Lyle llevaba ya una semana a bordo del transatlántico Star of Southampton y ya empezaba a relajarse y a disfrutar de la travesía. A la novena noche, le invitaron a cenar en la mesa del capitán. Contento de ir a cenar bien sosteniendo agradables conversaciones, se puso su mejor traje.
Aparte de Lyle, a la mesa del capitán Masterson se hallaban sentados otros nueve comensales: cuatro matrimonios y una mujer que viajaba sola. A la mujer la sentaron justo enfrente de Lyle, en el extremo de la mesa opuesto al capitán. Lyle calculó que la mujer tendría entre veintiocho y treinta y pocos años. Cuando fueron presentados al capitán, se enteró de que se llamaba Alison Sweeney.
—Me preguntaba cuándo acabaría por conocerle —dijo ella con una sonrisa de complicidad.
Al principio, Lyle ni siquiera sabía que estaba hablando con él, pero luego se fijó en que le miraba directamente.
—Le ruego me disculpe —dijo confuso.
—El reverendo Flynn me dijo en una carta que usted viajaría en el Star of Southampton. Confiaba en que nos cruzáramos en algún momento.
—El reverendo Flynn —dijo Lyle, todavía perplejo—. ¿Tiene amistad con él?
—No le conozco personalmente, pero cuando llegue a Australia, será él quien me dé trabajo.
—Ah, ¿viene usted de enfermera de los Médicos Volantes?
—No, de ningún modo. Por nada del mundo quisiera ganarme el sustento vaciando orinales, y solo con ver la sangre ya me mareo. Voy a pilotar uno de los aviones.
—¡Pilotar! —A punto estuvo Lyle de atragantarse con el vino.
Alison esbozó una sonrisa al ver la cara de asombro de Lyle. Para sus adentros tenía que confesar que no había contado con que el tal doctor MacAllister fuera un hombre tan atractivo. Supuso que viajaba solo. De haber estado casado, su mujer estaría sentada a su lado.
—Es muy posible que tenga que trasportarle por Australia como piloto, Lyle. ¿Puedo llamarle Lyle?
Al oír eso, a Lyle se le pusieron los ojos como platos.
—¿Que usted va a pilotar… mi avión? —preguntó incrédulo.
—Exactamente —respondió Alison riéndose—. Ya sabía que le iba a sorprender.
—Sorprender es poco, señorita Sweeney —admitió Lyle, y dio otro trago grande de vino.
—Llámeme Alison, por favor. Al fin y al cabo, pronto trabajaremos juntos. Y su vida estará en mis manos, de modo que no hay ninguna necesidad de andar con formalismos —dijo, y su mirada lanzó un destello de regocijo.
Estaba claro que Alison se reía de él. Lyle la encontraba muy atractiva, incluso demasiado guapa como para vestir siempre un uniforme de piloto. Tenía el pelo rubio y rizado, la tez suave como un melocotón y los ojos verdes y vivarachos.
—En cualquier caso, no todos los días se encuentra uno con una mujer joven que sepa pilotar un avión —dijo.
Alison soltó una alegre y chispeante carcajada.
—No ponga esa cara de preocupado. Soy una piloto realmente buena.
—Si me lo permite, quisiera preguntarle si ha estado en el ejército. ¿Se formó allí como piloto? —se interesó Lyle.
Aunque no creía que el ejército formara a mujeres como pilotos, no podía imaginar que hubiera otra manera de serlo.
Un hombre y una mujer sentados junto a Alison les habían oído y se inmiscuyeron en la conversación. Se presentaron como Jack y Joan Westcliffe.
—A nosotros también nos gustaría saberlo, señorita Sweeney —dijo Joan con acento de Liverpool.
Alison se alegró de su interés.
—No he estado en el ejército. Allí no forman a mujeres para pilotos; en ese aspecto, el gobierno británico está muy atrasado. El gobierno americano tampoco es mucho más progresista. Empecé a interesarme por el vuelo porque mi modelo ideal es la americana Amelia Earhart —dijo—. Amelia vio el primer avión en el año 1907, en una feria de Iowa, cuando acababa de cumplir diez años. No es que entonces le impresionara demasiado —continuó Alison—. Al cabo de unos años, visitó con su padre una exposición sobre aviación que tuvo lugar en el solar que luego se convertiría en el aeropuerto Daugherty Field, en Long Beach, California. Su padre le dio diez dólares a un hombre llamado Frank Hawks para que los llevara a dar una vuelta por encima de Los Ángeles. Amelia afirma que, desde el momento en que aterrizaron, se quedó prendada del vuelo y decidió pilotar algún día ella misma un avión.
—Es un propósito verdaderamente ambicioso —opinó Joan—. He leído algo sobre Amelia Earhart en el periódico. En nuestra época resulta extraordinario que una mujer aprenda a pilotar un avión. Normalmente, a las mujeres no se les brinda la oportunidad de hacer algo así.
—Probablemente le sorprenda si le digo que la primera mujer del mundo que obtuvo una licencia de vuelo fue la baronesa Raymonde de Laroche. Eso fue en 1910. Y la primera mujer que copilotó un avión fue Thérèse Peltier, en el año 1908.
—Es realmente increíble; no tenía ni idea —se asombró Joan.
Le encantaba oír hablar de mujeres que rompían con las limitaciones de su sexo y hacían cosas poco convencionales, aunque ella fuera de lo más normal.
—Por lo demás, también fue una mujer la que enseñó a volar a Amelia. ¿Ha oído hablar de Neta Snook? —le preguntó Alison.
—No —respondió Joan fascinada.
—Amelia tuvo que pagarse ella misma las clases de vuelo porque sus padres se negaban a hacerlo. Como Neta y Amelia coincidían en cuanto a sus orígenes, enseguida se hicieron amigas. Neta fue la primera piloto que poseía una escuela de vuelo. Había restaurado un canuck.
—Sé lo que es eso —dijo Jack lleno de orgullo, pues había estado en las fuerzas aéreas—. Es un viejo avión-escuela canadiense.
—Exacto —dijo Alison sonriendo—. Y Amelia fue la decimosexta mujer que obtuvo una licencia de vuelo.
—Qué interesante —opinó Lyle, fascinado por la historia de Amelia—. Pero ¿no nos irá a contar ahora que usted recibió clases de vuelo de Amelia Earhart, no?
—Por desgracia, no. Amelia estaba demasiado ocupada haciendo historia. En 1928 cruzó el Atlántico con motivo de su participación en las National Air Races.
—Eso lo leí en el periódico —dijo Joan—. Entonces ¿quién le ha enseñado a usted a pilotar? ¿Un piloto atractivo?
De nuevo se rio Alison al comprobar las inclinaciones tan románticas de Joan.
—No; fue Ruth Nichols. También ella era una mujer extraordinaria. A las pocas semanas de que Amelia estableciera en 1922 un récord volando a más de catorce mil pies de altura, lo batió con un avión al que bautizó como Canario. En realidad, se trataba de un Kinner. Cuando la inversión que hizo Amelia en una mina de yeso resultó nefasta para ella, vendió el Canario y adquirió un Kissel Speedster, un automóvil biplaza al que bautizó como El peligro amarillo. En el año 1924 llevó en ese coche a su madre por Estados Unidos. Salieron de California, se desviaron hacia Calgary, Alberta, y acabaron en Boston, Massachusetts. A comienzos de los años veinte, atravesar el país en automóvil aún tenía el encanto de la novedad, por lo que llamó mucho la atención.
—Me alegro mucho por ella —dijo Joan, sintiéndose sinceramente orgullosa por que fuera de su mismo sexo—. ¿Y qué le parece Amy Johnson? ¿La admira también? Al fin y al cabo, fue la primera mujer que voló sola desde Inglaterra hasta Australia.
—Sí, claro que la admiro —dijo Alison—. Fue un mérito muy considerable para una mujer. Pilotaba un Gipsy Moth, al que ella bautizó como Jason, y sacó dos días de ventaja al pionero de la aviación australiana Bert Hinkler. Ese viaje quiero hacerlo yo también algún día, pero todavía no le he puesto nombre a mi avión. —Alison se echó a reír otra vez—. Quizás Harold, o Henrietta.
—¿Es usted americana? —preguntó Jack—. Parece saber mucho sobre Amelia Earhart y Estados Unidos.
—Mi padre es americano y mi madre inglesa —respondió Alison—. Hemos vivido alternativamente en los dos países.
—Y es evidente que admira mucho a las mujeres aventureras —añadió Jack.
—Da toda la impresión de que usted está siguiendo sus huellas, señorita Sweeney —dijo Joan con orgullo femenino.
—Me gustaría que así fuera —dijo Alison, sonriéndole a Lyle.
—¿No iba a ser Amelia Earhart este año la primera mujer en cruzar sola el Atlántico? —preguntó Joan—. Estoy segura de haber leído algo así.
—Yo creía que ya lo había cruzado —opinó Lyle—. En los periódicos hablaban mucho de un vuelo transatlántico realizado, al parecer, por ella.
—Hubo una travesía por el Atlántico, pero a Amelia no le agradó que le atribuyeran ese vuelo. El editor neoyorkino George Palmer Putnam encargó a un hombre llamado H. H. Railey que buscara una mujer capacitada para hacer un vuelo transatlántico. Por aquel entonces, todavía no había cruzado ninguna mujer el océano Atlántico. A Railey le pareció que Amelia guardaba un gran parecido con Charles Lindberg y le puso el apodo de Lady Lindy. Cuando Railey se la presentó a George Palmer Putnam, el editor se quedó tan impresionado que decidió que Amelia tenía que realizar ese vuelo. Sin embargo, Amelia no poseía experiencia con aviones de varios motores ni con el vuelo instrumental. Wilmer Stultz y Louis Gordon pilotaron el trimotor Fokker Friedship. Amelia, que los acompañó, recibió el título oficial de «comandante del avión».
—Eso fue hace cuatro o cinco años, ¿no? —preguntó Lyle.
—El 17 de junio de 1928 despegaron de Trespassey Harbour, en Terranova, y aterrizaron en Halifax, Nueva Escocia. Allí fueron retenidos por el mal tiempo, pero finalmente lograron llegar hasta Burry Port, en el sur de Gales, con el depósito casi vacío. En origen habían elegido Irlanda como destino final. El vuelo duró exactamente veinte horas y cuatro minutos. Para gran disgusto de Amelia, nadie concedió el mérito a Stultz ni a Gordon. Nadie le prestó atención cuando explicaba una y otra vez que ella solo había ido como pasajera, como si fuera una maleta o un saco de patatas. Anunció que algún día lo haría sola, pero todos los reporteros solo querían hablar con la mujer que había cruzado el océano Atlántico. Incluso el presidente americano Coolidge le envió sus felicitaciones.
—Con todos los respetos, señorita Sweeney, pero estoy muy sorprendido de que usted haya sido contratada como piloto para Australia —dijo Jack—. Ese reverendo debe de ser un hombre muy progresista.
—Podría ser —respondió Alison—. O quizá no tenga muchos candidatos donde elegir.
En el transcurso de las siguientes semanas, Alison y Lyle pasaron juntos muchas horas y, poco a poco, fueron trabando amistad. Lyle se enteró de que había estado casada con un miembro de las fuerzas armadas británicas, pero se habían divorciado.
—No es que ya no nos entendiéramos —le contó Alison—. Bob es piloto de las fuerzas aéreas. Yo creía que después de la guerra iba a colgar el uniforme, pero quiso quedarse en el ejército, mientras que yo esperaba algo nuevo y emocionante. Habíamos hablado a menudo de que podría trabajar en otro país en alguna profesión civil, lo que nos daría a los dos la oportunidad de conocer mundo; barajábamos la posibilidad de ir a Canadá o a Nueva Zelanda. Sin embargo, cuando llegó la hora de planear algo concreto, se echó para atrás. Quiso quedarse en el ejército, concretamente en una base militar de Inglaterra, y fundar una familia. Ser solamente la mujer de un piloto me habría limitado mucho. Hay que obedecer demasiadas reglas, sobre todo si se vive en una base militar, como vivimos nosotros.
—Aunque la conozco desde hace poco, no me la imagino siendo la mujer de un soldado —dijo Lyle.
Tenía claro que debía de ser una vida muy reglamentada, y no se imaginaba a Alison obedeciendo tantas normas.
—Mis infracciones de las reglas siempre me han traído complicaciones —confesó Alison—. Las esposas de la base solían reunirse con frecuencia para hacer algo juntas, y un día se me ocurrió la idea de organizar una partida de póquer. Les pareció bien, solo que no se nos permitía jugar con dinero. Y el póquer sin apostar no tiene gracia. De modo que, pese a la prohibición, apostamos algo, y una vez le gané bastante dinero a la mujer de un comandante. Naturalmente, tuvo que explicárselo como pudo. A Bob y a mí nos llamaron para que nos presentáramos en el despacho del comandante… y nos leyó la cartilla a base de bien. Luego, en mi defensa, dije que el comandante era un hipócrita porque él mismo jugaba con Bob apostando dinero. Eso no sentó demasiado bien. A Bob le advirtieron de que si no mantenía en cintura a su mujer, acabaría en la casamata.
Lyle se echó a reír, pero luego se disculpó.
—Lo siento —dijo—. No debería reírme, pero es que tiene mucha gracia.
—Pues a Bob no le hizo ninguna —contestó Alison, sumándose a la carcajada.
—¿Y cuánto dinero le ventiló a la mujer del comandante?
—Suficiente como para hacer este viaje —dijo Alison con una sonrisa maliciosa.
—Qué suerte la suya —dijo Lyle.
—En otra ocasión, les reté a las otras mujeres a echar una carrera en la pista de despegue y aterrizaje, naturalmente, apostando de nuevo dinero. La policía militar nos pescó. No entendí el alboroto que se armó; al fin y al cabo, era ya medianoche.
—¿Una carrera a pie?
—No, en bicicleta, y todas en camisón. Admito que las habíamos tomado «prestadas» del almacén y que habíamos bebido un pelín en exceso, pero a esa hora no había tráfico aéreo.
De nuevo se rio Lyle.
—Sinceramente, los del ejército no tienen ningún sentido del humor —dijo Alison.
—Estoy completamente de acuerdo —convino Lyle—. Nunca me había tropezado con una mujer tan aventurera. Decididamente, la vida en una base militar no está hecha para usted.
—¿Y qué hay de usted, Lyle? ¿Cómo es que viaja tan solo a Australia para trabajar con los Médicos Volantes?
Lyle se puso serio. Tras un momento de vacilación, le contó a Alison lo de la pérdida de su hijo y de su padre y le dijo que Millie y él se habían separado.
—Sencillamente, tengo que empezar una nueva vida, da igual que sea en Australia o en cualquier otro país. Dumfries me trae demasiados recuerdos.
—Lo entiendo muy bien, después de todo lo que ha tenido que pasar.
—Mi padre y yo estábamos muy unidos. Él también era médico.
—¿Cuándo murió?
—Hace un par de meses. Ya no podía quedarme en Escocia. Y cuando leí en el periódico un artículo diciendo que se buscaban médicos volantes en Australia, me pareció la solución ideal para mí.
Alison miró con cara seria a Lyle y vio el dolor y la desesperación que había en su mirada. Le cogió la mano, la apretó y no hizo falta que dijera nada más. En ese momento, Lyle se sentía más cerca de ella que de Millie en todos los años de matrimonio.
El barco se hallaba ya a tan solo unas pocas millas marinas de Australia. Que pudiera volver a reírse era algo que Lyle ni siquiera había imaginado, pero con Alison se olvidaba una y otra vez de sus penas y preocupaciones. Disfrutaba mucho de su compañía. Era tan animosa y extrovertida… Lyle la admiraba porque le parecía que no temía a nada. Continuamente le retaba a juegos que había a bordo como el tejo y, por regla general, le machacaba. Juntos se bañaban en la piscina del barco, una vez que atravesaron el ecuador y templó el tiempo, y pasaban horas y horas charlando. Alison resultó ser una buena interlocutora, pues sabía escuchar y darle buenos consejos a Lyle.
Pronto su amistad se convirtió en algo más, lo que para Lyle fue algo inesperado. Cuando llegaron a Australia, estaban ya muy familiarizados el uno con el otro. Lyle tenía ahora verdaderas ganas de iniciar una nueva vida. Que pudiera compartir el trabajo y la vida diaria con una mujer digna de admiración era un regalo añadido e inesperado. A Millie y su pasado en Escocia logró arrinconarlos muy al fondo de su memoria. Por primera vez desde que perdiera a Jamie, el futuro volvía a depararle una chispa de esperanza.