15

La víspera de Navidad, la primera que celebrarían él y Mina desde el nacimiento de Jamie sin su nieto, Tom MacAllister salió al jardín con una pala para quitar la nieve del camino que iba de la puerta trasera al cobertizo de madera.

—Ten cuidado, no te vayas a resbalar —le advirtió Mina al cerrar tras él la puerta de la cocina para que no entrara el frío gélido en la casa.

En la chimenea, la lumbre ardía día y noche en invierno, para que Mina pudiera hervir agua en cualquier momento y cocinar, pero también para que la casa estuviera agradablemente caldeada.

Esa mañana Tom no se había sentido muy bien, pero no le había dicho nada a su mujer. La muerte de su nieto la había afectado mucho y Tom no quería añadirle preocupaciones, y menos antes de Navidad. Después de que Tom despejara la mitad del camino, notó que sudaba demasiado y que le costaba respirar. Intentó desabrocharse el botón superior del abrigo, pero los guantes que llevaba se lo impidieron. Enfadado, dejó caer la pala para quitarse los guantes, pero como tenía los dedos tiesos de frío tampoco lo consiguió. De repente, sintió un dolor en el brazo izquierdo y se mareó. «Necesito ayuda», pensó Tom. Se volvió hacia la ventana de la cocina con la esperanza de ver a Mina, pero en ese momento no estaba.

Al cabo de unos minutos, cuando Mina fue al fregadero, desde donde se veía el jardín, se quedó paralizada. Su marido yacía junto a un montón de nieve en la parte despejada del camino.

—¡Tom! —gritó, mientras se abalanzaba hacia la puerta trasera, la abría de un tirón y salía corriendo—. ¡Tom!

«Ha debido de resbalarse —pensó—. Se habrá lastimado».

Cuando Mina llegó junto a su marido, le dio unos golpecitos en las mejillas.

—¡Tom! ¿Qué te pasa? ¡Tom! —gritó una y otra vez, pero él no reaccionaba.

Tom estaba muerto.

La repentina pérdida de su padre, que había fallecido de un infarto de corazón, supuso un duro golpe para Lyle. Hacía siete meses que había perdido a Jamie, y su padre y su hijo eran las dos personas del mundo a las que más próximo se sentía. Lyle se quedó destrozado.

Aunque Millie sabía que iba a ser rechazada, intentó consolar a Lyle. Con arreglo a lo esperado, Lyle frustró todos sus intentos de mostrar compasión y le dijo que sus gestos eran falsos.

A su habitual manera estoica, Mina insistió en ir a la iglesia el día de Navidad. Le dijo a su familia que Tom hubiera querido que siguieran haciendo lo mismo que hasta entonces, y que además así salía de casa y se libraba de la continua afluencia de gente que iba para darle el pésame. Aileen y Robbie le dieron la razón y, junto con sus cónyuges e hijos, acompañaron a Mina; Lyle, en cambio, se negó a ir. Su madre se enfadó pero, al igual que los hermanos de Lyle, entendía que no le apetecieran celebraciones navideñas. De todos modos, no dejaba de preocuparse por el estado de ánimo de Lyle. Antes de que este emprendiera su paseo por la nieve, que caía con suavidad, le hicieron prometer que volvería a casa a mediodía.

Lyle se olvidó de la hora mientras caminaba kilómetro tras kilómetro. Ahora la nieve caía con más fuerza, pero él casi no se daba cuenta. En su cabeza reinaba tal caos que ni siquiera notó que la temperatura había descendido por debajo de cero grados.

Al cabo de un rato, Lyle se desorientó. Intentó ubicarse, pero el paisaje estaba tan nevado que no sabía por qué punto orientarse; además, los caminos se encontraban mal señalizados. Lyle casi no se lo podía creer, pero por primera vez en su vida se había perdido irremediablemente. No tenía ni idea de qué dirección tomar.

Lyle estuvo dando vueltas un rato hasta que, agotado y tieso de frío, se sentó en un banco cubierto de nieve que vio al borde del camino. Notaba que se iba adormilando, pero sabía que no podía dormirse porque entonces hallaría la muerte por congelación.

De repente oyó un ruido a lo lejos, el resoplido de un caballo. Aliviado, vio cómo se acercaba un vehículo. El granjero que lo conducía se detuvo, le ayudó a subir al pescante y le llevó a la casa más próxima, pues no estaba seguro de si el hombre al que había recogido al borde del camino aguantaría con ese frío hasta su granja, bastante más alejada.

La casa a la que llamaron era durante los meses de verano una hospedería que en invierno cerraba. El dueño y su mujer, ya entrados en años, se hallaban solos, pero acogieron amablemente a Lyle y le dieron una taza de vino caliente para que entrara en calor. Aunque Lyle se veía como un intruso, sobre todo porque era Navidad, los dos ancianos le aseguraron que se sentían honrados y que para ellos tener visita era una bendición.

Le invitaron a compartir con ellos su comida de Navidad, una sopa muy sabrosa y un trozo de pan recién hecho y crujiente. Lyle se enteró de que habían perdido a sus dos hijos en la guerra. Como uno de ellos tenía la edad de Lyle, agradecían especialmente su visita. Y cuando le preguntaron que por qué paseaba solo bajo la nieve en lugar de celebrar la Navidad con su familia, de repente se vino abajo y se desfogó con los dos ancianos, contándoles sin el menor recato lo de Jamie y lo de su padre y lo horrible que había sido para él el año 1931. Le resultaba fácil hablar con ellos, más que con su propia familia, y le consolaba que entendieran su pérdida mejor que nadie. Los tres sintieron que en ese día tan triste se necesitaban los unos a los otros.

Sumido cada uno en sus pensamientos, permanecieron otro rato sentados junto a la chimenea crepitante. Luego Lyle les pidió que le describieran con precisión el camino a su casa. Si no se marchaba enseguida, pronto oscurecería y podría perderse de nuevo. Cuando se levantó, su mirada recayó en un montón de periódicos viejos que había junto a la lumbre y que el hospedero utilizaba para prender fuego. Un artículo capturó su atención: «Se buscan médicos volantes para el Outback de Australia». En el artículo se hablaba de un reverendo llamado Flynn que había creado en Cloncurry, Queensland, una organización para la que necesitaba médicos que atendieran a la gente de los lugares remotos del interior de Australia, conocido como el Outback. Aunque el periódico era ya un poco antiguo, Lyle arrancó el artículo y se lo guardó en el bolsillo antes de despedirse de los dos ancianos y darles cariñosamente las gracias.

A los dos días, después del entierro de su padre, se sentó a escribir una carta a Flynn.

Durante las primeras semanas del año 1932, Lyle se ocupó de ayudar a su madre a vender la casa en la que había vivido con su padre cuarenta años justos. Hubo que hacer el papeleo de los bienes personales y vender el mobiliario. Aileen se había mudado a principios del año con su familia a Edimburgo, y Mina tenía previsto trasladarse a casa de su hija porque ya no quería vivir en una ciudad que le traía demasiados recuerdos de Tom.

—No creas que me gusta dejarte solo —le dijo Mina a Lyle el día que cobró el dinero por la venta de la casa.

—Ya hemos hablado mucho de eso, mamá. Este traslado te sentará bien —contestó Lyle.

—Pero me preocupas, Lyle.

A Mina le resultaba difícil marcharse de Dumfries sobre todo por dejar a Lyle. Había notado que ella ya no podía quedarse a vivir en la casa familiar sin Tom. Cada vez que se asomaba por la ventana de la cocina, revivía el momento en que había visto a su marido tendido en la nieve. Marcharse era duro, pero los recuerdos eran mucho más dolorosos. Y a Mina también le daba quebraderos de cabeza el estado anímico de su hijo. Tras la pérdida de Jamie se había sumido en una profunda desesperación y, además, echaba de menos a su padre, con el que siempre había tenido una relación especialmente estrecha.

Lyle sabía que su madre era una persona fabulosa y que, tras la fachada de una mujer áspera típica de las Tierras Altas, se escondía un corazón bondadoso. A diferencia de su padre, ella rara vez hablaba de sus sentimientos; por eso Lyle entendía lo difícil que le habría resultado confesar que se sentía desgarrada por abandonarle.

—Tengo previsto emprender una nueva vida en el futuro, mamá —dijo—. Por eso me alegro tanto de que Aileen vaya a ocuparse de ti.

Mina no entendía a qué se refería Lyle.

—¿Te vas a ir de Dumfries para trabajar en otra parte, hijo?

—Más o menos —respondió Lyle vagamente.

Mina llevaba mucho tiempo acostumbrada a lo poco que se explayaba su hijo cuando se trataba de dar su opinión sobre las cosas. En ese sentido se le parecía.

—A lo mejor encuentras un empleo en Edimburgo —dijo esperanzada. Robbie se había casado con una chica de Falkirk, que no distaba mucho de Edimburgo. De modo que si Lyle se trasladaba a Edimburgo, tendría a todos sus hijos cerca—. Según Aileen, hay varios hospitales en la ciudad; así que a lo mejor puedes volver al hospital en el que hiciste las prácticas.

—No me apasiona la idea de trabajar en una ciudad —respondió Lyle, cuya intención era no volver a hacerlo nunca.

—También hay muchas localidades pequeñas en el campo, no lejos de Edimburgo.

—Te contaré mis planes cuando sean definitivos, mamá. Ahora lo único que importa es que estés a gusto en casa de Aileen.

Hacía una semana que se había marchado Mina, cuando Lyle tuvo noticias del reverendo. La carta solo contenía la respuesta que esperaba. Ya había tomado medidas para que se encargara de la consulta Dougal Duff y había contratado a otro médico que les ayudara, pero sin hacer la menor alusión a sus planes.

Cuando Millie salió una vez más de casa para encontrarse con el hombre que ya no era ningún secreto, Lyle agarró la maleta y se subió a un tren que iba en dirección a Londres. Allí se quedó un par de días para ocuparse de sus finanzas y del pasaporte y luego cogió un tren que le llevó a Southampton, donde se subió a un barco con destino a Australia.

Millie no se dio cuenta de que su marido se había marchado hasta que se percató de que llevaba varios días sin verle. Al principio pensó que sencillamente no habrían coincidido, cosa nada rara últimamente, pero luego le llamó la atención que ya nadie durmiera en la cama de Jamie. Entonces comprobó que faltaba la maleta de Lyle y que ya no colgaban del armario algunas de sus prendas de vestir. Supuso que se habría ido de viaje unas semanas, como ya había hecho más de una vez, y se enfadó por que no hubiera tenido la amabilidad de comunicárselo. Que a lo mejor no volvía nunca más era algo que ni se le pasó por la cabeza.