—¡Veo el tejado de la granja Black Wattle! —gritó Lyle, que solo así podía hacerse oír por encima del ruido del motor del DeHavilland. Se estiró todo lo que pudo para ver el terreno sobrevolado por el Victory, como llamaba Alison al avión monomotor—. ¡Ahí enfrente, en ángulo recto!
Extensas superficies del paisaje presentaban un color rojizo, pero Lyle vio también pastizales de astrebla, en los que pacían vacas y ovejas, y termiteros tan altos como una persona. Había zonas de bosques abiertos, casi siempre de acacias, y a lo lejos, cordilleras y colinas pedregosas. Aunque para entonces Lyle ya llevaba viviendo en Australia unas cuantas semanas, se alegraba como un niño al ver cómo saltaban los canguros por el campo o al contemplar a los emúes con sus encantadoras crías.
El tejado de chapa ondulada de la granja estaba tan oxidado que a duras penas se distinguía en medio de aquel paisaje abrasado por el sol, pero Lyle creyó ver empalizadas y algunas construcciones anejas, lo que indicaba que habían encontrado el hogar de la familia Gaffney.
Desde Cloncurry habían volado unos ciento setenta y siete kilómetros en dirección sudoeste hacia Dajarra.
—Ya sabía yo que mi brújula no me dejaría en la estacada —dijo Alison.
Le obsequió a Lyle con una sonrisa radiante. Las coordenadas de la brújula y algunos puntos destacados del paisaje de los que le habían hablado eran sus únicas referencias con respecto a la granja Black Wattle; de ahí que se sintiera orgullosa, sobre todo teniendo en cuenta que la granja apenas ocupaba más que un grano de arena en el desierto de Tanami.
Algunos granjeros pintaban el nombre de la granja con letras grandes en el tejado de sus casas, lo que siempre servía de ayuda. Pero el sol austral no tardaba mucho en hacer que reventara y se desconchara la capa de pintura. En tal caso un piloto, con el auxilio de la brújula y las coordenadas, solo tenía una posibilidad de encontrar la granja en cuestión: debía rastrear kilómetro por kilómetro en el paisaje abierto, hasta dar con unas cuantas construcciones acumuladas. A veces veían nubes de polvo que levantaba un enorme rebaño de vacas recorriendo los pastizales. Entonces, desde la ventanilla del avión, saludaban al granjero, que solía ir montado a caballo, y a los hombres que conducían el ganado.
—Voy a dar una vuelta por encima de la granja —dijo Alison, trazando una curva hacia la izquierda, antes de iniciar un vuelo en picado con la avioneta y descender unos cuantos cientos de pies. Lyle iba a protestar, pero de todos modos su protesta no hubiera servido de nada. Alison se echaría a reír al ver la cara que ponía cuando ella hacía una de sus piruetas. A Lyle no le apetecía nada que se rieran de él; tenía el estómago revuelto.
—¿Por qué tienes que hacer siempre lo mismo? —se quejó cuando el avión reanudó el vuelo en horizontal, y respiró hondo para evitar las náuseas.
—Lo hago porque te gusta. Solo finges que lo pasas mal —dijo Alison riéndose.
—Algún día voy a vomitar para que por fin me creas —advirtió Lyle a su piloto.
—Como te atrevas… —dijo Alison con una sonrisita maliciosa. Lyle le lanzó una mirada aniquiladora, pero ella ni se dio cuenta—. Entonces ¿es o no es la granja Black Wattle? —preguntó cambiando de tema.
—Creo que sí —respondió Lyle, escudriñando los edificios que sobrevolaban.
Luego vio que alguien salía de la casa y saludaba braceando. Le habían llamado para hacer una visita a domicilio a una niña de seis años que podía haber contraído una pulmonía. Si se confirmaba el diagnóstico, probablemente la llevaran al hospital de Cloncurry.
—Estupendo. Entonces bajaré al bebé —dijo Alison, rodeando otra vez la granja en busca de una superficie despejada que sirviera como pista de aterrizaje.
Los granjeros solían dejar una zona sin piedras para que pudiera aterrizar un avión. Pero por muy bien que lo hicieran, el aterrizaje sobre la polvorienta área despejada solía ser a trompicones, y si había canguros o vacas extraviadas por los alrededores, la tripulación hasta podía correr peligro.
Lyle sonrió porque le hacía gracia que Alison llamara «bebé» a su avioneta. La incipiente relación entre ellos era distendida y nada comprometedora. Alison parecía no tener ningún interés en pescar a otro marido, y aunque se le daban muy bien los niños, tener hijos propios era lo último que hubiera deseado. Estaba decidida a pasárselo lo mejor posible en la vida. Lyle la veía como la compañera ideal en esta etapa de su vida.
Después de haber llegado en barco a Brisbane, habían viajado juntos en tren hasta Cloncurry, donde habían conocido al reverendo Flynn, un hombre de ideas avanzadas que estaba resuelto a proporcionar una buena asistencia médica a los australianos que vivían en el Outback. Alison y Lyle se familiarizaron enseguida con su nuevo trabajo, que era todo lo contrario de rutinario o aburrido. De todos modos, el sacerdote tenía unos principios morales muy estrictos. Por eso insistió en que, mientras les buscaba unas viviendas apropiadas, tenían que vivir en distintos hoteles: Lyle en el Post Office Hotel y Alison en el Hotel Central. Según él, eso servía para evitar habladurías. Estaba convencido de que, si se producía un escándalo, las organizaciones benéficas dejarían de aportar fondos a los Médicos Volantes. Flynn les explicó que si hubiera una doctora que trabajara para él, Alison volaría con esa mujer. Pero dado que por el momento todos los médicos eran hombres, no le quedaba más remedio que dejarla volar con Lyle.
Lyle y Alison le aseguraron que su relación seguiría siendo puramente profesional mientras estuvieran trabajando, y que si alguna vez los veían juntos en el tiempo libre, se comportarían con la mayor discreción. El reverendo no le había preguntado nunca a Lyle si estaba casado, pero si alguna vez lo hacía, Lyle sabía con certeza que tendría que contarle la verdad. De modo que decidió acudir a un abogado de Brisbane y pedirle que enviara a Millie los papeles del divorcio. Lyle no tenía ni idea de lo que tardarían en llegar los documentos a Dumfries, pero confiaba en que no fuera demasiado tiempo. El abogado de Brisbane con el que había entablado contacto llevaba asimismo un bufete en Londres, y Lyle le había pedido que remitiera los papeles a través del bufete londinense. Quería evitar a toda costa que Millie se enterara de dónde se encontraba él en la actualidad. A Alison no le hablaría del paso que iba a dar hasta que el divorcio fuera definitivo.
El trabajo llevó a Lyle y Alison a una extensa comarca situada en la parte central del oeste de Queensland. Allí socorrían a las ciudades de Cloncurry, Mount Isa, Julia Creek y Winton. Cuando hacía falta un médico en alguna de las granjas, un miembro de la familia informaba a uno de los centros de los Médicos Volantes por radio, que era la única posibilidad de comunicación que tenían los granjeros y sus familias con el mundo exterior. La sede central de los médicos estaba en Cloncurry, aunque de vez en cuando llevaban pacientes al hospital de Winton, si este se hallaba más cerca de la granja en cuestión que el hospital de Cloncurry.
Dos aviones, cada uno con dos médicos y dos pilotos, volaban hacia las granjas, casi siempre, a la luz del día, pero en caso de urgencia también de noche. Entonces el granjero tenía que procurar iluminar una superficie apropiada como pista de aterrizaje, para que el piloto pudiera distinguirla en la oscuridad. Los de las granjas utilizaban los faros de los vehículos o faroles de queroseno y, en caso de necesidad, también antorchas. La jornada de cada médico y cada piloto duraba ocho horas, de modo que los dos aviones estaban en servicio hasta dieciséis horas al día.
Una parte del dinero para el servicio médico procedía del gobierno; el resto se extraía de un fondo benéfico, lo que significaba que tanto el equipamiento como los medicamentos y los recursos médicos no eran muy del agrado de Lyle. Cuando los médicos no estaban volando, a menudo se dedicaban a reunir por sí mismos las donaciones con el fin de que el servicio se mantuviera activo. La asociación de las mujeres del campo les era de gran ayuda, pues los respaldaban vendiendo tartas o mermeladas hechas por ellas y labores de aguja en las fiestas comunales, en las celebraciones deportivas o escolares y en los picnics.
En su primer vuelo con Alison, Lyle había estado nerviosísimo. Aunque procuró que no se le notara, las manos agarradas al asiento con los nudillos blancos y el sudor que le brotaba del rostro en tensión le delataron. Sin embargo, no tardó mucho tiempo en comprobar que Alison era una piloto extraordinaria, solo que por desgracia le encantaba practicar el vuelo acrobático.
Ese día, Alison hizo descender el Victory y, al poco rato, recorrieron a trompicones la polvorienta pista. Como siempre, inmediatamente se vieron rodeados de miles de moscas, cosa a la que ninguno de los dos se acostumbraría nunca. Lyle cogió su maletín de médico y los dos se dirigieron a los edificios de la granja.
La casa de madera hacia cuyo porche se dirigían se hallaba construida sobre pilotes que la protegían de las termitas o de una inundación repentina. Allí los esperaba ya una mujer tan curtida por el sol como la tierra que la rodeaba. Llevaba un delantal encima de un vestido de andar por casa y zapatos planos. Su cara bronceada daba testimonio de la vida que llevaba, pero sus ojos de color castaño eran vivarachos y no se perdían detalle de las visitas.
—Buenos días, señora Gaffney —le gritó Lyle.
A Alison le maravillaban las mujeres que vivían en esa árida tierra. Le parecía que estaban hechas de una madera muy especial. Al principio, la joven piloto creía que todas ellas pertenecían a la segunda o tercera generación de la gente que trabajaba en las granjas; de ahí que se quedara perpleja al enterarse más tarde de que algunas mujeres procedían de grandes ciudades o de localidades de un tamaño considerable y que se habían trasladado a vivir al Outback con el hombre del que se habían enamorado. Estaba convencida de que ella no podría vivir en una comarca tan apartada, donde la mera supervivencia constituía una dura lucha cotidiana.
—A los cinco minutos de haber deshecho la maleta, ya me habría aburrido mortalmente —le había confiado a Lyle en uno de sus vuelos—. Aunque mi marido fuera Clark Gable.
—Pues sí, a una vida en estas condiciones habría que acostumbrarse primero —admitió Lyle—. Pero con todo el trabajo que hay, no creo que le dé a uno tiempo de aburrirse.
Él en cambio no podía imaginarse volver a vivir en un lugar como Dumfries. Intrigado por cómo habrían conocido los granjeros a sus mujeres, un día se lo preguntó a uno de los hombres. Lleno de asombro constató que iban a las localidades de cierto tamaño o a las grandes ciudades para conocer mujeres.
—Bienvenido, doctor MacAllister —le dijo Jean Gaffney a Lyle. A ella le hacía mucha gracia el acento del doctor. Habían hablado poco tiempo por radio, pero la conversación la había dejado muy impresionada. Ahora Lyle no podía defraudarla—. Gracias por haber venido.
Cuando Lyle se acercó, la señora Gaffney comprobó que era aún más atractivo de lo que parecía desde lejos. Algunas mujeres de las granjas de alrededor habían comentado que el nuevo doctor parecía una estrella del cine. Ella, que lo consideró exagerado, se alegró ahora mucho al comprobar que estaba equivocada.
Lyle le presentó a Alison.
—Buenos días, señorita Sweeney —dijo Jean, en la suposición de que era la enfermera—. ¿Por qué no entra también el piloto a tomar una tacita de té? —Después de mirar a Alison de arriba abajo, echó un vistazo al avión vacío—. ¡No me diga que es usted la piloto! —exclamó luego.
—Desde luego, le puedo asegurar que yo no he pilotado el avión —dijo Lyle, mientras subía los escalones del porche, seguido de Alison—. ¿Dónde está la paciente?
Jean los condujo al interior de la casa.
—Es fantástico conocer a una mujer piloto. La felicito por su mérito, querida. —Se echó a reír—. No muchos hombres pondrían su vida en manos de una mujer.
Alison lanzó una mirada a Lyle y esbozó una sonrisilla.
—El doctor MacAllister tampoco se muestra precisamente encantado cuando hago unos cuantos loopings —dijo.
—Mi estómago no lo tolera —reconoció Lyle.
Jean Gaffney volvió a reírse. Alison estaba acostumbrada a la reacción de la gente cuando se enteraban de que era piloto, pero en el fondo se alegraba de que a los ojos de los demás su profesión le diera fama y, al mismo tiempo, mala fama.
La casa era bastante pequeña y solo tenía lo imprescindible. Los muebles parecían viejos y descoloridos, como si hubieran estado al sol diez años seguidos. Las ventanas con las persianas bajadas a los dos lados de la casa permanecían abiertas para que se formara corriente, pero no soplaba aire suficiente ni siquiera para mover un poco las cortinas pálidas y amarillentas, de modo que dentro hacía más calor que fuera. Afortunadamente, las moscas eran de la misma opinión y se mantenían alejadas del interior de la casa.
La paciente, Gail Gaffney, de seis años, se hallaba tumbada en el sofá con un pequeño ventilador orientado hacia ella para que circulara un poco el aire. Gail tenía su cara pecosa muy enrojecida y el pelo de color zanahoria empapado en sudor.
—He intentado bajarle la fiebre a Gail, doctor, pero sigue literalmente ardiendo —dijo Jean cuando Lyle se arrodilló junto a la pequeña.
A simple vista, Lyle ya vio que la niña estaba muy enferma.
—Hola, Gail —dijo—. Soy el doctor MacAllister.
Gail apenas tenía fuerza para contestar. Lyle sospechó que estaba completamente deshidratada. Al medirle la temperatura comprobó que tenía 40.º de fiebre. A continuación, le auscultó los pulmones.
—Oye, Gail, ¿te apetecería hacer un viaje en avión? —le preguntó con ternura, mostrándose lo más entusiasmado posible.
La pequeña negó con la cabeza y miró a su madre. Era evidente que le daba miedo y que la perspectiva de volar en avión la inquietaba. Lyle se volvió hacia Jean.
—Gail tiene que ir al hospital de Cloncurry; usted puede acompañarnos, señora Gaffney —dijo Lyle—. Estoy casi seguro de que ha contraído una pulmonía. Le ha subido muchísimo la fiebre y los pulmones tampoco me gusta cómo suenan.
Lyle le pasó a la pequeña un paño húmedo que había en la mesa del sofá.
Jean se asustó.
—¿No podría usted darle algo? Mi marido está con el ganado… y yo no me puedo ir así como así.
—Lo siento, pero no queda más remedio. Me temo que Gail está gravemente enferma. Necesita la atención médica de un hospital. Podemos llevárnosla y luego la llamamos a usted por radio y le contamos su evolución. Pero para Gail sería mejor que usted la acompañara.
Jean seguía indecisa.
—¿Qué dirá Clive cuando llegue a casa y vea que no estamos? Probablemente envíe una patrulla en nuestra búsqueda.
—Pero supongo que ya sabrá que Gail está muy enferma, ¿no? —dijo Lyle.
—Sí, sabía que usted iba a venir, pero creía que traería una medicina para curarla.
—En su estado no puedo dejarla aquí —le explicó Lyle, con la esperanza de que Jean entendiera que la vida de Gail corría peligro.
—¿Es absolutamente necesario que vaya al hospital? —preguntó Jean.
Lyle asintió. No comprendía cuál era el dilema en el que se debatía Jean; Alison, sin embargo, parecía barruntar algo.
—¿Tiene usted más hijos? —le preguntó, mirando a su alrededor.
La joven piloto supuso que ese sería el problema, pero en la casa reinaba un completo silencio. El único ruido que se oía era el susurro del pequeño ventilador orientado hacia Gail y el zumbido de las moscardas al otro lado de las ventanas.
—Tengo otro hijo, pero no está aquí. Ha ido a apacentar el ganado con mi marido. Es que a Clive no le gusta que me aleje demasiado de la granja por si acaso pasa algo. —En una ocasión se había caído a varios cientos de metros de su casa y se había lesionado la espalda. Por aquel entonces Gail acababa de aprender a andar y tuvo que quedarse varias horas sola en casa. Todos se llevaron un buen susto—. A veces, mi marido pasa todo el día fuera, y si le ocurriera algo y yo no diera aviso de su desaparición, para él podría ser una cuestión de vida o muerte.
—Tenemos que llevar a Gail al hospital, señora Gaffney, y además inmediatamente. Si usted tiene que quedarse aquí, qué se le va a hacer.
—¿Cuándo va a regresar su marido? —le preguntó Alison.
—A última hora de la tarde —respondió Jean.
—Podría dejarle una nota. Escríbale que nos las hemos llevado, a usted y a Gail —propuso Alison—. Y esta noche puede llamar a Clive desde el hospital por radio para convencerse de que está bien.
—Clive no sabe leer demasiado bien —confesó Jean, ruborizándose.
—¿Y su hijo sabe leer?
—Sí, un poco. Nunca le ha gustado estudiar para el colegio, y aquí, tan apartados, tampoco parece que tenga demasiada importancia. Será granjero como su padre, y para eso tiene que aprender cosas más necesarias para la vida que leer y escribir. —Se paró a pensar un momento—. Si volamos con ustedes, ¿cómo vamos a regresar a casa cuando Gail se recupere? Clive no sacará tiempo para hacer todo el recorrido hasta Cloncurry. Ha de apriscar el ganado para el mercado.
—En cuanto tengamos a Gail bajo control, las traeremos de vuelta —dijo Lyle.
—Oh, gracias. Eso es maravilloso, señor doctor —dijo Jean. De repente le pareció que podría estar bien conocer otros lugares, aparte de que naturalmente estaba preocupada por su hija—. ¿Qué tengo que llevarme?
—Seguramente tendrán que quedarse un par de días en Cloncurry, de modo que solo necesitará algunas prendas de vestir para Gail y para usted —dijo Lyle.
Por último, Alison ayudó a la mujer del granjero a escribir una nota lo más sencilla posible, para que su hijo supiera leerla; pero por si acaso le resultaba difícil, dibujó un avión y un hospital, y luego se pusieron en camino.
En el transcurso de las siguientes semanas, Alison se encargó de encontrarse como en casa en Cloncurry. Se inscribió en el equipo de tenis femenino y en el club de natación de la ciudad, que se reunía dos veces por semana en la piscina local. De vez en cuando jugaba a las cartas con las mujeres, naturalmente apostando dinero, o acudía a algún rodeo, que siempre era un gran acontecimiento. Alison se lo pasaba muy bien aunque no pudiera convencer a Lyle para que la acompañara. No es que necesitara compañía. Era lo bastante independiente para organizar su tiempo libre sola o acompañada de sus nuevos amigos, pero sencillamente le apetecía estar con él de vez en cuando.
Por naturaleza, Lyle era menos extrovertido. Si le sobraba tiempo, iba a ver a los pacientes al hospital de Cloncurry. Y si no, se ocupaba de los nativos. Comprobó que los aborígenes tenían algunos problemas relacionados con la salud que solo se les presentaban a ellos, como por ejemplo el glaucoma o algunas enfermedades renales; de ahí que se concentrara en intentar averiguar la causa para poder ayudarlos. Cuando se reunía con Alison a la hora de cenar, Lyle hablaba con frecuencia sobre su trabajo con los aborígenes y sobre sus problemas en la sociedad.
—Ay, Lyle, deberías distanciarte un poco de todo eso —le reprendió Alison una noche—. Deberías participar en las actividades de ocio de la ciudad. ¿Por qué no te apuntas al club de tenis? A los equipos de hombres les faltan jugadores. O ve a jugar a los dardos; una vez me dijiste que se te daba muy bien.
Lyle no le dijo que jugar a los dardos le recordaba a Dumfries y que prefería no acordarse, pero lo pensó.
—Me parece que aprovecho más sensatamente el tiempo ayudando a las comunidades de la región —dijo—. Además, como mejor me encuentro es siendo útil a la gente.
Eso era cierto. Estar todo el día ocupado evitaba que Lyle le diera vueltas a lo de Jamie y su padre. Ayudando a otros, su vida recuperaba el sentido, sobre todo si los pacientes eran aborígenes, de los que, por lo demás, no se ocupaba nadie. Al ver que Alison no respondía a sus palabras, se le ocurrió pensar que a lo mejor le iba resultando aburrido.
—Ya sé, Alison, que estas conversaciones sobre problemas médicos te aburren —dijo.
Por lo poco que la conocía había averiguado que Alison necesitaba continuamente nuevos retos y solo quería divertirse. Si era sincero consigo mismo, en ese sentido no encajaban demasiado bien el uno con el otro.
—Me esforzaré en hablar de otras cosas —añadió.
—No, Lyle. Tus conversaciones no son en modo alguno aburridas —repuso Alison—. Admiro cómo te entregas a tu profesión.
De todos modos, Lyle no se quedó muy convencido de si debía creerla.