Como todos los viernes por la noche, Elena estaba en el porche de su casa de la granja Barkaroola pendiente de la nube de polvo que anunciaba la camioneta de reparto de Luigi y Luisa. Al verlos sonrió, pues eso significaba que su hijo mayor llegaba a casa. Para entonces Marcus ya tenía siete años y, entre semana, vivía en la ciudad, en casa de los padres de Elena, para poder ir al colegio. El viernes por la noche lo llevaban de vuelta a la granja. Elena se pasaba toda la semana deseando que llegaran los días de fiesta. Era lo único de lo que se alegraba en su nueva vida en Australia. Cuando el coche se detuvo ante la casa, Marcus salió y se echó en brazos de su madre. Luego saludó alegremente a sus hermanos.
Ese noviembre hacía un calor achicharrante, como todos los años desde que se habían instalado en Winton. Los dos pequeños, Maria y Dominic, se pasaban el día peleándose y, pese al calor, cargados de energía, por lo que a Elena la semana se le hacía eterna. Elena solo veía en ellos a su padre, pues habían heredado el pelo oscuro de Aldo y su tez aceitunada. Al final del verano estaban tan bronceados por el sol, que podían parecer hijos de Billy-Ray. También Marcus era clavado a su padre. Para entonces el pelo rubio se le había puesto castaño claro, exactamente como había pronosticado Luisa, pero la piel seguía teniéndola clara, tan clara como la piel de Lyle, y el sol le quemaba con facilidad.
Y por si el calor no fuera ya suficientemente malo, Elena libraba una batalla permanente contra las hormigas, los ciempiés, las langostas y las arañas. También había combatido una plaga de ratones y se había jurado no volver a experimentar jamás nada parecido. Del intento de mantener a las moscas alejadas de la casa había desistido; ya solo procuraba mantenerlas lejos de los alimentos. Aparte de eso, la casa padecía una y otra vez invasiones de toda clase de bichos a los que ni siquiera era capaz de poner un nombre. Pero lo que más temía Elena eran las serpientes. De Australia eran oriundas veintiuna de las veinticinco serpientes más mortales del mundo, y varias veces al año se colaba alguna en la casa para escapar del calor. Entonces Elena huía con los niños a las cuadras y allí se quedaba todo el día, hasta que por la noche llegaba Aldo y sacaba la serpiente.
¡Y el polvo que se acumulaba! Nunca acababa de limpiarlo. Continuamente tenía que sacar agua del pozo de sondeo y llevarla a casa para poder limpiar. Al principio, Elena todavía se esmeraba en lavar las cortinas una y otra vez, pero pronto desistió de hacerlo porque era una batalla que no podía ganar. Cuando les ponía ropa limpia por la mañana a Maria y a Dominic, a los cinco minutos la ropa adoptaba el mismo color que el polvo. De ahí que Elena hubiera renunciado a cambiarles a diario de atuendo. De todas maneras no los veía nadie porque nunca recibían visitas. Elena se sentía continuamente agotada y consumida y odiaba su vida en Barkaroola, pero no sabía a qué otro sitio podía ir. Eso era lo más deprimente.
Aldo trabajaba duro en el campo y, a menudo, llegaba a casa hecho polvo y muerto de cansancio. Olía a sudor y venía cubierto de polvo. Con frecuencia se lesionaba trabajando en los pastizales. Elena no se atrevía a quejarse, aunque le hubiera encantado hacerlo. Sabía que Aldo creía que las tareas domésticas eran livianas en comparación con su trabajo con el ganado, pero ella sostenía otra opinión. Al final del día estaba igual de agotada que él.
Cuando Aldo esperaba la comida en la mesa, Elena tenía claro que era su deber ocuparse de eso, pero algunos días tenía tan pocas ganas de cumplir con sus obligaciones, que solo le apetecía gritar. La vida le había decepcionado enormemente.
La única persona con la que Elena se atrevía a quejarse era Luisa. Su madre la escuchaba y siempre se interesaba por lo que le contaba, pero su propia vida tampoco era mucho mejor. Trabajaba duro en la carnicería con Luigi y solo veía a Elena cuando llevaba a Marcus los viernes por la noche a la granja y cuando volvía a recogerle los domingos por la noche. Los domingos casi siempre iba acompañada de Luigi, de modo que las dos mujeres solo podían hablar a solas el viernes por la noche. Entonces se sentaban en el porche, comentaban cómo había transcurrido la semana y se desahogaban la una con la otra.
—¿Qué tal te ha ido esta semana con tu marido? —le preguntó ahora Luisa, cuando Elena sacó la tetera al porche, donde no hacía más fresco que dentro de la casa, pero al menos soplaba un poco de aire.
—Cansada y de mal humor —respondió Elena—, como siempre. ¿Y qué tal está papá?
No le gustaba hablar de Aldo. Finalmente había aceptado vivir con él, pero no sentía amor por él, y Elena sabía que nunca lo sentiría. A su parecer, Aldo era demasiado estricto con los niños, sobre todo con Marcus, de quien esperaba demasiado. Y cuando ella intercedía por Marcus, Aldo le explicaba por enésima vez que él también había tenido que trabajar duro de niño y que esa era la única manera de adquirir sentido de la responsabilidad. Elena dudaba a menudo de su objetividad. Después de tanto tiempo, era muy improbable, pero a veces Elena se preguntaba si, en el fondo de su ser, Aldo intuía que Marcus no era hijo suyo. El chico era tan distinto a él… Le encantaban los libros y había aprendido a leer muy pronto. Sentía pasión por el estudio y tenía una sed de conocimiento insaciable. Dominic y Maria eran todo lo contrario. Lo que más les gustaba era salir a jugar en mitad del polvo. A Maria, que ya tenía cinco años, no le resultaba nada fácil estudiar. Y aunque Dominic acababa de cumplir tres años, se le notaba que era exactamente igual que su hermana.
Elena se enfadaba cuando Aldo insistía en que Marcus desempeñara diversas tareas para él durante el fin de semana; le tenía trabajando desde que llegaba a la granja hasta el domingo por la noche, cuando iban a recogerle Luisa y Luigi. Elena quería pasar más tiempo con él, preguntarle qué tal le había ido durante la semana. En cambio, Aldo le hacía sacar el estiércol de los establos, fregar las pilas del agua y cortar leña. Por la noche, poco antes de acostarse, era el único rato en el que podía hacer los deberes del fin de semana, y para entonces ya estaba agotado. A Aldo le parecía que los deberes no eran tan importantes como el trabajo en la granja, pues se aferraba a que algún día su hijo sería granjero. El muchacho debía permanecer con los pies en el suelo, decía. Eso a Elena le ponía furiosa; podía estar agradecida de que Luigi no le obligara a limpiar la carnicería después de clase.
—Tu padre se encuentra bien y los negocios van bien también —dijo Luisa—. Se han instalado dos familias nuevas en la ciudad. —Le pareció que su hija estaba cansada—. ¿Te han dado mucha guerra esta semana Maria y Dominic?
Miró a Marcus, que se dirigía hacia los establos para sacar el estiércol. Aldo estaba con Billy-Ray en los pastizales.
—Dominic se ha caído del tejado de la cuadra. Puede estar contento de que todo haya quedado en unas cuantas contusiones y rasponazos y de no haberse roto una pierna o un brazo. Ayer estaba haciendo la comida, y cuando me volví para echar de casa a una araña, vi que Maria había volcado toda la harina. Estuve horas limpiándolo todo y por la noche caí rendida en la cama. Como si no tuviera ya bastantes cosas que hacer. Y no paran de pelearse. Dan muchísimo trabajo.
—Menos mal que Maria empieza el colegio el curso que viene —dijo Luisa—. Así estará entretenida toda la semana y solo tendrás que ocuparte de Dominic. Quizá se porte mejor cuando no esté su hermana haciéndole rabiar tontamente.
—Seguramente la eche de menos y me vuelva loca —dijo Elena—. Ya sé que Marcus no os da mucho trabajo, pero me preocupa cómo vais a aguantar a Maria todos los días en casa.
Se sentía culpable de que su madre tuviera que ocuparse de sus hijos entre semana, pero no tenía posibilidad de llevarlos ella al colegio y luego recogerlos, y tampoco podía exigirle a su madre que fuera dos veces al día a Barkaroola en la camioneta. Bastante tenía ya la pobre Luisa con lo suyo. Aldo no se podía permitir comprarse un automóvil, de modo que cogían el coche de caballos para ir y volver a la ciudad, donde compraban provisiones una vez al mes. Solía ser un viaje largo, lento y caluroso. Otra cosa más que Elena aborrecía.
—No te preocupes. Tengo muchas ganas de tenerla —dijo Luisa con sinceridad—. Será una alegría volver a tener una niña pequeña en casa. —Lanzó una mirada tierna a su hija, pero no se le escapó que en sus ojos no había ninguna chispa de vida—. Sé que vivir aquí es duro, Elena, pero ¿tu vida no es más que una amarga desilusión? ¿Es realmente tan espantosa?
—Es lo que es, mamá —respondió Elena con voz fatigada.
No había un solo día en el que no pensara en Lyle y en lo distinto que podía haber sido todo. A duras penas podía olvidarle, ya que Marcus había heredado sus ojos verdes, su sensibilidad y también algunas de sus peculiaridades. Aunque amaba a todos sus hijos, no podía negar que Marcus ocupaba un lugar muy especial en su corazón.
—Desilusionada no puedo estar porque nunca he albergado la esperanza de que mi vida fuera a ser distinta —dijo con melancolía.
A veces Elena deseaba haber tenido el valor suficiente para quedarse sola cuando supo que estaba embarazada de Lyle, pero sabía que no tenía ningún sentido afligirse por el pasado. No obstante, le gustaba soñar con lo que pudiera pasar. Para sus adentros imaginaba diversas situaciones: que Millie perdiera el bebé o que se separara de Lyle. Luego siempre se quedaba con mala conciencia. A menudo soñaba también con que él hubiera regresado a Blackpool para buscarla. Pero todo eso no eran más que fantasías, ensoñaciones que le ayudaban a soportar los momentos tristes. A veces también le venía a la cabeza la idea de que Lyle y Millie hubieran tenido más hijos. Entonces procuraba con todas sus fuerzas desterrar el pasado de sus pensamientos. Tenía que mirar hacia adelante. Había sido bendecida con tres hijos. Los niños eran su vida.
El fin de semana pasó demasiado deprisa. Cuando Luisa llegó a última hora de la tarde del domingo con su marido, trajo una tarta hecha por ella. Se había pasado todo el sábado y la mañana del domingo pensando en Elena y ahora quería animarla un poco. Le dolía ver lo decepcionada que estaba su hija de la vida. Pero no había tenido otra opción. Se había quedado embarazada y no había podido casarse con el padre de la criatura, de modo que había tenido que casarse con Aldo. Ahora se trataba de sacar el máximo provecho de la vida.
—Aldo, Marcus, venid a merendar. ¡Hay tarta!
Marcus terminó de limpiar las pilas del agua lo más aprisa posible y luego llegó corriendo tan contento a casa. Saludó cariñosamente a sus abuelos. Elena partió la tarta mientras Marcus se lavaba las manos en la palangana. Se sentía feliz al ver la alegría en la cara de su hijo. Le estaba muy agradecida a su madre por todo lo que hacía por él.
Como siempre, Aldo saludó a los Fabrizia de mal humor.
—Tenías que haber limpiado las pilas, Marcus —gruñó furioso.
Marcus se encogió.
—Ya las he limpiado.
—Pues todavía están sucias. ¿Quieres que los caballos beban de mugrientas pilas después de haber estado trabajando todo el día?
Marcus agachó la cabeza. Sabía que había hecho el trabajo deprisa y corriendo porque estaba cansado, porque quería volver a casa a ver a sus abuelos y porque quería tomarse la tarta.
—No, papá. Lo haré otra vez cuando me haya comido la tarta.
—¡No vas a tomar ninguna tarta, Marcus! Y ahora ve y limpia bien las pilas del agua.
—¡Aldo! —dijo Elena fuera de sí.
—El chico ha de ser castigado por no haber cumplido como es debido con su trabajo —bufó Aldo, y luego se sentó en su sitio de la mesa.
Elena estaba furiosa. Levantó la bandeja con la tarta.
—Si Marcus no toma tarta, los demás tampoco —dijo con decisión. Metió la tarta en la caja de cartón que había traído Luisa—. Llévate otra vez la tarta, mamá —ordenó a su madre.
Maria y Dominic se echaron a llorar, pero Elena no se dejó ablandar. Calmó a sus dos pequeños preparándoles un trozo de pan con mermelada. Aldo se largó furioso de casa.
Una hora más tarde, cuando Marcus se despidió de su madre, Aldo seguía sin aparecer. No había vuelto de los pastizales para decir adiós a su hijo, lo que enojó a Elena. Conocía demasiado bien a su hijo. Aunque intentaba contener sus sentimientos, estaba dolido. No quería llorar, pues era un chico fuerte y valiente. Ella lo abrazó con fuerza y le besó en la mejilla. Cuando estaban solos, Marcus lloraba con frecuencia en su hombro y se quejaba de que su padre no estuviera nunca satisfecho con lo que hacía. En esos momentos, Elena se desesperaba y le entraban ganas de decirle que Aldo no era su padre y que su verdadero padre nunca le hubiera tratado como Aldo. Pero no podía, y eso le partía el corazón.
—¿Te apetecería conducir la camioneta de vuelta a casa? —le preguntó a su nieto Luigi, con pena de ver al chico tan abatido.
Al momento, Marcus se puso un poco más contento.
—¿Puedo, abuelo?
Luigi asintió con la cabeza, le cogió de la mano y lo llevó al coche. No era la primera vez que sentaba a Marcus en las rodillas y le dejaba conducir la camioneta de regreso a la ciudad. Eso hacía inmensamente feliz al chico.
—Le daré un trozo de tarta cuando lleguemos a casa —susurró Luisa, al darle un beso en la mejilla a Elena.
Cuando se marcharon, Elena lavó a Dominic y a Maria y los acostó. Luego salió y se sentó en el porche. Miró al cielo, que estaba cuajado de estrellas, y se perdió en sus fantasías; soñó como siempre con otra vida, una vida que nunca sería la suya.
Asustada, salió de su ensimismamiento al ver que su marido surgía de entre las sombras de las dehesas y se dirigía hacia ella. Apartó la mirada para no verle la cara. Esa noche no lo soportaría.
Aldo subió las escaleras del porche y se detuvo delante de Elena.
—Tú no eres feliz conmigo, Elena —afirmó en un tono que auguraba pelea.
Elena quería defender a Marcus, quería ponerse de parte de su hijo, pero sabía que era inútil. Si ahora decía lo que tenía que decir, lo único que conseguiría era que Aldo se enfadara más. No conduciría a nada; solo serviría para que le cogiera aún más manía al muchacho.
Elena respiró hondo y se levantó.
—No quiero discutir contigo, Aldo —dijo en voz baja, y sin decir una palabra más fue hacia los establos.
Elena fue capaz de aguantar las lágrimas hasta que llegó a la cuadra, donde rompió a llorar amargamente. ¿Acaso Marcus estaba expiando sus propias culpas? ¿Estaba el pobre pagando que ella le hubiera mentido a Aldo, que le hubiera hecho creer que era su hijo? Tan afligida se sentía, que creyó ahogarse en sus penas.