20

—¡Helo aquí, doctor MacAllister! Ahora mismo me disponía a averiguar dónde se había metido —dijo el reverendo Flynn.

En ese momento salía del cuarto de la radio, en la oficina de los Médicos Volantes, y tropezó con Lyle en el estrecho pasillo.

El edificio en el que se encontraba la oficina era una casa reconstruida en las afueras de la ciudad de Cloncurry. Al lado había un hangar con capacidad para dos avionetas.

—Estaba en el hospital —dijo Lyle.

—Esa ha sido la información que he recibido —dijo Flynn con cara de preocupación.

Lyle había visitado a sus pacientes del hospital municipal de Cloncurry, algunos de los cuales le conmovían especialmente. La pequeña Gail, por ejemplo, que afortunadamente ya se había recuperado. Hacía mucho que ella y su madre habían volado de vuelta a su apartada granja.

—La señora Webster y su bebé se encuentran estupendamente. El pequeño Joshua sí que se ha librado de una buena, teniendo en cuenta que vino al mundo en el suelo de la cocina.

Joshua era el primer hijo de Carol Webster, por lo que nadie había contado con que su llegada a este mundo durara tan solo treinta minutos. Lyle y Alison habían volado lo más aprisa posible a la granja Wilma Glenn, después de que Carol los llamara por radio, pero habían llegado diez minutos después del parto. Encontraron a Carol en la cama con el bebé en brazos. Ella había sufrido un shock.

El control del cuarto de la radio lo llevaba Agnes Montgomery, que antes había trabajado para la Cruz Roja australiana. Agnes tenía una historia de amor que le encantaba contar una y otra vez. Durante sus años de voluntaria de la Cruz Roja había creado un servicio de transporte con cuya ayuda llevaba a los soldados en una moto con sidecar desde los buques hospital a sus lugares de origen o a centros de rehabilitación. En uno de esos viajes había conocido al amor de su vida. Un día recibió el encargo de recoger en el puerto de Townsville a William Montgomery, a quien ella llamaba cariñosamente Monty, y llevarle a casa, a la granja de caña de azúcar de su familia. Durante el viaje tuvo que esquivar a un perro que perseguía a un conejo. Tras la maniobra fue a parar con la moto y el sidecar a la cuneta y se rompió la muñeca. Monty se reveló como su héroe, pues sin tener en cuenta sus propias lesiones, la acompañó a pie a la granja más cercana, donde encontraron ayuda. Agnes afirmaba que ese día de noviembre de 1918 se enamoró de él, y a las pocas semanas se casaron. El destino quiso que, debido a las lesiones sufridas por Monty, no pudieran tener su propia familia, de modo que adoptaron un hijo y una hija.

—Cómo me alegro de que la señora Webster y su bebé se encuentren sanos —dijo Flynn, mirando con el ceño fruncido un trozo de papel que le acababa de dar Agnes.

—¿Ocurre algo? —preguntó Lyle.

—Acaba de entrar una llamada urgente de la granja Tintinarra, al sudoeste de Mount Isa.

En esa granja no había estado nunca Lyle.

—¿Y cuál es el problema?

No era nada habitual que el reverendo comentara con los médicos las llamadas urgentes que se hacían por radio. Normalmente era la señora Montgomery la que concertaba los vuelos con los médicos. De ahí que Lyle sospechara que se trataba de una emergencia inusual.

—Un vaquero de Tintinarra se ha roto una pierna al caerse del caballo, que le ha arrastrado un buen trecho por el suelo pedregoso. La descripción de la fractura tiene bastante mala pinta. Se ha destrozado la tibia, y le asoma el hueso. El granjero ha podido cortar la hemorragia haciendo un torniquete, pero hay mucho riesgo de infección si no acude usted inmediatamente a la granja.

—Voy en busca de Alison y enseguida salimos —dijo Lyle, que suponía que su piloto estaría en el hangar, donde todas las mañanas inspeccionaba el Victory para asegurarse de que estaba listo para el despegue y con suficiente combustible.

—Espere, doctor. Esta mañana hemos recibido un aviso de tormenta que parece bastante preocupante —dijo el reverendo.

En ese mismo momento, Alison entró en el edificio.

—¿Es inquietante la previsión meteorológica? —preguntó.

Estaban junto a la puerta abierta del cuarto de la radio, cuyo ventanal daba al hangar y a la pista de aterrizaje. El cielo era de un azul infinito salpicado de algodonosas nubecillas en forma de corderitos. No parecía que fuera a cambiar el tiempo.

—A mí me da la impresión de que va a hacer bueno —opinó Lyle.

—Anteayer, un ciclón devastador castigó a la región situada muy al norte de Queensland —explicó el reverendo—. El cielo australiano es capaz de oscurecer en el transcurso de una hora. Ustedes todavía no han experimentado ese fenómeno, pero créanme, resulta francamente aterrador.

—Lo oí en la radio —dijo Alison—. ¿Le preocupa que aquí también ocurra lo mismo?

—En efecto —respondió el reverendo Flynn—. Después de que el ciclón recorriera la costa, se desplazó hacia el interior. Ahora mismo está causando estragos a la altura de Hughenden. Hay vientos huracanados y fuertes aguaceros, lo que ha provocado inundaciones y crecidas de los ríos. El informe meteorológico solo habla de una zona de baja presión tropical, pero las rachas de viento siguen siendo fuertes. Me preocupa que alcancen esa zona con el avión. Como ya les he dicho, la granja Tintinarra se halla al sudoeste de Mount Isa, por lo que existe la posibilidad de que lleguen allí antes de que los vientos soplen con tanta fuerza que sea peligroso volar. En tal caso, deben permanecer allí hasta que puedan alzar de nuevo el vuelo sin poner en riesgo su seguridad, y de este modo podrían tratar al paciente. El granjero se llama Ben McNamara, un hombre muy capacitado. Sabe entablillar una fractura sencilla, lo ha hecho con cierta frecuencia; pero este otro tipo de fractura es imposible que la enderece nadie en la granja y tampoco sabrán combatir eficazmente una infección. Pero cuando pienso que los últimos coletazos del ciclón vienen de camino hacia aquí… Moralmente me veo incapacitado para exigirles que pongan su vida en peligro.

—Entonces ¿no cree que podríamos llegar sin riesgos hasta Tintinarra? —preguntó Lyle.

—Es posible, pero no puedo garantizárselo. De ahí que la decisión recaiga en ustedes, que han de dar su beneplácito.

El reverendo miró primero a Alison y luego a Lyle. Este a su vez miró a su piloto.

—Hay un vaquero de Tintinarra que está gravemente herido —dijo Lyle—. Si no acudimos a él, su estado puede empeorar.

—Entonces vayamos —respondió Alison.

—¿Estás segura? Ya has oído lo que ha dicho el reverendo acerca del tiempo.

—No sería la primera vez que volara con mal tiempo, de modo que si tú estás conforme, yo también —contestó Alison sin dudarlo.

A Lyle no le sorprendió su respuesta, pues en el aire Alison no tenía miedo de nada. También pensó en lo que podría pasarle al vaquero, que no tardaría mucho en contraer una septicemia, y si el torniquete impedía que la sangre afluyera a su pantorrilla durante demasiado tiempo, existía el peligro de que perdiera la pierna.

—Entonces iremos, reverendo —dijo Lyle—. Pídale a la señora Montgomery que comunique por radio a la granja Tintinarra que vamos para allá.

Llevaban veinte minutos de vuelo cuando notaron que el cielo cambiaba súbitamente de un color azul claro a otro rojo calinoso.

—¿Qué es eso? —preguntó Lyle, que nunca había visto nada igual.

—Es polvo —respondió Alison, pilotando el avión tan aprisa como podía—. Si nos adelantamos a las ráfagas de viento más fuertes, llegaremos sin problema a Tintinarra y podremos aterrizar —le tranquilizó a Lyle.

Lyle tenía en la punta de la lengua sugerir que más les valía dar la vuelta, pero al mismo tiempo no se le iba de la cabeza el vaquero herido. Tendría unos dolores insoportables hasta que le enderezaran la pierna.

—¿Estás segura? —se limitó a preguntar.

De repente, una fuerte ráfaga de viento hizo que el avión diera un bandazo. A Alison le costó trabajo mantener el rumbo.

—¡Allá vamos, Lyle! —gritó ella, luchando con los mandos—. Nos han alcanzado las ráfagas del ciclón.

El viento azotó primero el ala izquierda y luego la derecha, de modo que el Victory surcó el cielo en zigzag. Alison descendió a quinientos pies porque quería intentar apartarse de las ráfagas más fuertes, pero de este modo el polvo del suelo se levantaba arremolinado y les limitaba drásticamente la visión.

—¿Cuánto calculas que falta para llegar a la granja? —preguntó Lyle nervioso.

Intentó ver algo a través del polvo, pero no lo consiguió. Aunque procuraba por todos los medios ocultar su angustia, a su piloto no podía engañarla.

—Unos ochenta kilómetros —respondió Alison. Vio lo pálido que se había puesto Lyle; lo peor era que este notó la inseguridad de ella, aunque no dijo nada—. Si me vas a sugerir que demos la vuelta, Lyle —continuó Alison—, he de decirte que ya no se puede. Las ráfagas del ciclón prácticamente nos están llevando hacia el oeste.

—No lo iba a sugerir —contestó Lyle, después de echar un vistazo por encima del hombro y ver el negro y aciago cielo del este.

De repente, la avioneta sufrió otro fuerte embate del viento y formó remolinos por el aire como un avión de papel. Lyle oyó que Alison inspiraba profundamente al intentar que el avión recobrara su rumbo y no perder el control. Después de mirar a la brújula, giró a la izquierda. Poco después fueron alcanzados por otra racha de viento que los sacudió de arriba abajo. Cada dos por tres, miraba nerviosa hacia la brújula. Por el rabillo del ojo veía cómo se aferraba Lyle al asiento.

—A esta velocidad pronto llegaremos a Perth —le gritó ella por encima del bramido del viento.

Aunque Alison se obligó a sonreír, Lyle tenía claro que su piloto, normalmente tan valiente, ahora estaba preocupada. Y eso resultaba de todo menos tranquilizador.

—Más vale eso que caer en picado al suelo —respondió Lyle.

—Eso no lo permitiré, Lyle, pero tengo que encontrar un sitio donde pueda posar este pájaro hasta que pasen las peores rachas de viento.

Alison miró por la ventanilla de su lado. Debido al polvo arremolinado solo se distinguía vagamente el suelo.

—¿No llegamos hasta Tintinarra?

—Creo que no, al menos con el avión. Ahora correríamos demasiado peligro.

—¿Y cómo vas a ver dónde puedes aterrizar? —preguntó Lyle, presa del pánico.

También él miró hacia abajo, pero era imposible reconocer algo.

—Voy a descender un poco más. Así quizá vea mejor —respondió Alison.

Bajó el Victory hasta unos cien pies por encima del suelo. A causa del viento, las alas se inclinaron primero hacia un lado y luego hacia el otro. De vez en cuando, Lyle distinguía unos cuantos árboles o una colina rocosa. La idea de que no podría llegar hasta su paciente iba adquiriendo cada vez más tintes de una posibilidad inquietante.

—¿Podrás aterrizar sin peligro? —preguntó nervioso.

—Enseguida lo averiguaremos —dijo Alison, gritando por encima del aullido del viento—. Tenemos que aterrizar; no nos queda otra opción, Lyle. Si nos alejamos demasiado del rumbo, nos quedaremos sin gasolina y…

Aunque no dijo lo que pensaba, Lyle sacó sus propias conclusiones. Sabían que en algunas granjas tenían combustible, pero ni mucho menos en todas, y además se hallaban muy lejos de todas ellas. Lyle miró a Alison, pero esta seguía concentrada en encontrar una superficie despejada donde poder posar el avión. Cuando empezó a dar vueltas, Lyle miró por la ventana.

—¡Ahí abajo! —exclamó Alison—. No estoy segura de si esa superficie servirá como pista de aterrizaje, pero no tenemos elección.

Siguió descendiendo e intentando mantener el avión enderezado, pero las fuertes ráfagas de viento apenas lo permitían. Cuando Lyle miró la siguiente vez por la ventana, le pareció que el suelo se acercaba hacia él a una velocidad vertiginosa y se asustó muchísimo.

—¡Pon la cabeza entre las rodillas! —le ordenó Alison.

—¿Qué? —preguntó Lyle, sin dar crédito a lo que oía—. ¿Por qué?

—¡Hazlo ya! —gritó ella.

Lyle adoptó la postura de aterrizaje forzoso. Solo pensaba en que tenía que sobrevivir para poder ayudar a Alison si le necesitaba. El corazón se le aceleró y contuvo la respiración. Durante una fracción de segundo, desvió la mirada hacia su piloto, cuyos brazos se aferraban con todas sus fuerzas al volante. Cerró los ojos y rezó.

—Bueno… vamos allá… —dijo Alison en voz baja, protegiéndose contra el impacto.

El avión chocó con algo, el morro del avión se elevó, y Alison temió que fuera a encabritarse. Luego alzaron de nuevo el vuelo dando bandazos a uno y otro lado.

—¡Maldita sea! —despotricó Alison, al ver que el viento jugaba con el avión como si fuera de papel maché.

Lyle notó un golpe aún mayor cuando Alison hizo que el avión descendiera de nuevo. ¿Habían chocado contra una roca? El Victory se ladeó amenazando con volcar y luego rebotó contra el terreno irregular, antes de iniciar de nuevo el balanceo. Lyle oyó maldecir a Alison y levantó la cabeza para ver qué había pasado. En ese momento, el avión basculó hacia el otro lado y Lyle se dio un golpe fuerte contra la ventana lateral. Al instante, se quedaron parados y envueltos en una nube de polvo rojo.

Lyle miró a Alison, pero ninguno de los dos era capaz de hablar. Enmudecidos, contemplaron el polvo que se arremolinaba a su alrededor. No veían más allá del morro del avión y de las puntas de las alas. Alison suspiró aliviada y relajó el gesto crispado.

—Hemos aterrizado sanos y salvos —dijo, cogiendo aire y desplomándose en su asiento—. Bueno, al menos espero que estemos sanos. Jamás había tenido que hacer un aterrizaje así.

—Lo has hecho de maravilla —dijo Lyle, lleno de gratitud—. Durante un rato me preguntaba si llegaríamos a aterrizar —añadió, consciente de que la cosa podría haber acabado mucho peor.

—Hemos tenido suerte, Lyle. —Alison miró por la ventana—. El motor parece que sigue bien, pero tendré que ver si han sufrido daños los neumáticos y el fuselaje —dijo, mientras las ráfagas de viento seguían azotando al avión y meneándolo de acá para allá—. Además, me preocupa que el ventarrón pueda hacer que vuelque la avioneta.

—¿Sería posible? —preguntó incrédulo Lyle.

—Si la cosa se pone peor, desde luego que sí. Una vez vi en el aeropuerto de Edimburgo cómo se encabritaba un avión pequeño por culpa del viento, que soplaba a unos ciento treinta kilómetros por hora.

Alison intentó abrir la puerta. Como el embate del viento era tan fuerte, tuvo que empujar con toda su alma. Preocupada, echó un vistazo al tren de aterrizaje protegiéndose los ojos y la boca de la polvareda. Por suerte, los neumáticos seguían llenos de aire y el fuselaje solo había sufrido daños superficiales, unos pocos arañazos y abolladuras. Alison divisó los alrededores. Aunque la vista no le alcanzaba muy lejos, distinguió un terreno muy irregular. Por doquier había piedras y grandes bloques de roca, por lo que haber aterrizado sanos y salvos era casi un milagro.

Cuando el viento se calmó un poco, el polvo se depositó brevemente en el suelo. Lyle se bajó también y los dos se pusieron a contemplar el paisaje.

—Allí parece que hay una especie de colonia —dijo Alison, señalando hacia el oeste—. Pero me temo que aún estamos a varios kilómetros de Tintinarra, de modo que debe de ser una pequeña tribu aborigen.

Distinguieron algunas cabañas bajitas que parecían un poco abandonadas, pero no vieron ninguna señal de vida.

—Según mis mapas, en esta comarca hay varias colonias aborígenes —dijo Lyle.

Alison se volvió hacia el sudoeste.

—Tengo que mirar la brújula, pero creo que Tintinarra queda por allí.

De repente, soltó un grito.

—¿Qué pasa? —preguntó Lyle, volviéndose hacia ella.

A través del polvo rojizo que los envolvía, Lyle reconoció vagamente una figura humana. Un aborigen. En la mano sostenía una lanza con un lagarto grande ensartado en ella. Por la lanza y por la mano del hombre corría sangre pringosa, lo que le daba un aspecto estremecedor. Con el miedo pintado en el rostro, Alison no podía apartar la mirada del hombre.

—Buenas tardes —dijo Lyle lo más amablemente que pudo.

Confiaba en que el hombre le entendiera al dirigirse a él en inglés. Sin embargo, el aborigen guardó silencio.

—Nos hemos visto obligados a hacer un aterrizaje forzoso… por el polvo y la tormenta —añadió Lyle como explicación; inconscientemente, se puso delante de Alison, un gesto de protección que ella agradeció mucho—. Trabajo en el servicio de Médicos Volantes —continuó Lyle—. Soy el doctor MacAllister y esta es mi piloto, Alison Sweeney.

Se apartó un poco para que viera a Alison, que sonrió valientemente aunque por dentro temblaba de miedo. Como el hombre seguía sin reaccionar, Alison se escondió otra vez detrás de Lyle.

El hombre parecía inspeccionarlos sumido en sus pensamientos.

—Tú… —dijo, señalando con la lanza a Lyle—. ¿Doctor?

—Sí, eso es —respondió Lyle.

—¿Curandero?

Lyle le echaba al aborigen unos cuarenta años. Los rasgos de la cara aún parecían jóvenes, pero tenía el pelo salpicado de mechones grises, y también la barba. Sus anchos pies iban descalzos; la única prenda de vestir que llevaba eran unos pantalones deshilachados que le llegaban justo por encima de la rodilla.

—En efecto —dijo Lyle, pese a que en cierto modo estaba seguro de que el curandero de una tribu no era exactamente lo mismo que un doctor de medicina general—. Íbamos de camino hacia la granja Tintinarra, a curar a un paciente que se ha roto la pierna, pero las ráfagas de viento nos han obligado a aterrizar. ¿Hay mucha distancia de aquí a Tintinarra?

El aborigen examinó a Lyle entornando sus oscuros ojos.

—Hasta allí lejos. Dieciséis kilómetros —dijo con gesto desdeñoso, señalando hacia el sudoeste, y dio media vuelta.

—Espere —le dijo Alison aterrorizada. Se asomó por la espalda de Lyle y le dio la tos porque al hablar le había entrado polvo en la garganta, y además lagrimeaba—. Con este calor y esta polvareda nos es imposible caminar dieciséis kilómetros.

El hombre se detuvo y examinó de nuevo a Alison. La miraba de un modo que hacía pensar que en su cultura las mujeres eran consideradas seres inferiores. Alison se puso furiosa.

En un tono agresivo dijo algo en la lengua indígena y señaló hacia Tintinarra. Daba la impresión de querer decirles a Lyle y a Alison que él era capaz de recorrer dieciséis kilómetros por el polvo sin la menor dificultad y que, por lo tanto, ellos también podrían hacerlo.

—¡No, no! —insistió Alison—. Nosotros no podemos ir a pie a Tintinarra. No somos aborígenes. No…

—Déjalo, Alison —la interrumpió Lyle, que no quería provocar que el hombre se comportara más agresivamente todavía—. Ya encontraremos una solución. Si hace falta, iré yo a pie. Tú puedes quedarte en el avión hasta que consigas hacer que vuele de nuevo.

—Quién sabe cuándo será eso, Lyle —dijo Alison contrariada—. En cuanto cesen las rachas de viento huracanado, quiero marcharme. Porque si encima nos sorprenden fuertes aguaceros, la zona se convertirá en un barrizal. Entonces no tendríamos ninguna posibilidad de despegar. —Como además no le hacía ni pizca de gracia la idea de quedarse sola y volver a encontrarse con gente como ese salvaje aborigen, se dirigió de nuevo a él—: Nosotros no estamos acostumbrados a hacer trayectos tan largos a pie. Nos perderíamos… y este polvo es horroroso. —Volvió a toser—. Seguro que usted puede ayudarnos de algún modo.

De repente, una fuerte ráfaga de viento los azotó con tal ímpetu que a punto estuvo de derribar a Alison, aunque lo más preocupante fue que el viento se coló por debajo de las alas del avión e hizo que este se tambaleara y se levantara un poco del suelo. Lyle agarró a Alison del brazo y la ayudó a mantener el equilibrio.

—¡Tenemos que sujetarlo! —gritó ella asustada.

—¿Sujetarlo? ¿Y cómo vamos a hacerlo? —preguntó Lyle.

—Necesitamos cuerdas y estacas —dijo Alison.

Y lanzó una mirada de socorro al aborigen, que la miró con indiferencia. ¿O no le habría entendido?

—Tenemos que afirmar el avión para que no vuelque —dijo Alison esperanzada.

—¿Puede pasar eso? ¿Hay probabilidades de que vuelque? —preguntó Lyle con escepticismo.

No es que dudara de los conocimientos y la experiencia de Alison, sino que sencillamente no podía imaginar que pasara una cosa así.

—¡Claro que las hay, maldita sea! —bufó Alison—. Y si ocurre aquí, nos quedamos empantanados.

Ese lado de Alison no lo conocía Lyle; la vio con los nervios a flor de piel y realmente preocupada. Tenía que tomarla en serio.

—¿Hay en tu tribu algo con lo que podamos sujetar el avión? —le preguntó al aborigen.

Este se encogió de hombros, dio media vuelta y emprendió el camino hacia su colonia.

Ahora fue Lyle el que perdió la paciencia.

—Lo averiguaré —le dijo a Alison—. ¿Te importa quedarte sola? —Pensó si era prudente dejar a una mujer sola en esa comarca—. Naturalmente, si quieres puedes acompañarme.

—No, esperaré dentro del avión —le dijo ella, procurando no pensar en lo que podía pasarle al quedarse sola—. Pero date prisa.

Lyle siguió al aborigen hasta las cabañas, que de cerca seguían pareciendo abandonadas. El hombre arrojó el lagarto muerto al lodo, junto a los restos de una fogata cuyas llamas sin duda había apagado el viento. Inmediatamente se abalanzaron sobre el bicho unos perros visiblemente hambrientos, a los que el aborigen ahuyentó con un palo largo. Luego atizó los rescoldos del fuego y echó el lagarto dentro, utilizando el palo para cubrir de ceniza a la infeliz criatura.

Como surgidos de la nada aparecieron de repente varios hombres y mujeres, y el aborigen al que Lyle había seguido se puso a hablar con ellos en la lengua vernácula. Parecía muy enfadado. Los miembros de la tribu miraron fijamente a Lyle y luego se fueron a sus casas, toscamente construidas a base de chapa ondulada y madera. La mayoría de ellas no tenía ni puertas ni ventanas. El viento y el polvo podían entrar libremente por cualquier rendija.

Lyle no sabía qué hacer. No quería regresar al avión con las manos vacías, pero al mismo tiempo debía ser realista. La probabilidad de encontrar ayuda en ese lugar parecía muy remota. Era evidente que su presencia, por el motivo que fuera, no agradaba a los aborígenes.

Cuando Lyle se disponía a desistir de su empeño y regresar sin haber logrado su propósito, un aborigen salió de su choza. Aunque sorprendido por la visión del hombre blanco, enseguida se presentó como Wally Nangawarra. Wally tenía los hombros muy anchos, pero la espalda pronunciadamente encorvada. Lyle le calculó unos cincuenta años, aunque perfectamente podía ser más joven. No cabía duda de que había trabajado mucho durante toda su vida. El aborigen llevaba un sombrero, una camisa, pantalones vaqueros y botas; vestía igual que los blancos de la comarca. Lyle se sintió aliviado. Esperaba poder entenderse mejor con ese hombre, que parecía hablar bien el inglés. Se presentó a su vez y luego le describió la situación. Wally había oído hablar de los Médicos Volantes y consideraba que prestaban una labor extraordinaria.

—Me gustaría ayudarle, pero aquí no tenemos cuerdas, doctor —dijo Wally—. Sin embargo, podríamos colocar piedras alrededor de las ruedas del avión para que no vuelque.

Lyle agradeció el ofrecimiento.

—Lo que pasa es que entre los dos no vamos a poder hacerlo; necesitaríamos a un par de hombres más —dijo frustrado.

—Aquí nadie le va a ayudar, doctor —le explicó Wally.

Lyle no imaginaba cuál podría ser la razón. ¿Habría ofendido a los aborígenes? Supuso que sencillamente desconfiaban de los extraños.

—¿Cómo es que habla usted tan bien en inglés? —preguntó.

Wally sonrió dejando al descubierto varios huecos de la dentadura.

—Bueno, es más bien una especie de pidgin-english —dijo, y luego se echó a reír—. He trabajado en las granjas desde que cumplí la edad de subirme a un caballo. Mi último trabajo lo desempeñé en una granja situada a unos ciento sesenta kilómetros al sur de aquí, pero ahora he vuelto porque mi padre está enfermo. Es el más viejo de la tribu de los kalkadoon. Aquí se le profesa un gran respeto.

En ese momento, el aborigen que había conducido a Lyle hacia la tribu salió de una de las cabañas y se acercó muy alterado a Wally. Luego miró a Lyle con cara de pocos amigos. Inmediatamente, Lyle preguntó si él era la causa de la ira del hombre.

—Si les causo problemas, me iré —se ofreció.

—No se trata de usted, doctor —dijo Wally—. El curandero de la tribu ha intentado ayudar a mi padre, pero este se encuentra cada vez peor. Los del clan están cada vez más furiosos y ya no confían en el curandero. Creen que la tormenta ha sido el castigo por lo que el curandero le ha hecho a mi padre. Como saben que usted es médico, tienen miedo. Sospechan que usted le provocará aún más daños a mi padre.

—A lo mejor puedo ayudar a su padre. Me gustaría intentarlo.

Wally parecía fascinado ante la idea.

—Si no lo consigue, doctor, no puedo garantizar su seguridad.

Lyle se desconcertó.

—Me arriesgaré —dijo, pero no sabía si obraba con prudencia—. ¿Qué es lo que tiene su padre?

—Se le ha hinchado un pie. Tiene el doble del tamaño del otro y no se le acaba de curar. El curandero cree que está poseído por los malos espíritus. Lo ha intentado haciendo magia, pero no le ha servido de nada.

—¿Puedo ver a su padre?

—Claro que puede.

Wally le dijo algo al aborigen y, a continuación, salieron otros hombres de sus chozas y se pusieron a discutir acaloradamente entre ellos.

—Supongo que están en contra —dijo Lyle.

—Sí, pero voy a preguntárselo a mi padre. Si dice que usted puede ayudarle, así se hará. Usted espere aquí —añadió.

Lyle esperó, aunque se sentía incomodísimo porque los hombres le miraban con recelo. Intentó esquivar su mirada y desviarla en la dirección en la que se hallaba el avión. El viento ya no soplaba con tanta fuerza, pero cada dos por tres se levantaba una ráfaga que arremolinaba despiadadamente el polvo y le impedía a uno respirar bien. Lyle tenía claro que la larga espera sería como el infierno para Alison, pero confiaba en que los hombres de la tribu le ayudaran si él era capaz de curar al más anciano.

Al poco rato regresó Wally.

—Mi padre está preparado para recibirle —dijo.

Les dijo algo a los otros hombres y enseguida se retiraron.

Wally condujo a Lyle a una cabaña en la que había varias mujeres sentadas en el suelo junto a un colchón en el que yacía un hombre mayor. Una fogata caldeaba la choza, y el polvo entraba por todas las rendijas, de modo que el aire era casi irrespirable. Las mujeres le aventaban humo al enfermo anciano, que no paraba de toser.

Lyle se quedó horrorizado.

—¿Qué están haciendo? —preguntó.

—Ahuyentar los malos espíritus —le explicó Wally.

—No sé nada de malos espíritus, pero el humo no le sienta nada bien a la salud —dijo Lyle con resolución.

Wally le explicó a Lyle que su padre se llamaba Arinya y no hablaba inglés. Lyle le sonrió al hombre y luego se arrodilló al borde del colchón.

—¿Le importaría preguntarle a su padre si me permite examinarle el pie? —dijo.

Lyle notó enseguida que el anciano no estaba bien y que la causa de su malestar no era solo el humo y el polvo. Sospechó que la infección le habría afectado ya a la circulación sanguínea, y eso tenía mala pinta. Mientras Wally satisfacía la petición de Lyle, este apagó el fuego. Incluso a él le ardían los ojos por el humo.

Cuando el más viejo de la tribu, un hombre enjuto de pelo y barba grises, estiró el pie, Lyle se asustó. Tan hinchado estaba que parecía que la piel iba a reventar de un momento a otro. Mientras examinaba el pie, le preguntó a Wally si alguna de las mujeres presentes era su madre.

—Sí, pero todas ellas son las mujeres de mi padre —le explicó Wally, para sorpresa de Lyle.

—Su padre debe de ser un hombre fuerte —contestó Lyle con la cara seria.

Wally se echó a reír y tradujo lo que había dicho Lyle. Pese a los dolores, el padre esbozó una amplia sonrisa. Lyle se estremeció cuando el viejo dejó al descubierto las encías sin apenas dientes. Además, todo el interior de la boca presentaba un horrible color amoratado.

—¿Qué es eso? —preguntó Lyle preocupado al hijo.

—Masca bayas para paliar los dolores —respondió Wally.

Lyle examinó con cuidado el pie del anciano.

—Creo que su padre tiene una inflamación en el pie —le dijo a Wally—. No hay cortes ni fractura, de modo que esa es la única explicación de que lo tenga hinchado. El cuerpo intenta expulsar el problema.

En la zona del dedo gordo la piel estaba encallecida, pero de una pequeña herida en el lecho de la uña brotaba pus cuando la presionaba. A Arinya no le hacía ninguna gracia que el doctor le apretara en su dolorido pie, de modo que Lyle le pidió al hijo que le explicara qué estaba haciendo.

—Exactamente aquí está el problema —le dijo a Wally—. Sea lo que sea —añadió, señalando el lecho de la uña.

Wally habló con su padre en la lengua aborigen. Lyle vio que el anciano negaba con la cabeza.

—Mi padre está seguro de que ahí no tiene nada —dijo Wally.

—Pues yo sé con certeza que ahí tiene algo —dijo Lyle—. Voy a por mi maletín de médico para echarle un vistazo, si su padre no tiene inconveniente.

Wally habló con su padre, que primero miró a Lyle con escepticismo, pero luego asintió.

Lyle fue a todo correr al avión y le explicó a Alison que iba a ayudar al más anciano de la tribu.

—No me parece el mejor momento para consultas médicas —se quejó ella—. ¿No ibas a por cuerdas para sujetar el Victory? Desde que te has ido ha estado a punto de volcar dos veces.

—Obtendremos ayuda —dijo Lyle—. Confía en mí.

Cogió el maletín y regresó corriendo a la tribu. Lyle le explicó a Wally que tenía que practicarle a su padre un pequeño corte en el pie con un escalpelo para extraer el pus y hallar la causa de la grave inflamación. Luego le pidió que le explicara al más viejo de la tribu que era imprescindible hacer eso. Primero dio un pequeño corte y le presionó el pie. El anciano protestó a voz en grito. Por el rabillo del ojo Lyle percibió que varios hombres asomaban la cabeza por la entrada de la cabaña, obviamente dispuestos a defender al viejo, pero Wally los retuvo.

De repente, salió un chorro de pus del pie de Arinya y, con él, apareció una espina enorme.

—He aquí la causa de la inflamación y de la dolorosa hinchazón —dijo Lyle, pidiéndole de nuevo a Wally que lo tradujera.

El padre se quedó fascinado mirando la espina y, a continuación, habló animadamente en su lengua con el hijo. Lyle se dio cuenta de que los hombres de la entrada se habían quedado sin habla.

—Mi padre dice que tuvo que clavarse la espina la semana pasada en el pie, pues yendo de caza notó un fuerte dolor que luego se le pasó un poco. Había olvidado por completo ese percance —explicó Wally—. A los dos días se le hinchó el pie y se le puso cada vez más gordo.

—La espina había penetrado profundamente en la herida y se había quedado ahí clavada —dijo Lyle.

Wally habló otra vez con su padre.

—Dice que ya se siente mucho mejor —dijo muy contento.

—Es normal que sienta ya cierto alivio, pues la hinchazón tenía que provocarle una presión desagradable. Explíquele a Arinya que tengo que ponerle una cosa en la herida para limpiarla.

—Eso podemos hacerlo nosotros —dijo Wally—. Las mujeres conocen muchas hierbas curativas que tienen un efecto desinfectante y evitan una nueva inflamación. Ha hecho usted un buen trabajo, doctor.

—Me alegro de haber podido serles de utilidad. Procuraré volver a pasar por aquí algún día y echar un vistazo a su padre para cerciorarme de que sigue bien. Es decir… si el avión puede volver a despegar, cuando las ráfagas de viento dejen de menearlo de acá para allá.

Lyle recordó su propia situación de apuro mientras Wally le traducía a Arinya. El anciano soltó un largo discurso. Luego se dirigió a los hombres que aguardaban en la puerta, y estos desaparecieron de inmediato.

—¿Qué ha pasado? —se interesó Lyle, de nuevo preocupado.

—Todos los hombres le van a ayudar, doctor —dijo Wally sonriente—. Mi padre se lo ha ordenado.

—Tengo que ir lo más aprisa posible a la granja Tintinarra —dijo Lyle—. Podría ir a pie si no hubiera tanto polvo, pero me temo que me perdería. ¿Tienen idea de lo que puedo hacer?

—Claro —respondió Wally. Y sin pensárselo ni un segundo añadió—: ¿Sabe usted montar en camello?