El invierno del año 1926 fue el más frío y duro de los últimos diez años, incluso para los parámetros de Dumfries. Ya desde principios de noviembre hacía muchísimo frío y hasta había nevado. Para esa noche pronosticaban otra fuerte nevada acompañada de intensos vientos.
Jamie se tomaba la sopa mientras Millie fregaba los cacharros en su acogedora cocinita. Al oír cómo silbaba el viento, Millie se asomó a la ventana. El jardín de detrás de la casa se hallaba oculto bajo una espesa capa de nieve que lanzaba destellos a la luz de la cocina. Esperaba fervientemente que Lyle llegara pronto a casa. Cuando hacía mal tiempo, siempre se preocupaba por él.
Sumida en sus pensamientos, de pronto oyó un golpe seco a su espalda. Estremecida, se dio la vuelta. Jamie yacía estirado en el suelo. Su cuerpo daba respingos incontrolados mientras braceaba y pataleaba sin cesar.
—¡Jamie! —gritó Millie, corriendo hacia él—. ¡Jamie!
Los músculos de su hijo se contraían espasmódicamente, se distendían brevemente y se volvían a contraer, mientras el niño echaba espuma por la boca. No parecía reaccionar ante su voz y tenía los ojos en blanco.
—¡Jamie! ¿Me oyes? —preguntó Millie aterrada.
Dos años atrás, desde que Tom MacAllister se había retirado después de sufrir un leve ataque de apoplejía, Lyle había contratado a otro médico. De todas maneras, en la consulta había más cosas que hacer que nunca, sobre todo por los catarros y las infecciones gripales, que siempre llegaban con el otoño y duraban todo el invierno. Eso significaba que a menudo llegaba tarde a casa.
Millie corrió hacia la ventana y la abrió. El aire que entraba era tan gélido que le cortó la respiración.
—¡Socorro! ¡Necesito ayuda! —gritó, pero el viento acalló su voz.
¿Qué debía hacer? Con ese tiempo no podía acercarse corriendo a la consulta. Pero aunque no hiciera tan mal tiempo, no habría dejado a Jamie solo en ese estado. Volvió a cerrar la ventana y se acercó de nuevo a Jamie. Millie le acarició el pelo sudoroso, le limpió la espuma de la boca y lloró de desesperación.
—Mi pequeñín, te pondrás bueno. Estoy a tu lado.
Millie se quedó un poco más aliviada al ver que los espasmos musculares cedían un poco. Jamie todavía daba leves respingos. A Millie le habría gustado cogerlo en brazos y llevarlo al sofá, pero para los siete años que tenía era un chico robusto, y ella sabía que le pesaría demasiado. «¿Qué le habrá pasado?», pensó desesperada. Estaba resfriado, pero como casi todo el mundo con ese tiempo. Esa no podía ser la razón de que se encontrara tan mal.
En ese momento oyó la puerta de casa.
—¡Lyle! —gritó Millie—. ¡Ven enseguida, Lyle!
Lyle percibió la urgencia de su voz y atravesó corriendo el salón en dirección a la cocina. Aún llevaba el maletín de médico bajo el brazo. Al ver a su hijo tumbado en el suelo, por poco se le paraliza el corazón.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, arrodillándose junto al chico.
Con su ojo clínico, se hizo enseguida a la idea de la situación.
—No lo sé —dijo Millie—. Estaba en el fregadero de espaldas a él. Después de terminarse la cena, ha debido de caerse de la silla. ¿Qué tiene nuestro hijo, Lyle?
Ahora que su marido ya estaba en casa, Millie dio rienda suelta a sus sentimientos y se echó a llorar.
Sin saber qué hacer, vio cómo Lyle levantaba a su hijo y lo tumbaba en la alfombra del salón. Luego se quitó su grueso abrigo de invierno y la chaqueta, y colocó esta debajo de la cabeza de Jamie; por último, alejó lo más posible los muebles del muchacho. A Jamie le salía saliva por las comisuras de los labios, y cuando Lyle le tocó la frente, notó que estaba ardiendo. Le aflojó la ropa y luego lo puso de costado.
—Dime qué has observado, Millie —le pidió.
—¿A qué te refieres? Si ya te he contado…
Lyle se incorporó y miró seriamente a su mujer. Millie nunca se había caracterizado por saber contener sus sentimientos ni por mantener la cabeza fría en las situaciones difíciles.
—Los detalles son importantes, Millie. Dime lo que has observado. —Millie miró irritada a su hijo—. ¿Se le contraían y luego se le distendían los músculos?
Millie reflexionó.
—Sí, y se le han puesto los ojos en blanco. Es lo más espantoso que me ha pasado en la vida, Lyle. ¿Qué le pasa? ¡Dímelo! ¿Se pondrá bien?
—¿Se ha mordido la lengua?
—No sé… sí, creo que sí.
—¿Cuánto tiempo ha durado la convulsión espasmódica?
—¿Convulsión espasmódica? —Millie miró angustiada a su marido.
—Tranquilízate —dijo Lyle, al ver el miedo que tenía su mujer—. Parece que tiene fiebre y eso en un niño puede causar espasmos musculares. —Lyle no le dijo que eso se daba muy rara vez en niños mayores de seis años. Jamie había cumplido siete en mayo—. ¿Se ha comportado de manera inusual antes de las convulsiones espasmódicas?
—No… creo que no. Hemos hablado del colegio y de sus amigos…
—¿Se ha reído o enfadado sin motivo?
—No.
—¿Ha intentado arrancarse la ropa?
Millie abrió los ojos de par en par.
—Eso sí lo ha hecho. Le he dicho que dejara de hacerlo. —De repente le sobrevinieron sentimientos de culpabilidad—. No sabía que eso pudiera significar algo.
—No podías saberlo, Millie. Quiero llevarle al hospital a que le hagan unas cuantas pruebas.
—No puedes sacarle con este tiempo. Hoy no le he llevado al colegio por el resfriado que tiene.
Millie había sido siempre muy miedosa, pero Lyle lo entendía; al fin y al cabo, Jamie era su único hijo. Millie había confiado en un milagro, pues deseaba volver a quedarse embarazada, pero eso no había ocurrido.
—Esta noche no voy a llevarle al hospital, a no ser que no quede más remedio —dijo Lyle.
Sabía que se avecinaba una tormenta de nieve. De camino a casa, había tenido que luchar contra el viento, y al mirar ahora por la ventana no vio más que copos de nieve.
—¿Te refieres a si le vuelve a pasar esta noche? —preguntó Millie preocupada.
—No lo sé, pero es improbable. Dormiré en su habitación para no perderlo de vista. Si le pasa otra vez, Millie, y yo estoy fuera, tienes que tomar unas cuantas medidas de precaución.
Millie miró angustiada a Lyle.
—¿Cuáles?
—Has de procurar que Jamie esté en el suelo; si es necesario, aparta todos los muebles para que no se lastime. Ponle una almohada plana debajo de la cabeza. Si vomita, colócalo de costado para que no se asfixie. Aflójale la ropa y, sobre todo, quédate a su lado hasta que se le pasen las convulsiones. ¿Lo entiendes, Millie?
Medio paralizada, Millie asintió con la cabeza sin decir nada. Si alguna vez le pasaba algo a Jamie, no sabía lo que haría.
A la mañana siguiente, Millie y Lyle llevaron a Jamie a la clínica. Los médicos le hicieron una serie de pruebas pero no le encontraron nada grave. Tenía una ligera infección de las vías respiratorias atribuible al resfriado y algo de fiebre, que Lyle creyó ser la causa de las convulsiones espasmódicas. Tranquilizó a Millie y le dijo que seguramente no volvería a suceder. Aliviada, regresó con su hijo a casa.
Al cabo de una semana volvió a ocurrir. A Jamie se le subió de repente la fiebre y le dio un ataque espasmódico en el momento en que se disponían a salir con el trineo. Esta vez coincidió que Lyle estaba en casa. Llevó de nuevo a Jamie al hospital, donde le practicaron unas pruebas más completas. Se le había curado la infección de las vías respiratorias y los médicos se quedaron desconcertados porque no le encontraron nada evidente. Lyle estudió el caso en profundidad, pero tampoco halló la razón del nuevo ataque espasmódico de Jamie. Una vez más se fueron a casa sin un diagnóstico. A partir de ahora, Millie y Lyle cuidaban continuamente del chico, sobre todo cuando quería salir a jugar a la nieve con sus amigos. Al fin y al cabo, tampoco podían impedirle que hiciera una vida normal.
La tercera vez ocurrió en el colegio. Durante una clase de gimnasia, Jamie sufrió un ataque espasmódico de especial intensidad. Los profesores no querían dejarle que volviera a participar en las clases de deportes, preocupados como estaban por los otros niños, que se habían llevado un buen susto. Lyle se sentía indefenso.
Poco antes de las Navidades, quedó con su padre en el Mulligan’s Inn. Habían pasado varias semanas desde la última vez que se habían visto. Lyle estaba ocupadísimo con la consulta y Tom, desde el ataque de apoplejía, ya no salía de casa con tanta frecuencia. Pero Lyle sabía que su padre disponía de un gran caudal de conocimientos y experiencia, de modo que confiaba en que Tom pudiera darle algunas indicaciones sobre el problema de Jamie.
—Estoy francamente preocupado, papá —dijo mientras se tomaban juntos una cerveza ale ante la chisporroteante chimenea.
Lyle le había explicado exhaustivamente a su padre las pruebas que le habían hecho en el hospital. Le alegraba que su padre hubiera salido a tomar una cerveza con él pese al frío que hacía fuera. Se sentía como en los viejos tiempos.
—No sé cuál será la causa de las convulsiones espasmódicas, pero parece que cada vez son más fuertes. Tras el incidente del colegio, le han dado aún más ataques. El último fue muy bochornoso para él porque perdió el control de los intestinos. Por suerte, estaba en casa. Los dos intentamos quitarle importancia a lo ocurrido, pero Jamie es un chavalín muy listo. Y ahora Millie pone todo su empeño en hacerle ir al colegio y en que salga, porque tampoco quiere jugar en la calle con sus amigos. No me gusta nada que mi hijo esté tan retraído. Eso no es natural ni sano. Perder de esa manera el control sobre las funciones físicas es desagradable para cualquiera, y mucho más para un chico de su edad. Me da mucha pena, la verdad. Además, Jamie espera que su padre resuelva el problema, que para eso es médico. Ya he terminado la perorata.
—Entiendo cómo te sientes, hijo —dijo Tom.
—Afortunadamente, dentro de poco empiezan las vacaciones de Navidad y no tendrá que ir al colegio.
—¿Tiene algún sarpullido en alguna parte del cuerpo? —preguntó Tom pensativo.
Le gustaba que Lyle le pidiera consejo. Así tenía la sensación de seguir siendo útil. No obstante, habría preferido que el motivo de la preocupación no fuera su nieto.
—No, no tiene ningún sarpullido. Los fluidos cerebrales también parecen normales; creo, por lo tanto, que no se trata de ningún problema neurológico. Cuando le dio el primer ataque espasmódico, tenía una infección gripal, pero hace tiempo que se le curó y, sin embargo, se han repetido las convulsiones.
—Ya sabes que de niño Robbie tuvo un problema muy parecido —dijo Tom.
Casi se le había olvidado. Hacía tantos años…
—No, no lo sé.
—No me sorprende. Entonces todavía eras muy pequeño, y Robbie salía de la lactancia cuando le pasó por primera vez. Para cuando empezó a ir al colegio, ya había superado el problema.
—¿Y averiguaste la causa?
—Al final sí, pero tardé mucho tiempo en averiguarla. Era tétanos, y la causa, por lo que recuerdo, era falta de calcio. Mina se encargó de que tomara más calcio con la alimentación y las convulsiones fueran cediendo, hasta que finalmente desaparecieron por completo. Ahora que lo pienso, también recuerdo haber leído que es una enfermedad hereditaria. En cualquier caso, en nuestra familia no se había dado ningún caso con anterioridad. Y como es natural, por parte de tu madre no tenemos dónde agarrarnos; en las Tierras Altas se guardaban muy pocos documentos.
—Es muy posible que hayas dado con la solución, papá —dijo muy excitado Lyle, porque quizá fuera esa la causa de los repentinos males de su hijo—. Mañana mismo le haré unos cuantos análisis de sangre.
—Por aquel entonces, cuando hice unas investigaciones por el problema de Robbie, constaté un par de causas inusuales de la fiebre en los pacientes. Ya en el siglo dieciocho brotó una forma leve de malaria en las llanuras húmedas de Europa, entre otras, en las Islas Británicas.
—Quién hubiera pensado que en Europa había malaria.
—Más recientemente la enfermedad ha vuelto a aparecer. No quiero afirmar que la malaria sea la causa de los problemas del pequeño Jamie, pero habría que contemplarlo si persiste la fiebre alta y no encontramos ninguna causa evidente. —De repente, Tom soltó una carcajada—. En una ocasión, a Angus Ferguson le subió la temperatura y no había manera de bajársela; entonces, medio en broma, le dije que quizá tuviera la malaria. Ya sabes que siempre le ha encantado contar las cosas que hacía en su juventud. Nunca le hemos creído ni una palabra; pero a partir de ese día fue contándole a todo el mundo que yo le había diagnosticado la malaria porque, según él, sonaba de lo más exótico. Y con ese motivo se inventaba una historia disparatada de la jungla. Ya no me acuerdo de cuál era, pero creo que tenía algo que ver con un viaje por la selva del Amazonas. Más tarde descubrí que tenía una cistitis, solo que no me había contado los síntomas porque no quería que yo sospechara de su incontinencia. Incluso cuando le hice el diagnóstico acertado, lo rechazó e insistió en que había contraído la malaria.
Lyle no pudo evitar una sonrisa de satisfacción.
—Creo que has dado en el clavo con lo de la falta de calcio, papá. El pequeño Jamie se niega a tomar leche y tampoco le gusta el queso.