12

—Elena, ¿qué haces tú en la ciudad? —preguntó Luisa desconcertada cuando su hija entró en la carnicería.

Era un miércoles, a media mañana, y Luigi estaba en ese momento cortando carne de vaca para la señora Hugal, que tenía que alimentar a seis grandullones, ninguno de los cuales medía menos de uno noventa. Elena saludó a su padre y a la señora Hugal, y luego abrazó a su madre.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Luisa.

Elena y Aldo habían estado en la ciudad la semana anterior para hacer acopio de provisiones, por eso le extrañaba ver a su hija.

—Tenía una cita con el doctor Robinson —respondió Elena.

—¿Estás enferma? —se interesó Luisa, preocupada.

A decir verdad, no tenía aspecto de enferma. De hecho, a Luisa le pareció muy atractiva con su bonito vestido de los domingos y el pelo recién lavado. Incluso se había empolvado un poco la cara. Por regla general, Luisa nunca veía a su hija sin el delantal.

—No, mamá. ¿Tienes tiempo para tomarnos una taza de té? —Elena miró esperanzada hacia su padre.

Luigi asintió con la cabeza y dejó que Luisa se fuera, pero luego, cuando entraron otros dos clientes, añadió:

—No tardes mucho.

La casa de los Fabrizia se hallaba junto a la tienda. Allí vivían también entre semana los tres hijos de Elena, pues para entonces ya iban todos al colegio. Dos años antes, cuando Dominic cumplió cinco años, también fue escolarizado. Tal y como Elena había previsto, su hijo pequeño y su hija no eran ni aproximadamente tan listos como Marcus, que a sus once años sacaba siempre las mejores notas de su clase. Su profesora, la señorita Wilmington, tenía que esforzarse para encontrar tareas escolares que supusieran un verdadero reto para él. En su opinión, el chico aprendía con facilidad lo mismo que otros alumnos mucho mayores.

A veces Elena se sentía orgullosa de su hijo mayor. Aunque el chico era toda su alegría, se preocupaba por él, ya que Aldo parecía decidido a obligarle a ser granjero. A Elena eso le parecía absurdo, teniendo en cuenta lo duramente que había que luchar para poder vivir de la tierra. Pero cada vez que intentaba hablar de eso con Aldo, acababan discutiendo.

—Le he solicitado un empleo al doctor Robinson —le contó Elena a su madre cuando se sentaron a tomar el té.

—¿Ah, sí?

Luisa se mostró sorprendida, pero cuando pensó un momento en lo que acababa de contarle su hija, tuvo que admitir que no era tan extraño. Elena le había contado que Aldo iba a suprimir los rebaños de la granja porque había poco forraje, a veces incluso nada, para las vacas. En los tres últimos años los períodos de sequía habían sido tremendos, y Aldo, a diferencia de otras veces, no había podido ampliar el número de reses por la falta de lluvia que normalmente seguía al tiempo seco.

—Las langostas han aniquilado las pocas plantas forrajeras que Aldo ha podido cultivar, y ese forraje nos era muy necesario. Los caballos y las vacas ya no encuentran nada que comer en el campo. El lunes, Aldo tuvo que llevar las últimas vacas al mercado. Tengo que hacer algo, mamá; necesitamos el dinero. Las semanas pasadas todavía pudimos comprar provisiones, pero ahora ya no tenemos nada, y Aldo es demasiado orgulloso como para buscar trabajo porque no quiere reconocer que es un fracasado.

—Ay, Elena. ¿Cómo es que no me lo has dicho en todo este tiempo? Jamás has mencionado que os fuera tan mal. Tu padre y yo os habríamos ayudado. La tienda va francamente bien.

Luigi llevaba ya un tiempo comprando carne de otras granjas. Cuando Aldo se enteró, no le hizo ni pizca de gracia porque durante años había sido el principal suministrador de Luigi. Pero los Fabrizia habían notado que Aldo llevaba ya un tiempo descontento con muchas cosas, de modo que no se lo tomaron como algo personal. Si querían que la tienda siguiera funcionando, tenían que comprar carne también a otros proveedores. Elena le había ocultado deliberadamente a su madre lo mal que iban las cosas para no disgustarla.

—Ya sabes que Aldo jamás aceptaría una ayuda de ti y de papá —dijo, pues nunca había conocido un hombre con tanto falso orgullo—. No acepta limosnas, ni siquiera de la propia familia. Hace unos meses, su padre le mandó algo de dinero, ¿y sabes lo que hizo el muy cabezota? Se lo devolvió. Le dijo a su padre que no lo necesitaba porque tenía previsto cultivar otro tipo de planta forrajera para el ganado. Yo me puse furiosa porque los niños necesitaban zapatos. Desde entonces hemos ido vendiendo poco a poco el ganado y para los caballos hemos tenido que comprar forraje. —No le contó a Luisa que había vendido a una vecina su valiosa máquina de coser para poderles comprar calzado a los niños—. Ya no tenemos ingresos ni, en un futuro próximo, perspectivas de dinero.

—¿Has tenido bastante para comer tú y los niños, Elena? ¿No habrán pasado hambre los bambini en los fines de semana, o sí?

En ocasiones, Luisa llevaba unas cuantas chuletas o carne de vaca cuando iba los viernes por la noche a la granja con los niños, pero últimamente había dejado de hacerlo porque Aldo parecía no estar conforme.

—Comemos huevos, y algunos los vendo a los vecinos. A veces Aldo ha cazado un canguro o un emú.

Luisa hizo una mueca de desagrado.

—¿Y eso han comido los niños?

—La carne de canguro he intentado suavizarla porque tiene un sabor muy fuerte, pero he de reconocer que, no obstante, Maria se negó a comerla y a los chicos tampoco es que les entusiasmara —respondió Elena. Por ese motivo, Aldo se había enfadado una vez más y le había reprochado a Elena que malcriaba a los niños—. Pero la carne de emú asada está muy sabrosa. —De repente, frunció el ceño—. Esto que quede entre nosotras, mamá: Aldo ha robado dos veces una oveja a nuestros vecinos los Crawley.

—Por Dios, Elena. En este país podrían ahorcarle por eso.

—Lo sé, mamá. Por eso no debes decírselo a nadie, ni siquiera a papá. Aldo está muy avergonzado y por eso se ha vuelto más gruñón todavía.

—¿Han sospechado de vosotros los vecinos? —preguntó Luisa.

—La señora Crawley vino un día a casa preguntando si sabíamos algo de las ovejas desaparecidas… justo en el momento en que yo estaba asando una pierna de cordero.

—¡Ay, por Dios, Elena!

—Me pidió que le dijera a papá que estuviera al tanto de si alguien quería venderle una oveja entera. De nosotros no sospechaba gracias a vuestra tienda. Finalmente, logré convencerla de que seguramente hubiera robado las ovejas un vagabundo que casualmente estaba merodeando por la zona. De todos modos, Aldo no volverá a hacer nunca más una cosa así.

Luisa se dio cuenta de que Elena estaba en una situación muy apurada.

—¿Qué le parecerá a Aldo que vayas a trabajar, Elena? —preguntó, temiéndose su reacción.

—No le gustará absolutamente nada, pero necesitamos dinero para comprar ropa y comida para los niños. Así que esta vez tendrá que tragarse su estúpido orgullo… y espero que se atragante.

Elena se sonrojó al darse cuenta de lo que acababa de expresar en voz alta. Se había comportado irrespetuosamente con respecto a su marido y contaba con que su madre la regañara, pero en ese momento solo había obstinación en ella. La discusión que había tenido por la mañana con Aldo aún permanecía fresca en su memoria. Él no se había mostrado conforme con que ella trabajara, pero cuando Elena le dijo que las tiendas de la ciudad ya no les fiaban y que el banco tampoco quería prestarles dinero porque ya no tenían ganado que pudieran vender como garantía, ya no supo qué decir.

El señor Bishop, director del banco, vivía en Winton, donde todo el mundo se conocía y todos sabían la situación de cada uno. De todos era conocido que los asuntos de la granja Barkaroola no iban bien. A otras granjas les pasaba más o menos lo mismo. El señor Bishop sabía también a la perfección que la granja no tenía mucho valor. La tierra era pobre y en la casa faltaban todavía muchas reparaciones por hacer.

—La verdad es que Aldo me da pena —dijo Elena arrepentida—. Pero está siempre de tan mal humor que resulta difícil vivir con él.

Luisa acarició la mano de su hija. Entendía a Elena; tampoco a ella se le habían escapado los prontos de Aldo.

—Dices que las plantas de forraje que plantó Aldo se han secado. ¿No ha quedado nada?

—¡Nada de nada! Para regarlas Aldo sacaba agua del pozo de sondeo, pero el lunes llegaron de repente las langostas y devoraron hasta la última brizna. Me dio tiempo a cubrir parte de mi verdura, pero no toda la superficie; así que yo también he perdido casi todo.

A Elena le vino el recuerdo de Aldo hecho una furia en mitad del campo del forraje que había plantado y le oyó cómo despotricaba contra el enjambre de insectos. Aunque a muchos los había aplastado con el pie, de nada sirvió. En el plazo de una hora su campo quedó reducido a un desierto polvoriento, y enseguida se abalanzaron las hormigas sobre las langostas muertas.

—Incluso aquí, en la ciudad, hemos tenido que combatir a las langostas —le contó Luisa—. Estuve barriendo durante horas para sacarlas de la tienda. Con cada cliente que entraba por la puerta, entraban también cientos de langostas. A tu padre le entró un acceso de rabia. Ya sabes lo que piensa de que haya insectos en la tienda.

—Ayer Aldo compró semillas de forraje para poder darles de comer a los caballos. Le costaron baratísimas, pero cuando abrió los sacos averiguó el porqué.

—A ver si lo adivino. Estaban podridas —dijo Luisa.

—Exacto, mamá —contestó Elena—. No hay nada que le salga bien y esto no puede seguir así. El lunes hablé por radio con Cora Blake, la que trabaja en el colmado, por un fardo de tela que le había encargado hacía algún tiempo. Tuve que decirle que ya no me lo puedo permitir. Entonces me contó que la señora Fogarty se va a jubilar y que el doctor Robinson está buscando a alguien que la sustituya. Cora sabe que antes de casarme trabajé de enfermera y pensó que quizá me interesara solicitar el puesto de la señora Fogarty, ya que no me podía permitir comprar el fardo que había encargado. Al principio, presentí que Aldo no consentiría que fuera a trabajar, de modo que no consideré en serio la sugerencia de Cora. Pero luego me enfadé conmigo misma y con el hecho de que me preocupara su reacción, cuando en realidad necesitamos urgentemente ese dinero. Decidí hacer lo que había que hacer. Así que llamé otra vez a Cora y le dije que, por favor, me pidiera una cita con el doctor Robinson. Ahora mismo vengo de estar con él y me ha dicho que el lunes ya puedo empezar. Se ha alegrado muchísimo de haber encontrado una sustituta de la señora Fogarty.

—¡Eso es fantástico, Elena! —dijo Luisa.

Aun sabiendo que a Aldo no le entusiasmaría la idea, se alegraba por su hija y estaba encantada de poder ver a Elena todos los días en la ciudad. Sabía que Elena echaba mucho de menos a sus hijos, pero ahora podría ver a los tres con regularidad.

—Para serte sincera, mamá, aunque esté un poco nerviosa porque no he vuelto a ejercer la profesión desde que acabó la guerra, tengo muchísimas ganas de salir de esa casa. Ya desde que Dominic empezó el colegio, quise ponerme otra vez a trabajar. Quizá recuerdes que le propuse a Aldo preguntar en la clínica si necesitaban una enfermera, y se puso hecho una furia. En su opinión, le dejaba como a un idiota que no sabía alimentar a su familia.

—Sí, ya me acuerdo —dijo Luisa.

Se lo había contado a Luigi, que sostenía la misma opinión que Aldo, y también ellos habían discutido.

—Es solo por ese estúpido orgullo masculino. Sé que echa de menos a los niños entre semana, y sé que la idea de quedarse solo en esa maldita granja mientras su familia está en la ciudad no le agrada en absoluto, pero a estas alturas ya me da igual, mamá. Sé que suena horrible, pero necesitamos el dinero urgentemente y, además, ya no soporto la soledad de allí. Tengo que relacionarme con las personas, hablar con otra gente. No valgo para ser la esposa de un granjero. Me he esforzado todo lo que he podido por adaptarme, pero ya no aguanto más. No me importa si le gusta o no que trabaje en la ciudad. Lo voy a hacer de todas maneras. Tengo que hacerlo.

Luisa lo entendía. Veía con sus propios ojos cómo estaba cambiando Elena por no hacer nada más que las tareas domésticas. Había sido una buena enfermera y necesitaba el estímulo de poder ayudar a la gente.

—Cuando todavía trabajaba con Billy-Ray, Aldo no estaba tan mal, pero cuando perdimos el ganado y Aldo ya no le podía pagar, tuvo que prescindir también de él.

Por muy valiente que se hubiera mostrado Elena ante su madre, cuando se dirigía hacia casa, iba muerta de miedo.

—He aceptado un empleo con el doctor Robinson —le dijo a Aldo cuando este llegó por la noche de trabajar en el campo.

Aldo entornó los ojos y apretó los labios.

—Me vas a poner en ridículo delante de todo Winton —soltó de sopetón, una vez recuperado del susto inicial.

—Otros están en la misma situación, Aldo —dijo Elena en el tono más ecuánime que pudo.

—¿Y acaso sus mujeres han aceptado también un trabajo en la ciudad?

—Si no lo han hecho ya, pronto tendrán que hacerlo —respondió ella—. Trágate el orgullo, Aldo. No permitiré que a mis hijos les falte algo solo porque a ti te preocupa lo que piensen los demás. —La postura de Aldo le sacaba de quicio—. Además, estoy hasta el gorro de estar aquí completamente aislada.

Eso no quería decírselo Elena a su marido, pero sencillamente estaba demasiado enfadada como para renunciar a hacerle ese comentario.

Aldo no dijo una palabra. Se limitó a mirar a Elena como si acabara de darle una puñalada en el corazón. Elena notó que esperaba una disculpa, que retirara lo que había dicho, pero Elena no lo hizo. Lo que acababa de decir era la verdad y no quería renunciar a ella ni por todo el oro del mundo.