El primer día festivo de las Navidades del año 1918 la pequeña localidad de Dumfries lo celebró de manera especial, si bien con comedimiento. En Nochebuena había nevado copiosamente, y el paisaje se hallaba cubierto por un manto blanco que, a la luz acuosa de la mañana, parecía algodón en rama. La temperatura había descendido por debajo de los cero grados y, en general, reinaba una atmósfera festiva entre los habitantes de la pequeña ciudad. La guerra había terminado y todos anhelaban un futuro mejor. Los soldados que podían regresaban junto a su familia; también volvieron todos los que habían trabajado en la industria armamentística, como Andrew, el hermano de Millie, y Aileen, la hermana de Lyle. Pero nadie podía ni quería olvidar a los hombres que no habían regresado a casa.
Al mediodía, Lyle comió con sus hermanos Aileen y Robbie en casa de sus padres. Mina MacAllister llevaba guisando desde las cinco de la mañana, pero se consideraba una de las madres más dichosas de la Tierra. Su marido y todos sus hijos se hallaban sentados a la mesa cuando ella llevó el ganso asado con patatas salteadas, chirivías y zanahorias. Entre ellos era una tradición sentarse a continuación junto a la chimenea, mientras Mina servía el postre, consistente en rhabarber crumble con nata. Ese postre navideño aromatizado con whisky les encantaba a todos. Cuando ya los rostros risueños estaban arrebatados por el calor que desprendía la lumbre, Mina pudo al fin relajarse. El futuro se le presentaba alentador, con una boda y un nieto.
Por la tarde, Lyle recorrió casi cinco kilómetros a pie, pisando la nieve pulverizada que le llegaba hasta la rodilla, en dirección a casa de la familia de Millie. Su padre le había ofrecido su viejo caballo Wee-Willie y el cabriolé, pero él prefería andar para estar al menos un rato a solas con sus pensamientos. Cuando llegó a casa de Millie, el frío le calaba hasta los huesos, aunque la parte del cuerpo que deseaba tener entumecida e insensible, el corazón, todavía le dolía cuando pensaba en Elena. Y pensaba en ella sin cesar. En casa de Millie tomó leche caliente con mucho whisky, esperando poder así ahuyentar sus pensamientos, pero fracasó lamentablemente.
Jock Evans iba mejorando de día en día, pero aún no se encontraba en plena forma, lo que le frustraba en gran medida. Hablaban mucho de la inminente boda y forjaban planes para Año Nuevo. Lyle sonreía cuando lo consideraba adecuado y se mostraba de acuerdo con todo lo que proponía Millie, pero su corazón se hallaba en otra parte. Y confiaba en que nadie se diera cuenta.
Pero Millie se dio cuenta. Como le conocía desde mucho tiempo atrás, le notaba distinto. Eso le partía el corazón, pero al igual que él, se esforzaba por mantener las apariencias y mostrarse contenta. Suponía que el bebé era la única razón por la que Lyle seguía a su lado; no obstante, le agradecía su presencia. Se consolaba pensando que el bebé los uniría estrechamente como familia. Cuando Bonnie hizo un comentario acerca de los cambios que se habían producido en Lyle, Millie le contó a su madre que estaba muy afectado por todo el horror que había tenido que contemplar en el hospital. Bonnie se compadeció mucho de él y le aseguró a Millie que con el tiempo todo se arreglaría. Millie rezó por que tuviera razón.
Los días comprendidos entre Navidad y Año Nuevo transcurrieron con una lentitud pasmosa. En Nochevieja Lyle bebió hasta casi perder el sentido. Durante un rato fue capaz de olvidar el dolor de su corazón, pero a la mañana siguiente le dolía más que nunca. Era el día de su boda. Lyle se levantó y se puso un traje elegante. Le palpitaban las sienes; era como si una locomotora le atravesara la cabeza. Las dos familias, los MacAllister y los Evans, además de unos pocos amigos íntimos, se reunieron a las diez en la iglesia presbiteriana de Dumfries. Robbie era el padrino de bodas de Lyle, y Brid Carmichael, la doncella de honor de Millie. El reverendo era el mismo que había bautizado a Lyle y a Millie, de modo que su enlace obtuvo una bendición calurosa y personal. Lyle asistió distraído a la ceremonia.
Sus pensamientos distaban muchos kilómetros de allí… Mentalmente estaba en Blackpool, junto a Elena.
Hasta muy entrado enero, Elena siguió sintiéndose enferma. Noche tras noche lloraba por Lyle, pero durante el día disimulaba lo mejor que podía. Aún no tenía apetito, estaba letárgica y vomitaba con frecuencia. Luisa se preocupaba. En contra del deseo de Elena, llamó a un médico para que fuera a verla a casa. Luigi se había propuesto ir en barco a Australia a finales de enero y esperaba que Elena viajara con él y con su mujer, de modo que hasta entonces debía estar lo suficientemente recuperada como para soportar la travesía de varias semanas.
Como es natural, Elena no se había mostrado conforme con acompañarlos, pero su opinión no contaba. Luisa sabía que Elena seguía empeñada en no casarse con Aldo Corradeo, y también sabía que no se podía obligar a su hija a casarse mediante el uso de la fuerza física, pero al mismo tiempo estaba convencida de que Luigi no permitiría que una hija tozuda le estropeara los planes. En caso de que Elena se negara a ir a Australia, probablemente Luigi la desheredara. Luisa quería a su hija, pero Luigi era su marido y tenía unas ideas y unos valores anclados en su patria chica. De ahí que por dentro se encontrara dividida en dos.
El doctor Pritchard, el médico de la familia, les explicó que estaba seguro de que, a esas alturas, Elena había superado del todo la gripe española. Ya no tenía fiebre; por eso le sorprendía que aún siguiera sintiéndose enferma. Vio que había adelgazado mucho y se extrañó de su estado de ánimo deprimido. Después de palpar el vientre de Elena, le pidió a Luisa que saliera de la habitación.
—¿Cuándo tuvo su último período? —le preguntó a la joven, que se quedó muy sorprendida por la pregunta.
Elena echó cuentas.
—Desde que estoy enferma no lo he vuelto a tener; así que tuvo que ser a finales de octubre —respondió.
—De eso hace casi dos meses —observó el doctor Pritchard.
—Es que estaba tan enferma… ¿No puede eso alterar el ciclo mensual?
—Es posible, pero su matriz ha aumentado ligeramente. Lo noto perfectamente por lo delgada que está. ¿Existe la posibilidad de que esté esperando un niño?
Elena se ruborizó hasta la raíz del pelo.
—Sí… existe esa posibilidad —susurró, con miedo de que la oyeran sus padres—. El día que se supo lo del armisticio me acosté con un hombre. Pero ¿no estará queriendo decir que…?
—No lo puedo asegurar, pero las náuseas y el hecho de que no tenga menstruación indica que no ando muy desencaminado en mis conjeturas. ¿Ha vomitado últimamente también por las mañanas?
—Sí. En cuanto me tomo una taza de té, lo echo todo. —El rostro de Elena adquirió el color de su sábana—. Pero me siento mal desde que contraje la gripe. No puedo soportar el olor a comida, ni siquiera el de cosas que antes me gustaban —dijo.
—¿Tenía más náuseas durante las semanas pasadas?
Elena reflexionó y se quedó boquiabierta.
—Sí —susurró, cuando recordó lo mal que se sentía todas las mañanas desde hacía bastante tiempo.
—Estoy casi seguro de que está embarazada —dijo el médico—. Pero eso tendrá que explicárselo usted a su madre.
El médico se despidió de Elena y salió de la casa sin haber hablado con Luisa. Esta regresó al cuarto de su hija con cara de preocupación.
—¿Va todo bien, Elena? —preguntó—. El doctor Pritchard no ha querido decirme nada cuando se lo he preguntado.
Elena permanecía sentada, sin mover un músculo. «¿Cómo es posible que haya pasado una cosa así?», pensó. Lyle la había abandonado y ahora ella, con toda probabilidad, esperaba un hijo suyo. Pero si todavía no se había casado con Millie, tal vez, solo quizás, hubiera esperanza para ella. Seguro que él no dejaba en la estacada a su hijo común, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que se querían. Ojalá pudiera hablar con él, pero había oído que se había marchado del hospital poco después de irse ella a casa.
—¿Dónde está papá? —le preguntó Elena a su madre.
—Ha ido a ver a Benito Cappi y a su hermano Carmine. Quieren saber algo de Australia porque creen que también ellos podrían emigrar allí y cultivar viñas y hacer vino. ¿Qué es lo que pasa, Elena?
Elena se pasó la mano por la tripa. Apenas podía creerse que en su interior estuviera creciendo una criaturita. Un hijo de Lyle. Aquello era un milagro. Una sonrisa iluminó su rostro. Pero luego miró a su madre y le entró miedo. Luisa tenía que protegerla de su padre. Su madre tenía que darle un consejo.
—Mamá, tengo que decirte una cosa —susurró, rezando para que su madre se pusiera de su parte.
—¿Qué pasa, Elena? —preguntó Luisa, sentándose en la cama junto a su hija.
—¿Me prometes que no te vas a enfadar, mamá?
—Eso no te lo puedo prometer, Elena —respondió Luisa. Enseguida se ponía hecha un basilisco. Y aunque normalmente se calmaba con rapidez, al mirar a Elena, sintió un nudo en el estómago—. Dime inmediatamente lo que pasa antes de que pierda los nervios.
—Mamá, me he enamorado de un médico del hospital —dijo Elena.
—Ah, può la Vergine benedetta pardonarla mia figlia —dijo Luisa.
—No necesito el perdón de la Virgen santa, mamá —respondió Elena—. Necesito otra cosa. Tienes que entender que amo a ese hombre.
—Tu padre no lo entenderá nunca, Elena. Tienes que olvidar a ese médico.
—No pienso hacerlo nunca jamás, mamá.
—¡Naturalmente que lo harás! ¡Tienes que olvidarle!
—No puedo. Ya es tarde.
—¿Qué quieres decir con que ya es tarde, Elena?
—El doctor Pritchard cree que posiblemente esté embarazada —dijo Elena en voz baja.
Luisa se quedó atónita.
—Pero… eso… ¿es posible?
Elena supo enseguida a qué se refería su madre y, con la mirada baja, asintió.
—Ay, Elena. Dios te perdone. Esa no es la educación que te hemos dado.
Se levantó, alzó los brazos y, a voz en grito, pidió perdón a Dios por la deshonra que había traído su hija a la familia.
—Lo siento, mamá —dijo Elena, y se echó a llorar.
Sabía que había puesto a su madre en una horrible situación. Ocultó la cara entre las manos y dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas.
Luisa vio la congoja y la desesperación de su hija. Se sentó en el borde de la cama e intentó calmarla.
—A lo mejor no estás embarazada, Elena. ¿Cuándo tuviste el último período?
—A finales de octubre —dijo Elena—. No sospechaba nada raro por lo enferma que me encontraba, pero el doctor opina que tengo la matriz ligeramente hinchada.
—Todas las mujeres de mi familia tienen una señal inequívoca cuando están embarazadas, Elena. La tuvieron mi madre, mi abuela y mi bisabuela. Yo también la tuve, de modo que tú también has de tenerla.
—¿Qué clase de señal, mamá? —preguntó Elena, pues era la primera vez que oía hablar de eso.
—Tus pezones deberían haber adquirido un color marrón. A las mujeres de mi familia les pasa eso casi nada más quedarse embarazadas. Mira a ver.
Elena se desabrochó el botón superior del vestido, miró bajo la ropa interior y luego le enseñó a su madre los pezones, que en lugar de rosados, presentaban un color marrón castaño.
Luisa inspiró profundamente y se quedó mirando a su hija.
—Ah, pues sí. Efectivamente esperas un bebé. No necesito a ningún médico que me lo confirme.
—¿Estás segura, mamá? —Elena bajó la voz por si acaso había vuelto su padre.
—Tan segura como que estoy aquí sentada. ¿Y ahora qué? —Luisa empezó a recorrer la habitación arriba y abajo, pensando en cómo reaccionaría Luigi. Le preocupaba que le diera un infarto al enterarse—. Siendo médico, debería haber tenido cuidado y no dejarte embarazada —dijo furiosa, pero al mismo tiempo acariciaba la bonita melena oscura de Elena—. ¿Dónde está ahora? Tu padre es capaz de cortarle la virilidad.
—Ha regresado a Escocia —contestó Elena.
Luisa puso los ojos en blanco.
—¡Un escocés! Y seguro que encima es protestante. Peor no podrían haber salido las cosas. Supongo que querrás casarte con él, ¿no? —dijo.
Luisa se hizo a la idea de que con ese hombre perdería a Elena, pues Luigi no le admitiría bajo ningún concepto en la familia. Le partía el corazón pensar que nunca podría sostener a su nieto en brazos.
—Ha vuelto a su casa para casarse con otra mujer —respondió Elena con tristeza.
Luisa puso unos ojos como platos.
—¿Es que no te ama, Elena?
Le daban ganas de atrapar al tipo ese y matarlo. Se había atrevido a faltar al respeto a su hija solo por obtener placer.
—Sí me quiere, mamá, pero esa mujer también está embarazada de él. Eso pasó antes de que me conociera a mí. Pero en ese momento no lo sabía, mamá. No se ha enterado hasta hace un par de semanas, mientras yo estaba enferma. Y como es un hombre bueno y honrado, quiere hacer lo mejor por su hijo y quedarse a su lado. Pero quizás ahora cambie de opinión —dijo Elena esperanzada—. Me quiere tanto…
A Luisa le pareció haber oído mal.
—¿Ha dejado embarazada a otra mujer? —preguntó, sin dar crédito a lo que oía—. ¿Qué clase de hombre es, si se puede saber? ¡Ni que fuera un semental! ¿Y dices que ha decidido casarse con esa otra mujer?
—Sí, mamá. Lyle es un buen hombre. Al tener que abandonarme a mí estaba destrozado.
—Tu padre lo mata, Elena —dijo Luisa—. ¡O lo mato yo! —Se puso a dar vueltas por la habitación—. Despierta de una vez, Elena. Ese hombre ha preferido a otra mujer. Que esté embarazada no cuenta. Si te amara, se habría quedado contigo.
—Quería quedarse con su hijo, mamá. Eso demuestra que es una buena persona.
—Probablemente ya se haya casado con esa mujer, de modo que ya no hay marcha atrás. Está claro que tuvo una relación con ella.
Eso no se lo podía discutir Elena. Llevaban muchos años saliendo. Eso se lo había dicho el propio Lyle. Y su madre tenía razón. Seguramente, Lyle ya se habría casado con Millie.
—Si tuviste el último período en octubre, entonces ahora estás de casi dos meses —dijo Luisa pensativa—. Tengo una idea, Elena. Te casarás tan pronto como sea posible con Aldo Corradeo. Así creerá que el bebé es de él. Es la única solución.
—No, mamá. Eso no puedo hacerlo de ninguna manera. Tú te vas con papá a Australia y yo me quedo aquí y doy a luz a mi hijo.
—¿Y de qué vas a vivir, Elena? ¿Cómo vas a arreglártelas para salir adelante? —dijo Luisa, irritada. Tenía que conseguir que Elena entrara en razón.
—No lo sé —contestó Elena desesperada—. Volveré a trabajar… de enfermera.
—¿Y quién se va a ocupar del bebé? ¿Gente extraña? Eso no puede ser, Elena. Acabarás tirada en la calle, y entonces ¿qué será de los dos?
Elena sabía que su madre tenía razón. La idea de quedarse sola en Inglaterra le aterraba.
—Aldo no se creería que el niño es suyo, mamá. Eso no puede funcionar.
—Claro que funciona. Yo era comadrona en Italia. Traeré a tu bebé al mundo y le diré que ha nacido prematuramente. Esas cosas pasan continuamente.
Elena se puso a sollozar. Estaba sentada con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en las rodillas. Nunca jamás se había sentido tan mal como en ese momento. Luisa abrazó a su hija.
—Todo irá bien, Elena. Yo te ayudaré. Tendrás un marido y a tu familia, que se ocupará de ti y del niño.
Cuando Luigi llegó a casa, Luisa ya le estaba esperando.
—Creo que Elena y Aldo deberían casarse antes de marcharnos a Australia —dijo ella, como quien no quiere la cosa, sirviéndole a su marido té con pastas. Luigi se quedó perplejo. Hasta ese momento, su mujer no se había manifestado tan claramente a favor de una posible boda entre Elena y Aldo—. Así el viaje a Australia podría ser un viaje de novios para ellos —añadió Luisa.
Luigi miró a su mujer tratando de averiguar qué le cruzaba por la cabeza.
—Yo había planeado casarlos en Australia —dijo.
—Nosotros nunca hicimos un viaje de novios, Luigi. Sería precioso que por lo menos Elena tuviera una luna de miel. Eso es algo que una mujer recuerda toda su vida.
«Estúpidos sentimentalismos», pensó Luigi. Las mujeres eran unas sentimentales, y eso los hombres sencillamente no lo entendían.
—¿Qué dice Elena al respecto? —preguntó.
—Lo hemos hablado y Elena lo ha aceptado. Es más, le parece buena idea.
Luisa no estaba mintiendo. Elena había aceptado su destino. No tenía otra opción.
Al cabo de una semana, Elena y Aldo se casaron. Si hubieran mandado a Elena a la horca, no se habría sentido tan desesperada. Estar delante del sacerdote casándose con ese extraño, un hombre por el que no sentía nada, le parecía tan falso… Desde luego, el día de su boda no iba a ser como ella lo había imaginado. Elena tenía que reconocer que Aldo era simpático y atento, pero tenía mucho miedo de lo que le esperaba esa noche.
La ceremonia nupcial se celebró con una misa en la iglesia católica de Saint Peter, en la más estricta intimidad. La hora que duró se le hizo eterna a Elena. Benito Cappi y su mujer, Magdalena, fueron los padrinos de bodas. No había más invitados. Luigi le había preguntado a Elena si no quería invitar a unas cuantas amigas, como por ejemplo enfermeras del hospital, pero poniéndole una condición: que fueran italianas. Elena no quiso. Como Luisa había preparado una comida especial, nada más concluir la ceremonia fueron a tomarla a casa. Aldo y Luigi tomaron varios vasos del vino hecho por Benito, mientras que Elena no bebió nada y tampoco tenía apetito. Alegó como pretexto que acababa de superar la enfermedad.
Para la noche de bodas Aldo había reservado una habitación en un hotel. Era una habitación modesta que, curiosamente, daba al Hospital Victoria. La habitación era tan diminuta como una caja de zapatos, o al menos eso le pareció a Elena. Cuando se quedaron a solas, se sintió como una liebre acosada por un zorro, y Aldo se dio cuenta.
—Comprendo que, si no te encuentras lo suficientemente bien, no quieras consumar el matrimonio —dijo.
Elena vio que a pesar de sus palabras, Aldo se habría sentido terriblemente decepcionado si no se entregaba a él. Por su delicado modo de comportarse, podría incluso haber subido varios puntos en la escala de valores de Elena, si no hubiera estado tan borracho. Sin embargo, Elena sabía que nada de eso importaba. Tenían que consumar el matrimonio para que Aldo estuviera convencido de que el bebé que ella llevaba en su seno era suyo.
—Me encuentro bien —mintió Elena, pues solo de pensar en tocar a Aldo se ponía mala. Rápidamente le dio la espalda para desnudarse. Ojalá pudiera beber vino para adormecer sus sentidos. Eso le aliviaría un poco lo que tenía que hacer—. Además, es mi deber ser una buena esposa —añadió, mientras se quitaba el vestido.
La cara embelesada de Aldo no la vio Elena, pero notó la mirada ardiente a su espalda y se imaginó perfectamente la expresión de su rostro. En cuanto se tumbaron desnudos en la cama, Aldo se puso encima de ella, la manoseó torpemente y, entre gemidos y jadeos, la penetró. Aunque Elena tenía los ojos cerrados en la oscuridad, no pudo contener las lágrimas. Al poco rato, cuando Aldo se apartó de ella, Elena le dio la espalda y luchó contra los sollozos que le oprimían la garganta. Cuando al fin le oyó roncar, Elena se levantó y, por el pasillo del hotel, fue al cuarto de baño, donde se sentó en el suelo y dio rienda suelta al llanto.
Llegó un momento en que se calmó y se tocó amorosamente la barriga.
—Esto lo he hecho por ti, pequeño —susurró.
Elena pensó en Lyle y en el amor que los unía a los dos, y clamó a Dios preguntándole por qué su vida había tomado ese rumbo. Sin embargo, su fe la llevó a la convicción de que Dios tendría sus razones. Y ese convencimiento fue lo único que le dio fuerzas.