Aún no había abierto Lyle la puerta de la consulta, cuando su asistente se levantó de un salto.
—Doctor MacAllister, tiene que ir inmediatamente al hospital —le apremió Cindy—. El doctor Duff ha llevado allí a su mujer y a su bebé.
Dougal había dejado el recado de que Millie había dado a luz en casa y que tanto ella como el bebé se encontraban ahora en el hospital. Quería que Lyle se presentara tan pronto como le fuera posible.
Lyle se quedó boquiabierto.
—¡Mi mujer y mi bebé!
—¡Un bebé! No me había dicho nada de un bebé —se quejó Fenella McBride a Cindy.
Fenella llevaba casi una hora sentada en la sala de espera confiando en hablar con alguno de los tres médicos, y ahora estaba enojada porque Cindy, una buena amiga de su nieta, no le había contado que el joven doctor MacAllister iba a ser padre. Habían estado hablando de varios habitantes de Dumfries, de algunos incluso muy personalmente… bueno, a decir verdad, solo había hablado ella. Ahora que lo pensaba, Cindy no había aportado demasiado a la conversación. Pero en cualquier caso, ¡mira que no contarle lo del bebé!
Cindy suspiró un poco enfadada. Abrió la boca para decir algo pero, una vez más, Fenella se le adelantó.
—Mi más sincera enhorabuena, doctor MacAllister —dijo con voz de dolida, más que de buenos deseos—. ¿Ha sido niño o niña? —Lanzó de refilón una mirada castigadora a Cindy—. Quizá lo sepa su asistente, pero se lo guarda para ella.
—No, no lo sé —bufó Cindy.
Por un momento, a Lyle se le puso la mente en blanco, cosa rara en él. Intentó sobreponerse.
—¿Cuándo ha sido eso, Cindy? —Su actitud, normalmente imperturbable, se tambaleó; de pronto se sintió muy agobiado—. ¿Cómo es que están en el hospital? ¿Es que no se encuentran… bien?
—Solo sé que la señora MacAllister ha dado a luz en casa. El doctor Duff la ha asistido y la ha llevado al hospital. Me gustaría poder decirle algo más, doctor MacAllister, pero el recado era así de corto —dijo Cindy—. Supongo que debería ir rápidamente a la clínica; se lo contaré a su padre cuando regrese.
Lyle salió a la carrera, mientras Fenella miraba de mal modo a Cindy.
—¿Por qué no me ha dicho que ha nacido el bebé del doctor MacAllister mientras hacía visitas a domicilio, Cindy? —dijo francamente indignada.
—No estoy obligada a comentar la vida privada del médico con los pacientes, señora McBride —respondió Cindy—. Pero ahora que ya lo sabe, no será necesario que el doctor MacAllister anuncie el nacimiento de su bebé en el periódico, ¿no le parece?
Fenella McBride era la mayor cotilla de Dumfries, y todos lo sabían.
Fenella resopló.
—Entonces ya me puedo ir a casa —dijo furiosa, se levantó y fue hacia la puerta.
—Siento que haya tenido que esperar tanto tiempo para nada, señora McBride —dijo Cindy, sin poder disimular la falsedad que había en su voz—. Pero el doctor Tom MacAllister vendrá enseguida, si quiere esperarle.
—Está haciendo una visita domiciliaria en casa de Aileen McConnell, de manera que seguramente esté todo el día fuera —dijo Fenella muy exasperada.
Salió de la consulta de mal humor y cerró la puerta tras ella.
—¿Cómo demonios se habrá enterado de dónde está el doctor Tom MacAllister? —murmuró Cindy.
A la consulta iban algunas pacientes curiosas, pero Fenella McBride se llevaba la palma.
Millie había librado una batalla a vida o muerte, pero Doug había conseguido cortarle la hemorragia. Luego le habían hecho una transfusión de sangre, algo que todavía era bastante nuevo en el campo de la medicina. El bebé estaba en la incubadora reponiéndose de las complicaciones del parto.
Bonnie recorría inquieta el pasillo, arriba y abajo. No le habían permitido acompañar a Millie a la planta, pero sí esperar en el vestíbulo del hospital. De pronto vio que se abría la puerta de entrada y, al poco rato, Lyle se dirigió a ella sin aliento.
—¿Se encuentra bien Millie? ¿Y qué hay del bebé?
De todos modos, no esperó la respuesta, sino que se dirigió inmediatamente a la planta en la que suponía que estarían Millie y el bebé, sin saber que hacía bien en evitar a Bonnie. Y es que su suegra se había propuesto echarle un rapapolvo en toda regla por no estar cuando Millie le necesitaba. Le habían dicho que Millie se encontraba bien, pero ella no se lo creería hasta que la viera con sus propios ojos. Lo que significaba que Lyle hubiera tenido que pagar el pato por el enfado de su suegra.
—¡Millie! —exclamó Lyle, acercándose a su lado—. ¿Te encuentras bien? ¿Qué ha pasado?
Dougal salió de un cuartito que había junto a la sala de los enfermos en el que solían deliberar los médicos. En la mano sostenía el historial clínico de Millie y un lápiz.
—Está muy debilitada, Lyle, pero creo que si hace mucho reposo, se repondrá por completo.
—¿Qué es lo que ha pasado? ¿Dónde está el bebé?
—El pequeño está en la incubadora. Una simple medida de precaución. Pero no deberíamos perderlo de vista durante unos cuantos días.
—¿Por qué?
Dougal hizo una seña a Lyle para que se apartara de la cama de Millie y le informó sobre todo lo que había pasado, incluidas las complicaciones padecidas por Millie y por el niño.
—¡Millie ha tenido una hemorragia! —dijo Lyle, visiblemente en estado de shock.
Miró hacia la cama en la que yacía su mujer, que estaba tan blanca como la sábana.
—En efecto, ha perdido mucha sangre. Por un momento, temí por su vida, pero luego pude parar la hemorragia y le hice una transfusión —susurró Dougal.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Lyle al darse cuenta de la suerte que tenía Millie de seguir con vida—. ¿Y el bebé está bien? Decía que había tenido una parada respiratoria. Un momento… ¿ha dicho «el niño»? ¿Es que he tenido un hijo?
—Sí, está sano y pesa 3234 gramos, y a cada minuto que pasa se va poniendo más fuerte. Pero me he preocupado mucho por él.
Lyle apenas podía creerse que su hijo hubiera nacido y él se hubiera perdido su dramática llegada a este mundo. No quería ni acordarse de lo que había disfrutado durante el viaje de vuelta de la granja… y la cantidad de tiempo que se había tomado.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó de nuevo.
—Naturalmente, está en sus manos y en las de Millie que mantengamos al niño en observación. Su mujer también debería quedarse aquí unos días al menos, pero eso también depende de usted, por supuesto. A lo mejor quiere llevárselos a casa y ocuparse allí de los dos.
—En mi opinión, en cualquier caso, Millie debería quedarse unos días en el hospital, pero antes quiero oír lo que piensa ella al respecto. Si se empeña en ir a casa, guardará cama un par de semanas. De eso me encargo yo —le contestó Lyle. Aunque tenía unas ganas locas de ver a su hijo, primero debía hablar con Millie—. Nunca le estaré lo suficientemente agradecido por haber asistido a Millie cuando le necesitaba —dijo Lyle conmovido. Dougal le había contado que había pasado por casualidad cerca de casa de Lyle cuando Bonnie estaba encargando un caballo y un coche para llevar a Millie al hospital—. Esta mañana debí haber hecho caso a mi padre y no ir a la granja Glenbracken. En principio quería ir él, pero yo me he opuesto tercamente.
—Ha hecho lo que en ese momento le parecía lo correcto —dijo Dougal, que sabía lo mucho que se preocupaba Lyle por su padre.
—Sin embargo, ha resultado no ser lo correcto…
—Lyle —dijo Millie con la voz débil—. ¿Dónde estás?
Lyle corrió a su lado.
—Estoy aquí, Millie.
—Creí que ya te habías ido —susurró Millie.
—Solo estaba hablando un momento con Dougal. —Lyle arrimó una silla a la cama de Millie—. Siento muchísimo no haber estado contigo, Millie. ¿Podrás perdonarme?
Se sentía terriblemente culpable. Él disfrutando de la libertad, del sol y del aire fresco del mar y pensando en Elena, y mientras, Millie luchando por su vida…
—No pasa nada, Lyle —respondió Millie con debilidad—. Dougal Duff lo ha hecho de maravilla. De no haber sido por él…
Lyle sabía cuánto le debía a Dougal; esa deuda que tenía con él nunca se la podría pagar.
—¿Cómo te encuentras, Millie? Por lo que me dicen, has tenido que poner mucho de tu parte.
—Pues sí. Ha sido horrible —dijo Millie. Las lágrimas se le agolparon en los ojos antes de deslizarse por sus mejillas—. Y te echaba tanto de menos… Ay, Lyle, no has visto nacer a tu pequeño. Ha sido… ha sido… primero horroroso, pero luego… maravilloso.
—Lo sé y me arrepentiré hasta el fin de mis días. Pero ahora que estás tan agotada, no vamos a hablar del parto. Antes tienes que reponerte —dijo Lyle.
—¡Claro que tenemos que hablar de eso, Lyle! —murmuró Millie—. Porque tengo que decirte una cosa.
—¿Qué cosa? —preguntó Lyle, y se le aceleró el corazón, como tantas veces últimamente—. Dougal me ha dicho que el niño está bien, ¿o no? Es cierto, ¿verdad?
—Sí, es un niño muy rico. Se parece mucho a su padre. —En el rabillo de los ojos se le formaron arruguitas al sonreír—. Eso creo yo. Mi madre le ha contado a una de las enfermeras que es clavado a mí cuando era pequeña. —La sonrisa de Millie se difuminó—. Lyle, por culpa del parto, nunca más… nunca más podré…
Las palabras se le quedaron atragantadas al adquirir plena conciencia de las repercusiones del parto.
—¿Qué, Millie? —preguntó suavemente Lyle, pensando que quizá quisiera decirle que no iba a poder amamantar a la criatura.
Millie respiró hondo. Tenía que decírselo a Lyle.
—Nuestro niño es mi primer hijo… pero también será mi último hijo —dijo, y de nuevo corrieron las lágrimas por sus mejillas.
Lyle sacó un pañuelo y se las enjugó.
—Eso es lo que piensas ahora, Millie, y es muy comprensible después de todo lo que has pasado, pero quizá cambies de opinión más adelante —dijo, sabiendo lo mucho que le gustaban a Millie los niños.
—No se trata de que pueda cambiar de opinión, Lyle.
—¿A qué te refieres, Millie? —preguntó Lyle perplejo.
—Las lesiones han sido tan graves —respondió Millie con tristeza— que no podré volver a tener hijos.
Lyle se quedó muy impresionado.
—Pero si Dougal no me ha dicho nada de eso…
—Se lo he pedido yo. Quería decírtelo yo personalmente.
Lyle no sabía bien qué sentir. Estaba afectado y triste por Millie.
—Tenemos un hijo sano; eso es lo único que cuenta —dijo; seguro de que eso era lo que quería oír Millie.
Millie miró a su marido a los ojos.
—¿Estás seguro de que piensas así, Lyle? —Quería saber la verdad—. Siempre he soñado con tener una gran familia contigo —dijo, y se le hizo un nudo en la garganta. La joven no se hallaba en disposición de controlar sus sentimientos. Podría haber dado gritos de alegría, pero al mismo tiempo se sentía profundamente desesperada—. Y ahora tengo que hacerme a la idea de que Jamie va a ser el único hijo que tengamos.
—Así que se va a llamar Jamie, ¿eh? —Lyle sonrió y apretó la mano de Millie.
En realidad, habían pensado que si era niño, le llamarían Duncan.
—Jamie Duncan, si es que estás de acuerdo. No sabría cómo explicarlo, pero para mí que tiene cara de llamarse Jamie.
—El nombre me gusta —dijo Lyle—. Y pienso darle todo mi amor al pequeño Jamie. Es un regalo del cielo, Millie.
Que siguiera con vida, pese a la parada respiratoria que había sufrido nada más nacer, significaba que eran afortunados de tenerlo. Lyle no quería ni imaginar lo que podría haber pasado.
—Estoy cansada, Lyle. Quiero dormir mientras vas a ver a tu hijo.
Lyle asintió y besó a Millie en la frente.
La enfermera McFarlane, de la planta de recién nacidos, ya esperaba a Lyle. Cuando entró le ofreció a su hijito.
—Mi más sincera enhorabuena, doctor MacAllister. Es un niño precioso —dijo sonriendo.
Lyle cogió a la criaturita con manos temblorosas. Ya había sostenido a muchos bebés en brazos, pero esta vez era completamente distinto. Esa diminuta criatura era parte de él. ¡Su hijo! Contemplando la linda carita de Jamie le sobrevino una oleada de intensa felicidad. Las lágrimas se le agolparon en los ojos y, por un momento, todo lo vio borroso. Ese sentimiento era tan inesperado para Lyle, que de pronto se mareó. Alejándose de la enfermera McFarlane, se sentó junto a la ventana en una silla que normalmente estaba reservada para que las madres dieran el pecho a sus bebés.
Como si un poder superior quisiera bendecir a Jamie, de repente se despejó el cielo y la luz del sol entró resplandeciente por la ventana, envolviendo a Jamie en un halo dorado. A la luz del sol, la clara pelusilla de la cabeza de Jamie se asemejaba al oro finamente hilado, y cuando Lyle le acarició con cuidado la cabecita, apenas podía creerse que su cabello fuera tan suave como la seda más valiosa. Luego acarició las sonrosadas mejillas de Jamie, que parecían de terciopelo. Lyle tomó una de las manitas entre sus dedos y se quedó maravillado de la forma tan perfecta que tenían hasta las minúsculas uñitas. Jamie cerró el puño y, luego, inesperadamente, lo abrió y rodeó el dedo índice de Lyle. Al notar la suave presión, Lyle contuvo la respiración. Entre él y esa preciosa criaturita se había establecido un vínculo maravilloso.
De repente, Jamie abrió los ojos. Lyle sonrió mirando esa carita tan mona e inocente.
—Hola, hijo mío —susurró conmovido—. Tú y yo vamos a pasar mucho tiempo juntos. Naturalmente tendré que ir a trabajar y entonces te quedarás con tu madre, pero el resto del tiempo haremos algo los dos juntos. Ya que me he perdido tu llegada al mundo, a partir de ahora estaré a tu disposición —le prometió, mientras Jamie parecía escuchar fascinado a su padre—. Te enseñaré todo lo que necesita saber un muchacho.
Lyle se imaginaba a los dos pescando juntos, jugando al fútbol, yendo de picnic y haciendo excursiones en bicicleta. Suspiró satisfecho. Ahora agradecía más que nunca que la guerra hubiera terminado. Rezó para que no hubiera más guerras.
Al mirar a los ojos a su hijo, nada más contaba ya para Lyle en el mundo. ¡Absolutamente nada! Jamie había conquistado por completo su corazón. Lyle se vio embargado por un amor que hasta entonces no consideraba posible. Por primera vez desde la boda con Millie, Lyle dejó de pensar en todo aquello a lo que había renunciado. Y así seguiría siendo a partir de ahora. Jamie se iba a convertir en su vida.