21

Alison se quedó paralizada por el miedo cuando un grupo grande de aborígenes varones se aproximó al avión arrastrando unas piedras gigantescas.

No tenía ni idea de lo que querían esos hombres, pero imaginó lo peor, de modo que se quedó temblando en la cabina del piloto y pensando que ahí acababan sus días. Imaginó a Lyle encontrando su cadáver maltrecho entre los restos del avión, aunque pensándolo bien, quizás había sido asesinado también él… A Alison le costaba respirar.

Para su sorpresa, de repente reconoció a Lyle entre los hombres… ¡ileso! Y no solo parecía ileso, sino sereno e imperturbable. Alison abrió con cuidado la portezuela del avión y, al instante, se llevó la siguiente sorpresa. Lyle se puso a dirigir a los aborígenes indicándoles dónde debían depositar los pedruscos.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Alison desconcertada.

Se apeó titubeante de la avioneta e inmediatamente fue atrapada por una ráfaga de viento que a punto estuvo de derribarla.

Lyle la agarró del brazo para ayudarla a mantener el equilibrio.

—La tribu no tiene cuerdas; de ahí que traigamos piedras para asegurar el avión. Supongo que funcionará, ¿no crees?

—Imagino que sí. —Alison miró por encima del hombro de Lyle y vio a un hombre con turbante y una túnica ondeando al viento. Dos enormes camellos lo acompañaban—. ¿Y ese quién es? —le preguntó a Lyle tapándose con la mano la nariz y la boca.

Lyle se volvió.

—Ah, es Haji Merben. Ahora vive con los aborígenes pero es oriundo de Kandahar. Es el que me va a llevar a la granja Tintinarra.

—Pero no te llevará en camello, ¿no?

—Sí, sí, en camello. En cualquier caso, es mejor que ir andando, y con Haji de guía por lo menos no me perderé. Puedes venir si no te importa compartir un camello conmigo.

—¿Yo en camello? —Alison lanzó una mirada seria a Lyle y luego una incrédula al animal—. No lo dirás en serio, ¿verdad?

—Wally Nangawarra me ha dicho que te puedes quedar con él y con su padre si quieres esperarme aquí —dijo Lyle.

—¿Se puede saber quién es Wally Nangawarra?

—Ese de ahí atrás —dijo Lyle señalándole—. El del sombrero. —Lyle colocó una piedra gorda ante una de las ruedas del Victory—. En realidad, trabaja de bracero en una granja, pero ha venido a visitar a su padre enfermo, el más anciano de la tribu de los kalkadoon. Al final ha resultado que el hombre tenía una espina clavada en el pie que le molestaba mucho, pero ya me he ocupado de eso. Wally ha tenido la amabilidad de pedirle a Haji Merben que me lleve a Tintinarra.

A Alison le costó trabajo digerir de golpe tanta información.

—Ahora me tengo que marchar, Alison. No puedo perder más tiempo. Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Te vienes o te quedas?

—No me apetece mucho quedarme, pero… —Alison contempló los camellos—. Tampoco estoy segura de si realmente quiero montar en camello —dijo, sin reconocer que le daba miedo.

—Mi valiente piloto no tendrá miedo de los camellos, ¿no?

Lyle estaba extrañadísimo porque creía que Alison no temía a nada. A Alison no le gustó su tonillo sarcástico.

—¡Por supuesto que no! —respondió en tono arisco—. Dame una pausa para respirar, Lyle. Todavía sigo temblando por el aterrizaje de antes.

Firmemente decidida a demostrar que no tenía miedo, se dirigió hacia una de las bestias jorobadas a las que Haji había ordenado que se agacharan para que pudieran subir los dos. Al ver cómo escupía y rezongaba, inmediatamente le desapareció todo asomo de temeridad. Prefería vérselas con una serpiente marrón australiana que con un camello, pero no tenía ni idea de cómo decírselo a Lyle.

Haji ofreció a Lyle y a Alison un tocado.

—¿Es una costumbre típica? —preguntó Alison.

—Sirve para protegerse del sol y del polvo —dijo Haji amablemente—. Pónganselo.

Él llevaba un pañuelo por el que solo le asomaban los ojos, lo que le proporcionaba un aspecto algo inquietante, pero su voz era agradable y tranquilizadora.

—Tendrá que enseñarnos cómo se pone uno esto —le pidió Lyle, que no sabía qué hacer con aquella prenda.

—Naturalmente —dijo Haji complaciente. Le puso uno de los pañuelos a Alison sobre la cabeza y lo anudó de modo que solo le asomaban los ojos—. Así.

Alison se puso además las gafas de sol; ahora quedó convencida de estar suficientemente protegida del viento y del polvo. Cuando Lyle se anudó su pañuelo, Alison no pudo contener una sonrisa… sin que él la viera, claro.

—¿A que parezco un jeque árabe? —preguntó Lyle en broma.

—Si tuvieras muchos millones de dólares y un harén, estaría convencida —dijo Alison sarcásticamente.

Lyle se echó a reír.

Mientras Lyle ayudaba a que Alison se sentara en la sillita que había a su espalda, ella aún seguía teniendo sus dudas sobre si montar en uno de esos camellos rezongones a los que, al rumiar, les salía espuma por la boca.

—Creo que el animal no quiere llevar a dos personas a lomos —le dijo Alison a Haji cuando se montó Lyle—. Quizá seamos una carga demasiado pesada.

—¿Demasiado pesada? Tú quizá —se guaseó Lyle.

—No, en serio. Fíjate cómo resuella el pobre animal. ¿Cómo se va a levantar con los dos sobre su lomo?

Alison intentó acomodarse. Iba sentada sobre las patas traseras del camello. Si miraba hacia atrás, no veía más que la cola. Como la sillita le resultaba un tanto precaria, se agarró con todas sus fuerzas a un asa que había en la parte trasera del asiento de Lyle.

—Es que Ashu es un vago —explicó Haji—. Piensa que, como acaba de sentarse, para qué se va a levantar otra vez.

De las alforjas de su camello, que se llamaba Amar, sacó un palo del que colgaba algo que se parecía sospechosamente a la cola de otro animal. Y luego se acercó a Ashu por detrás.

—¿Qué va a hacer con eso? —preguntó temerosa Alison.

—Obligarle a que se mueva —le explicó Haji con resolución.

—Por favor, no le pegue —rogó Alison, que imaginaba a su camello saliendo disparado como un rayo.

Sin hacerle caso, Haji alzó el látigo y le dio una orden al animal. En ese mismo momento, Ashu giró la cabeza y profirió un espantoso sonido gutural.

—Me lo he pensado mejor —le dijo Alison a Lyle—. Me voy a bajar.

Antes de que le diera tiempo a pasar la pierna por encima de la joroba del camello, el animal empezó a levantarse, rezongando y protestando.

—Demasiado tarde —opinó Lyle cuando el animal estiró las patas traseras.

Al pillarle el tirón completamente desprevenida, Alison se dio con la cabeza contra la espalda de Lyle. El pañuelo se le deslizó y de repente lo vio todo negro. Desorientada, soltó una mano del asa de la silla para recolocarse bien el pañuelo y poder ver qué estaba pasando. En ese momento, el camello estiró también las patas delanteras, y Alison perdió el equilibrio y a punto estuvo de resbalarse y caer. Por suerte, Haji, que se hallaba cerca, la agarró de la pierna y la volvió a sentar en la silla. Alison pensó que menos mal que para trabajar siempre llevaba pantalones.

—¡Agárrense! —ordenó Haji.

—Podría haberme avisado —se quejó Alison, pugnando por recuperar la dignidad, cosa nada fácil entre las risotadas de Lyle y Haji.

La travesía en camello a través del Outback australiano fue como una pesadilla para Alison. En realidad, los animales pisaban con paso firme y se movían majestuosamente, pero Alison se mareaba con el balanceo. Cuando se lo dijo a Lyle, este se limitó a reírse.

—No tiene gracia —se lamentó ella.

—Ahora ya sabes cómo me siento yo cuando haces loopings con el avión —respondió él.

—¡No es lo mismo! —insistió Alison, aunque para sus adentros prometió solemnemente no volver a hacer acrobacias cuando volara con Lyle.

La tormenta cesó tan súbitamente como había llegado, y Haji les contó a Lyle y a Alison su vida en Australia. Llevaba casi cinco años viviendo en el Outback. Con sus camellos transportaba ropa, artículos de mercería, ollas, sartenes y condimentos a las granjas de Queensland y, más allá de la frontera, hasta el Territorio del Norte. Mantenía a una mujer y siete hijos en su casa de Kandahar y esperaba poder llevárselos algún día a Australia. Haji vivía entre inmigrantes de Afganistán, cerca de Marree y en Broken Hill. Estos lugares eran conocidos como las Ghan Towns. Pero prefería las colonias de los aborígenes. Les explicó entre risas que las mujeres de los aborígenes se portaban bien con él, de lo que Alison y Lyle dedujeron que satisfacían sus necesidades viriles.

Los camellos recorrieron los dieciséis kilómetros que separaban la colonia de la granja Tintinarra a buena velocidad, y con la cháchara ininterrumpida de Haji contando su vida en Australia y la de su familia en Kandahar, el tiempo se les pasó volando.

Una vez llegados a Tintinarra, Lyle comprobó que el vaquero Charlie Tidwell estaba en estado grave. Al ver que Lyle le suministraba éter para calmar los dolores, se sintió profundamente aliviado. Lyle hizo lo que pudo, aunque enseguida tuvo la certeza de que el hombre no podría librarse de una estancia en el hospital. La complicada fractura de la pierna solo se podía tratar mediante una operación. A través de la radio, Lyle llamó a la central de Cloncurry y habló con el reverendo Flynn acerca de la lesión de Charlie.

—La tibia no solo le asoma por la piel, sino que además está astillada en diferentes puntos; desde aquí no puedo hacer nada por Charlie. Por desgracia, nuestro avión se encuentra a dieciséis kilómetros, en una colonia aborigen en la que hemos tenido que hacer un aterrizaje forzoso —explicó.

—En ese caso enviaré la otra avioneta —dijo el reverendo—. Está en Cloncurry. Las ráfagas de viento han cesado por completo.

Al cabo de una hora llegó el otro avión a Tintinarra. Charlie fue subido a bordo. Para entonces había empezado a llover, pero ni mucho menos tanto como más al este. A Alison le habría gustado regresar a Cloncurry con Charlie, con el piloto y con el doctor Tennant, uno de los otros médicos, pero tenía que ir con Lyle a la colonia aborigen para llevar su propia avioneta a la base.

Alison insistió en sentarse esta vez delante en el camello. Cuando Ashu se levantó, ya no la cogió desprevenida. El animal volvió a protestar, pero para entonces Alison había aprendido que los camellos se comportan siempre de ese modo.

Haji les explicó que solo había tenido que pegar una vez a un camello… después de recibir un buen mordisco.

—El látigo lo utilizo solo para amenazar a Amar y a Ashu.

—Creo que no hay ninguna razón para pegar a un animal —insistió Alison.

—Entonces mire usted misma la cicatriz que me dejó —dijo Haji, enseñándole una horrible llaga en el brazo—. ¿Tan extraño le parece que pegara al camello?

A eso ya no supo contestar Alison, pues comprendió que su reacción había tenido que ser espontánea. Probablemente, el reaccionar así le había salvado incluso la vida. La historia de Haji animó a Alison a confesar la razón por la que le daban miedo los camellos.

—Una vez, cuando era pequeña, me mordió un camello en un circo —dijo, enseñando una pequeña cicatriz en el brazo.

—Eso no es nada. —Haji se echó a reír—. Esas pequeñas heridas las tiene todo el que trata a menudo con camellos.

—Yo entonces tenía cinco años —le explicó Alison, para justificar de nuevo su miedo a esos animales—. Sé que parece una tontería, pero hay cosas que se han vivido de niño que a veces le persiguen a uno durante el resto de su vida.

Lyle se acordaba de una vez que se cayó de la bicicleta cuando era niño, pero al venirle Jamie a la memoria guardó silencio. Además, no se encontraba nada cómodo en el asiento que Alison había bautizado irrespetuosamente como «la sillita del niño». Al ser tan grande, apenas cabía en él.

De modo que Lyle se alegró cuando por fin llegaron a la colonia aborigen. Con la ayuda de Wally y de los otros miembros de la tribu retiró los grandes pedruscos de las ruedas del avión. Como en la colonia solo había llovido un poco, la tierra ya se había tragado el agua. Lyle se enteró de que los aborígenes estaban decepcionados; la lluvia no había colmado sus necesidades. Al haberse secado los arroyos, no había peces ni cangrejos de río, y cada vez se encontraban menos plantas que les proporcionaran raíces y bayas. Wally le contó que en épocas de sequía los animales no tenían crías.

Lyle esperó junto al avión a Alison, que había sido llevada por Haji al sitio en el que guardaba provisionalmente la mercancía con la que comerciaba. Lyle apenas dio crédito a sus ojos al ver aparecer a Alison al cabo de un rato. Iba cargada de arriba abajo con prendas de vestir que le había comprado a Haji.

—¿Podremos despegar con toda esa carga? —bromeó Lyle.

—Muy gracioso —dijo ella—. Haji tiene una ropa preciosa. Me habría gustado comprarle más cosas.

—¿Es que en Cloncurry no venden ropa de señora? —preguntó Lyle sarcásticamente.

—Como esta no —se defendió Alison—. A Haji le manda la ropa su mujer desde Kandahar —dijo Alison—. Son cosas muy bonitas. No tienes más que ver los colores y tocar la tela —dijo entusiasmada, pasándole un chal a Lyle—. Es tan refrescante para la piel que resulta ideal para este clima. La señora McNamara me ha enseñado lo que le había comprado a Haji. Decía que sus hijas todavía visten casi exclusivamente saris.

—¿Piensas pilotar de aquí en adelante el Victory en sari? —le preguntó Lyle, haciéndose el aterrado.

—¿Por qué no? —le salió espontáneamente a Alison.

Entre risas, metieron las compras de Alison en el avión y se subieron a él. Efectivamente, el motor arrancó enseguida y regresaron sin problemas a Cloncurry.