y la cara pálida como la tiza.

—Te has tenido que llevar un susto terrible, mamá —dijo Elena.

Vio lo afectada que estaba Luisa. Ella en cambio todavía no había reaccionado; antes tenía que tranquilizarse.

—Estoy segura de que el chico se pondrá bueno, así que no te preocupes, Elena —dijo Luisa—. Bastantes preocupaciones tienes ya en la vida. Por cierto, ¿se puede saber dónde está tu marido? ¿No va a visitar a su hijo al hospital?

Luisa sabía que no debía criticar a su yerno, pero estaba demasiado nerviosa como para disimular sus sentimientos.

—Me alegro de que no haya venido, mamá. Lo único que haría sería poner nervioso a Marcus; le diría que no jugara más al críquet.

—¿Qué? ¿Por qué no?

—Aldo opina que debe centrarse solo en la granja —dijo Elena.

—¡La granja! ¡Pero si todavía es un niño! Ha de tener una infancia, y el deporte forma parte de la infancia.

—Eso me parece a mí también —contestó Elena—. No sé lo que le pasa a veces a Aldo.

—Jamás debí proponerte que te casaras con ese hombre, Elena. —Luisa se santiguó alzando la vista al cielo—. Que Dios me perdone —murmuró, y luego miró hacia la puerta como si tuviera miedo de que la oyera su marido—. Sé que por aquel entonces me pareció lo más acertado, pero no se porta contigo como un buen marido —añadió.

Sabía que Luigi no querría oír hablar de eso nunca jamás. Aunque él tampoco apreciaba demasiado a Aldo, le respetaba como hombre y como marido de Elena. Además, nunca confesaría que estaba equivocado.

—Me temo que estoy atrapada por mi pasado, mamá —susurró Elena—. Si los médicos empiezan a escarbar en el historial familiar, a lo mejor se averigua que Aldo no es el padre de mi hijo.

—Cállate, Elena —cuchicheó Luisa con los ojos como platos—. Ni se te ocurra decir eso.

—Podría pasar —dijo Elena, que siempre había temido e intuido que, tarde o temprano, llegaría ese día.

—No, no va a pasar —le aseguró Luisa a su hija—. Ya verás como no. No hay razón para preocuparse.