A la semana de casarse con Millie, Lyle compró un adosado de piedra en Brooms Road, en Dumfries. El negocio de la compra había sido un tanto precipitado, pero Lyle quería marcharse cuanto antes de casa de sus suegros. Así que se decidió por una casa que habían visto Millie y él. Millie hubiera preferido una casita aislada en las afueras, sin escaleras, pero eso era lo que había planeado Lyle con Elena y no quería hacerlo con Millie. Era como si, en cierto modo, no le pareciera bien. Tardó un rato en convencer a Millie de las ventajas de la pequeña casa en hilera, pero cuando le explicó que era un sitio muy bueno para un médico y que, además, se podía ir andando a muchas tiendas, ella se mostró conforme.
Lyle llevaba tiempo deseando tener algún día su propia consulta de médico, pero sabía que no sería fácil. Después de haber ayudado unas semanas a su padre, se dio cuenta de que Tom a duras penas conseguía atender a tantos pacientes, cuyo número iba en aumento. Algunos de ellos no podían recibir la atención necesaria; no obstante, su padre se desgañitaba hasta caer rendido. Lyle tenía muy claro que Tom iba para viejo, y se preocupaba al ver que su salud ya empezaba a resentirse.
Después de una charla en confianza con su madre, Lyle sacó el tema delante de su padre y le propuso abrir una consulta juntos. Aunque sentían un profundo respeto el uno por el otro, sin embargo, eran muy distintos y tenían puntos de vista diferentes sobre el tratamiento de los pacientes. Lyle no estaba seguro de cómo se llevarían trabajando juntos, pero sabía a ciencia cierta que Tom necesitaba ayuda. Para gran sorpresa de Lyle, su padre le dijo que sopesaría su propuesta.
A los dos días, Tom dio su conformidad a abrir una consulta junto con Lyle mientras pudiera seguir trabajando a su manera. Lyle firmó un contrato de alquiler de un edificio en el centro de la ciudad, en Castle Street, cerca del puente que cruzaba el río Nith. Contrataron a la joven Cindy Branston, que se ocupaba de las citas, la contabilidad y la sala de espera, mientras los dos hombres recibían a los pacientes o hacían visitas a domicilio. Estaban tan ocupados que apenas se veían entre ellos, de modo que durante una temporada no tuvieron el menor roce en la consulta.
Al cabo de un tiempo se vio con claridad que Tom, pese a que Lyle le quitaba mucho trabajo, cada vez estaba más lento. Lyle no lo expresó en voz alta, pero le preocupaba cómo les iría a largo plazo. Comprobó que su padre no podía atender inmediatamente a muchos pacientes porque se quedaba a tomar el té con otros y a escuchar sus preocupaciones y le resultaba muy difícil cobrarles en metálico por esos servicios. Lyle no sabía cómo abordar el problema, pero desde luego con puerros y repollos no podía pagar la renta de la consulta.
Luego, cuando Tom empezó a sentir cada vez más mareos y, por lo tanto, a no poder atender bien su trabajo, Lyle contrató a un médico joven de la Facultad de Medicina de Edimburgo que acababa de terminar la carrera. A Tom no le sentó muy bien porque tenía la sensación de que le obligaban a jubilarse, pero Lyle insistía en que necesitaban ayuda. Le explicó a su padre que el joven Dougal Duff podía acumular valiosas experiencias si colaboraba con un médico de una pequeña ciudad con más de treinta años de ejercicio de la profesión, pero Tom le ponía pegas a todo lo relacionado con el joven y cada vez estaba más enfurruñado. Lyle le pidió a Dougal que no se tomara los cambios de humor de Tom como algo personal. Luego le dijo a su padre que a los jóvenes de Dumfries les caía bien Dougal y hablaban bien de él.
Por último, cuando Dougal llevaba ya varias semanas trabajando con ellos, Tom ya no podía negar que a su consulta le venía de perlas un médico joven. Pronto llegó incluso a pensar que el joven Dougal era un médico muy prometedor, si bien habría preferido tirarse al río Nith en pleno invierno antes que reconocerlo.
Los meses posteriores a la boda de Millie y Lyle pasaron volando. Millie se ocupaba de comprar muebles y de organizar todo lo concerniente a la casa. De construirse un nido, como lo llamaba Lyle. Puso todo su empeño en amueblar y decorar una de las habitaciones para el bebé. Como le preocupaba bastante el alumbramiento, durante las últimas semanas del embarazo no hacía más que insistirle a Lyle para que se quedara a su lado por si se presentaba el niño. Lyle sabía que no siempre podía hacerlo, de modo que se encargó de que hubiera una comadrona ininterrumpidamente dispuesta a acudir cuando se la necesitara, pero eso solo lo sabía Bonnie.
La mañana del 22 de mayo, un espléndido día veraniego, un vecino de Frankie McTavish se presentó en la consulta de Castle Street diciendo que Frankie necesitaba un médico, pero no podía acercarse a Dumfries. Tom se ofreció encantado para ir a la granja Glenbracken, pero esta se hallaba situada a dieciséis kilómetros en dirección a la costa, de manera que Lyle insistió en hacer él la visita a la granja de Frankie.
—Más te valdría quedarte aquí por si acaso Millie empieza con las contracciones del parto —le contradijo Tom.
Le daba la impresión de que Lyle le trataba como a un anciano enfermo, como alguien a quien se debe mimar, y eso no le gustaba nada. Como poco antes del inicio del verano los días estaban siendo más calurosos de lo que correspondía a la estación del año, los huesos no le dolían tanto, y por eso le molestaba aún más que Lyle se preocupara por su salud.
—Millie no sale de cuentas hasta dentro de una semana, y la mayor parte de los niños nace más tarde, papá —respondió Lyle.
La verdad era que tenía muchas ganas de salir de la ciudad y tener algo de tiempo para él solo. Millie se había vuelto tan exigente y tan quisquillosa que durante los últimos meses se sentía como asfixiado.
—Los niños nacen cuando están preparados —opinó Tom—. Y eso, a estas alturas, puede ser en cualquier momento.
—La madre de Robbie Barndale necesita un médico esta mañana, y tú sabes que solo te quiere a ti —le dijo Lyle a su padre—. Hacia el mediodía estaré de vuelta —añadió en un tono que daba por zanjada la discusión—. Y mientras los dos estamos fuera, Dougal puede ocuparse de todos los pacientes que vengan a la consulta.
Cuando Lyle llevaba una hora fuera, Millie rompió aguas. En medio de un charco, junto a la puerta trasera, llamó a su vecina Lainie, que casualmente estaba tendiendo fuera la ropa. Millie le pidió llorando a Lainie que fuera corriendo a la consulta para avisar a Lyle, pero esta volvió diciendo que no estaba allí.
—¿Y qué hay de su padre o del joven doctor que han contratado? —preguntó Millie nerviosa.
—Tampoco están en la consulta —dijo Lainie—. El viejo doctor MacAllister está haciendo visitas a pacientes y al joven doctor Duff le han avisado por una urgencia.
Al ver lo aterrorizada que estaba Millie, Lainie le acarició el brazo para tranquilizarla.
—Kameron puede ir a casa de Bonnie —dijo, y rápidamente se metió en casa para enviar a su hijo.
Al poco rato, Bonnie llegó a casa de su hija con la comadrona, a la que había avisado de camino.
—¿Dónde está Lyle? Quiero que venga Lyle —se lamentó Millie.
Se tumbó en la cama de hierro forjado adornado con una bonita moldura de porcelana, que era su lecho conyugal. Cuando tuvo otra dolorosa contracción, chilló retorciéndose. A su lado, Bonnie se sentía aproximadamente igual de útil que una vela expuesta al viento. Nada de lo que decía o hacía servía para calmar a Millie. Bonnie estaba furiosa con Lyle por no estar con Millie ahora que tanta falta hacía. Sin escuchar a Marjorie, la comadrona, que ya había ayudado a traer muchos niños al mundo y preparaba cuidadosamente todo lo necesario para el nacimiento, encargó a Kameron que fuera en busca de su yerno.
El tiempo pasaba con una lentitud pasmosa. Al cabo de dos horas, Kameron todavía no había regresado, y Millie no avanzaba nada. Hasta la comadrona empezaba a preocuparse. Lainie había vuelto a mirar si entretanto había llegado Lyle a la consulta, pero Cindy le había informado de que Lyle se había ido a una granja del campo y aún no había vuelto. El viejo doctor MacAllister y el joven médico nuevo seguían con sus visitas domiciliarias, pero el doctor Dougal regresaría enseguida. Lainie llamó a Bonnie para que saliera de la habitación de Millie y le contó lo que había averiguado. Le dijo que había dejado un recado para Lyle y que se lo darían en cuanto volviera.
—Para una vez que Millie necesita a su marido, no está. ¡Se va a enterar! —amenazó Bonnie indignada.
—¿Ha encontrado Lainie a Lyle? —preguntó Millie cuando Bonnie volvió a entrar en el dormitorio conyugal.
—No —respondió Bonnie—. Pero no te preocupes. Marjorie ha traído a muchos niños al mundo. Sabe bien lo que hace.
Pasó otra hora; Millie iba perdiendo fuerza.
—¿Por qué tardaré tanto en dar a luz? —se quejó agotada, al ver que el parto no avanzaba.
—La criatura es muy grande —le explicó Marjorie después de examinar de nuevo a Millie— y se ve que no tiene prisa.
—¿Dónde está Lyle? —se lamentó Millie una y otra vez.
Bonnie y Marjorie no le contestaron nada.
Después de que Lyle hubiera tratado a Frankie McTavish, un hombre de sesenta y pocos años que apenas podía andar por las varices, no tuvo coraje para marcharse enseguida. Las vacas lecheras mugían en el establo porque esa mañana nadie les proporcionaba alivio. Mildred, la mujer del granjero, andaba coja por una artrosis de cadera. Así que Lyle les quitó a los McTavish la tarea de ordeñar a las vacas. Eso le llevó una hora entera; luego, Mildred le obligó al joven médico a tomar un té con tortas de avena antes de que pudiera al fin emprender el regreso a casa. Para entonces ya eran las once, de modo que Lyle no esperaba llegar a Dumfries antes del mediodía.
Lyle disfrutó mucho del viaje en coche de caballos; al verse rodeado de campo, tampoco se dio mucha prisa en volver. Por el camino no había un alma; a un lado tenía las colinas y, al otro, los acantilados y el mar. Le encantaban los primeros días del verano, con las lomas y los valles sembrados de verde y el sol reflejándose en el Atlántico Norte. Aspiró profundamente el aire fresco y salado. Debería haberse sentido el hombre más feliz de la Tierra, pero sabía que nunca podría serlo sin Elena. No obstante, el destino le deparaba algo bueno, y eso también lo sabía: el encuentro con su hijo o su hija. Solo eso le mantenía en pie.
—Creo que tu hija va a tener graves problemas —le susurró Marjorie a Bonnie; la comadrona, como Millie, estaba bañada en sudor—. La voy a llevar al hospital.
Bonnie fue presa del pánico.
—¿Cómo vas a hacerlo? No podemos hacer que baje las escaleras ella sola en el estado en que se encuentra —se quejó.
Millie estaba al borde de la extenuación y furiosa por no tener a Lyle a su lado. Sus peores temores se habían cumplido. Había tenido muchas pesadillas y durante todo el embarazo le había preocupado que algo se torciera en el parto y que Lyle no estuviera con ella.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Algo va mal? —preguntó Millie sin aliento y aterrorizada—. Sé que algo no va bien. ¡Sacadme de una vez al bebé!
De nuevo tuvo una contracción que le hizo gritar de dolor.
—Te voy a llevar al hospital, Millie —dijo Marjorie—. Un médico ha de ocuparse de ti.
—¡Estoy casada con un maldito médico! —gritó Millie—. ¿Dónde demonios se ha metido mi marido?
Ahora fue cuando Bonnie se dio cuenta de que su hija estaba agotada de verdad, ya que normalmente nunca decía tacos.
—Está visitando a un paciente, cariño, pero Lainie ha dejado un recado en su consulta —dijo Bonnie para tranquilizarla, pues cada vez tenía más miedo de perder a Millie, al niño o a los dos—. Mientras tanto, vamos a llevarte al hospital.
Millie lanzó de nuevo un grito ensordecedor. Bonnie reaccionó bajando a todo correr y llamando a la puerta de la casa de Lainie.
Le abrió Kameron.
—Consíguenos inmediatamente un caballo y un cabriolé —dijo ella—. Me da igual cómo te las arregles; sencillamente encárgate de que dentro de cinco minutos haya aquí abajo un caballo con carruaje. Mi hija tiene que ir urgentemente al hospital.
—La señora Evans, supongo. ¿Puedo serle de alguna utilidad?
Bonnie se volvió rápidamente y vio a su espalda a un hombre joven.
—¿Quién es usted? —preguntó, toda tensa. Luego se dio cuenta de que llevaba un maletín de médico negro—. ¡Ah! ¿No será usted el joven doctor que trabaja con Lyle?
—En efecto; Dougal Duff. Y usted es la madre de Millie. Nos conocimos brevemente un día que pasó por la consulta con Millie. Hacia allí me dirigía, pero ¿he oído bien? ¿Decía que Millie necesitaba ayuda médica?
—Exacto, y llega usted en el momento oportuno. —Bonnie se preguntaba cómo había podido olvidar la cara de un hombre tan bien parecido como el doctor Duff. De nuevo se volvió hacia Kameron—: Ya no necesitamos el caballo ni el cabriolé, Kam.
Antes de que Dougal se diera cuenta, Bonnie le agarró de la manga y tiró de él hacia casa de Millie y Lyle.
—¿Cuántos niños ha traído al mundo? —preguntó ella, empujando a Doug escaleras arriba.
—Yo solo a ninguno, pero he asistido a muchos partos —respondió Dougal cuando llegaron al dormitorio—. ¿Ya tiene Millie las contracciones? Supongo que todavía no, ¿o me equivoco?
Bonnie se detuvo como si hubiera echado raíces mientras le miraba.
—Va con una semana de adelanto, pero no le cuente que no ha traído a ningún bebé al mundo —dijo—. La conozco y sé que el mayor problema de este parto es el miedo que tiene. Quiere tener a Lyle a su lado, pero como no está, tendrá que conformarse con usted. —Confiaba en que Millie, con la ayuda del atractivo doctor Duff, se olvidara un rato de su marido—. Y trátela con especial delicadeza, doctor Duff. Va a necesitar tener buenos modales y unos nervios de acero.
Millie estaba gritando con toda su alma cuando Dougal entró en la habitación, pero al verle se interrumpió bruscamente. El joven médico la saludó inclinando la cabeza, calibró brevemente la situación y enseguida supo que Bonnie tenía razón. Millie tenía miedo y solo quería que la atendiera su marido. Aunque creía que posiblemente fuera el miedo lo que retrasaba el proceso del parto, tenía que examinarla antes de poder decirlo a ciencia cierta.
Millie estaba tan distraída por la inesperada aparición del joven médico, que por un momento olvidó los dolores. Se quedó pasmada por lo atractivo que era Dougal. El día que le conoció le llamó la atención su cabello oscuro y los ojos más azules que había visto jamás, pero había olvidado lo apuesto que era.
—Millie, el doctor Duff te va a ayudar —dijo Bonnie, acercándose a la cama de su hija—. Ahora todo irá bien. Él te ayudará a dar a luz al niño.
—¿Dónde está Lyle? —respondió Millie, y volvió a abandonarse a su sufrimiento.
—Hola, señora MacAllister —dijo Dougal con una sonrisa afable—. Lyle aún no ha vuelto de la granja Glenbracken, pero nos las arreglaremos sin él.
Por un momento Millie pensó que el joven Dougal era demasiado atractivo como para examinar su bajo vientre, pero luego le invadió otra oleada de dolor y todo el pudor se fue a paseo.
—Lyle debería estar ahora conmigo —se lamentó Millie cuando recuperó el aliento tras otra dolorosa contracción—. Me prometió estar aquí desde el principio del parto.
—En fin, tendrá que contentarse conmigo —dijo Dougal, apretándole la mano.
—Quizá Lyle llegue todavía a tiempo, pero mientras tanto estás en buenas manos —le dijo Bonnie a su hija.
Presentó el médico a la comadrona, que se alegraba de poder dejar las riendas al joven doctor, pues ella no tenía ni idea de por qué el parto no seguía su curso. Ya había traído al mundo bebés grandes y robustos, pero no le parecía que Millie empujara bien. Era como si estuviera esperando a Lyle, y Marjorie temía que el niño pudiera correr peligro.
En un instante, Dougal se lavó las manos y se remangó. Al mismo tiempo, le hablaba a Millie con cariño, la animaba y le aseguraba que daría fácilmente a luz a ese bebé y que luego Lyle se sentiría muy orgulloso. Luego le indicó cuándo y con qué fuerza tenía que empujar.
De repente, Millie sacó de alguna parte la fuerza necesaria para reaccionar a lo indicado. Mirando los ojos azules del doctor, escuchó la tranquilidad y la confianza que emanaban de su voz. No es que no se fiara de la comadrona para ayudar a dar vida a su hijo, pero tener un médico a su lado era para ella muy diferente.
Dougal se preocupó un poco por el bebé al escuchar los latidos de su corazón, pero se esforzó en que no se le notara. Aunque se sentía presionado por ser Millie la mujer de un colega, rápidamente desterró esa idea de su cabeza.
—Lo vamos a conseguir, Millie —dijo con resolución—. Pero creo que le resultará más fácil si se pone en cuclillas. Así paren a sus hijos las mujeres orientales. Poniéndose en cuclillas.
—¿Qué? —preguntó Millie incrédula, pues ni siquiera era capaz de imaginar que pudiera incorporarse.
—Así el parto será más fácil —insistió Dougal.
Millie lanzó una mirada a Bonnie. A ella también se le hizo rara la sugerencia del joven doctor, pero en vista de que Millie no avanzaba nada con la postura tradicional, se guardó sus recelos.
Con la ayuda de Bonnie y Marjorie, Millie se puso en cuclillas con las piernas esparrancadas. Miró a Dougal con la esperanza de que supiera lo que estaba haciendo. Lo cierto es que le dio la impresión de tener la cosa un poco más bajo control. De nuevo tuvo una fuerte contracción.
—¡Ahora empuje todo lo que pueda! —dijo Doug, sentándose a su lado en la cama—. ¡Empuje!
Millie empujó hasta que se le puso la cara roja como un tomate. A su lado, Bonnie le enjugaba el sudor de la frente con un paño húmedo y la animaba.
Dougal sintió una gran alegría al ver la cabecita del bebé.
—Eso ha estado muy bien, Millie. Ya veo a su niño —dijo—. Hemos avanzado un buen trecho. —Cuando notó la siguiente contracción, miró a Millie a los ojos para infundirle valor—. Apriete otra vez y luego, cuando yo se lo diga, deje de apretar —la animó Doug.
—No puedo —dijo Millie agotada.
Nunca en su vida se había sentido tan débil y endeble.
Dougal le frotó la espalda, que le dolía como si se la hubiera roto.
—Puede hacerlo, Millie —dijo con decisión—. Sé que puede. Su niño ya casi ha salido. Dentro de unos minutos lo habrá conseguido. Podrá sostener a su hijo en brazos; será maravilloso.
Millie volvió a coger aire. Bonnie seguía limpiándole el sudor de la frente y dándole ánimos. Millie se agarró al cabezal de hierro forjado de la cama, apretó la barbilla contra el pecho y empujó con todas sus fuerzas durante el punto culminante de una contracción.
—Así está bien, Millie. Siga un poquito más —dijo Dougal—. Ya asoma la cabecita del niño —añadió feliz—. Ahora ya no empuje más; limítese a jadear un poco.
Millie hizo acopio de toda la fuerza que le quedaba para no empujar, pese a la necesidad que ahora sentía de hacerlo. Vio que Dougal tocaba el cuello del niño con un dedo, posiblemente para asegurarse de que no tenía enroscado el cordón umbilical. Luego le quitó las mucosidades de la nariz.
—Bien, Millie. Ahora empuje, pero solo una vez, muy brevemente —dijo al notar que había llegado el momento. Tomó con cuidado la cabeza del bebé y la giró despacito. Primero asomó un hombro y luego el otro—. ¿Lo nota, Millie? —preguntó Doug exaltado—. Mire; ya casi está aquí.
Millie vio una mano diminuta y, por fin, salió la criatura. Una sonrisa iluminó el rostro de Millie.
—Es niño —dijo Dougal entusiasmado—. Ha tenido un hijo, Millie.
Millie estaba radiante de alegría y las lágrimas se le agolparon en los ojos.
—Un varón —dijo Bonnie orgullosa—. Verás lo que dice Lyle cuando se entere de que tiene un hijo.
Con un trozo de cordón que le dio Marjorie, Dougal pinzó el cordón umbilical; luego la comadrona le dio unas tijeras con las que lo cortó. Marjorie le cogió el bebé y lo envolvió en una toalla.
Millie oyó un débil llanto.
—Bien hecho, doctor —dijo Marjorie, visiblemente aliviada.
Había traído suficientes niños al mundo como para saber las dificultades que pueden surgir a lo largo de un parto. Tenía muy claro que Dougal todavía era un novato en materia de asistencia al parto, pero admiraba lo bien que había sorteado los temores de Millie.
Dougal ayudó a Millie a tumbarse y le indicó que expulsara la placenta. Mientras seguía ocupado con Millie, Marjorie se encargaba de lavar y secar al pequeño.
—¡Doctor! —gritó Marjorie.
La preocupación que había en su voz alarmó inmediatamente a Dougal, que se acercó a ella.
—¿Algo va mal? —preguntó Bonnie.
Oyó murmurar a Marjorie y rezó para que al niño no le pasara nada grave. ¿Había dicho la comadrona que el pequeño no respiraba bien? No, habría oído mal.
Millie se apoyó en los codos. Alarmada, miró primero a su madre, luego al médico y a la comadrona.
—¿Le pasa algo a mi bebé, mamá? —preguntó preocupada. ¿Se equivocaba o tenía su hijo un color de cara ligeramente azulado?—. ¡Decídmelo! ¿Por qué nadie quiere hablar conmigo?
Bonnie vio cómo Dougal se ocupaba del diminuto lactante. Mientras le daba masajes, se aseguraba de que no tuviera mucosidades en las vías respiratorias. Bonnie creía que se le iba a paralizar el corazón.
—¡Respira, pequeñín! —susurró Bonnie.
Pasaron unos momentos de tensión antes de que el niño pegara de repente un fuerte berrido y recuperara la respiración. Al instante adoptó un color rosáceo.
Dougal echó una mirada elocuente a Marjorie y suspiró aliviado.
—Mamá —dijo Millie preocupada—, ¿qué pasa? Venga, dímelo.
—Nada, todo está en perfecto orden —respondió Bonnie, sin apartar la vista del niño.
Respiraba. Efectivamente, respiraba.
—Tráeme al bebé —exigió Millie, que quería ver con sus propios ojos que no pasaba nada.
Marjorie envolvió al niño en una toalla limpia, para que no tuviera frío, y se lo llevó a Millie. Con una sonrisa radiante, lo depositó en brazos de su madre.
—¿Todo irá bien? —preguntó temerosa Millie.
—Yo lo llevaría a que lo examinaran en el hospital, Millie. Es una simple medida de precaución, pero estoy seguro de que está sanísimo —dijo Dougal, rezando para sus adentros una acción de gracias, pues unos minutos antes no estaba tan seguro.
—¿Es necesario? —preguntó Bonnie.
—Lyle le atenderá bien, pero más vale que seamos precavidos —explicó Dougal.
De repente, Millie sufrió un mareo y se quedó pálida. Notó que su cuerpo desprendía un flujo de líquido caliente.
—No… no… no me encuentro bien —balbuceó—. Coge al bebé, mamá, por favor.
Rápidamente Bonnie le quitó el niño a su hija, mientras Dougal acudía en ayuda de Millie.
—¡Tiene una hemorragia! —exclamó—. ¡Hay que llevarla inmediatamente al hospital!