9

El silencio que reinaba en la granja Barkaroola era descorazonador. Elena presintió que ese iba a ser uno de esos días en los que la soledad se apoderaría de su ánimo. Abrió la puerta del porche y salió afuera. Solo quería salir de esa casa tan deprimente. Llena de apatía, contempló la infinita y parda llanura que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. De cuando en cuando, oía el graznido de una corneja o el chillido de una cacatúa rosa, pero esos eran los únicos sonidos que interrumpían el inquietante silencio del interior de Queensland.

Durante los meses que Elena llevaba viviendo en la comarca de Winton, a menudo echaba la vista atrás recordando la primera vez que vio su nuevo hogar. Aldo, ella, Luigi y Luisa habían pasado dos días en una pensión de Winton, de modo que a Elena no le había dado tiempo a orientarse. Aldo se había mostrado encantado al enseñarles a ella y a sus padres la granja que había comprado; sin embargo, había sido uno de los días más tristes en la vida de Elena, más de lo que nunca hubiera imaginado.

A Elena le había bastado echar un vistazo a la granja Barkaroola desde la carretera para romper en llanto. Al ver su reacción, Aldo se había extrañado y ofendido; en cambio, Luigi se había puesto furioso de que su hija, en su opinión, se negara a apoyar a su marido en el sueño de su vida. Luisa había disculpado a Elena diciendo que el calor le afectaba, que necesitaba tiempo para acostumbrarse y para recuperarse del fatigoso viaje. Eso en parte era cierto, pero lo que Luisa no mencionó fue que comprendía los sentimientos de su hija, que además padecía los cambios hormonales de su cuerpo. Tenían que pensar en el bebé y en que Elena necesitaba un marido para criarlo. Su padre no debía enterarse jamás de que había perdido la virginidad con un escocés que, para colmo, era protestante y la había abandonado por otra mujer.

El edificio de la vivienda de la granja se hallaba un poco apartado de la carretera, que estaba sin pavimentar, al final de una polvorienta rampa. Mucho tiempo atrás, alguien había clavado en él un trozo de madera sobre el que había pintado el nombre de «Barkaroola». La pequeña casa de madera era tan gris como los alrededores y se encontraba en estado de ruina. Su tejado de chapa ondulada tenía más agujeros que un colador, y el porche, igualmente ruinoso, estaba revestido de unas chapas protectoras que seguramente llevaban años criando herrumbre. A Elena le dio la impresión de que solo las telas de araña impedían el derrumbe de la casa, pero no lo expresó en voz alta. Entusiasmado, Aldo le aseguró a su mujer que la granja —que había comprado sin consultarlo con ella— pronto estaría perfectamente acondicionada y entonces sería la más bonita en muchos kilómetros a la redonda. Elena no se pronunció al respecto; temía ir demasiado lejos, pero para sus adentros ya estaba demoliendo la casa y construyendo otra completamente nueva, una preciosa, más acorde con sus gustos.

Nada más instalarse en la granja, Aldo compró vacas y caballos y contrató a un ayudante, Billy-Ray, un vaquero nativo con mucha experiencia. Desde entonces, durante la mayor parte de los días, se ausentaba desde el alba hasta el anochecer. No había tiempo para arreglos en la casa. Elena hacía lo que podía para que los tres cuartitos resultaran habitables, pero su corazón estaba en otra parte. Casi todos los días los pasaba llorando como una magdalena. Solo ponía buena cara cuando iban sus padres a tomar el té.

Ya era el segundo día de agosto, el último mes de invierno en Australia, y según los cálculos de Luisa el parto del bebé de Elena era inminente. Aldo se hallaba en algún lugar de la gran finca recogiendo el ganado con Billy-Ray, sin saber que la criatura estaba a punto de nacer. Elena y Luisa habían preparado un plan. En cuanto Elena empezara con las contracciones, debía llamar por radio al colmado de la localidad, situado junto a la carnicería Fabrizia, y decirle al propietario de la tienda, el señor Kestle, que tenía un recado para su madre: que fuera inmediatamente a la granja. El plan le preocupaba un poco a Elena, pues tenía miedo de que el niño naciera mientras estaba sola, si bien Luisa le había asegurado que en las primerizas nunca se presentaba demasiado aprisa.

Hacía veinte grados a la sombra, pero si uno permanecía más de unos minutos fuera, el sol podía resultar bastante desagradable; ese año la primavera parecía anunciarse pronto. De todos modos, por las noches la temperatura descendía a diez grados, con lo que al menos se podía dormir bien. El clima invernal era agradable comparado con el verano, del que Elena había oído que durante el día el termómetro podía subir a cuarenta grados y no bajar de veinte por la noche. Con ese calor no era extraño que la pintura de las paredes se desconchara, que se astillara la madera y que el metal se quemara hasta combarse.

Elena se limpió el sudor de la frente y, luego, dejó vagar los pensamientos hacia el pasado. En enero de ese año habían abandonado Inglaterra en un transatlántico de la White Star Line. Al zarpar de Southampton estaban bajo cero y, al llegar a Australia en marzo, se habían encontrado con los últimos coletazos de un largo y cálido verano.

El viaje había sido una pesadilla para Elena. Había disimulado las náuseas de la mañana diciendo que se mareaba, pero lo cierto es que no sabía por qué se encontraba tan mal. Únicamente quería morirse, aunque solo fuera para poner fin a sus padecimientos. Durante las siete semanas que había durado la travesía, al menos la mitad de los días no había podido ver ni la cubierta ni el mar porque se había pasado el día metida en el camarote con un cubo al lado. Elena se esforzaba por comer algo al menos una vez al día, pero era incapaz de retener nada. Había adelgazado tanto que apenas se sostenía en pie.

La idea de que tarde o temprano llegarían a su destino tampoco consolaba a Elena, que ni con la mejor voluntad podía imaginar un futuro feliz en Australia. Y menos con el corazón destrozado como lo tenía. Antes de zarpar para Australia, Elena pensaba horrorizada en cómo sería pisar el país que iba a ser su nueva patria, pero después de tantas semanas en el mar lo único que quería era desembarcar, reencontrar el equilibrio y dejar de sentirse tan mal.

A Elena la alegría de pisar tierra firme le duró poco. El barco había atracado en la costa nororiental de Australia, en Townsville, un lugar en el que se cultivaba caña de azúcar. Allí habían pasado la noche en un hotel. Durmieron con redes antimosquitos y la humedad del aire era tan alta que Elena creyó que se ahogaba. A la mañana siguiente cogieron el tren de primera hora para ir a visitar Charters Towers, en otro tiempo la ciudad de los buscadores de oro, donde una Nochebuena del año 1871 un muchacho aborigen llamado Jupiter Mosman había encontrado oro.

Jupiter salió con unos buscadores de oro, cuando el relámpago de una tormenta de verano espantó a sus caballos. Los animales se desbocaron. Durante la búsqueda de los caballos encontró una pepita de oro en el cauce seco de un riachuelo cercano a Towers Hill. Al hallazgo le siguieron unos años económicamente prósperos entre 1871 y 1917. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial puso fin al bienestar, ya que era difícil encontrar mano de obra. En las minas ya existentes hubo problemas con la ventilación y el agua, por lo que finalmente fueron abandonadas. En otras comarcas australianas las minas padecieron igual suerte cuando se estipularon los precios del oro. Los costes, cada vez más elevados, impedían la rentabilidad. Lugares en los que se había incrementado enormemente el número de habitantes sufrieron un completo retroceso. Los hombres llevaron de nuevo a sus familias a las grandes ciudades en busca de un empleo; las zonas rurales que tanto habían florecido se arruinaron. En muchos pueblos no vivían más que unos pocos cientos de habitantes; en otros incluso menos. Algunas ciudades quedaron completamente desiertas. Las que todavía existían pasaron a depender de los municipios de granjeros, en los que emigrantes como Aldo o Luigi compraron tierras con la firme esperanza de poder ganarse la vida con la cría de ganado y la venta de carne.

Por la mañana del segundo día en Australia, Aldo, Elena y sus padres partieron de Charters Towers a Hughenden. La ciudad se llamaba así por Hughenden Manor, en Inglaterra, la mansión señorial del antiguo primer ministro británico Benjamin Disraeli. La comarca que rodeaba a Hughenden destacaba por la cría de ganado vacuno y ovino. Desde allí continuaron hacia Winton. En esta parte del país, después de llover la hierba crecía a toda velocidad sobre el pardo y fértil terreno arcilloso, pero en períodos de sequía se secaba y los rebaños menguaban con rapidez.

El día que llegaron a Winton hacía una temperatura de cuarenta y cuatro grados a la sombra. Elena, que aún seguía debilitada por la travesía, apenas tenía apetito con ese calor. Había abierto la ventanilla del tren con la esperanza de que entrara un poco de aire fresco porque iba demasiado abrigada, pero lo que le llegó fue un viento abrasador que parecía proceder del fuego de una fragua. Cuando el tren entró en la estación de Winton, Elena estaba bañada en sudor y completamente deshidratada. Se apeó del tren, echó un vistazo a la nube de polvo que la rodeaba y a la hierba seca, y solo tuvo un pensamiento: «Si no fuera porque llevo al hijo de Lyle en mis entrañas, me volvería a Inglaterra en el siguiente barco que zarpara». A continuación, se desmayó.

Elena recuperó la conciencia tumbada en una camilla en una caseta de la estación de Winton. Luisa le ofreció un vaso de agua, mientras Aldo se inclinaba preocupado sobre ella.

—Vamos a llamar enseguida a un médico —dijo, todo nervioso.

Luisa se lo quitó de la cabeza.

—No, no, no es necesario —se apresuró a decir—. Lo único que pasa es que Elena no está acostumbrada a este calor y además todavía no se ha recuperado de la travesía. En cuanto beba algo, se repondrá enseguida.

Luisa quería evitar a toda costa que un médico le desvelara a Aldo el estado en que se encontraba Elena. No quería ni imaginar lo que pasaría si se enteraba de que el embarazo estaba más adelantado de lo que Elena quería hacerle creer a su marido y a cuantos la rodeaban.

—La llevaremos a la pensión para que se eche y descanse hasta que los dos hayáis despachado vuestros asuntos —añadió.

De modo que Aldo compró la granja Barkaroola, doscientas hectáreas de campo abierto con una decrépita vivienda. La granja se hallaba a dieciséis kilómetros de la ciudad de Winton, en la que vivían trescientos sesenta ciudadanos; otros cien poblaban las granjas ovinas y bovinas de los alrededores más próximos.

Winton, que distaba seiscientos setenta y cinco kilómetros del mar, había surgido a partir de una localidad llamada Pelican Waterhole. En el año 1876, un expolicía había abierto allí una tienda con hotel: una estación de paso bien situada y un lugar práctico de recogida de envíos por correo. Poco después, el lugar pasó a llamarse Winton en honor a un pueblo situado a unos cinco kilómetros de Bournemouth, Inglaterra, y fue inaugurado el Hotel North Gregory. En el año 1882, cuando la población había aumentado a ciento cincuenta habitantes, se abrió un hospital. Al cabo de tres años empezó a funcionar una escuela de estudios elementales y se fundó el periódico Winton Herald.

Cuando Elena le había comunicado a su marido que esperaba un niño, Aldo se había mostrado un poco sorprendido de que todo hubiera ido tan aprisa, pero la perspectiva de ser padre le llenó de dicha. Como Elena había engordado tan poco, no sospechaba que el embarazo estuviera dos meses más adelantado de lo que él creía.

Un dolor sordo en la parte más baja de la columna vertebral devolvió a Elena abruptamente al presente. Le dolía tanto que tuvo que agarrarse a uno de los postes medio derruidos del porche. Sujetándose la tripa, se dobló y entró en casa a trompicones. De repente le cayó agua por las piernas. Elena fue presa del pánico. ¿Habría roto aguas? Otro dolor le recorrió la espalda.

Elena se dio cuenta de que había empezado con las contracciones. «Mamá —pensó—, ayúdame; no me dejes sola». Cuando se le pasó el dolor, se acercó al transmisor de radio. Accionado por un pedal, el aparato funcionaba cuando quería. Elena rezó para que ese no fuera uno de sus momentos antojadizos. Apresuradamente pulsó el botón que establecía la comunicación con el colmado de la ciudad.

El aparato en cuestión se rebeló emitiendo crujidos y chisporroteos, pero nada más. Luego, por fin, después de una eternidad, se puso el señor Kestle.

—Soy Elena Corradeo, señor Kestle —dijo Elena.

—Ah, Elena. ¿Va todo bien?

—No, necesito a mi madre, señor Kestle. ¿Puede decirle que venga inmediatamente a la granja Barkaroola?

—Con mucho gusto, Elena. ¿Puedo hacer algo por usted?

Elena soltó un fuerte gemido al notar otra oleada de dolor.

—¿Qué pasa, Elena? ¿No se encuentra bien?

—Creo que ya está en camino el bebé —dijo.

Habría sido absurdo que afirmara otra cosa. Tampoco tenía la cabeza como para inventarse una historia. De todos modos, a la mañana siguiente todos los habitantes de la pequeña ciudad sabrían que el nieto del carnicero Luigi Fabrizia había venido al mundo.

—¿No es demasiado pronto?

—Sí, tiene razón. Dígale por favor a mi madre que venga inmediatamente. ¡Aprisa! Cambio y corto.

Joe Kestle fue corriendo a la carnicería Fabrizia, donde Luisa estaba preparando en ese momento un pedido para un cliente.

—¡Luisa, deprisa! Creo que tenemos que mandar un médico a la granja de su hija. El bebé está en camino —gritó Joe exaltado.

Como en Winton casi nunca pasaba nada, agradecía cualquier pequeña distracción.

—No hace falta, Joe —respondió Luisa tranquilamente—. Antes he trabajado de comadrona. Si Elena ha empezado con las contracciones, voy enseguida.

En ese momento Luigi, que estaba atendiendo a un cliente, prestó atención.

—¿El bebé está en camino? Pero si todavía es demasiado pronto para que Elena dé a luz. Algo no cuadra.

Luisa ya se había quitado el delantal y se dirigía hacia la puerta de la tienda.

—No te preocupes; estoy segura de que tanto Elena como la criatura están bien —insistió.

Fuera, ante la puerta, estaba aparcada la camioneta de reparto que Luigi se había comprado al poco tiempo de llegar. Luisa se había propuesto aprender a conducir. A su marido le había dicho que así podría llevar el suministro de carne a las granjas y, de este modo, no necesitarían contratar a nadie más. En realidad, solo pensaba en su hija. Quería estar junto a ella tan pronto como empezaran las contracciones.

Cuando Luisa llegó a Barkaroola, su hija estaba tumbada en la cama y bañada en sudor. Elena jadeaba de dolor. Nunca se había alegrado tanto de ver a su madre. Luisa examinó a Elena y comprobó que el orificio uterino ya estaba muy abierto. El bebé no tardaría en llegar. Rápidamente sopesó la situación.

—Ya falta poco, Elena —dijo, y corrió al fogón a calentar agua.

—¡A buenas horas me lo dices, mamá! —Elena gimió y se enjugó el sudor de la frente—. Ya creía que no llegabas a tiempo.

Había pasado un miedo cerval al sentirse tan sola y había rezado para que Luisa llegara a tiempo.

Elena fue de nuevo arrollada por una oleada de dolor. Ahora las contracciones se sucedían a intervalos cada vez más cortos. Entre una y otra apenas tenía tiempo para recuperarse.

—¡Ya veo la cabecita! —dijo Luisa sorprendida cuando regresó junto a la cama con el agua caliente y examinó de nuevo a su hija.

En menos de una hora todo había pasado. En Italia Luisa había ayudado a traer algunos niños al mundo, pero nunca había asistido a un parto tan rápido. De eso hacía ya muchos años. Ahora se enorgullecía de que el parto hubiera transcurrido sin la menor complicación. Después de cortar el cordón umbilical, dio unos golpecitos al pequeño en la espalda. Al instante, la criatura se puso a berrear y a protestar a voz en grito.

—Has tenido un chico sano —dijo Luisa radiante de alegría. Después de secar al bebé, lo envolvió en una toalla y lo puso en brazos de su hija—. Es pequeño, pero mejor; así Aldo creerá que es un sietemesino.

—¿Estás segura de que no tiene nada raro? —preguntó Elena, examinando minuciosamente al diminuto lactante.

Lágrimas de alivio rodaron por sus mejillas. Se había sentido muy angustiada de pensar que al niño le faltara algo por haber estado tan enferma y abatida durante el embarazo.

—Tiene un aspecto de lo más saludable —le aseguró Luisa.

Cuando Elena retiró un poco la toalla y le acarició la cabecita a su pequeño, se asustó. Tenía el pelo rubio. ¡El pelo de su padre! Aldo, en cambio, era de tez aceitunada y pelo negro, igual que ella. De pronto, le entró una angustia terrible.

—Mamá, esperaba que el bebé fuera moreno como yo, para que Aldo no albergara ninguna sospecha, ¡pero fíjate!

—No te preocupes. Lo creas o no, de recién nacida tú también tenías el pelo rubio. El niño perderá esos pelillos claros y le saldrá un pelo oscuro como el tuyo, Elena. Aldo no sospechará nada; te lo garantizo.

Luisa tenía razón. Cuando Aldo llegó a casa, se llevó un susto tremendo al ver que el niño había nacido, pero en cuanto Luisa le aseguró que el niño estaba muy sano, se olvidó de todo. Su orgullo varonil por haber traído al mundo un hijo, el heredero de su imperio de la cría de ganado, se reflejó en una sonrisa radiante que le iluminó todo el rostro.

—Qué pequeño es —constató Aldo, cuando Elena puso en sus brazos al bebé envuelto.

—Ha nacido demasiado pronto, pero ya recuperará peso. Crecerá y será alto y fuerte —se apresuró a decir Luisa.

A Elena le dolió ver el orgullo que había en la mirada de su marido. Pensó en Lyle y en que era suyo el niño que Aldo sostenía en brazos. Pero luego se acordó de Millie, cuyo bebé ya habría nacido para entonces. Lyle amaría al niño que tenía con Millie. El niño que los había separado a ellos dos.

—Bueno, ¿y en qué nombre habéis pensado para mi primer nieto? —preguntó Luisa, mirando toda orgullosa al pequeño.

—A mí me gustaría que se llamara Marcus —dijo Elena—. ¿Tú qué opinas, Aldo?

A decir verdad, no se le había ocurrido hablar de nombres desde que Aldo sabía lo de su embarazo. Al ver cómo Aldo lo miraba, se le aceleró el corazón. ¿Le llamaría la atención el pelo rubio y la piel clara del chico? ¿Buscaría en sus rasgos algún parecido con él o con su familia?

—Es un nombre bonito; tiene fuerza —afirmó Aldo satisfecho.

Luego llevó afuera al pequeño y llamó a Billy-Ray para que saliera del establo y poder presentarle a su hijo.

—¿Lo ves, Elena? —susurró Luisa—. Tu marido no abriga ninguna sospecha.

Elena se sintió como si se hubiera quitado un buen peso de encima. Temía ese momento desde el día en que se casó con Aldo. Le preocupaba que tuviera dudas sobre la paternidad si el niño nacía demasiado pronto. Si Aldo hubiera desconfiado de ella, Elena no habría sido capaz de negar que le había mentido.