La primavera tardía del año 1931 fue la más cálida que había tenido Dumfries desde hacía unos años. Casi todos los días lucía el sol y, gracias a las altas temperaturas, las plantas del jardín florecieron antes de lo habitual. Todo el mundo encontraba algún pretexto para salir a disfrutar del sol.
El 22 de mayo, Jamie cumplió doce años. En los cumpleaños, Lyle siempre mimaba a su hijo, y ese año no fue una excepción. A Jamie le contó que le iba a regalar una caña de pescar nueva y luego le sorprendió con una flamante bicicleta que había comprado en una tienda de Glasgow.
—¡Oh, papá, es preciosa! —exclamó Jamie entusiasmado cuando Lyle sacó la bici del cobertizo del jardín—. ¡Nunca había visto una igual!
Lyle se sintió dichoso al comprobar lo bien que había funcionado la sorpresa. Momentos como ese eran los más felices de su vida.
Jamie les enseñó todo contento la bicicleta a sus abuelos cuando fueron a merendar a casa. Tom y Jock la contemplaron con mucho interés.
—¡Es la mejor bici que he visto en mi vida! —exclamó Jock.
—Es una bicicleta realmente magnífica —añadió Tom.
Pero por el tono de voz de su padre, Lyle dedujo que ese regalo le parecía una exageración en una época en la que el Reino Unido se encontraba en una depresión económica. La crisis financiera americana había empezado en el año 1929 con el desplome de la bolsa.
Jamie estaba deseando enseñarles la bici a sus amigos. Como ya iba anocheciendo más tarde, les preguntó a sus padres si le dejaban ir al parque a jugar al críquet con unos cuantos chicos.
—Ya es tarde, Jamie —dijo Millie temerosa cuando miró la hora en el reloj de la cocina.
—Un ratito sí podríamos dejarle salir, ¿no, mami? —bromeó Lyle—. Te mueres de ganas de probar tu nueva bici, ¿tengo razón, hijo?
—Sí, papá —dijo Jamie entusiasmado. Luego miró a su madre—: Por favor, mamá.
—Bueno, está bien —dijo Millie titubeante.
—Prométeme que no saldrás a la carretera —le dijo Lyle a Jamie cuando este se montó en la bici.
Eso se lo hacía prometer cada vez que su hijo quería andar en bici porque realmente le preocupaba. Cada día había más automóviles en las calles. El año anterior se había duplicado el número de coches.
—Y vuelve a casa antes de que anochezca —le advirtió Millie.
Aún le seguía costando perder de vista a Jamie, pese a que llevaba más de tres años sin ataques espasmódicos; lo único que habían tenido que hacer fue aumentar su aporte de calcio. Qué contentos se pusieron Lyle y Millie al ver que Jamie se iba recuperando poco a poco; sin embargo, todavía seguían observándole muy de cerca. Les resultaba difícil olvidar los terribles ataques espasmódicos, en especial a Millie, que se esforzaba por ser un poco más generosa. Jamie era su único hijo y para ella no había nadie que se pudiera comparar con su chico. Estaba loquita por él.
—Y no te olvides de que mañana vamos a dar un paseo en bote —le recordó Lyle a su hijo.
—¿Cómo me voy a olvidar si lo estoy deseando? —dijo Jamie entusiasmado.
Siempre se alegraba mucho de ir con su padre a pescar en bote. Jamie les prometió a sus padres que haría todo lo que le pedían y luego se puso en marcha con un par de amigos. Por el camino iban a encontrarse con otros tres chicos.
—Le estás malcriando —refunfuñó Tom después de ver cómo se marchaba Jamie—. Con una bicicleta usada habría tenido bastante. No está bien hacer adquisiciones extravagantes cuando los tiempos son tan duros para la gente sencilla.
Dos millones y medio de personas carecían de trabajo en Gran Bretaña, después de que se hubieran puesto límites comerciales y aranceles como medidas de urgencia para frenar la depresión. Las repercusiones en las zonas industriales inglesas habían sido inmediatas y devastadoras, lo que también se notaba en Escocia.
—Es que no lo puedo evitar, papá —admitió Lyle con toda franqueza—. Además, con un diez por ciento de desempleo en Glasgow, el dueño de la tienda ha sabido apreciar la venta de una bicicleta.
Contra eso no pudo decir nada Tom. En toda Escocia e Inglaterra se formaban colas de millones de personas para obtener un plato de sopa.
—Puede ser, pero tú también tienes una responsabilidad. Deberías mostrar más comedimiento y tener en cuenta que muchos de tus pacientes las pasan canutas para poder llevarse algo a la boca.
—Jamie solo va a tener una infancia, papá. Quiero que la disfrute. Además, el manillar de la bici vieja está torcido. Solo quiero que tenga una bicicleta segura.
—Probablemente se vuelva a caer y tuerza también el manillar de la nueva porque va demasiado aprisa —refunfuñó Tom.
Lyle esbozó una sonrisita. Desde hacía algún tiempo, su padre andaba a la velocidad de un caracol, de modo que miraba con desprecio todo lo que se moviera más aprisa, incluso a las mujeres que empujaban un cochecito de niño.
—Ya me encargaré de que no coja la bici cuando estén heladas las aceras y la calzada —prometió Lyle—. Pero en verano puede divertirse tranquilamente y hacer ejercicio al aire libre.
Jamie y sus amigos fueron con las bicis al parque más cercano, que tenía el tamaño suficiente como para jugar al críquet. Era sábado por la tarde y aprovecharon que los días próximos al verano se alargaban cada vez más. Para la estación del año en la que estaban, hacía realmente calor, de modo que no desperdiciaban ni un minuto libre para pescar, jugar al fútbol y coger frambuesas y para recorrer todos los alrededores con sus bicis. Jamie había dado un estirón el año anterior y se encontraba en buena forma física.
Los chicos recorrieron los dos kilómetros y medio que los separaban del parque a la velocidad del viento, echando una carrera. Luego jugaron una hora al críquet y, finalmente, emprendieron el regreso a casa. Cuando llegaron a Queensbury Road, cuatro de los chicos tomaron otra dirección porque vivían más lejos que Jamie, Andy, Tommy y el hermano pequeño de este, George. Aunque agotados por haber estado persiguiendo el balón por todo el parque, Jamie y los otros tres echaron otra carrera de camino a casa.
Como es natural, Jamie quería demostrarles la velocidad que podía alcanzar su nueva bici, de modo que intentó ir todo el rato en cabeza. Tal y como le había dicho su padre, iba por la acera, pero le ponía nervioso tener que esquivar una y otra vez a los peatones. Entonces Andy o alguno de los otros tomaba la delantera. Cuando Jamie consiguió volver a ponerse en cabeza, Tommy se le acercó por la izquierda. Más adelante había obras en la acera, así que no le quedó más remedio que bajar a la calzada. Una vez pasadas las obras, no pudo volver a la acera porque de frente venía una mujer con un cochecito de niño. Jamie recorrió a toda velocidad Queensbury Road sin que nada lo retuviera. Más adelante, en English Street, vio un automóvil detenido que se disponía a girar hacia Queensbury Road. Justo delante de él iba un caballo tirando de una carreta; para adelantarlo, Jamie invadió el centro de la calzada, alegrándose maliciosamente de que sus amigos tuvieran que frenar en la acera para rodear con cuidado al automóvil que aguardaba en la esquina de English Street.
Alfred Fitzsimons, director jubilado de la sucursal del Bank of Scotland en Dumfries, vio acercarse la carreta y reconoció a su conductor, Hubert Soll, el carbonero. Pensó si rodear la carreta, mucho más lenta que su vehículo. Cuando apretó el acelerador, oyó un fuerte estallido: la limusina de Fitzsimons había tenido un fallo en el encendido y el motor se había calado. Vio cómo Bertie, el caballo que tiraba del carro de carbón, se espantaba y relinchaba con todas sus fuerzas encabritándose sobre sus recias patas traseras. Los chicos, que en ese preciso momento alcanzaron la limusina de Fitzsimons, oyeron la bocina de un coche y un patinazo y saltaron de sus bicicletas. Una furgoneta que venía en dirección contraria pegó un frenazo y se detuvo junto a la carreta. Al conductor lo conocían los chicos. Era un joven de veinte años que se había mudado recientemente al barrio de Andy y se acababa de sacar el carné de conducir.
Poco a poco, Hubert logró dominar a Bertie. El caballo era joven y todavía no se había acostumbrado a los ruidos de la calle. Cuando Hubert consiguió tranquilizar al caballo, los chicos vieron que desaparecía detrás de su carreta. Alfred Fitzsimons se bajó de su coche y le siguió.
—¿No es esa la bici de Jamie? —preguntó George a su hermano, señalando más adelante de la calle, donde había una bicicleta roja con una llanta abollada.
Aunque ya no parecía la bici recién estrenada de Jamie, reconocieron que era la suya.
—Pero si esa es su bici, ¿dónde está Jamie? —preguntó Andy aterrado.
George se encogió de hombros. Estaba confuso.
—Seguro que Jamie se ha hecho unos cuantos buenos arañazos. A lo mejor hasta se ha roto algo —dijo atemorizado.
—¡Jamie! —gritó Andy, dejando la bici tumbada en el suelo—. ¿Dónde estás?
—Ha debido de hacerse daño al caerse de la bici —opinó Tommy, lanzando a sus amigos y a su hermano una mirada de preocupación.
Los chicos dejaron las bicis tumbadas en la acera y rodearon el carro del caballo. No entendían por qué se habían detenido tantos transeúntes. Parecían muy asustados. Dos mujeres empezaron a sollozar. Nadie hacía nada, y eso a los chicos les desconcertaba aún más; seguían sin ver a Jamie. Luego vieron que Hubert Soll, Alfred Fitzsimons y el conductor de la furgoneta estaban acuclillados en el suelo mirando debajo de la furgoneta. Luego, al conductor de la furgoneta le dieron arcadas. Tommy señaló un zapato que había en la calzada.
—¿Ese zapato no es de… Jamie? —balbuceó.
—Creo que sí —contestó Andy, poniéndose muy pálido.
Los chicos se quedaron un buen rato mirando el zapato. No sabían a ciencia cierta si lo que veían era real.
—Venid, vamos a buscar a Jamie.
Y los tres intentaron abrirse camino a través de la multitud, pero unos cuantos adultos les impidieron el paso.
—Marchaos a casa —dijeron.
—Estamos buscando a nuestro amigo —le explicó Andy a uno de los allí agolpados.
—Vete a casa, muchacho —dijo una mujer con una voz muy triste.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tommy—. No podemos volver a casa sin Jamie.
Alguien tiró de su pantalón, y Tommy dirigió la mirada hacia abajo. George se puso en cuclillas e intentó ver algo entre las piernas de los que formaban un corro. Andy y él se pusieron también de rodillas. Y lo que vieron les conmocionó tanto que los tres se echaron a llorar a lágrima viva.
Lyle y Millie se sentaron en el salón después de que sus padres se hubieran marchado a casa e intentaron relajarse. Seguro que Jamie llegaría de un momento a otro. Había sido una bonita tarde, un día completo. Rara vez ocurría que a Lyle no le llamara ningún paciente, pero Dougal le había prometido sustituirle para que Lyle pudiera pasar el cumpleaños de Jamie con la familia.
Millie miró la hora por centésima vez.
—Jamie debería estar ya en casa, Lyle. Ya ha anochecido.
También Lyle empezaba a preocuparse. Consideró seriamente la posibilidad de ir en busca de Jamie, pero contestó a la ligera, para no asustar aún más a Millie.
—Vendrá de un momento a otro —dijo—. Los chicos suelen olvidarse de la hora cuando lo están pasando bien.
—Espero que no haya ido por la calzada —se preocupó Millie—. Por la noche a los conductores de automóviles les cuesta ver a un chico montado en una bicicleta.
—Ya le hemos dicho bastantes veces que se mantenga alejado de la calzada, Millie —opinó Lyle.
—Pero ¿nos habrá hecho caso?
—Supongo que sí —respondió Lyle—. Hasta cierto punto no nos queda más remedio que confiar en él. —Echó una ojeada a la ventana y vio que Tommy y Andy se apearon de sus bicis junto a la puerta del jardín—. Ahí viene, y da toda la impresión de que se ha traído a sus amigos. ¿Ha sobrado algo de la tarta de cumpleaños, Millie?
Millie sonrió.
—Sí, he guardado un poco —dijo aliviada.
Cuando Lyle abrió la puerta de la casa para invitar a los amigos de Jamie a que pasaran a tomar un trozo de tarta, vio que Fred Macintosh entraba por la puerta del jardín. Fred era el policía del barrio. Lo primero que se le ocurrió fue que los chicos estarían en dificultades por haber corrido demasiado aprisa por la acera, pero decidió no ser demasiado estricto con Jamie, puesto que era su cumpleaños.
Lyle abrió la puerta de casa con una sonrisa en los labios. Su intención era ofrecerle a Fred un whisky para enderezar el asunto.
—Hola, agente —dijo con simulado rigor—. ¿Qué tropelía han vuelto a cometer hoy los chicos?
Andy, Tommy y George seguían con sus bicis junto a la puerta del jardín; a Jamie no lo vio. Seguro que había ido a guardar su bici nueva al cobertizo. Y luego se dio cuenta de que George estaba llorando.
Fred Macintosh miró a Lyle, que parecía tan feliz y despreocupado, sin tener ni idea de que, a partir de ese momento, su vida ya no sería la misma.
—¿Puedo entrar, doctor? —preguntó.
A Lyle le cambió la cara al oír el tono serio de la voz de Fred y al percibir que se sentía incómodo.
—¿Ha pasado algo, Fred? —quiso saber.
Como el policía no le contestó de inmediato, Lyle pasó a su lado y se dirigió hacia los chicos.
—¿Dónde está Jamie? —les preguntó a los tres.
—Lyle —le llamó Fred, y fue tras él—, pasemos adentro.
Millie, que se preguntaba con quién estaría hablando Lyle, se acercó corriendo a la puerta.
—¿Dónde está Jamie? —preguntó, y nada más ver a Fred, fue presa del pánico—. ¿Dónde está mi hijo?
Lyle se acercó a Andy y lo agarró por los hombros.
—¿Dónde está Jamie? —preguntó preocupado—. ¿Está herido? ¿Tengo que ir al hospital? —Andy no respondía—. ¡Maldita sea! Di algo, chaval —despotricó Lyle, fuera de quicio.
Entonces empezaron a sollozar también Andy y Tommy.
Fred puso una mano sobre el hombro de Lyle.
—¿Podemos entrar, Lyle, por favor?
Lyle se volvió bruscamente.
—No, quiero saber dónde está Jamie. Tengo derecho a saberlo. ¿Me lo va a decir alguien de una vez? —reclamó furioso.
—Se ha caído de la bici y… y una furgoneta… le ha atropellado —dijo Tommy con voz llorosa.
La imagen de las piernas aplastadas y llenas de sangre de Jamie asomando por la furgoneta no se le quitaría de la cabeza hasta el fin de sus días.
—¿Qué? —preguntó Lyle, sintiéndose como si se le hubiera parado el corazón.
Había tratado innumerables veces a gente que padecía un shock, pero nunca había sufrido uno en sus propias carnes. Era como si le hubieran echado un jarro de agua fría. Los brazos y las piernas le pesaban tanto que no podía moverlos y, mientras resonaban en su cabeza las palabras de Tommy, le daba la sensación de que se había detenido el tiempo. Se le nubló la vista y, tambaleándose, se apoyó en el muro del jardín.
—¿Dónde está? ¿Dónde está Jamie? —gritó Millie desde el jardín. Cuando vio la cara de Fred supo que su peor pesadilla se había hecho realidad—. ¿No se habrá…? Dígame que mi hijo se recuperará —chilló, y cayó de rodillas con la cara desfigurada por el dolor.
—Desearía poder hacerlo, señora MacAllister —dijo Fred, agachando la cabeza.
Lyle miró fijamente a los chicos. Quería preguntarles si Jamie había sobrevivido, si solo estaba gravemente herido, pero en el fondo ya sabía la respuesta.
—A lo mejor puedo hacer algo por él —dijo Lyle—. ¿Dónde está Jamie? Quiero ayudarle. —Los chicos no respondieron—. ¿Dónde está? —vociferó Lyle.
—No hay nada que usted pueda hacer —dijo Fred—. Su hijo ha sido llevado al depósito de cadáveres del hospital. Lo siento mucho, de verdad. Lo siento muchísimo.
—¡Todo por tu culpa, Lyle! —gritó Millie—. ¡Tú le has regalado esa maldita bicicleta! —Se arrojó al suelo sollozando—. ¡No, no! —gritó—. ¡Jamie! ¡Quiero a mi Jamie!
Lyle miró a su mujer, pero se sentía como paralizado. No fue capaz de acercarse a ella porque sabía que tenía razón. Le había comprado una bicicleta a su hijo. Y ahora le había perdido.
Sin pensárselo, emprendió el camino hacia Queensbury Road. Sabía que por allí habían ido los chicos al volver del parque. Lyle pasó al lado de gente que le decía algo, pero él no oía ni una sola palabra. Lo único que se le representaba era la sonrisa radiante de Jamie al ver por primera vez su nueva bicicleta roja. Nunca hasta entonces le había visto tan feliz.