14

Durante las semanas posteriores al entierro de Jamie, los padres apenas cruzaron una palabra. Millie lloraba día y noche y descargaba su rabia y desesperación en Lyle, lo que aumentaba aún más su propio sufrimiento, si es que eso era posible. Más de una vez, Millie se puso tan histérica que Tom MacAllister tuvo que darle un calmante. Ya solo con ver a Lyle se ponía furiosa. No soportaba estar en la misma habitación que su marido, por no hablar de sostener una conversación con él. La cosa adquirió tales dimensiones, que al final Bonnie se llevó a Millie a su casa.

A Lyle le corroía el sentimiento de culpa; una carga que a duras penas era capaz de soportar. La casa vacía le hacía aún más presente la pérdida, de modo que dedicaba los días a pasear por caminos solitarios, a solas con tus atormentadores pensamientos. Así transcurrían las horas y, a menudo, no regresaba a casa hasta el anochecer. Comía lo justo para sobrevivir, y como por las noches tampoco hallaba sosiego, en plena noche se ponía a recorrer las calles de Dumfries. A veces le veían el lechero y el panadero, pero apenas reconocían al prestigioso médico, que más bien parecía un vagabundo desastrado y consumido.

Tan preocupante era su aspecto, que a sus pacientes no se atrevía a mirarlos a los ojos. Sus amigos y familiares intentaban despojarle del sentimiento de culpa explicándole una y otra vez que él no podía haber evitado el accidente de su hijo. Sin embargo, los sentimientos de Lyle oscilaban entre la rabia, la tristeza, la pena y un dolor insoportable. Su única fuente de alegría había desaparecido. Ya no quería seguir viviendo, pero tampoco tenía valor para quitarse la vida.

Llegó un día en que el dolor de Millie entró en otra etapa. En contra de los consejos de Bonnie, insistió en regresar a su casa, pues creía necesitar a Lyle. Pero no sabía con lo que se iba a encontrar. Intentó hablar con él, pero Lyle se había recluido por completo en sí mismo y no quería decirle nada. Lyle ignoraba cualquier intento de Millie por ayudarle. Cuando ya no sabía qué hacer, Millie le propuso hablar con el sacerdote de la familia, pero también a eso se opuso tercamente Lyle. Finalmente, Millie se enfureció porque veía la actitud de su marido como un rechazo hacia ella.

Tom y Mina MacAllister quisieron intervenir, pero Lyle rechazó también la ayuda de sus padres. Luego desapareció varias semanas. Todo el mundo estaba preocupadísimo. Millie se negaba a creer que la hubiera abandonado, de modo que mandó a unos cuantos hombres en su búsqueda, entre otros, a la policía local. Un día Lyle volvió a aparecer. Estaba más consumido que nunca y emocionalmente igual de distante que antes, pero parecía más aseado. No dio ninguna explicación sobre su ausencia y tampoco quiso decirle a nadie dónde había estado. Para asombro de todos, Lyle se empeñó en volver a trabajar.

En el transcurso de las siguientes semanas se instaló cierta rutina en la vida de los MacAllister. Aunque Millie y Lyle seguían sin hablarse, Lyle volvió a pasar consulta y poco a poco fue recuperando peso. Se ocupaba de sus pacientes, si bien emocionalmente seguía distanciado, sobre todo de Millie.

El silencio que reinaba en la casa suponía una tortura para Millie. Una y otra vez intentaba implicarle en alguna conversación, pero Lyle solo respondía con monosílabos y de Jamie no quería ni hablar. Millie se sentía desilusionada; luego, su decepción se convirtió en rabia. Cuando la desesperación la llevaba a un estallido de ira, Lyle se limitaba a marcharse de casa a dar un paseo, lo que ponía aún más furiosa a Millie. Se disculpó por haberle echado la culpa de la muerte de Jamie, pero Lyle tampoco reaccionaba ante eso. Intentó hablarle del dolor que le había provocado a ella la pérdida de su hijo, intentó abrir su corazón cada vez más; pero Lyle se obstinaba en guardar silencio. Por último, Millie le preguntó si quería el divorcio.

—¿Quieres tú el divorcio? —fue su respuesta.

—No, Lyle. Quiero recuperar a mi marido —respondió Millie.

Lyle se quedó callado. Esta vez fue Millie la que se marchó de casa.

En los meses siguientes, Millie empezó a salir con sus padres. Jugaba al bingo con su madre o miraba cómo jugaba su padre a los dardos. Millie nunca había bebido mucho alcohol, pero ahora cambiaron las cosas. Comprobó que se encontraba mejor cuando se tomaba dos copas de whisky. Ella y Lyle apenas se veían. Él trabajaba mucho, y cuando alguna vez tenía un par de horas libres, se iba a pasear solo. Que Lyle se empeñara en dormir en la cama de Jamie era para Millie otra señal de rechazo y de que nunca recuperaría a su marido.

Lyle apenas se daba cuenta de que Millie llegaba cada vez más tarde a casa. Tampoco le llamaba la atención que hubiera bebido, hasta que la cosa se fue agravando y Millie entraba por la noche tropezándose, cayéndose y haciéndose cardenales o incluso heridas de mayor envergadura. Lyle empezó a preocuparse. Comprendía que esa era la manera en que Millie afrontaba la muerte de Jamie, pero sabía que había elegido un camino peligroso.

—No deberías beber tanto —le dijo una mañana mientras estaba sentada en la mesa de la cocina con la cabeza dolorida apoyada en la mano.

Eran las primeras palabras que le dirigía desde hacía una semana, y sonaban más a crítica que a preocupación.

Millie se puso furiosa.

—¿Por qué no? —le espetó a su marido.

—Te perjudica a la salud —le explicó Lyle fríamente.

Millie no daba crédito a sus oídos. Sintió una oleada de indignación.

—¿De verdad, doctor MacAllister? Quizá no bebería tanto si tuviera un marido a quien pudiera acudir en casa, pero por desgracia no es así. Tengo un marido sin sentimientos, un marido que ha expulsado a todo el mundo de su vida —bufó.

Millie no supo combatir sus sentimientos y empezó a llorar, lo que la enfureció aún más.

Lyle a duras penas soportaba que le echaran la culpa de más cosas. Notó que perdía el control de sus sentimientos, pero para evitar un contragolpe, se fue de casa sin decir una palabra.

Esa fue para Millie la gota que colmó el vaso. Necesitaba un brazo que la confortara, una señal de Lyle de que todo recuperaría la normalidad, pero no la recibió. ¿Qué podía hacer ella?

Lyle tardó un tiempo en darse cuenta de que Millie ya no bebía con tanta frecuencia. Parecía haberse distanciado un poco de la bebida. Aunque seguía echando mucho de menos a Jamie y apenas soportaba nada que le recordara a él, por las mañanas Lyle le había oído canturrear alguna cancioncilla mientras hacía las tareas domésticas. Seguía pasando mucho tiempo fuera de casa, pero a él ni se le ocurría pensar que hubiera un motivo inesperado en su conducta.

Finalmente, fue Tom MacAllister el que sacó la conversación.

—He oído rumores de que Millie está viéndose con otro hombre —empezó Tom con cautela—. No estaba seguro de si debía contártelo, pero creo que es mejor que te enteres por mí que por otra persona. —Lyle miró pensativo a su padre—. De todas maneras, no lleváis una vida propiamente conyugal desde la muerte del pequeño Jamie —dijo Tom. Estaban tomándose una cerveza en el Mulligan’s Inn, la primera desde la muerte de Jamie—. Quizá ya vaya siendo hora de que vendáis la casa y os separéis. Si no lo haces, vas a quedar como un idiota, hijo.

Un divorcio no era lo que Tom aconsejaría normalmente, pero sencillamente no había podido perdonarle a Millie que le echara la culpa a su hijo de la muerte de su nieto. Estaba convencido de que su conducta había estado a punto de destrozar a Lyle.

—¿Estás seguro, papá? —preguntó Lyle.

Le costaba imaginar que fuera cierto lo que le estaba contando su padre. En realidad no tenía por qué ser una sorpresa, pues Millie era joven y hacía mucho que no tenían relaciones matrimoniales, pero el hecho de que a él no se le hubiera pasado por la cabeza conmocionó a Lyle.

—Lo sé por distintas fuentes, de modo que yo diría que algo habrá de cierto en ello. En el fondo no es nada sorprendente, ¿no crees, hijo? Desde la muerte del pequeño Jamie no habéis hecho auténtica vida marital. Comprendo cómo te sientes, pero ser emocionalmente tan frío y distante acarrea siempre problemas.

Se hizo un largo silencio. Luego, empezó a hablar Lyle.

—Jamie fue la única razón por la que me casé con Millie —admitió. Era la primera vez que lo expresaba en voz alta desde que le había hablado a su padre del embarazo de Millie—. Si no hubiera estado embarazada, me habría casado con Elena Fabrizia, la mujer que amaba; eso lo sabemos los dos.

—Y ahora que has perdido a Jamie, estás amargado —dijo Tom.

—Lo que ha sucedido no puedo cambiarlo, pero ya no me queda ninguna alegría en la vida, papá. Jamie era mi vida. Era la razón por la que me levantaba todas las mañanas. Ocuparme de los enfermos de Dumfries no me basta. Y probablemente nunca tenga suficiente con eso.

Tom se asustó al oír hablar así a su hijo.

—Eres un buen médico, Lyle, uno de los mejores. Creo que padeces una depresión, lo cual es comprensible. Lo que pasa es que te está durando demasiado. Estoy preocupado por ti.

—Probablemente nunca vuelva a ser feliz, pero ya me recuperaré, papá —respondió Lyle.

Tom no las tenía todas consigo. No era eso lo que quería oír.

Lyle no le leyó la cartilla a Millie, pero empezó a observarla con más atención. Efectivamente, se acicalaba más y pasaba gran parte del tiempo fuera de casa. A menudo regresaba de madrugada. Era muy posible que tuviera una aventura.

Una tarde de domingo, Lyle decidió seguir a Millie cuando esta salió de casa. Le había contado que iba a ver a su madre y que no volvería hasta tarde. Normalmente, su mujer nunca le decía adónde iba, por lo que esa información despertó las sospechas de Lyle. Tom no le había sabido decir quién era el supuesto amante, pero Lyle quería saberlo. No sentía celos, pero si era cierto que Millie había encontrado consuelo en los brazos de otro hombre, la vida de ellos dos cambiaría.

Lyle se mantuvo a una distancia prudencial de Millie. Comprobó que el objetivo de Millie era, en efecto, la casa de su madre. Estuvo media hora haciendo guardia desde una tienda cercana; luego sacó la conclusión de que su padre se había equivocado. Millie no parecía ocultarle nada. Lyle pensó que los chismosos difundían mentiras porque Millie y él pasaban mucho tiempo el uno sin el otro. Aliviado, se fue para casa y enseguida le llamaron para visitar a un niño enfermo en el campo.

Cuando Lyle regresó a casa sobre las siete, contaba con encontrar a Millie, pero no estaba. Poco antes de medianoche oyó cómo giraba la llave en la puerta de casa. Millie entró, cerró la puerta despacito y se puso a subir las escaleras sigilosamente, sin encender la luz. A su marido, que estaba sentado en el salón a oscuras, no lo vio.

—Cuánto tiempo has estado con tu madre, Millie —dijo Lyle.

Millie se sobresaltó y se dio la vuelta llevándose la mano al corazón.

—¡Qué susto me has dado, Lyle! —dijo sin aliento—. ¿Qué haces ahí sentado a oscuras?

Lyle no hizo caso de la pregunta.

—Bonnie y Jock se acuestan temprano. ¿Se puede saber qué has estado haciendo en su casa hasta ahora?

—Es que… he ido a ver a Sylvia McDonald. Desde hace algún tiempo no se encuentra muy bien.

Millie se arrepintió de sus palabras nada más pronunciarlas.

—Pues no se ha pasado por la consulta —dijo Lyle.

Se levantó y se acercó a la escalera. El rostro de Millie quedaba iluminado por la farola de la calle, cuya luz entraba por la ventana que había al lado de la puerta de la casa.

—Es cierto. No ha ido… —balbuceó Millie—. Pero yo se lo he aconsejado.

—Mañana le haré una visita —dijo Lyle.

Millie puso cara de asustada.

—No tienes por qué hacerlo, Lyle. Ya irá a la consulta cuando necesite un médico.

—No me supone ninguna molestia —afirmó Lyle con resolución.

Millie apretó los labios.

—Bueno, vamos a dejarlo, Lyle —dijo, y se dispuso a seguir subiendo la escalera.

Sin embargo, Lyle la retuvo.

—¿Por qué, Millie? ¿Acaso Sylvia dirá que esta noche no has estado en su casa cuando se lo pregunte?

Millie se volvió furiosa y taladró a su marido con la mirada. A Lyle le sorprendió ver ese gesto de obstinación en ella.

—¿Quieres reprocharme algo en concreto, Lyle?

Hasta entonces, él nunca había dudado de su sinceridad.

—Me gustaría saber si me estás diciendo la verdad, Millie. ¿Es esa la verdad?

—Y si no te dijera la verdad, ¿te importaría algo?

—Solo quiero saber a qué atenerme contigo. No creo que sea mucho pedir.

—Tiene gracia que digas eso precisamente tú —opinó Millie. Lentamente, bajó de nuevo la escalera. Se detuvo en el primer escalón para estar a la misma altura que Lyle con el fin de adquirir una mayor seguridad en sí misma—. Yo llevo ya un tiempo sin saber a qué atenerme contigo.

—Sé que me he comportado de manera extraña —admitió Lyle—. Pero no te he sido infiel.

—Reconócelo, Lyle. Solo te casaste conmigo porque esperábamos a Jamie. Ahora que ya no está, no queda nada.

—¿Por eso te citas con otro?

—Yo no he dicho eso —dijo Millie, a la defensiva.

Se sentía dolida porque él ni siquiera había intentado rebatirle su reproche.

—Ya corren rumores por toda la ciudad. Al parecer, soy el último en enterarme.

—Desde hace meses eres tan frío conmigo, Lyle… No has dado la menor señal de que podríamos volver a ser un verdadero matrimonio. Incluso duermes en el cuarto de Jamie. No debería, por tanto, sorprenderte que haya entablado una amistad con otro hombre.

—¿A eso le llamas amistad? —dijo Lyle enojado.

—Es la palabra exacta —respondió Millie, sin dejarse amedrentar.

—¿Y con quién mantienes esa «amistad»? —preguntó Lyle en tono sarcástico.

—Eso a ti no te importa.

—No debe de ser difícil averiguarlo —gruñó Lyle—. Y no creo que esa supuesta «amistad» sea puramente platónica.

—¿A ti qué más te da? —preguntó Millie con amargura—. Tú no me deseas. Entonces, ¿por qué te molesta que otro me desee?

A Lyle esas palabras le sentaron como una patada en el estómago. Se alejó de Millie, pescó el abrigo del perchero y se dirigió hacia la puerta de casa.

—¡Anda, sí, vete otra vez, Lyle! Eso es lo que mejor sabes hacer —dijo Millie, llena de aborrecimiento.

Lyle cerró la puerta al salir de casa. Se echó el abrigo por los hombros y atravesó el jardín en dirección a la portezuela de la verja.

«Así que es verdad…», pensó. Siguió andando a pasos agigantados para poner rápidamente la mayor distancia posible entre Millie y él. Ella había admitido que se veía con otro hombre. Lyle no acababa de creérselo. Sabía que tarde o temprano averiguaría quién era el otro. Pero ¿quería realmente saberlo?