19

Desde la partida de Lyle, Millie cambió varias veces de estado de ánimo. Al principio se sintió ofendida y enojada porque Lyle hubiera vuelto a desaparecer sin decir una palabra, y para sus adentros lo calificaba de egoísta. Pero luego, cuando se le pasó un poco el enfado al cabo de unas semanas, sus sentimientos se ablandaron y empezó a preocuparse por él. Sabía lo mucho que significaba para él su padre y lo duramente que había tenido que trabajar como médico. Pero cuanto más tiempo pasaba, más volvía a apoderarse de ella la ira y encontraba que la conducta de Lyle era insensata y egoísta.

Un día, Millie hizo acopio de valor y escribió a Mina a Edimburgo para preguntarle si sabía qué había sido de Lyle. Imploraba que le dijera si Lyle se encontraba bien y, apelando a los firmes principios de su suegra, le recordaba que, pese a todo, ella seguía siendo la esposa de Lyle. Mina le contestó que no sabía dónde estaba su hijo y que también ella estaba preocupada. No dejaba entrever que supiera lo de la aventura amorosa de Millie, pero en la carta quedaba claro que no deseaba mantener una correspondencia con ella. Insatisfecha con la respuesta, Millie escribió a Robbie. Este ni siquiera tuvo la cortesía de contestarle a la carta.

Millie seguía cobrando unos generosos ingresos de la consulta médica de Lyle, de modo que no vivía con estrecheces, pero había perdido un hijo y le enfurecía que a su marido le importaran un comino sus sentimientos. Seguía viéndose con Frankie Smithson, quizá ya no tan discretamente, pero tampoco con tanta frecuencia. Poco a poco le iba resultando muy posesivo, y eso no le gustaba. Frankie llegó incluso a apremiarla para que se divorciara de Lyle y se casara con él. Por diversas razones, a Millie la idea no le seducía demasiado. Frankie trabajaba en una fábrica embalando chimeneas. Mucho no ganaba, desde luego. Aunque tenía sentido del humor y cuando se tomaba un par de copas se ponía romántico, no poseía una casa ni tampoco tenía perspectivas de poseerla algún día.

Además, para entonces Millie apreciaba su independencia. Con el dinero que cobraba regularmente se podía permitir alguna que otra alegría. Se había sacado el carné de conducir y, semana tras semana, ahorraba algo para comprarse un coche. Con él tendría aún más libertad. Millie se imaginaba viajando a Edimburgo para visitar museos y galerías de arte o yendo de compras por Liverpool. Ya se veía comiendo en pequeñas hospederías del campo. En cambio, la perspectiva de casarse de nuevo y tener que soportar la presencia permanente de un hombre no le resultaba tan atractiva.

Luego, un buen día, el cartero trajo una carta oficial sellada en Londres. Millie rasgó el sobre y se puso hecha una furia. Fue a todo correr a casa de su madre y entró impetuosamente sin llamar a la puerta. Fue derechita a la cocina, donde Bonnie estaba en ese momento tomando el té, y arrojó el sobre a la mesa.

—Quiere el divorcio —se lamentó—. Llevo meses sin saber nada de él, y lo primero que veo suyo es la carta de un abogado londinense comunicándome que en breve recibiré los papeles del divorcio. ¿Y qué me dices del momento que ha elegido? Ahora hace justo un año que murió Jamie.

Bonnie se quedó perpleja.

—Bueno, al menos sabemos que sigue vivo. —Fue lo primero que se le ocurrió.

—¿Acaso creías que había muerto? —preguntó Millie con incredulidad.

Bonnie y Jock se habían planteado con frecuencia si Lyle no habría cometido alguna tontería. De ahí que Bonnie se alegrara de que ese no fuera el caso.

—En fin, como llevaba bastante tiempo desaparecido, pensamos que…

Millie puso los ojos como platos.

—¿Qué pensasteis, mamá? ¿Qué se había tirado por un acantilado?

—Pues la verdad es que sí se me ocurrió pensarlo —admitió Bonnie tímidamente—. Los dos perdisteis un hijo y luego Lyle perdió a su padre, poco después de enterarse de que su mujer… tenía una aventura amorosa. Un hombre débil podría haber cedido a la tentación de poner fin a su vida.

Millie puso los ojos en blanco. No daba crédito a que su madre pudiera albergar semejantes pensamientos. En cualquier caso, nunca había hablado de eso.

—Quizás el divorcio sea lo mejor, Millie —opinó Bonnie—. Así no tendréis que seguir escondiéndoos Frankie y tú.

Hacía tiempo que Millie le había confesado sus amoríos a su madre. A su padre no le había dicho ni una palabra, pero Jock estaba al tanto… Bueno, casi todo Dumfries lo estaba. Jock nunca había dicho nada por todo lo que había sufrido Millie, pero le enfurecía que las malas lenguas se cebaran con su única hija.

—He roto con Frankie. Sus celos me roban el aire que respiro —soltó Millie.

Ahora fue Bonnie la que se quedó atónita.

—Creía que ibas a casarte con él, Millie, y tal vez… adoptar un niño.

Como se trataba de un tema delicado, hasta entonces Bonnie siempre había evitado sacarlo a colación. Otro tema delicado era la reputación de su hija. Bonnie abrigaba la esperanza de que la pudiera recuperar.

Millie se encrespó.

—¡No quiero tener un marido ni tampoco un niño, mamá! Me gusta mi vida tal y como es ahora. Tengo la casa y unos ingresos y puedo hacer o dejar de hacer lo que me apetezca. —Las lágrimas se le agolparon en los ojos—. Si Lyle se divorcia de mí, no me queda nada. La casa se venderá y dejaré de tener un techo sobre mi cabeza. Tampoco percibiré ingresos regulares. ¿Cómo puede hacerme eso?

—Estoy segura de que Lyle se encargará de tramitar una regulación económica decente para ti. —Bonnie intentó tranquilizar a su hija.

—¿Y por qué estás tan segura? Me ha abandonado sin más; ni siquiera ha tenido la decencia de decirme una sola palabra. ¿Te parece eso propio de un hombre al que le importe lo más mínimo lo que sea de mi puñetera vida?

A Bonnie ya no le asustaba oír soltar tacos a Millie, pues últimamente lo hacía con cierta frecuencia.

—Seguro que pone a tu disposición dinero suficiente como para que puedas comprarte una casita en el campo —respondió, aunque no sonaba muy convincente—. Y en cuanto al estilo de vida del que tanto disfrutas… una mujer no puede tener ese tipo de libertad sin pagar un precio a cambio.

Millie suspiró audiblemente. Las ideas de su madre le parecían anticuadas. Por nada del mundo quería prescindir de la libertad que le daba el dinero. Millie sabía que la casa tenía una hipoteca cuyos plazos, hasta el momento, iba pagando Lyle. Confiaba, pues, en que le ofreciera una alternativa de su gusto.

—Vivir en una casa diminuta en el campo no sería lo mismo que tener un adosado en la ciudad —dijo.

Aunque en origen deseaba una casita en el campo, ahora se alegraba de que Lyle la hubiera convencido para comprar esa casa en la ciudad. Era elegante, espaciosa y muy céntrica.

—Tienes que mirar hacia delante, Millie, y llevar una vida que no dé lugar a que la gente hable de ti a tu espalda.

Millie se puso roja.

—Me da igual que hablen de mí —dijo, soltando un bufido—. Vivo en una casa grande y bonita. Pronto tendré un coche y viajaré hacia donde quiera. Me gusta la vida que llevo ahora. Esperemos que Lyle no tenga la osadía de arrebatármela.

Millie regresó corriendo a su casa, cerró la puerta y se apoyó un momento en ella. Tenía la chimenea encendida. Le encantaba arrimarse a la lumbre. Rápidamente echó otro leño y luego se quitó el sombrero, el abrigo y las botas. De repente, al pasear la mirada por su acogedora sala de estar, se acordó de cómo Jamie jugaba junto a la chimenea. Allí, en esa casa, podía evocar sus recuerdos. Le espantaba la idea de vivir en otra casa a la que no la vinculara ningún recuerdo. ¿Cómo es que Lyle no entendía eso?

Llena de ira y con los ojos irritados por las lágrimas, fue al dormitorio y abrió el armario ropero. Lyle guardaba en ese armario una caja con sus papeles personales. La primera vez que desapareció, Millie había revisado en vano los papeles, igual que la segunda vez, pero quizá no había reparado en algo que indicara su actual paradero. Si no encontraba nada, se dirigiría al abogado de Londres para exigirle que le dijera dónde se hallaba su marido.

Los papeles de la caja no le sirvieron de ayuda. Eran postales navideñas de viejos amigos, pequeños regalos de pacientes agradecidos y un par de cartas escritas por ella durante la guerra, cuando él trabajaba en Blackpool. Millie se sorprendió de que Lyle las hubiera conservado, puesto que evidentemente ya no la amaba. No le extrañó, en cambio, que no se hubiera llevado consigo sus cartas cuando la abandonó, pero en cierto modo se sintió ofendida. ¿Es que ni siquiera se había puesto un poco triste por el fin de su matrimonio? ¿No se había sentido apenado al recordar los tiempos felices que habían pasado juntos?

Decepcionada, Millie tiró la caja de la cama y soltó un bufido. Luego se puso a reflexionar. Fue al cuarto de Jamie y se quedó en el umbral de la puerta. Hacía poco tiempo, Bonnie había retirado las cosas de Jamie; solo había guardado unos cuantos objetos personales en una caja de cartón. Incluso había quitado la ropa de la cama. En la habitación ya solo quedaba el bastidor de hierro forjado de la cama, el colchón y una cómoda con los cajones vacíos. Bonnie había dicho que eso sería lo mejor para que Millie fuera olvidándose de su congoja. Porque una y otra vez, casi siempre cuando había bebido demasiado, se arrojaba a la cama de su hijo y daba rienda suelta a su dolor.

Desde que Bonnie recogió el cuarto, Millie dejó de hacerlo; además, últimamente tampoco bebía tanto. A Bonnie le pareció una buena señal, y su hija tuvo que darle la razón. Pero ahora que se había enterado de que Lyle no regresaría nunca y de que incluso quería divorciarse, el dolor brotó de nuevo. Una vez más, Millie se desfogó de su aflicción por todo lo que había perdido. Entró en la habitación, levantó el colchón y lo apartó de la cama de un manotazo. Al momento se sintió mejor. El colchón fue a parar a la pared de enfrente de la cama. Millie se dejó caer en el suelo, se tapó la cara con las manos y, sin poder contenerse, empezó a sollozar.

Fuera ya había oscurecido cuando Millie logró al fin calmarse. Sabía que tenía que hacer un gran esfuerzo. No quería volver a empezar a ahogar sus penas en alcohol. Resueltamente se levantó y cogió el colchón para volver a colocarlo en el armazón de la cama. Entonces se quedó paralizada. En la parte de abajo del colchón había un sobre pegado. Iba dirigido a Lyle, pero Millie no reconoció la letra. Su primer pensamiento fue que tenía una aventura amorosa, pero al dar la vuelta al sobre vio que el remitente era un tal reverendo Flynn de Australia.

Extrañada, fue a la cocina y se sentó. Con manos temblorosas sacó la carta del sobre y empezó a leer.

Estimado doctor MacAllister:

Con gran alegría he acogido su interés por nuestra organización de Médicos Volantes. Ese interés, así como su cualificación, es exactamente lo que busco. Si realmente desea unirse a nosotros, estaría encantado de recibirle en nuestra sede central de Cloncurry, en Queensland.

Millie se quedó estupefacta.

—Queensland —dijo en voz alta—. Lyle está en… Australia.

Comuníqueme, por favor, sus planes por telegrama. Poseemos dos aviones y ofrecemos nuestros servicios en una gran parte de Queensland, para lo que necesitamos cuatro médicos. En la actualidad trabajan dos médicos para nosotros; uno de nuestros doctores de la zona está sopesando la posibilidad de ocupar la tercera plaza. Dado que usted parecía muy interesado, le guardaré el cuarto puesto hasta que me informe acerca de sus planes por telegrama.

Atentamente,

Reverendo FLYNN

Millie se sirvió un whisky y lo bebió de un trago. Apenas podía creerse que Lyle estuviera en Australia. Pensando en los documentos del divorcio, recordó que eran de un abogado de Londres. Ahora eso cobraba sentido. Lyle se había dirigido a un jurista inglés para que ella se creyera que estaba en Inglaterra. Pero se había ido a Australia. ¡A Australia! ¡A la otra punta del mundo! Millie se ofendió de que hubiera podido llegar tan lejos. ¿Tanto la odiaba? Tuvo la sensación de que le arrancaban de nuevo el corazón. Aún seguía amando a Lyle. Quería que él ocupara un sitio en su vida. Jamás había sentido un vacío semejante.

Millie se pasó toda la noche llorando. Con los ojos hinchados y la cara abotagada, a la mañana siguiente se levantó y tomó una decisión. Se vistió a toda velocidad y fue a hacerle una visita a su madre.

—Tienes un aspecto espantoso, Millie —dijo Bonnie, y lo primero que hizo fue servirle una taza de té negro con azúcar.

—Así es como me siento —respondió Millie.

—He estado dándole vueltas al asunto y estoy segura de que Lyle entrará en razón y volverá a casa. Eso del divorcio no es más que… —empezó Bonnie.

Millie la interrumpió.

—Mamá, no va a volver.

—No lo puedes saber, cariño —dijo Bonnie en tono apaciguador, pues lo único que quería era que Millie se sintiera mejor.

—Lyle está en Australia. Y de aquí a Australia hay una distancia de casi veinte mil kilómetros. Hasta allí se ha ido para huir de mí.

—¡Australia! —Bonnie se quedó pasmada—. ¿Por qué diantre sabes que Lyle está en Australia, corazón? ¿Has recibido una carta de él?

—No. He encontrado en casa una carta que él había escondido.

Bonnie cogió aire.

—¿Tiene Lyle… otra mujer?

No podía imaginar qué otra cosa podía haberle llevado a su yerno a dar un paso tan drástico.

—No. La carta es de un reverendo que ha colocado a Lyle como médico volante. A saber lo que es eso exactamente. Supongo que volará hacia granjas y ciudades apartadas. Solo sé que mi marido está allí abajo. Y dudo que vuelva. —De nuevo corrieron las lágrimas por las mejillas de Millie—. Yo todavía le amo, mamá. Quiero que mi marido regrese junto a mí.

Bonnie no sabía qué decir. ¿Cómo podía consolar a su hija en esa situación?

—¿Sabes una cosa? —dijo finalmente, después de que las dos mujeres hubieran guardado un largo silencio—. No creo que hayas sido tú la que le haya impulsado a marcharse a la otra punta del mundo. Sé que tú querías a Jamie más que a tu vida, pero Lyle también le quería por encima de todo. No conozco a ningún hombre tan loco por su hijo como lo estaba Lyle. —Millie asintió en un gesto de conformidad—. Además, Lyle se sentía muy cercano a su padre. Perderle nada más morir Jamie fue más de lo que el pobre podía soportar. Probablemente quiera huir de los recuerdos que le trae Dumfries.

—Y de mí —sollozó Millie—. Sencillamente no ha olvidado que estuviera saliendo con otro hombre. Pero al fin y al cabo fue él quien me impulsó a hacerlo. Me rechazó cuando más le necesitaba.

—Y seguro que él también lo lamenta, Millie. Pero creerá que ahora estás enamorada de Frankie Smithson y que vuelves a ser feliz. Si no te hubieras enredado con otro hombre, quizá podríais haber salvado vuestra relación. Y si entonces hubiera planeado dar la espalda a Dumfries y marcharse a Australia, seguramente te habría preguntado si querías ir con él. —Millie miró a su madre como si nunca se le hubiera pasado esa idea por la cabeza—. Solo quiero decir que no te eches a ti toda la culpa de la conducta de Lyle. Lo que ha ocurrido ya no tiene vuelta atrás, pero puedes volver a mirar hacia delante y emprender una nueva vida.

—Es que yo no quiero una vida sin Lyle, mamá. Si es cierto lo que dices, debo demostrarle que todavía le quiero.

Bonnie abrió los ojos con un gesto de incredulidad.

—¿Y cómo piensas hacerlo si está a veinte mil kilómetros?

—Puedo ir a Australia. Sé que cuando me vea se llevará un susto. Pero es necesario que sepa que aún le amo, ¿no crees?

En ese mismo momento entró Jock.

—Millie —dijo.

Enseguida se dio cuenta de que su hija había llorado y rogó para que eso significara que había roto con Frankie Smithson. Ese hombre no le había caído bien desde el principio; en su opinión, cualquier hombre que tuviera algo que ver con una mujer casada era una escoria.

—Me voy a Australia, papá —soltó Millie de sopetón.

Sin entender nada, Jock la miró y luego dirigió la vista a su mujer.

—¿Es que nuestra pequeña ha perdido por completo la razón?

—Allí está Lyle, papá —declaró Millie con decisión, y se levantó—. Me voy a Australia porque quiero estar con él.

Salió precipitadamente por la puerta trasera con la intención de ir a casa y hacer las maletas. De pronto, le habían entrado las prisas.

Jock se sentó a la mesa frente a Bonnie.

—Tendrás que explicarme algunas cosas —dijo.