16

Por la mañana, Elena se levantaba siempre cuando ya el sol saliente había esparcido, como por arte de magia, los arreboles matutinos por el ancho cielo del este. En verano, ese era el momento del día que más le agradaba. Hacía fresco y las moscas todavía no habían despertado. A Elena le parecía que la luz de la mañana confería suavidad al paisaje, de modo que no resultaba tan agobiante como a otras horas del día.

Por desgracia, Elena no disponía de mucho tiempo para admirar el cielo o el paisaje, pues tenía algunas tareas que hacer antes de ponerse en camino hacia Winton. Debía dar de comer a las gallinas, hacer la colada y prepararle el desayuno a Aldo. De lunes a jueves trabajaba para el doctor Robinson, de modo que esos días hacía también unos sándwiches para ella y para Aldo antes de barrer y recoger la casa.

El viaje de dieciséis kilómetros hasta Winton en coche de caballos se le hacía largo; solo eran agradables los ocho primeros kilómetros. Luego, el sol le quemaba la espalda y el zumbido de las moscas la llevaba al borde de la locura. Hasta las tres de la tarde trabajaba en la consulta, luego iba a casa de su madre para estar con los niños una hora, cuando salían del colegio, y después regresaba a casa. Cómo le hubiera apetecido quedarse en la ciudad y librarse del calor abrasador del viaje de vuelta a Barkaroola, pero la casita de sus padres, cubierta por un tejado de ripias, era demasiado pequeña como para albergar a sus tres hijos y, además, a ella. Por si fuera poco, no era ningún secreto que Aldo desaprobaba que trabajara en la consulta del médico, de modo que Elena no se atrevía a pasar también la noche fuera de casa.

Cuando llegaba a Barkaroola a última hora de la tarde, estaba sudorosa, cubierta de polvo, agotada y tan sedienta como un camello que acabara de atravesar el desierto de Simpson. Entre las cuatro y las cinco de la tarde era cuando más apretaba el calor, que se hacía insoportable. El camino estaba lleno de polvo salpicado de baches capaces de tragarse a una vaca. Cuando llovía, las torrenteras convertían la calzada en un lodazal. Elena se refrescaba rápidamente y luego preparaba la cena. Normalmente, Aldo se ocupaba del caballo; después, los dos cenaban en un violento silencio. El marido de Elena nunca se interesaba por su trabajo, cosa que a ella le daba igual, pero que tampoco preguntara por los niños la ponía furiosa.

Por la tarde de los viernes, Luisa seguía llevando en la camioneta a los niños a la granja y los recogía los domingos, pero ya no se quedaba a merendar. Elena y ella se veían de todos modos cuatro tardes a la semana y, además, Aldo le ponía mala cara, como si le estuviera robando a su familia.

A los dos meses de haber empezado Elena a trabajar, Aldo fue aumentado poco a poco el número de reses. Como ahora había otros ingresos, el banco no tuvo ningún inconveniente en concederle un pequeño préstamo para que pudiera comprar semillas de calidad para el cultivo del forraje, que regaba con el agua del pozo de sondeo. El sueldo de Elena trajo comida a la mesa, vistió a los niños y cargó con los gastos del forraje para los caballos. Incluso permitió que Aldo volviera a contratar a Billy-Ray. Pero eso no bastó para tener satisfecho a Aldo.

Las tardes de los domingos eran especialmente ajetreadas para Elena. Tenía que encargarse de guardar la ropa limpia que los niños necesitaban para la semana; además, se ocupaba de que hicieran todos los deberes durante el fin de semana y metieran en la cartera las cosas de clase. Con Marcus normalmente no tenía ningún problema porque era cuidadoso y autosuficiente. Dominic y Maria, en cambio, eran todo lo contrario y le daban a Elena más trabajo del que hubiera deseado.

Un domingo, Marcus estaba especialmente agotado por haber tenido que hacer muchas faenas en la granja. Aldo había insistido en que le ayudara todo el sábado en los pastizales, por lo que tuvo que hacer la mayor parte de los deberes del fin de semana el domingo. Maria y Dominic habían dado especialmente la lata ese fin de semana porque no habían parado de pelearse. Para sus ocho y diez años, respectivamente, tenían una buena estatura, pero seguían siendo muy niños y difíciles de educar, de modo que también Elena estaba hecha polvo. Nada más terminar las tareas de la casa, tenía que ponerse a cocinar.

—¿Has preparado la cartera, Marcus? —preguntó Elena, después de supervisar las de los dos más pequeños. Le irritaba que estos perdieran continuamente los lapiceros porque luego tenía que ponerse a buscarlos ella—. La abuela llegará dentro de una hora.

—Todavía no he hecho los deberes, mamá —respondió Marcus agotado.

—Pero Marcus —dijo Elena sorprendida—, ¿cómo es que no los has hecho? —Nada más decirlo, supo la respuesta—. Claro, has tenido que trabajar mucho con papá y estabas demasiado cansado —dijo enojada—. Le escribiré una carta a la señorita Wilmington para que no te regañe —añadió.

—Se pondrá furiosa conmigo —dijo Marcus temeroso—. Tuve que prometerle que terminaría de hacer la reseña. Intenté hacerla anoche, pero me quedé dormido.

Durante la cena, Elena se fijó en que Marcus daba cabezadas una y otra vez. El chico le dio pena y se enfadó mucho con Aldo, pero intentó no mostrar su enojo.

—Hablaré con la señorita Wilmington si es necesario, Marcus —dijo—. No te preocupes.

Poco después de que Luisa recogiera a los niños, llegó Aldo a casa. Elena estaba que rabiaba.

—Se han ido los niños y ni siquiera te has despedido de ellos —le increpó nada más entrar en casa.

—He tenido que limpiar uno de los pesebres de los caballos porque Marcus no lo había hecho como es debido.

—¿Y te extraña? Tenía tanto sueño que apenas podía mantener los ojos abiertos.

—Trabaja menos que yo a su edad —replicó Aldo—. Ese chico está afeminado.

—Tiene que hacer los deberes y, además, otros muchos trabajos que le mandas. Deberías dar más responsabilidad a los dos pequeños, para que no me dieran tanta guerra; así Marcus no se cansaría tanto. A duras penas puedo hacer mi trabajo porque los dos pequeños se aburren o se pelean o cometen cualquier diablura.

—No estarías tan cansada si te quedaras en casa como una mujer decente —bufó Aldo.

—Sabes que necesitamos el dinero.

—La semana que viene, las vacas parirán. Si vendo los terneros, tendremos dinero suficiente para vivir y tú podrás despedirte del trabajo.

—No pienso dejar el trabajo —proclamó Elena con decisión—. Nunca más tendré la preocupación de si queda forraje suficiente o de si hay otra plaga de langostas que destroce el poco forraje que tenemos. Quiero poder permitirme comprar zapatos a los niños cuando los necesiten, o ropa nueva. Bastante mal lo he pasado ya, y no estoy dispuesta a que se repita.

—No me gusta cómo hablan los hombres de la ciudad a mi espalda. Sé lo que dicen: que no soy capaz de alimentar a mi familia —despotricó Aldo.

—¿Preferirías que se rieran de nosotros porque no podemos pagar la cuenta de la tienda de forraje o la del colmado?

—Sencillamente no te das cuenta de lo humillante que es para un hombre ser mantenido por su mujer.

—Ya no estamos en Europa, Aldo. Este es el Outback de Australia, donde todos han de ayudarse mutuamente. Ya te lo dije en una ocasión: trágate tu estúpido orgullo, que aquí no viene a cuento.

El lunes por la mañana, a Elena todavía le duraba el enfado mientras se dirigía a la ciudad. Después de trabajar, pasó por casa de Luisa. Su madre estaba preparando la cena en la cocina mientras su padre cerraba la carnicería. Sentado a la mesa de la cocina, Marcus se esforzaba por hacer bien la reseña.

—La señorita Wilmington quiere ver mañana mismo mi trabajo encima de su mesa —dijo.

Elena vio que aún le faltaba mucho para terminar y que Maria y Dominic le molestaban. Les dio un penique a cada uno para que se compraran un helado.

Desconcertado, Marcus arrugó el entrecejo.

—¿Por qué les premias por molestarme? —preguntó.

—Solo quiero que te dejen un rato en paz —le explicó Elena—. ¿Te puedo ayudar en algo?

—¿No tienes que irte a casa, mamá? —preguntó Marcus preocupado.

—No me corre prisa —respondió Elena, acercándose una silla y sentándose junto a su hijo.

Transcurrieron dos horas hasta que Elena miró el reloj. Tenía claro que se le había hecho tarde y que Aldo la estaría esperando, pero no quería dejar a Marcus en la estacada. La reseña estaba casi terminada y a Marcus se le veía satisfecho con el resultado.

—Gracias, mamá —dijo, sonriendo agradecido—. Espero que no tengas un disgusto con papá por llegar tan tarde a casa.

Elena miró a Luisa, que removía en un puchero puesto al fuego.

—No te preocupes —tranquilizó esta al muchacho—. Si papá tiene hambre, ya encontrará algo para comer.

—Hablando de comer, me muero de hambre —dijo Marcus.

Elena sonrió. Le encantaba verle tan aliviado después de terminar los deberes.

—Pronto estará lista la cena —dijo Luisa—. Lleva tus cosas del colegio al dormitorio, para que pueda poner la mesa.

—Te ayudo —dijo Elena.

—Más vale que te pongas en camino, Elena —opinó Luisa—. Para cuando llegues a casa ya habrá oscurecido. —Arrugó la frente—. ¿No se preocupará tu marido?

Luigi acababa de entrar por la puerta de atrás. Había oído las palabras de su mujer.

—No me gusta nada que vayas de noche. Te llevaré a casa en la camioneta.

—Pero entonces tendríais que venir alguno a recogerme mañana por la mañana. Para eso me quedo esta noche en la consulta —dijo Elena, que inconscientemente se alegraba de tener una disculpa para quedarse en la ciudad—. Voy a llamar a Aldo para decírselo.

—Qué bien; entonces te puedes quedar a cenar esta noche con nosotros —se alegró Luisa—. Hay albóndigas, que tanto te gustan.

—Claro que sí, mamá, gracias. Pero primero voy a intentar localizar a Aldo.

Elena fue al colmado y le preguntó a Joe Kestle si podía utilizar su radio. Llamó a Barkaroola, pero no le contestó nadie.

—Venga más tarde a intentarlo de nuevo —sugirió Joe.

—Gracias, señor Kestle —dijo Elena.

Dio por sentado que Aldo estaría con el ganado. Cuando las vacas iban a parir, no les quitaba ojo de encima. Elena cenó con sus hijos y con sus padres. Luego regresó a la tienda para llamar por radio a su marido. Pero Aldo seguía sin contestar. Por un momento pensó si le habría pasado algo y si no debería pedirle a su padre que la llevara a casa en la camioneta, pero luego apartó de sí esos pensamientos. Seguro que no había motivo para alarmarse. Ya había pasado una noche en la ciudad. El doctor Robinson le había dicho que podía utilizar el cuarto de al lado de la consulta cuando quisiera. Y eso mismo haría hoy.

A la mañana siguiente, el señor Kestle llamó a la puerta de los Fabrizia. Elena estaba desayunando y se levantó para abrirle.

—Aldo llamó ayer por radio porque quería saber si usted se había quedado en la ciudad —la arrolló Joe de sopetón—. No se quedó muy conforme cuando le dije que usted había intentado dar con él. Me dio la impresión de que no me creía.

—Claro que intentó localizarle por radio. No es culpa de Elena que él no haya oído la llamada —defendió Luisa a su hija.

Joe se encogió de hombros.

—Gracias, señor Kestle —dijo Elena—. Seguramente se enfadara un poco por miedo a que me hubiera quedado tirada a mitad de camino.

—Quizá —dijo Joe, y regresó a su tienda.

—¿De verdad crees eso? —le preguntó Luisa a su hija.

—Qué va. Más bien se habrá enfadado porque no he ido a casa a hacerle la cena. Quiere que deje el trabajo cuando se puedan vender los terneros, pero yo le he dicho que no pienso hacerlo.

—Lo normal sería que se alegrara de que entre dinero con regularidad —dijo Luisa.

—Sí, eso sería lo normal —convino Elena—. Pero como ya te he contado, no es el caso. Desde luego, no pienso seguir viviendo en esa granja sin tener ocasión de relacionarme con la gente. Y de ningún modo quiero volver a preocuparme de dónde sacar el dinero para pagar las cuentas y la comida. Así que Aldo no va a tener más remedio que conformarse.